jueves, 10 de enero de 2013

LA ORDEN



—Dizque hay unos hombrecitos muy ariscos, marianito.
—Dizque cuáles son, mi General.
—Pues dicen que se les escurren de todos lados, y sin salir de su montaña. Pradera exagera, como siempre por cobardía, pero yo no estoy ni para apariciones.
—Son unos demonios, mi señor, y montaraces como las bestias —se disculpa el hombre trajeado y con quevedos, acostumbrado a rechinar ya como un mueble.
—Lo oye, marianito, como si yo de cura no tuviera nada más que las intenciones.
— ¿Qué piden al gobierno? —pregunta Mariano, imperturbable.
—La muerte, me imagino, pues otra reforma no les conviene mucho. Además, me dicen que son unos macheteros desocupados y por costumbre rapaces y cuatreros.
—Como quien dice unos bandidos.
—Pues sí, pero ya ve usted que tienen más pecados mis generales.
—Por indulto mejor sería la inclemencia.
—Mejor que mueran para que se queden como unos angelitos, gordinflones y con apenas alas que no los levanten mucho. Más obedientes nos los encontrará usted en este país ingrato. Por lo demás, paso hasta los lambiscones.
—Vivas serán nada más las suyas, General.
—No se le quita lo respondón a usted. Pero para que se está tan vivo, si no es para vivir, y tampoco es que ellos se vayan a dejar matar tan fácil.
—Ni que difícil lo sea para tantos generales.
—Una partida de generales de Academia, que solo sirven de percheros para sus medallas. Son cosas de la modernidad, y si uno se resiste le tienen por muy bruto, y ultimadamente ya ve usted que yo soy muy dado a los cambios que me conserven igualito. Aquí, pues aquí otro es el gallo para clarear el luto.
—Entonces, ¿se me convida al gabinete? —repone, con cierta sorna que le raja la cara como una hiena.
—El gabinete es para gentecita como Pradera. Yo lo convido al Ejército. Vuelva y éste será su primer encargo.
—Al Ejército otra vez no, mi General, pero si ha menester de mis servicios, deme entonces nomás la orden, que yo la acataré con la mía.
—Qué marianito tan resuelto y tan remolón también. Oiga, Pradera, ¿cuántos hijueputas se dice que son?
—Más de trecientos, mi General.
—Son como doscientos, marianito.
—Deme ochenta nomás y yo se los convierto en muchos.
—Tómelos, Marianito, y conviértamelos en lo que son.
—Entonces en lo que fueran, mi General, les convertimos.
—Pero… —balbucea el amanuense.
—Pradera cree que cualquier alzamiento es una revolución, aunque ciertamente hay que cortarle de raíz por lo que arraigue. Dicho sea de paso, cualquier temor pendejo lo asusta.
—No se preocupe, Pradera, que con un solo horror se acaba esto —prosigue el otro con la ironía.
—Así se habla, y así se hace.

El coronel tomó sus hombres, los formó en parejas de paisanos y los diseminó en la marcha. Adelantándoles, fue a la sierra para reunirlos allí. Cuando anocheció, todos remontaron los montes por encima de las cabezas de los rebeldes. Hacía un frío tenaz.
—Se me desnudan todos —dijo una vez que se conjuraron como en el sigilo de una hiedra.
—Cómo es eso, mi Coronel —se atreve a replicar su lugarteniente.
— ¡Que se empeloten, carajo! —reiteró, mientras él mismo se desnudaba.
Los hombres, impávidos, ciegamente obedecían al ver que el caudillo desenvainaba en su absoluta unción, acaso porque hasta la ciega estrella de los valientes la seguían en el suelo los demás.
El lugarteniente no se atrevía a desabrochar sus botones aún.
—No me diga que el frío le acobarda —dice el coronel—. A todos nos acobarda un poco —agrega maliciosamente, pero nadie se atreve a reír entre los extremos de sus siniestras sonrisas.
Se terminan de desnudar en un silencio más oscuro que el luto de aquellos cuerpos recios. Cuando todos buscan por preferencia algo más que el machete, el caudillo les intima una orden especial.
—Ni amuletos, ni nada. Bajaremos sólo con machetes. Al que le toquen lino, le bajan un tajo hasta los talones.

La refriega duró poco. Al amanecer, todos los rebeldes yacían desanudados de sus tripas.

No hay comentarios: