Hace un tiempo yo dormitaba en el banco de una
catedral desierta, esperando que me pasara un mareo. Cuando levanté mi
somnolienta cabeza vi al capellán hablando con un hombre venido de la calle.
Los dos compartían la misma fisura, y sólo así pude distinguir un par de
siluetas que se mellaban en el vacío. El capellán le decía al hombre: “1500
funcionarios del ministerio se levantan de sus catres, y en el periódico
matutino, justo en la prédica oficial del ministerio, todos echan de ver la
clave de un dolo millonario. Tan milagrosas fueron esas páginas, donde cada uno
descubría la ignominia, que individualmente creyeron en la singularidad de
sus destinos. Entonces cada uno decide abandonar su trabajo. En vez de salir de
casa, cada uno se recoge en sus respectivas pesquisas. Indagaron lo evidente,
relacionaron lo implícito, supusieron consecuencias estrafalarias, y aun en el
devenir de ese ardor, ciertamente ya documentado en tarjetas vacías, fueron
ensayando métodos más agudos y prolijos. Llegó la noche y ninguno se rendía.
Cada uno se figuró que no iba a pasar mucho tiempo antes de que la disoluta
administración al fin quedara expuesta. Cualquier otro acucioso detective
pudiera rebasar ese hallazgo, que por de pronto cada uno de los 1500 creía
exclusivo de su inaplazable rigor. Apenas si dormitaron unos minutos, como si
lo hicieran en esta iglesia. Al amanecer, despertaron con el mismo afán, sin preguntarse si sus vecinos y colegas les echaban de menos. A
diario insistían en los preliminares hasta muy entrada la siguiente noche.
Pasaron varios días, y a ninguno les disuadió una correspondencia
regular, quizá por suponerlas tan obvias en los demás alcances. Todavía eran insuficientes las pruebas que se pudieran reunir después de venideros días. La verdad unos habían progresado más que otros, y de cualquier modo la
suma de esas contribuciones podían difundir una variedad inconcebible de
detalles, pero todos, sin dejar de trinchar periódicos mañana y tarde, sabían
que era posible que alguien más se adelantara. En esa procesión, cada uno se
vio al espejo como la silueta espectral de un filósofo que se repetía al infinito. El que cada uno pudiera pormenorizar la desgracia de avances parciales e incompletos, ya
no les era suficiente, porque si ningún ciudadano había vislumbrado un indicio
así, la cantidad de todos, en oposición a cada uno de ellos, confirmaba
cualquier ignorancia en su extensión y profundidad, tal que esa masa tendería a
aventajarles en aquella urgencia. Entonces los demás, los otros, sí que eran
culpables de una expresión tan amplia como estadísticamente confirmada. Ante
esos temores, cada uno juntó sus respectivos legajos; cada uno determinó
comparecer con una acusación cuando menos de sus flacos sostenida. Por los
medios particulares que también los dividieran, los 1500 artífices partieron a
la capital. El día de llegada había en la opinión un generalizado escándalo
sobre las provincias. La policía recorría las calles y era retenido, cacheado e
interrogado cualquier transeúnte. Antes de que se les cogiera autoritariamente,
cada uno de los 1500 se desembarazó de cuanto acreditaba su visita. Al poco
tiempo se expusieron las acusaciones del dolo, si bien aún para el gobierno el
principal pillo, entre numerosos cómplices, acopió una sustancial porción que
le implicaba incuestionablemente, y así se hundió de lo alto de una soga. La
mayoría de los hilos se repartieron en el despilfarro de quienes si pudieron
huir. Esas migraciones, desde las provincias, levantaron todo género de
sospecha, y fue la perdición de tantos desvelos cuya urdimbre quedaría enredada
para siempre. Un siglo después, justo cuando el penúltimo de los 1500 muriera
en la casa natal del último que aún estaba por nacer, se imprimió la edición
centenaria de aquel periódico revelador. En otra edición especial, pasado cincuenta años, se completó la historia ya predicha para las 1500 estafas
al erario público que dominaron siglo y medio de revueltas, autoritarismos e
incertidumbres. Al fin la liga de los 1500 empleados develaban un déficit ya
corregido con ilusorios grados; pero nunca se reveló otro nombre que hubiera
de abreviar esa deserción.” A lo que el hombre le replica: “entonces nunca
existió una corrupta dieta en un plazo como ése, puesto que los 1500
comprobaron por su parte que eran perseguidos en un día.” El capellán,
acercándose, razonaba así: “En esto te engañas, porque cuando menos estamos
hablando también de 1500 celadores que conocían las entradas y salidas de otros
1500 empleados ausentes. Cuántos más no se sabía, si el porvenir de una
centuria y media podía redondearse en nada, y esto en oposición a los 1500”.
Después de esas últimas palabras atusé mi calvicie. Al margen de otras
postergaciones, apoyé suavemente la cabeza en el respaldo del siguiente banco.
Estuve quieto como mi memoria. Me asediaba el silencio cavernoso. La escena se
repetía en los hologramas poligonales de esa catedral; lo recuerdo bien.
Salí de allí sin discernir los interiores góticos del cielo profundamente
sombrío en sus arcadas. No obstante, descubrí que aquellos 1500 centinelas no
tenían una casa a dónde ir, sino otros puestos que relevar (una tumba con cada
nombre, por ejemplo). Incluso morir en atajos desconocidos era un riesgo
sagrado de su oficio. Una edad propicia, tras la cual cualquier centinela cree
servir como los ausentes, ¿no justifica, por cierto, las demoras de cada nuevo
dintel? En fin, sabía que un sindicato de centinela era una idea superflua y
hasta despreciable, porque permanecer apostado con paciencia era la conversión
de cada hombre.
***
Eve Taverner, una arqueóloga de rasgos pretéritos, ocultó un tesoro
innombrable. A pesar de la supervisión bajo la cual estaba sujeta desde que
llegó al país, pudo atribuirse ciertas holguras, y aun su prestigio más que
facilitar el robo lo justificaron. Se le recibió sin hacer pública su llegada
ni los cometidos de la empresa. Vinieron las deliberaciones mitológicas para
abreviar un mapa, y se dispuso la excavación que dilapidaría el esfuerzo de los
hombres; de modo que Eve, junto a una cuadrilla de nueve jornaleros,
descubriera por casualidad el arca del antiguo rey, en cuyo oculto fondo (y no
en las trincheras) fue escondido el ajuar. Sacó los cráneos de los príncipes
que no le sobrevivieron al rey y que en un rito funerario precedían al tesoro.
Hizo creer a la compañía que ese baúl, robusto más por su edad que por sus
espesores, sólo contenía aquellos restos palaciegos, y que cualquier otro
valor, sea cual hubiera sido en aquella época, estaba enredado entre las
volutas de los bordes. Mandó llevar el mamotreto, que acaso ya carecía de valor
para la compañía, y en los vigores del desvelo procuró el tesoro y lo escondió.
Siguió con sus cálculos, y así entusiasmaba a
los hombres hasta la decepción de sus músculos y la desesperanza general del
campamento. Convenció a los más incrédulos de que el mismo osario albergaba un
tesoro más íntimo. Paralelamente descubrió, en una grada de la excavación
furtiva, otro cráneo, uno que parecía venir de la cabeza de nadie, con las
mismas formas de aquéllos exhumados la noche anterior, pero sin que hubiera
mandíbula alguna que le correspondiera. Éste no se había corrompido en
absoluto; a pesar de la tierra, tenía una dureza en virtud de su palidez. Eve,
ante el hallazgo, preservó el asunto bajo su sola perspicacia. Escondió el
cráneo en su tienda, en su alto bacín. Durante tres días, a media noche, luego
de lidiar con los capataces, no hacía sino ver que esos huesos eran como una
roca cabal e intacta.
La tercera noche dispuso de lo imprescindible,
asegurando, eso desde luego, el cráneo en un faldón de la mochila. Con la ayuda
de un centinela con el cual contrajo las condiciones de una confianza
incestuosa, pero cuyo soborno le costó además una diadema de oro, escapó del
campamento. Marchó a sus glaciales orígenes; no a su casa de arqueóloga soltera
en la ciudad, sino a su apacible casa de retiro en la campiña, después de que
remitiera una carta a la compañía. En apenas unas líneas revelaba el paradero
de todo el ajuar que había escondido en los pliegues de su tienda, sin inventariar
el migajón del corrupto guardia, cuya sola suerte, de ser descubierto, Eve, por
de pronto, no quería divulgar.
Ya en su biblioteca, entre volúmenes cuyas
preces seculares se alzaban hacia los artesones, se sentía guarecida de
cualquier maldición extranjera. Tomó entre sus dos manos el cráneo; lo
interpeló en silencio, escrutó sus cavidades pacientemente, lo enfrentó al
espejo elíptico que reflejaba flaquezas entre los bíceps forzudos de una caoba.
Lo puso finalmente en el tablón de su escritorio. Esa noche se emborrachó. Con
una copa de vino en cada mano, contoneándose entre sus repeticiones, empezó a
intercalar parlamentos de poetas ha mucho reducidos en sus elementales huesos.
Apagó la araña y tomó, de uno de los cajones, una vela que encendió y empotró
en un ojo. Se sentó a ver como lentamente el blando trono de la luz se
derretía. De repente se incorporaba sobre la rigidez de sus propios huesos.
Quiso apaciguar lo que ya se extinguía por su propia consumación, y torpemente
hizo rodar el cráneo. A tientas dio con los primeros escombros; pero ya el sopor del vino
apenas si la dejaba libre para el sueño. Cayó tendida, al margen del rompecabezas.
Mientras el sol iba encandilando sus ojos,
alcanzó a distinguir que estaba otra vez en el mismo lugar que entonces
ocupaba. Las cortinas por primera vez en seis meses se habían corrido para el
recibimiento de la noche anterior. Entre vagos arranques quiso recordar el
número de copas definitivas, y cayó en cuenta de su imprudente exceso y de su
terrible consecuencia. Se levantó, se dio vuelta rápidamente hacia donde debía
estar el Partenón derruido, y con perplejidad descubrió otro cráneo entre los
fragmentos del anterior, dispuesto sobre el parquet como un huevo irregular
desde siempre bruñido. Aunque no había tomado ningún registro del original
(ningún croquis y aun menos una fotografía), aceptó con asombro las
similitudes, o la idéntica heredad.
Nadie pudo haber entrado a su biblioteca en el
transcurso de esa noche. Siempre que se ensimismaba en un asunto complicado,
aseguraba la complicada cerradura con llave. Ninguno
de todos, sino tan sólo ella y sus juramentos, podían estar al corriente
del hallazgo. Omitiendo cualquier explicación estrafalaria, concluyó, al
mediodía, cuando su hija llamaba a la puerta, que el cráneo contenía a otro
cráneo. Por inverosímil que pareciese, este nuevo cráneo tenía las mismas
dimensiones de aquél desde el cual había salido. Se imaginó que los escombros
debían congregar un peso equivalente y en la balanza lo comprobó sin ninguna
duda.
Pasaron tres décadas desde entonces. Ya en el
lecho de muerte, Eve Taverner mandó a llamar a su única hija. En lugar de
discutir el testamento, cuyas extensiones habían sido forzadas en medio de
severos reproches, confesaría a su heredera la existencia de un cráneo que
dentro de todos los cráneos era tal vez imposible. Últimamente, durante las
tres semanas anteriores a su convalecencia, examinaba todo como antes. Y luego
el secreto, en el mismo bacín, confinado a la fatiga de la herrumbre y al cenit
de la claraboya.
— ¿Te acuerdas de aquella expedición, cuando tu
memoria sólo se conmovía en una cuna? —preguntó, entre monótonos estertores—.
¿Te acuerdas cuando conté la razón de mi intempestivo retorno? —agregó.
—Quizá ha sido el único secreto que, venido de tu
parte, he admitido hasta con abnegación —respondió su hija, desviando la mirada
a las canas de su madre—. Pero cómo escapaste de esa gente, sin correr el
riesgo de morir al margen de explicaciones policíacas —agregó.
—Escucha, mujer. Sólo escucha. Antes de
siquiera pensar en el regreso —empezó a hilar—, descubrí algunos fragmentos de
una vasija. Pero, mientras desempolvaba mis manos, un saliente de algo
desconocido quedó al descubierto. De no haberse prolongado en su palidez
extraordinaria, apenas si hubiera notado nada. Me hice del primer apero a mi
alcance, y con prisa desenterré el hueso… ¡Ah! El cráneo. El cráneo. El cráneo
—repetía entre pausas regulares—. Desde que lo sopesé, entreví algo extraño en él. Y fue por su condición
implícita que me arriesgué a desertar prematuramente, apenas había de llevar
conmigo un único valor: el cráneo. Incluso soborné a un centinela con la pieza
más minuciosa de aquel ajuar que yo pensaba sacar furtivamente. A medianoche,
me despedí del centinela, no sin antes advertirle de que su fuga, cuando menos
en el lapso de un mes, le incriminaría irremisiblemente; pues levantaría tales
sospechas que, incluso disponiendo de la joya, no sobreviviría a la impotencia
de los capataces. Una vez en la ciudad, y antes de marchar a la campiña, remití
una primera carta a la expedición, en cuyas líneas enmendé mi falta
precisamente por devolver lo que había escondido. Por supuesto que no bastaba
para aplacar la cólera y evitar una inminente venganza, llevada a cabo con la
amargura de un espía políglota. Así que remití una segunda carta a la
expedición, a través del mismo centinela. Esta segunda carta, adjunta a la cual
había reservado un último soborno, exponía la promesa diplomática de que nada
iba publicarse según la misma garantía de mis apuntes perdidos. También
describía la plenitud del ajuar, pues confesaba algo tan terrible como la
diadema funeraria. Era el único sacrificio de mi fuga: Así corre quien con prisa se
demora, y su otra mano oculta la posdata de estos pliegues. En el dorso, advertí que dos
duplicado de esta carta habían sido remitidos también: una expresamente a aquel
gobierno, la otra que se entregaría a mi albacea, si moría antes de que las
arrugas me acorralaran en este mismo lecho. Por una muerte prematura, el viejo Moses
WARdlaw le tocaría abrir la carta y disponer de su contenido.
—Así que podías envejecer con más espacio bajo
tus arrugas —al fin improvisó su hija.
—Exactamente. Una viuda con más espacio bajo la
sombra de sus máscaras —contestó Eve—. Por otro lado, debía asegurarme de
tu educación, que durante tanto tiempo delegué en tutoras de todas las especies
—agregó Eve.
— ¿Y el cráneo? —preguntó su hija, ya muy
interesada.
—El cráneo. El cráneo. El cráneo. El cráneo
—repetía ella—. Lo llevé a la biblioteca, donde al menos podía pesquisarle más
detenidamente. Una noche lo derribé del escritorio, lo hice añicos. No fue sino
hasta el amanecer que descubrí otro cráneo idéntico entre los escombros.
Abreviando todo lo demás, confieso que dediqué días en comparaciones paleontológicas,
todas inútiles por fuerza de algo incomprensible. Después de una semana, tomé
un escoplo e hice una superficial incisión. Desprendí una delgada escama de uno
de los temporales. Con el rizo de un cordel, ceñí lo faltante al vacío de su falta.
Al día siguiente descubrí que la incisión había desaparecido, puesto que en un
término indeclinable el espacio era el mismo; sin duda el cráneo no se había
regenerado: la escama que desprendí sólo la sostenía el cordel, ninguna
cicatriz anegaba nada. Además, ¿qué tejido muerto para siempre había de
regenerarse desde fuera o desde muy dentro? Con despecho podría conseguir una
prueba más evidente, así que tomé el cráneo y lo arrojé contra un rincón, otra
vez se hizo pedazos, y de nuevo había descubierto un cráneo idéntico al
anterior, intacto y en apariencia indestructible. Tomé el nuevo y lo arrojé
contra otro rincón, ocurrió lo mismo. No importaba las veces que yo destruyera
uno, siempre había otro dentro de su predecesor. Así pasé más de veinte nueve años.
Cada día destruía un cráneo; y luego otro y otro. Pasé más de veinte nueve años
entre un cúmulo de huesos que ya pesarían varias toneladas para que el peso
fijo y concurrente no variase nunca. Desde siempre supe que iba morir sin
fatigar esa sucesión. Entonces se me ocurrió legarte mi único y privativo
ológrafo, para que tú, en su momento, se lo cedas a tu hija, y que ésta, a su
vez, lo prolongue un eslabón más. Cada una de mis descendientes se consagraría
a los confines de este hallazgo.
—Acepto, pues, lo que en su turno también
aceptará mi hija —dijo su heredera, derramando un par de lágrimas.
Eve Taverner tuvo que tomar una pócima para
abreviar su dolor, no su vida que acaso sólo por el dolor estimaba ausente.
Después de morir, su hija se reclamaba a sí misma la herencia con el desenfado
de una hereje. En adelante, una madre, en los preliminares de su muerte, daba a
su hija un terrible tesoro al margen del testamento ordinario. Pasaron los
años: decenas de generaciones que iban enriqueciendo el ritual, sin más albacea que el mismo secreto. Una de las
descendientes de Eve Taverner, avizorando que su hija iba heredar una metáfora
cuyo desenlace (por así decirlo) era inalcanzable, quiso truncar toda esa
historia. Viéndose minada entonces por una diligente enfermedad, quebró el
cráneo por las divisiones naturales de sus huesos; y dentro de él, más bien
detrás de cada desalojo he allí el volumen descubierto en cada instante
necesario. Tomó el original y se deshizo de él en el estuario de
un río. Reconstruyó al otro como si los hubiera reconstruido a todos los demás
y se lo ofreció a su hija en los mismos términos. Allí se interrumpió la línea
de la hembra.
En apenas dos semanas, los bichos habían
poblado todos esos agujeros, como si los pensamientos minaran al pensador.
Lucía como la calvicie de un rey en su funeraria congoja. Allí, a la
intemperie, el cráneo resistió el primer chubasco. Después de otras lluvias,
después de sequías y legamos, quedó cubierto como una isla. Un hombre, a punto
de matarse, seguía las riberas del río. Se topó con el cráneo soterrado a
medias por la pereza de las raras inundaciones. Ese hombre se llamaba Adam
Lerner. Y como Eve, se detuvo en la perplejidad del hallazgo. Tomó el cráneo,
sopesó en él su destino. Antes de estrellarle en una roca, invocó los votos más
enfáticos que le convenía decir:
—Yo soy el padre de mi hijo —dijo—.
Quienquiera que haya sido algo más que estos huesos, ha recibido en herencia lo
que yo doy en herencia a mi hijo. Pero entre las ruinas del cráneo, prevaleció
otro. Se incorporó ceremoniosamente. Se acercó. Tomó un sílex y lo hincó en el
parietal, profundamente urdió un punto en el espacio. Ventilando las primeras
escorias con sus exhalaciones de varón, creyó destrozar todo, pero después de
la argamasa y las dovelas, esa forma repetida e intacta. Se olvidó de morir en
esa hora, y de los términos arbitrarios de esa muerte. Marchó a casa con su
hallazgo, nada dijo sobre él durante décadas. Durante años había creído morir,
pero su prole promiscua creció durante todos esos años. De cualquier modo
enumeró sus gastados aperos de agrimensor; se arrodilló sobre sus rodillas.
Rezó su oración prevista e hizo lo que Eve Taverner, dio un cráneo a su
primogénito, con la inapelable condición de que fuera el tesoro de su estirpe.
Acaso la única herencia de su parte.
—De las ruinas de este cráneo —dijo con
solemnidad—, saldrá otro muy parecido incluso en sus diferencias. Más
allá de cualquier ruina: verás otro, y así el que sigue. Para mí es una
sucesión infinita, pues moriré sin alcanzar el verdadero confín. Es la vasta
comprobación de dos espejos enfrentados, pero tal vez mi descendencia sea plena
entre esos dos planos. En cada una de esas vidas que la componen habrá
numerosas oportunidades para ver salir un cráneo de otro cráneo.
Pasaron décadas, decenas de generaciones de
varones que, en un paralelo ritual al que habían figurado las hembras, fueron
prolongando las tradiciones sin desdibujar el fósil del patriarca. Como aquella
descendiente de Eve, uno de ellos supo que por cada descendiente, había una
separación más que se interponía, así que minuciosas réplicas se complicaban a
partir de algo ignoto, y aun entre muerto y muerto los grados eran incontables.
El cráneo, invariable en apariencia, no era más que un cráneo apenas distinto
al anterior, y ciertamente sus probabilidades provenían de todas esas
diferencias.
Él se aseguró de que su hijo no siguiera
proyectando en su imaginación una infinitud que le agotaría la paciencia, hasta
hacerlo el parricida que desde niño perfilaban sus rasgos. Tal como se hiciera
antes, desmontó el cráneo como un menestral y era como si se obrara según las
presiones de lo que iba apareciendo. Tomó el cráneo y se deshizo de él en el
mismo río. Reconstruyó el trofeo de un porvenir profético, y lo cedió a su
progenie. Con alborozo, se interrumpió aquella penitencia, pero también se
pensó que tal vez eran las manías de un padre loco.
Un día dos mozalbetes de andróginas
musculaturas iban caminando mientras se disputaban las extrañas piedras del
río. Cain y Abel Dawnson. El más beligerante de los dos, reclamó como suya la
piedra que el otro ciñó a su cuello. Abel se la dio y sustituyó lo perdido por
un canto rodado. Viendo Cain que su hermano aceptaba para sí cualquier don que
le era propio, se dispuso a procurar algo muy distinto y tal vez por eso
contundente. Primero hurgó en sus bolsillos, los vació con rabia, maldijo los
mejillones dilapidados en la orilla y los cordeles atados a ellos; renegó de un
tesoro fútil. La corriente parecía discurrir como lo había hecho durante
siglos. Cain, enceguecido de ira, supo que el curso de las aguas iba
prolongarse hasta el océano y que ni la sal de las arenas estaba al alcance.
Entre guijarros, tomó entonces el arma definitiva, sin tantearla mucho en el
agarre. Se la arrojó a Abel, el golpe lo derribó de bruces. Se abalanzó sobre
su cuerpo y con el mismo cráneo profanó la frente clara. Abriéndole la cabeza
varias veces. De los dos cráneos, rotos por primera vez, no habría de
edificarse más nada; sólo el mismo vacío seguía intacto.
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