miércoles, 25 de febrero de 2015

PABELLÓN



Quién sabe cómo se le subió esa hormiga a la cabeza. Ahora caminaba por los cabellos, yendo y viniendo entre el agite de las patas. Él pensó que cuando tocara la piel, cuando nomás tocara la piel, iba terminar la proeza, u otra desde una mano repentina iba desaparecerle por entero, aunque quedaran las patas prendidas en alguna parte. Él observaba el recorrido errático y a la vez tan hábil del insecto. En un momento se resbaló, pero supo cogerse de aquél desliz y recuperar las fintas que le propulsaban sin fines aparentes.
La piel de la oreja, muy a pesar de que las huellas fueran inaudibles, lo decidiría todo. La hormiga no iba a desembarcar en otro muelle, había merodeado por allí con la sola intención de un avance ciego, tal vez porque sus dudas al fin propiciarían un horizonte consistente. El hombre se escurrió en sigilo, como si reptara entre bejucos. Se figuró que no le notarían y que así se podía acercar más y más, hasta que el fenómeno se azorara en todos sus detalles. Quizá desde el principio quería ver cómo una piel tan joven e impoluta era capaz de sentir algo apenas perceptible, y cómo la reacción se transmitiría en el resto de una criatura que ni siquiera pestañeaba frente a los vapores del café.
Iba ocurrir. Era inminente. La hormiga rodeó una trayectoria previa y de regreso, obedeciendo a su destino infausto, se encaminó hacia la oreja. El hombre en ese instante temió acercarse inexplicablemente, pero por alguna razón sabía que era el único testigo de ley, y que si un escándalo podía involucrarlo hasta el punto de una revelación que le avergonzara, tendría entonces las excusas de ese mismo escándalo. Ahí iba la hormiga, por fin, después de haberla descubierto entre una madeja tan insensible como la estopa. Ahí estaba.
No lo podía creer. La hormiga puso sus patas en el borde de la oreja sin siquiera suscitar una sensación tan leve como el aire. Y aun cuando se demoraba en aguzar las antenas, la pausa no transmitía su caudal a ningún nervio. Podría advertirle a la mujer que tenía un bicho sobre sí; era la primera vez que se le ocurría algo que el decoro consentía y hasta obligaba desde el principio. Sin embargo, supuso que en algún momento la hormiga daría con el punto preciso, como si tuviera que sortear un descampado repleto de minas. ¿Acaso no es tentador algo que está a punto de ocurrir, cuando el testigo ya lo abruma la misma sensibilidad que lo convida?
La hormiga siguió deambulando en el pabellón, al igual que lo hizo en los cabellos. Era obvio que un bicho así no se planteaba supersticiones ni sobresaltos. El hombre se acercó más. Pudo distinguir las patas que se movían como los dedos de una mecanógrafa. Por cierto, debajo la piel era tersa; tan viva, por cierto. Un olor sutil emanaba entre los almizcles. Se había acercado tanto sin siquiera darse cuenta de su audacia. Al ver que la hormiga se adentró por el conducto del oído, cogió unas pinzas para hurgar hasta el fondo, antes de que fuera demasiado tarde. Una hormiga adentro resultaría peligrosa, eso lo sabía. Pero, ¿cómo era posible que la mujer no notara ninguna profanación? Con las pinzas en la mano, desistió. Reculó. Guardó, casi con vergüenza, el metal bruñido. Pensó que sólo un maniquí conservaría esa calma, porque de qué otra manera las superficies podían cerrarse a todo. De la hormiga no volvió a ver ningún saliente. Tal vez pudo ir más allá conforme se adentraba en el espacio disponible. Tal vez se atoró al tratar de darse vuela. Tal vez otro bicho le atrapó.
Era más bien una sustancia verosímil la que le impedía cualquier otra ventaja. Sin duda, he allí la cera que suele formarse allí. La mujer se movió. Lo miró con ojos perplejos y él, retrocediendo entre temblores, apenas pudo sostenerse en un rincón del comedor. De seguro algo le preocupaba bastante a la mujer. No había bebido su café. Sus ojos eran como de vidrio y la respiración parecía venir de tan adentro que no afloraba. Él quiso decirle algo, pero decirle qué. Por otra parte, no era absurdo que le confundiera con un maniquí. Cuando alguien no se mueve, parece tan inanimado como su propia efigie. ¿No era cierto acaso?
Ciertamente dudó de que bajo una piel tan vital los demás órganos estuvieran vivos. Su teoría era que para cada repetición había una clase y que esta clase era irrepetible en cuanto a sus extensiones. Una mujer preocupada, frente a su café intacto, a esa hora del desayuno, y tan cerca que incluso se pudieran ver las patas de una hormiga, tenía que parecerse a un maniquí, aunque ese parecido fuera instantáneo y transitorio. Lo mismo le sucedía con las mujeres que se desparramaban en un orgasmo genuino y evidente; es decir, a todas les descubría rasgos en común, de manera que el recuerdo de todas ellas era unificado, como si se tratase de una mujer singular, con rasgos singulares y aun premonitorios.
Ya había pasado. La mujer no bebió su café. Se levantó. Dejó propina y salió. Era inquietante imaginar lo que esa cabeza concebía, pues ya llevaba dentro un insecto pertinaz. Estaba seguro de que era una hormiga. No era algo invisible de seis patas invisibles. Tenía que decírselo. Pero, ¿cómo iba justificarse él, habiéndose demorado hasta entonces? ¿Y si le seguía bajo la promesa de un secreto que sólo era probable divulgarlo al oído? Tal vez pudiera calentarle la oreja, por decirlo así. Acababa de recibirse de otorrinolaringólogo, diplomado con honores, por lo cual tenía cierto margen para corregir cualquier omisión.

Le siguió unas cuadras, discretamente. Sin embargo, ella se dio cuenta. Temerosa, apresuró su huida. Dobló hacia una bocacalle y se perdió para siempre. Él corrió también; en vano daba voces. ‘Oiga, tiene una hormiga en el oído.’ Ya no podía verle donde todo era evidente, como si se hubiera hundido detrás de la hormiga. Se había perdido para siempre, pero tal vez ella lo podía oír del otro lado del laberinto. Tal vez por eso gritaba como un loco. Se recompuso. Advirtió que la gente lo miraba. Desvió la vista hasta la grieta de una escalera y vio salir de allí a una hormiga. Todo era tan parecido, como si la hormiga no fuera otra. Una mujer bajaba por las escaleras. Las orejas de la nueva mujer de pronto eran tan raras. Vio en derredor y todas las orejas eran raras. En todas las personas eran raras sus orejas. Las narices tenían explicaciones, después de todo. Los ojos y por supuesto las bocas no carecían de previsibles estructuras. Todo lo demás también, hasta los ombligos encubiertos. Las orejas, en cambio, sólo combinaban entre sí. Sabía que no era menester un espejo para fiarse de sus conclusiones, porque tales sumideros arremolinan los perfiles tan caprichosamente que aun el silencio se deforma hasta el fondo de lo que no se oye.



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