viernes, 20 de junio de 2014

9 EJEMPLOS (fragmento)



Hace un tiempo yo dormitaba en el banco de una catedral desierta, esperando que me pasara un mareo. Cuando levanté mi somnolienta cabeza vi al capellán hablando con un hombre venido de la calle. Los dos compartían la misma fisura, y sólo así pude distinguir un par de siluetas que se mellaban en el vacío. El capellán le decía al hombre: “1500 funcionarios del ministerio se levantan de sus catres, y en el periódico matutino, justo en la prédica oficial del ministerio, todos echan de ver la clave de un dolo millonario. Tan milagrosas fueron esas páginas, donde cada uno descubría la ignominia, que individualmente creyeron en la singularidad de sus destinos. Entonces cada uno decide abandonar su trabajo. En vez de salir de casa, cada uno se recoge en sus respectivas pesquisas. Indagaron lo evidente, relacionaron lo implícito, supusieron consecuencias estrafalarias, y aun en el devenir de ese ardor, ciertamente ya documentado en tarjetas vacías, fueron ensayando métodos más agudos y prolijos. Llegó la noche y ninguno se rendía. Cada uno se figuró que no iba a pasar mucho tiempo antes de que la disoluta administración al fin quedara expuesta. Cualquier otro acucioso detective pudiera rebasar ese hallazgo, que por de pronto cada uno de los 1500 creía exclusivo de su inaplazable rigor. Apenas si dormitaron unos minutos, como si lo hicieran en esta iglesia. Al amanecer, despertaron con el mismo afán, sin preguntarse si sus vecinos y colegas les echaban de menos. A diario insistían en los preliminares hasta muy entrada la siguiente noche. Pasaron varios días, y a ninguno les disuadió una correspondencia regular, quizá por suponerlas tan obvias en los demás alcances. Todavía eran insuficientes las pruebas que se pudieran reunir después de venideros días. La verdad unos habían progresado más que otros, y de cualquier modo la suma de esas contribuciones podían difundir una variedad inconcebible de detalles, pero todos, sin dejar de trinchar periódicos mañana y tarde, sabían que era posible que alguien más se adelantara. En esa procesión, cada uno se vio al espejo como la silueta espectral de un filósofo que se repetía al infinito. El que cada uno pudiera pormenorizar la desgracia de avances parciales e incompletos, ya no les era suficiente, porque si ningún ciudadano había vislumbrado un indicio así, la cantidad de todos, en oposición a cada uno de ellos, confirmaba cualquier ignorancia en su extensión y profundidad, tal que esa masa tendería a aventajarles en aquella urgencia. Entonces los demás, los otros, sí que eran culpables de una expresión tan amplia como estadísticamente confirmada. Ante esos temores, cada uno juntó sus respectivos legajos; cada uno determinó comparecer con una acusación cuando menos de sus flacos sostenida. Por los medios particulares que también los dividieran, los 1500 artífices partieron a la capital. El día de llegada había en la opinión un generalizado escándalo sobre las provincias. La policía recorría las calles y era retenido, cacheado e interrogado cualquier transeúnte. Antes de que se les cogiera autoritariamente, cada uno de los 1500 se desembarazó de cuanto acreditaba su visita. Al poco tiempo se expusieron las acusaciones del dolo, si bien aún para el gobierno el principal pillo, entre numerosos cómplices, acopió una sustancial porción que le implicaba incuestionablemente, y así se hundió de lo alto de una soga. La mayoría de los hilos se repartieron en el despilfarro de quienes si pudieron huir. Esas migraciones, desde las provincias, levantaron todo género de sospecha, y fue la perdición de tantos desvelos cuya urdimbre quedaría enredada para siempre. Un siglo después, justo cuando el penúltimo de los 1500 muriera en la casa natal del último que aún estaba por nacer, se imprimió la edición centenaria de aquel periódico revelador. En otra edición especial, pasado cincuenta años, se completó la historia ya predicha para las 1500 estafas al erario público que dominaron siglo y medio de revueltas, autoritarismos e incertidumbres. Al fin la liga de los 1500 empleados develaban un déficit ya corregido con ilusorios grados; pero nunca se reveló otro nombre que hubiera de abreviar esa deserción.” A lo que el hombre le replica: “entonces nunca existió una corrupta dieta en un plazo como ése, puesto que los 1500 comprobaron por su parte que eran perseguidos en un día.” El capellán, acercándose, razonaba así: “En esto te engañas, porque cuando menos estamos hablando también de 1500 celadores que conocían las entradas y salidas de otros 1500 empleados ausentes. Cuántos más no se sabía, si el porvenir de una centuria y media podía redondearse en nada, y esto en oposición a los 1500”. Después de esas últimas palabras atusé mi calvicie. Al margen de otras postergaciones, apoyé suavemente la cabeza en el respaldo del siguiente banco. Estuve quieto como mi memoria. Me asediaba el silencio cavernoso. La escena se repetía en los hologramas poligonales de esa catedral; lo recuerdo bien. Salí de allí sin discernir los interiores góticos del cielo profundamente sombrío en sus arcadas. No obstante, descubrí que aquellos 1500 centinelas no tenían una casa a dónde ir, sino otros puestos que relevar (una tumba con cada nombre, por ejemplo). Incluso morir en atajos desconocidos era un riesgo sagrado de su oficio. Una edad propicia, tras la cual cualquier centinela cree servir como los ausentes, ¿no justifica, por cierto, las demoras de cada nuevo dintel? En fin, sabía que un sindicato de centinela era una idea superflua y hasta despreciable, porque permanecer apostado con paciencia era la conversión de cada hombre.

***



Eve Taverner, una arqueóloga de rasgos pretéritos, ocultó un tesoro innombrable. A pesar de la supervisión bajo la cual estaba sujeta desde que llegó al país, pudo atribuirse ciertas holguras, y aun su prestigio más que facilitar el robo lo justificaron. Se le recibió sin hacer pública su llegada ni los cometidos de la empresa. Vinieron las deliberaciones mitológicas para abreviar un mapa, y se dispuso la excavación que dilapidaría el esfuerzo de los hombres; de modo que Eve, junto a una cuadrilla de nueve jornaleros, descubriera por casualidad el arca del antiguo rey, en cuyo oculto fondo (y no en las trincheras) fue escondido el ajuar. Sacó los cráneos de los príncipes que no le sobrevivieron al rey y que en un rito funerario precedían al tesoro. Hizo creer a la compañía que ese baúl, robusto más por su edad que por sus espesores, sólo contenía aquellos restos palaciegos, y que cualquier otro valor, sea cual hubiera sido en aquella época, estaba enredado entre las volutas de los bordes. Mandó llevar el mamotreto, que acaso ya carecía de valor para la compañía, y en los vigores del desvelo procuró el tesoro y lo escondió.
Siguió con sus cálculos, y así entusiasmaba a los hombres hasta la decepción de sus músculos y la desesperanza general del campamento. Convenció a los más incrédulos de que el mismo osario albergaba un tesoro más íntimo. Paralelamente descubrió, en una grada de la excavación furtiva, otro cráneo, uno que parecía venir de la cabeza de nadie, con las mismas formas de aquéllos exhumados la noche anterior, pero sin que hubiera mandíbula alguna que le correspondiera. Éste no se había corrompido en absoluto; a pesar de la tierra, tenía una dureza en virtud de su palidez. Eve, ante el hallazgo, preservó el asunto bajo su sola perspicacia. Escondió el cráneo en su tienda, en su alto bacín. Durante tres días, a media noche, luego de lidiar con los capataces, no hacía sino ver que esos huesos eran como una roca cabal e intacta.
La tercera noche dispuso de lo imprescindible, asegurando, eso desde luego, el cráneo en un faldón de la mochila. Con la ayuda de un centinela con el cual contrajo las condiciones de una confianza incestuosa, pero cuyo soborno le costó además una diadema de oro, escapó del campamento. Marchó a sus glaciales orígenes; no a su casa de arqueóloga soltera en la ciudad, sino a su apacible casa de retiro en la campiña, después de que remitiera una carta a la compañía. En apenas unas líneas revelaba el paradero de todo el ajuar que había escondido en los pliegues de su tienda, sin inventariar el migajón del corrupto guardia, cuya sola suerte, de ser descubierto, Eve, por de pronto, no quería divulgar.
Ya en su biblioteca, entre volúmenes cuyas preces seculares se alzaban hacia los artesones, se sentía guarecida de cualquier maldición extranjera. Tomó entre sus dos manos el cráneo; lo interpeló en silencio, escrutó sus cavidades pacientemente, lo enfrentó al espejo elíptico que reflejaba flaquezas entre los bíceps forzudos de una caoba. Lo puso finalmente en el tablón de su escritorio. Esa noche se emborrachó. Con una copa de vino en cada mano, contoneándose entre sus repeticiones, empezó a intercalar parlamentos de poetas ha mucho reducidos en sus elementales huesos. Apagó la araña y tomó, de uno de los cajones, una vela que encendió y empotró en un ojo. Se sentó a ver como lentamente el blando trono de la luz se derretía. De repente se incorporaba sobre la rigidez de sus propios huesos. Quiso apaciguar lo que ya se extinguía por su propia consumación, y torpemente hizo rodar el cráneo. A tientas dio con los primeros escombros; pero ya el sopor del vino apenas si la dejaba libre para el sueño. Cayó tendida, al margen del rompecabezas.
Mientras el sol iba encandilando sus ojos, alcanzó a distinguir que estaba otra vez en el mismo lugar que entonces ocupaba. Las cortinas por primera vez en seis meses se habían corrido para el recibimiento de la noche anterior. Entre vagos arranques quiso recordar el número de copas definitivas, y cayó en cuenta de su imprudente exceso y de su terrible consecuencia. Se levantó, se dio vuelta rápidamente hacia donde debía estar el Partenón derruido, y con perplejidad descubrió otro cráneo entre los fragmentos del anterior, dispuesto sobre el parquet como un huevo irregular desde siempre bruñido. Aunque no había tomado ningún registro del original (ningún croquis y aun menos una fotografía), aceptó con asombro las similitudes, o la idéntica heredad.
Nadie pudo haber entrado a su biblioteca en el transcurso de esa noche. Siempre que se ensimismaba en un asunto complicado, aseguraba la complicada cerradura con llave. Ninguno de todos, sino tan sólo ella y sus juramentos, podían estar al corriente del hallazgo. Omitiendo cualquier explicación estrafalaria, concluyó, al mediodía, cuando su hija llamaba a la puerta, que el cráneo contenía a otro cráneo. Por inverosímil que pareciese, este nuevo cráneo tenía las mismas dimensiones de aquél desde el cual había salido. Se imaginó que los escombros debían congregar un peso equivalente y en la balanza lo comprobó sin ninguna duda.
Pasaron tres décadas desde entonces. Ya en el lecho de muerte, Eve Taverner mandó a llamar a su única hija. En lugar de discutir el testamento, cuyas extensiones habían sido forzadas en medio de severos reproches, confesaría a su heredera la existencia de un cráneo que dentro de todos los cráneos era tal vez imposible. Últimamente, durante las tres semanas anteriores a su convalecencia, examinaba todo como antes. Y luego el secreto, en el mismo bacín, confinado a la fatiga de la herrumbre y al cenit de la claraboya.
— ¿Te acuerdas de aquella expedición, cuando tu memoria sólo se conmovía en una cuna? —preguntó, entre monótonos estertores—. ¿Te acuerdas cuando conté la razón de mi intempestivo retorno? —agregó.
—Quizá ha sido el único secreto que, venido de tu parte, he admitido hasta con abnegación —respondió su hija, desviando la mirada a las canas de su madre—. Pero cómo escapaste de esa gente, sin correr el riesgo de morir al margen de explicaciones policíacas —agregó.
—Escucha, mujer. Sólo escucha. Antes de siquiera pensar en el regreso —empezó a hilar—, descubrí algunos fragmentos de una vasija. Pero, mientras desempolvaba mis manos, un saliente de algo desconocido quedó al descubierto. De no haberse prolongado en su palidez extraordinaria, apenas si hubiera notado nada. Me hice del primer apero a mi alcance, y con prisa desenterré el hueso… ¡Ah! El cráneo. El cráneo. El cráneo —repetía entre pausas regulares—. Desde que lo sopesé, entreví algo extraño en él. Y fue por su condición implícita que me arriesgué a desertar prematuramente, apenas había de llevar conmigo un único valor: el cráneo. Incluso soborné a un centinela con la pieza más minuciosa de aquel ajuar que yo pensaba sacar furtivamente. A medianoche, me despedí del centinela, no sin antes advertirle de que su fuga, cuando menos en el lapso de un mes, le incriminaría irremisiblemente; pues levantaría tales sospechas que, incluso disponiendo de la joya, no sobreviviría a la impotencia de los capataces. Una vez en la ciudad, y antes de marchar a la campiña, remití una primera carta a la expedición, en cuyas líneas enmendé mi falta precisamente por devolver lo que había escondido. Por supuesto que no bastaba para aplacar la cólera y evitar una inminente venganza, llevada a cabo con la amargura de un espía políglota. Así que remití una segunda carta a la expedición, a través del mismo centinela. Esta segunda carta, adjunta a la cual había reservado un último soborno, exponía la promesa diplomática de que nada iba publicarse según la misma garantía de mis apuntes perdidos. También describía la plenitud del ajuar, pues confesaba algo tan terrible como la diadema funeraria. Era el único sacrificio de mi fuga: Así corre quien con prisa se demora, y su otra mano oculta la posdata de estos pliegues. En el dorso, advertí que dos duplicado de esta carta habían sido remitidos también: una expresamente a aquel gobierno, la otra que se entregaría a mi albacea, si moría antes de que las arrugas me acorralaran en este mismo lecho. Por una muerte prematura, el viejo Moses WARdlaw  le tocaría abrir la carta y disponer de su contenido.
—Así que podías envejecer con más espacio bajo tus arrugas —al fin improvisó su hija.
—Exactamente. Una viuda con más espacio bajo la sombra de sus máscaras —contestó Eve—.  Por otro lado, debía asegurarme de tu educación, que durante tanto tiempo delegué en tutoras de todas las especies —agregó Eve.
— ¿Y el cráneo? —preguntó su hija, ya muy interesada.
—El cráneo. El cráneo. El cráneo. El cráneo —repetía ella—. Lo llevé a la biblioteca, donde al menos podía pesquisarle más detenidamente. Una noche lo derribé del escritorio, lo hice añicos. No fue sino hasta el amanecer que descubrí otro cráneo idéntico entre los escombros. Abreviando todo lo demás, confieso que dediqué días en comparaciones paleontológicas, todas inútiles por fuerza de algo incomprensible. Después de una semana, tomé un escoplo e hice una superficial incisión. Desprendí una delgada escama de uno de los temporales. Con el rizo de un cordel, ceñí lo faltante al vacío de su falta. Al día siguiente descubrí que la incisión había desaparecido, puesto que en un término indeclinable el espacio era el mismo; sin duda el cráneo no se había regenerado: la escama que desprendí sólo la sostenía el cordel, ninguna cicatriz anegaba nada. Además, ¿qué tejido muerto para siempre había de regenerarse desde fuera o desde muy dentro? Con despecho podría conseguir una prueba más evidente, así que tomé el cráneo y lo arrojé contra un rincón, otra vez se hizo pedazos, y de nuevo había descubierto un cráneo idéntico al anterior, intacto y en apariencia indestructible. Tomé el nuevo y lo arrojé contra otro rincón, ocurrió lo mismo. No importaba las veces que yo destruyera uno, siempre había otro dentro de su predecesor. Así pasé más de veinte nueve años. Cada día destruía un cráneo; y luego otro y otro. Pasé más de veinte nueve años entre un cúmulo de huesos que ya pesarían varias toneladas para que el peso fijo y concurrente no variase nunca. Desde siempre supe que iba morir sin fatigar esa sucesión. Entonces se me ocurrió legarte mi único y privativo ológrafo, para que tú, en su momento, se lo cedas a tu hija, y que ésta, a su vez, lo prolongue un eslabón más. Cada una de mis descendientes se consagraría a los confines de este hallazgo.
—Acepto, pues, lo que en su turno también aceptará mi hija  —dijo su heredera, derramando un par de lágrimas.
Eve Taverner tuvo que tomar una pócima para abreviar su dolor, no su vida que acaso sólo por el dolor estimaba ausente. Después de morir, su hija se reclamaba a sí misma la herencia con el desenfado de una hereje. En adelante, una madre, en los preliminares de su muerte, daba a su hija un terrible tesoro al margen del testamento ordinario. Pasaron los años: decenas de generaciones que iban enriqueciendo el ritual, sin más albacea que el mismo secreto. Una de las descendientes de Eve Taverner, avizorando que su hija iba heredar una metáfora cuyo desenlace (por así decirlo) era inalcanzable, quiso truncar toda esa historia. Viéndose minada entonces por una diligente enfermedad, quebró el cráneo por las divisiones naturales de sus huesos; y dentro de él, más bien detrás de cada desalojo he allí el volumen descubierto en cada instante necesario. Tomó el original y se deshizo de él en el estuario de un río. Reconstruyó al otro como si los hubiera reconstruido a todos los demás y se lo ofreció a su hija en los mismos términos. Allí se interrumpió la línea de la hembra.
En apenas dos semanas, los bichos habían poblado todos esos agujeros, como si los pensamientos minaran al pensador. Lucía como la calvicie de un rey en su funeraria congoja. Allí, a la intemperie, el cráneo resistió el primer chubasco. Después de otras lluvias, después de sequías y legamos, quedó cubierto como una isla. Un hombre, a punto de matarse, seguía las riberas del río. Se topó con el cráneo soterrado a medias por la pereza de las raras inundaciones. Ese hombre se llamaba Adam Lerner. Y como Eve, se detuvo en la perplejidad del hallazgo. Tomó el cráneo, sopesó en él su destino. Antes de estrellarle en una roca, invocó los votos más enfáticos que le convenía decir:
—Yo soy el padre de mi hijo —dijo—.  Quienquiera que haya sido algo más que estos huesos, ha recibido en herencia lo que yo doy en herencia a mi hijo. Pero entre las ruinas del cráneo, prevaleció otro. Se incorporó ceremoniosamente. Se acercó. Tomó un sílex y lo hincó en el parietal, profundamente urdió un punto en el espacio. Ventilando las primeras escorias con sus exhalaciones de varón, creyó destrozar todo, pero después de la argamasa y las dovelas, esa forma repetida e intacta. Se olvidó de morir en esa hora, y de los términos arbitrarios de esa muerte. Marchó a casa con su hallazgo, nada dijo sobre él durante décadas. Durante años había creído morir, pero su prole promiscua creció durante todos esos años. De cualquier modo enumeró sus gastados aperos de agrimensor; se arrodilló sobre sus rodillas. Rezó su oración prevista e hizo lo que Eve Taverner, dio un cráneo a su primogénito, con la inapelable condición de que fuera el tesoro de su estirpe. Acaso la única herencia de su parte.
—De las ruinas de este cráneo —dijo con solemnidad—, saldrá otro  muy parecido incluso en sus diferencias. Más allá de cualquier ruina: verás otro, y así el que sigue. Para mí es una sucesión infinita, pues moriré sin alcanzar el verdadero confín. Es la vasta comprobación de dos espejos enfrentados, pero tal vez mi descendencia sea plena entre esos dos planos. En cada una de esas vidas que la componen habrá numerosas oportunidades para ver salir un cráneo de otro cráneo.
Pasaron décadas, decenas de generaciones de varones que, en un paralelo ritual al que habían figurado las hembras, fueron prolongando las tradiciones sin desdibujar el fósil del patriarca. Como aquella descendiente de Eve, uno de ellos supo que por cada descendiente, había una separación más que se interponía, así que minuciosas réplicas se complicaban a partir de algo ignoto, y aun entre muerto y muerto los grados eran incontables. El cráneo, invariable en apariencia, no era más que un cráneo apenas distinto al anterior, y ciertamente sus probabilidades provenían de todas esas diferencias.
Él se aseguró de que su hijo no siguiera proyectando en su imaginación una infinitud que le agotaría la paciencia, hasta hacerlo el parricida que desde niño perfilaban sus rasgos. Tal como se hiciera antes, desmontó el cráneo como un menestral y era como si se obrara según las presiones de lo que iba apareciendo. Tomó el cráneo y se deshizo de él en el mismo río. Reconstruyó el trofeo de un porvenir profético, y lo cedió a su progenie. Con alborozo, se interrumpió aquella penitencia, pero también se pensó que tal vez eran las manías de un padre loco.
Un día dos mozalbetes de andróginas musculaturas iban caminando mientras se disputaban las extrañas piedras del río. Cain y Abel Dawnson. El más beligerante de los dos, reclamó como suya la piedra que el otro ciñó a su cuello. Abel se la dio y sustituyó lo perdido por un canto rodado. Viendo Cain que su hermano aceptaba para sí cualquier don que le era propio, se dispuso a procurar algo muy distinto y tal vez por eso contundente. Primero hurgó en sus bolsillos, los vació con rabia, maldijo los mejillones dilapidados en la orilla y los cordeles atados a ellos; renegó de un tesoro fútil. La corriente parecía discurrir como lo había hecho durante siglos. Cain, enceguecido de ira, supo que el curso de las aguas iba prolongarse hasta el océano y que ni la sal de las arenas estaba al alcance. Entre guijarros, tomó entonces el arma definitiva, sin tantearla mucho en el agarre. Se la arrojó a Abel, el golpe lo derribó de bruces. Se abalanzó sobre su cuerpo y con el mismo cráneo profanó la frente clara. Abriéndole la cabeza varias veces. De los dos cráneos, rotos por primera vez, no habría de edificarse más nada; sólo el mismo vacío seguía intacto.



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