OREGANÓN







OREGANÓN

(Cuentos)








______________________________________ Gabriel José Vale






EX LIBRIS

























Oreganón (cuentos)

Gabriel José Vale

Noviembre, 2012.


Carátula

Gabriel José Vale




SIQUIERA EN LA INOCENCIA


Tenía yo como doce años cuando no pude escribir mi primer soneto. Sabía que los cuartetos debían entrañar dos tesis separadas, y que éstas en su desarrollo combinarían los tercetos. Sabía, así lo sé aún, que ese remolino iba precipitarse al fin, como si sus rimas, de un plomo oscuro, se resistieran en una sola punta visible y satisfecha.

Estaba yo muy ufano del tema escogido. La página blanca sólo podía sostener por muy poco su audacia, y si mis preliminares eran ya un ritual de paciencia obligatoria, fue porque ciertos vocablos se seriaban en una estrategia. Ciertamente fui tentado de imitar a otros (cómo no decirlo); dado que era bastante joven podía insistir con el mismo vigor de un docto difunto. La verdad poco gusté de esquemas trillados, quizá por ese afán juvenil de inventar (como Prometeo) una antorcha para guiar la rapiña. De cualquier modo, otra certidumbre por sabida fue que la naturaleza del soneto era en ella misma también su canon.

Dispuse, eso sí, de una doble rima; la que ordinariamente remataba los versos y otra que abrazada del mismo modo empezaría cada verso. Entre esa tensión podía distender y concentrar un ritmo como si fueran catorce sentencias apartes. Me ilusionó que lo que así concibiese se diera al fin por particularidad rítmica de sus mismas partes y quizás incluso por separación de ellas. El soneto, desde luego, había de tener esa escala perfecta a la que todo soneto perfectamente escrito suele obedecer.

Ya he escrito centenares de números romanos, justo porque algún tema vigoroso exige una precisión tal que a través de lo tangible se pueda concebir también su metafísica, aunque casos ha habido en que los asuntos se truncaron a medias de un propósito, o tal vez en la superficie hallaron lo insondable. No es la forma estricta de un vigor frío y repetidamente cincelado lo que un soneto reúne en su esencia, por eso sólo a través de un trance puede verse, como descorrida la eternidad, un cuadro exacto en su instante indestructible. Las excepciones, ya lo dije, son poquísimas; sólo porque las ha habido. Cuando entre azares y dudas, por término apenas una hora, no alcanzo a resolver los catorces versos, entonces doy por averiguado otro desafío. Casi siempre me deshago de las ruinas que excedan ese plazo y ese esfuerzo. El oficio afina la lira día y noche, pero los versos desde el principio parecen rimar todos entre sí, pues pudiera figurarse que a todos se les escribiera de una sola "sentada" como a un soneto, pero es verdad que faltan otros por escribirse aún, sin aflojar nunca en sus virtudes y acaso porque sus temas sean principales.

Cuando no pude escribir mi primer soneto, estaba tan nervioso; temblaba como una parra prendida a mi mano temblorosa. Me di a repasar mis apuntes en la mente; iba y desandaba cada cabo sin que al cabo acabara por volver entero. La página de blanco enlutada, quieta y acaso dócil, impacientarse era su cariz en ese colmo, y se me figuraba que nada más ella temía a su blancura. Así que afilé la punta de mi lápiz con una corta navaja. Muchos lápices había tratado de esa manera, pero entonces temí cortarme como si aquel instrumento en mis manos fuera de repente incomprensible. Atribuí la impericia al temor de que mis demás temores se prolongaran en las puntas de mis dedos, mas afilé el lápiz en una punta exquisitamente dispuesta entre las mías.

Recuerdo mi entusiasmo al ver que la punta era una pequeña joya por sus brillos coronada. Nunca, a pesar de tanta caligrafía, afilé un lápiz hasta mondarle en sus provechos. Y nunca hasta entonces había afilado un lápiz como aquél, acaso para conseguir un vértice que contuviera las palabras especiales. Era yo un muchacho que lo podía deslumbrar una esgrima previa. Era yo el muchacho que blandía, tal vez con torpes impulsos, esa misma punta que al frente iba estirándolo.

Pese a mi temeridad, el lápiz resultó aun más inmanejable que aquella navaja con la cual le agucé hasta el peligro. Se me escurrió el lápiz de las manos y me precipité instintivamente a él, temiendo acaso muchas supersticiones. Sin duda no debía truncarse aquella punta. No debía embotarse mi soneto, como si de pronto un invisible adversario, bastante envidioso además, me venciera con burdos toques antes que hacerlo en el contrapunto de unas rimas. Entre malabares evité que el lápiz cayera al suelo, ciertamente, mas la carne es blanda como mucho lo advierten los profetas, y en mí la punta infligió su abisal medida hasta salirse intacta de su engaste. No vi la punta en el lápiz y, a través de lo que no veía, vi mi sangre en la palma de mi mano. Aclaré la sangre y supe que la punta estaba ya por debajo del pellejo. En vano le hice correr hacia la herida. En vano planifiqué una cirugía que me horrorizaba.

Durante semanas pensé que el cuerpo extraño me haría volver en fiebre y que los delirios trastocarían mi soneto con abigarrados esplendores. Pero nada que no fueran los exámenes de la escuela hizo diferir esos días entre la monotonía de sus horas. La punta aún está en mí, no en la quiromancia de su ombligo, sino en un éxodo que sigue según las circulaciones que me arremolinan. Tal vez un día el primer soneto que nunca pude escribir hiera también mi corazón, y tal vez otro día la herida cicatrice en rúbrica de aquel soneto, que apenas así de trunco fue el primero y también el último de su especie.









EL GALANTE ENAMORADO


A veces devastar una montaña y fundar sobre la explanada un monumento colosal puede conmover a una mujer de tal modo que sus lágrimas también sean sinceras. Cuánto les halaga a las mujeres que los hombres hagan y deshaga en un mundo ya tan antiguo que pareciera convenir todos esos cambios. Es verdad que ellas lo saben todo, mucho he averiguado que esa perspicacia no la cincela los mismos adminículos aplicados con esmero, pues es, como ha de notarse al punto, una virtud de sus ombligos. Es el hombre esclavo penitente de las obras, que sólo en ellas cree propiciar algo conocido, porque sólo al fin de ese modo entiende lo que le es dado comprender.

Ha meses ya, en una destartalada casona de T***, vino la mujer del patrón colgada de su brazo. Se refaccionaba la fachada entonces. Una docena de obreros se les comisionó para las reformas que fueran menester; cuatro de los cuales se aplicaban en el muro principal. La mujer, que indagaba de su marido muchas dudas, reprocha de repente que la altura del arco fuera modesta aún, y que los colores y las molduras dibujadas por el capataz no se vieran en ese esplendor prometido.

La mujer era guapa, sin duda. Todos los obreros la codiciaban tanto como yo, y de todos escuché, a la hora de la comida, un apetito que nos juntaba más que el hambre. Había chistes y lances de especies muy groseras y había quienes le atribuían a ella una condición que de seguro los retrataba más a ellos en su castrada codicia. Ciertamente, la mujer era a la par de guapa pretenciosa, y lo segundo solía combinarse por extensión categórica de lo primero.

El plazo estimado para todas las reformas se había previsto que no rebasara el mes, pero por lo común los recodos de una antigua casona tienen sus caprichos, que también por lo común son tan vigentes como la labor empleada en cada uno de ellos. Ella, por cierto, venía a visitar la obra a cualquier hora que se le antojaba, y de seguro alterando las ocupaciones regulares de su marido, quien atareado siempre por la inconformidad de su mujer no le quedaba sino explicar cada cosa al detalle e impartir órdenes que por evidentes habían de cumplirse en su presencia, como igual se cumplirían en su ausencia y tanto mejor si tal se hiciese sin la mirada desdeñosa de aquella beldad.

El patrón, sin embargo, nunca abusó de su tiranía; el pago fue incluso mejor de lo que se pensó, además cada ocurrencia, por mínima que fuese, la pagaba aparte y según la hechura. Sin falta todos los materiales llegaban al pie de la obra. Con tales modales solía comisionar a los obreros, que siempre se apegaban a cualquier convocatoria. Sólo otros dos se reclutaron (junto conmigo) al margen de costumbres remotas. Más allá de aquellos progresos y de aquel trato implícito, ese hombre parecía un intendente muy preocupado de que las necesidades de sus tropas fueran en todo punto cubiertas. Un ejemplo era la comida; aunque cada quien traía su vianda de casa, sucedía que el patrón, de venir a la hora del almuerzo, completaba aquellas dietas como si fuera un festín, desde luego sin importunar nunca la íntima comilona ni el desparpajo de la siesta. No en pocas ocasiones les gastaba bromas a quienes conocía mejor y aun se preocupaba en el trato de los demás. Yo en todo momento me mantuve alejado, y puesto que muchas y diversificadas eran las labores como distintas las habilidades mías, siempre me las arreglé para no transigir más allá de lo que supusiera esa cohabitación, y la verdad fui el único que se sustrajo de esas formas. Cuando venía su mujer, eso sí, tomaba un punto alto para mirarle en todas sus maneras, tan caprichosas como encantadoras.

Pasaron varios días sin que se le viera a la mujer al lado de su marido. Nadie, por mucha confianza que le tuviera al patrón, osó preguntar por ella. Además eran tantas las tareas en los muros y los techos, que otras palabras no se hubieran postergado mejor que las elegidas para esos propósitos, puesto que así todos eran profetas del pago faltante.

Un día, mucho después del mes estimado, el capataz al fin convidó al patrón, pues la obra en su conjunto había concluido. La casona relucía en la resolana como un adusto y solariego palacete. Se plantaron unos castaños en derredor de las galerías, se limpió la fuente del atrio, se barnizaron los balaustres de madera torneada y se recogieron todos los escombros del zaguán. No había un retoque que no se hubiera cuidado en extremo.

Todos nosotros estábamos impacientes de ver otra vez a la mujer. Si lo bastante quisquillosa había sido en el curso de la restauración, en contrario tenía que conmoverse por aquella pulcritud moldeada por las encallecidas manos de unos pretendientes. Algunos, es verdad, estaban más celosos de la paga, pero en todos crecía una ambición bastante singular, que ninguno quiso revelarla a los otros, porque supusieron, eso de antemano, que una ausencia tan notoria los enternecería a los ojos ajenos, y el tipo que cediera en esa competencia iba tener que postergar el llanto más allá de ciertas lágrimas. A mí se me figuró, por ejemplo, que alguna circunstancia le había retenido lejos, tal vez una enfermedad suya o más probablemente la enfermedad de un pariente suyo. Los otros obreros, que sabían que aquella mujer era una de las queridas del patrón, se figuraban, como me lo contarían después, que la observancia era otra. Seguramente cierto disimulo le imponía al patrón un celibato a la vista de todos, que venía a ser también un régimen para nuestra codicia.

De cualquier modo, llegada la fecha en que se entregara la obra, indeclinable sería la presencia de aquella mujer. Llegó, en efecto, y vestida de un rojo deslumbrante. Por primera vez le veíamos apearse del pescante sin tantos aspavientos melindrosos. Era incluso condescendiente con el viento que le torcía el sombrero de ala ancha.

Al ver las paredes inmaculadas, las molduras definidas en sus acanalados tonos, los adoquines limpios y pulidos, el vasto portón claveteado en bronce reluciente (y acaso hasta las hojas de los viejos árboles de un verde más vivo que el verde ordinario de esos árboles), entonces se volvió a su amante con tal pasión que era como si tantas antiguas y esperadas maravillas de pronto fueran tan obvias.

El faraón fue consentido por las suaves y enclenques manecitas de la doncella más adoncellada por su afecto. Pasearon por toda la casona, cuyas paredes olían aún a pintura fresca, y entre los ámbito la mujer sugería muebles opulentos que debían traer de la ciudad.

Sucedió, no obstante a su regocijo, que poco reparo tuvo con los obreros. Cierto era que nunca cruzó directamente una opinión con ninguno de nosotros, pero en tanto sus reproches tenían lugar dentro de la misma obra, al menos se le hubiera oído en relación a los esfuerzos concurrentes. Ese día sólo tenía palabras para su galante enamorado. Ninguno de aquellos callos hollaría la carne trémula, es verdad; y ninguna refinada arquitectura guarecería a sus constructores mientras las intemperies fueran otras. Para aquella mujer misteriosa, la casa era un obsequio de un amante cabal y voluntarioso, que podía a través de ajenos dones labrar en un desierto un oasis, tan fácil como quien sin ayuda labra en un castaño el nombre de su amada.

























EL ORÁCULO


Hubo un tiempo en que cada día se hacía de noche, tal como la noche hacía de sí. Muchas eran las penitencias de las criaturas y tanta la tierra para servir con ese aplomo. Niños nacieron que se aferraban a no nacer, y árboles también se alzaba como si pretendiera de su arraigo el cielo. Aves en sus nidos soñaban vuelos que les retenían para ese trance prisionero. Armas las hubo que erizadas por doquier punzaban, como acicate, al porvenir. Sólo un oráculo vivía, mientras la clarividencia de los demás apenas morir lo era como aquél vivía. Su silencio, sí, tan fuerte como él, señero y potentado. Quiso salir un día, que en extremo de esas luces se enlutaba ya, porque supo que ese día era el día de su estrella; mas así lo fue.

Cuenta él mismo, en estos rollos encontrados, que afuera se dio a increpar oídos romos, al tiempo que con empellones confería vigor a sus impulsos. Cuenta, como aquí también se cuenta, que ni por tirano conmovió a la doliente humanidad. Ni callando como callaba para sí, pudo infundir en la palabra un gregario orden que fuera de ese modo ley. Un día, mientras restañaba el látigo con el mismo despecho de siempre, se volvieron todos a combatirlo con fiereza, ahondándole horribles carcajadas en lo más hondo de su boca herida. Era como si lo devoraban sin tragarle nunca; se sintió niño que nacía a su pesar, árbol que crecía en estirones impacientes; se sintió un ave que soñaba en aquella gruta de la que no debió salir. Armas hubo que le retrasaban por doquier. Nada entonces pudo decir a ese mismo mundo que le interrogaba despiadadamente. Escribió que era un esclavo ultrajado en su condición, y lo hizo con la esperanza de que tales escrituras las descubrieran algún día de este vasto calendario; mas así lo fue.
























A LA SEMANA


La comida hecha en un día era también para el día siguiente. Digamos que si para hoy se sancochaba unos huesos de res, mañana se serviría el resto de esa olla. Me di cuenta de que madre intercalaba cierta gastronomía a la hora del almuerzo, pues dobles eran las comilonas a la mesa por cada menú. Esta matemática ya se me explicaba en el colegio. Todo número par era divisible entre dos, y cosas así.

Hasta que una mañana un sueño extraño (que ya no recuerdo del mismo modo) me hizo despertar muy tarde. Pensé que a mis legañas seguía una reprimenda, pero al reparar el reloj ya había pasado por horas la hora en que debía levantarme. Cuando uno apenas se despierta está como en un sueño todavía, y desesperanzándose así pudiera abrir los ojos que tan profundamente le han dormido.

Ni siquiera se me figuraba, por ejemplo, que no tenía clase, y sólo a tientas me enteré, para mayor sorpresa incluso, que era domingo. Bastante raro es que a pesar de un sábado bullicioso y colmado de aventuras yo amaneciera con una resaca lo bastante espumosa como para anegar el orden de los días. Esa mañana, al salir del cuarto, pregunté, aún incrédulo y aturdido, por el día correspondiente. ‘Pues si es domingo, Domingo’, dijo padre con una sonrisa de patriarca benévolo. Al escuchar la palabra que en mi nombre se repetía, recordé que en la Biblia el Sabath era el día postrero (supongo que por lo mismo otros se anticiparon con el sábado, como para prever los ensalmos de un sueño diferente). Recordé que eran siete los días de la creación, incluyendo el de reposo. Ciertamente era un número místico como para terminar en él, y según supe más adelante también era un número primo. Desde entonces las matemáticas dejaron de tener una explicación convincente para mí. Desde entonces la dieta diaria era tan inescrutable como el piadoso ayuno.

Noté que en una semana, contada desde el lunes, madre preparaba cuatro almuerzos; a saber, el del lunes, el del miércoles, el del viernes y el del domingo, pero siendo la semana una sucesión impar, la lumbre excedía el apetito según la relación consabida (4 a 3). Es verdad que el menú del domingo nos las íbamos a comer el lunes, pero si la creación ocupaba los sietes días, tal como aquellos siete días eran su arquetipo diario, no importaría cuántos almuerzo nos sentáramos a comer, de cualquier modo la relación ya no era perfecta. Quise preguntar después de pensar mucho, pero padre ya no estaba en casa y madre le llevó el resto del día una labor de estambre encomendada. Con impaciencia aguardé todo lo más, irónicamente hasta el lunes por venir. Antes de empezar la clase de aritmética le preguntaría a mi maestro. Dada la ocasión me dijo, sin embargo, que era cosa de la clase de religión.

Madre, como ya dije, cocinaba el almuerzo un día por medio, entonces por qué, según esa cuenta, las matemáticas eran incongruente en lo absoluto. La ciencia conocida (o conocida en mis límites) no era aplicable a una semana, y aun la eternidad al cabo comprobaría lo mismo. Supuse, quizá por despecho también, que el misterio obedecía a ser un número primo, al menos poco o nada sabía sobre los números primos. Todo lo cual me convidó otra vez con la misma esperanza. Sin embargo, cuando volví al maestro de aritmética para indagar sobre tales números, dijo que no me apurara tanto, que en el curso venidero por fin lo sabría.

Pues ni la clase de religión, ni el “curso venidero” aclararían mis dudas. Tampoco mis padres se desocuparían lo suficiente para hablar de un asunto postergado. Pero, eso sí, cuando madre servía el segundo plato de un almuerzo, lo comía en cucharadas pares, quedara lo que en el fondo estuviera, y muy a pesar de que me obligaran a dejar el plato tan limpio como en otras necesarias ocasiones era mi afán. Si el misterio era indivisible, entonces, muy dentro de él, yo lo dividiría siempre de un modo incuestionable.







DAMNATIO MEMORIÆ


Algo que pudiera ser ese algo, tiene la peculiar hechura de su notoriedad. Es fácil descubrirlo inclusive por no buscarse. Salta a la vista, como una bestia en el acomodo de su largo acecho. En lo alto de la arboladura, entre la bamboleante cesta de un galeón se puede divisar al mismo vigía ya embotado por un tedio delirante. En sus ojos se verían sus ojos, como se ven en una semilla de girasol sus rayas. Yo no es que piense mucho, pero me conmueve la certeza de que no poco ha de pensarse cuando se está tan solo. Hoy, por ejemplo, me aguardan estos memoriales, que debo pasar en limpio antes del mediodía. Para escribir de este modo ciertamente no hay que pensar, pero cuánta curiosidad nos mueve a lo contrario cuando un escándalo tiene una literatura tan pródiga. Nada más ayer me enteraba de que aquel señor “piadoso” tenía cierta costumbres libertinas, ahora tan documentadas por su esposa. Es mi trabajo una manera lentísima (yo diría que hasta inmóvil) de pasar trabajo. Qué le vamos hacer, al menos paso más horas afuera y la paga, aunque modesta, da su alcance. Se me ocurre ir a tomar un café primero. Cruzo la calzada antes del chubasco; es nomás un cuarto de hora. Sea como fuere, a mediodía ya tendré los memoriales en su cuenta. Qué cosas tiene el portero, ¿verdad? Decirles a todos su merced. ‘Que no es hora, su merced.’ ‘Buenos días, su merced.’ ‘Que si su merced es tan amable…’ ‘Sí, su merced’. Ser el único esclavo de tantos señores es un egoísmo pretencioso; y bastante comunes los señores, puesto que demasiados son, así no notan en la cortesía ninguna solapada ventaja. Conmigo sí que se rezaga el hombre, porque merced la mía de conocerlo bien. En el periódico, me decía ayer nomás, se habla de una momia milenaria, que cómo podía un muerto sobrevivir a tantos años y verse como si hubiera muerto apenas ayer, aún con las mejillas prietas y firmes. Quizá consiga ese periódico, porque esto de descubrir las intrigas de una muerte tan remota nos convidaría, por otra parte, a ser indulgentes con las noticias comunes de nuestra civilización. Recuerdo que en el colegio, entre las páginas de aquellas tardes, un rey, un cesar o un faraón se le suprimía póstumamente de la historia. No sé si era un rey, no sé si un cesar o si al final era el faraón que se olvidaba de los otros dos, según el anacronismo que mejor le cuadrara. Lo que si resulta irrefutable es que el sueño parecía un ensueño en aquella cátedra, o tal vez soñé de modo que la clase estuviera también reescrita en mi libro de historia, en su edición décimo octava. Desde cualquier punto del espacio puede edificarse lo que nos azora anticipadamente, apenas con acomodar los mampuestos de las ruinas, pero esta cifra es una sustracción de quien evoca sus mayores. Consiguiéndose las resultas de ese entendimiento, todo quedaría reducido de un modo trascendente, y así la ubicuidad no sale de sus asombros, y en tantas parte demorarían los hechos, que de seguro más bien se prefiere dormitar en la clase de historia que despertar de un vértigo imposible. Mejor aquí me planto, porque si voy de clarividente, tal si fuera oráculo de otro siglo, puede que de un trancazo entonces hoy… Coño… ¿me hagan más iluminado ibas a decir? Tenías que venir con esa boca de cabra. Qué trancazo. Cómo no le vi venir, es que ya iba a tientas y muy atento en tus visiones. Carajo, qué golpe. ¿Nadie te vio? Siéntate un poco, ahí en la acera, tendido como un borracho, porque todo me da vueltas. Si sigo girando así me voy a marear peor. Alcancemos aquella banca, he allí la glorieta: buen presagio. Tiene que ser un buen presagio, porque también todos los carros giran, siguiendo sus impulsos. Sigue, que puedes caminar, tampoco eres un inválido. Ah, por fin, la banca. Es como un escozor palpar el metal. Hasta el aire que respiro hace que la garganta se escueza a lo largo del silencio. Parece que los dedos tocan con mis ojos. Todo intolerable. Qué golpe. Casi vomito. Vomita, pues. Dicen que tras un golpe así lo mejor es vomitar. No puedo; me atraganta el mismo vómito. Carajo. Ya se te pasará. Serénate. No fue en una batalla, ni tampoco como para morirse. Sucede que una momia milenaria se te hace menos ahora que le recuerdas en este trance. Ya verás que se te pasa. Todo lo que veo parece que fueran letras en molde. Lo rugoso de los árboles me araña por dentro. Este hierro forjado se retuerce como lombrices El cielo parece hecho de tierra gruesa y tosca. Todo intolerable. La ropa la siento enraizada como si anduviera desnudo. Todo se me pega como este sudor. No sé ya de qué clase de rojo es mi sangre, porque me hace unos surcos pesados que no se ven, adentro y afuera. Ya se te pasará. Pues no veo que se me pase. Y veo, eso sí, lo contrario, como si un ciego me profetizara punto por punto cada punto de mi cuerpo. Al menos se te ocurre algo, que si no es de un filósofo, da qué pensar cuando pensar ya es mucho. Y pienso con una cabeza tan maltrecha. Qué desgracia la de ser esta clase de genio. Pide ayuda. ¿Y tener que recordar los memoriales entonces escritos por un suplente? Que si el pobre bruto le vieron desmayarse con una cabezota hecha ya un bulto. Mejor que se olviden de mí. Ya se me pasará. ¿Es ésa una moneda reluciente, o es que también se está amonedando el dolor dentro de mí? Déjate de poesías, porque los estribillos se repiten. Hombre, cómo crees en pendejadas. Es una moneda, por supuesto, entre los adoquines; es metal brillante, que hiere como un puñal, pero que en cambio se acobarda en el comercio. Al menos conseguí este lugar para mi delirio. Al menos este trono de rey, de cesar, de faraón, aunque también esta diadema en la frente. Qué coñazo. Acaricia ese lujo. Hay que honrarlo en su manifestación. Tal vez te acostumbres. Y luego puedas llegar al hospital, muy acostumbrado y hasta atribuyéndose ciertas confiancitas. No está muy lejos de aquí. Sólo con no perderle pisadas a tus huellas te salvarás. Qué enfático y doliente. Si fue un golpe apenas, con el que tampoco se le haría despertar a aquella momia. Pero, ¿no me ves que todo lo veo ahora, como si los ojos de la momia de repente se asombraran de los faroles y de los demás prodigios de nuestra ordinaria civilización? Que todo está allí. Que todo se ve. Que es intolerable como la resurrección. Que todo se agolpa en sus formas distintas. Toca tu trono. Pálpalo, que justo por no ser eterno llegará el momento en que lo lamentarás tan breve y frugal y lejano acaso. Una vez leí, en ese mismo volumen de historia, que un gran señor se quedó dormido en su solio. No vengas con esos malos agüeros. Otra vez la boca puede ser la que con oraciones contradigas. Mejor callar, sí, que pretender del silencio algo muy distinto. ¿Ves cuán encumbrado vais? ¿Acaso no es más que un trono prominente? Es de metal, como de metal son las espadas victoriosas. ¿Ves este tornillo de aquí que se retuerce en sus óxidos? ¿No le atornillaron, vuelta tras vuelta, para que siguiera inmóvil? ¿Te acuerdas de aquel triciclo rojo? Recuerdo que los tornillos relucían en cada vértice. Los tornillos, lo recuerdo bien, parecían remaches de tanto aferrados como estaban en los tubos. Recuerdo que el triciclo renqueaba entre el rechinar de sus partes, y parecía que sus quejidos eran tan reales como la dolencia que los inspiraba. Recuerdo que un día, allí en la pendiente de aquella calle, nos mandamos con el triciclo, hasta el final y contra los setos. Éramos ya unos manganzones, y, que recuerde bien, fue el único cabezazo hasta el día de hoy. Sin sangre ni puntos hasta el día de hoy. Por decirlo así, estuve invicto hasta hoy. Lo recuerdo como si conservara todavía esa condición, pero… qué coñazo. Ves este metal ahora. ¿Acaso no se le lijó en extremo? Entonces, ¿por qué te resulta tan áspera la metalurgia? ¿Y el esmalte no relumbra al sol como una joya? Más bien como el dorado triciclo de una tumba opulenta. ¿Recuerdas cuando tu mano la pellizcó el manubrio? Ése sí que fue una pizca de martirio redentor, como para sazonar todo el caldo. Casi por recordarlo así me incorporaría de un salto otra vez. Ah, pero este dolor tiene maniatado el cuerpo. Me recorre ya un calambre. ¿Lo sientes? Sí. Es un calambre caudaloso y mis arrugas le encauzan desde el interior. No. Soy en el calambre, voy en el calambre. Transito como el fantasma que desanda sus derroteros anteriores. El Calambre me agarrota, me alarga, me entumece, promete un delta que quizá nunca divisará. No. El calambre me prolonga en impacientes estirones. Allí, en seco, mi mano al fin, como un delta. Ah… mi mano… voy hacia una cascada… de pronto los escollos… ¿Doy de narices con mi mano? No: todavía falta… Pero, ¿es una mano? Sí, como la escotilla del calambre (¿que se abre o se cierra?), que se cierra en un puño. Una mano tal como ella misma tiene de sus dedos un alcance verdadero. Recuerdo que mi mano era como ésta; más o menos del mismo tamaño que ésta. Aunque no recuerdo que llevara un guante de hule… ¿Guante he dicho? Unos dedos y una mano, y tal como la recuerdo. Alguien profana mi trono. Traición, traición. Es una mano delicada e indulgente… pero si es… pero sí soy… qué golpe me trajo en volandas. Me recuerda esta mano a una que retuve entre las mías, a una que ha mucho era la adoración de mis besos. Es una mano en verdad, como si la recordara, como si fuera mi mano del pellizco o la diestra mano que a siniestra me apartó… Es una mano con sus cinco dedos, con sus uñas seguramente. Enguantada en ciénagas de hule. Una mano, ay, cuyos proféticos surcos no los veo ya, porque están encubiertos de una profilaxis… una profilaxis asfixiada en talcos y por el otro lado babosa como un lento molusco. MANÚS.


Da pena el pobre hombre. Ya hará un mes que no viene a visitarlo nadie.

Más de un mes, diría yo.

¿Cómo le han olvidado?

Pues si le han olvidado, digo yo, que será para no recordarlo. Pasa con los locos, pasa con los tarados y con un tirano que desde esta silla los somete a todos a su inmóvil voluntad, como si fuera una estrella regente, qué otro horóscopo le iba pintar un firmamento.

Cómo eres así de mala, Consuelo. No pareces enfermera.

Malo, malo no es nadie, porque con esa sola condición no se puede hacer maldades. Sucede, jovencita, que usted es muy ilusa aún. Muy a menudo, cuando no hay progresos, la paciencia de los parientes no se conforma, y ni siquiera nosotros nos conformamos con nuestra paga.

Qué pecado.

Pecados de estos verás aquí muchos, si así tienes la virtud de nombrarles a todos. Mejor no se ponga con reparos que ni los parientes tuvieron, y eché andar la silla, que ya bastante sol tomó el señor.

¿Y qué era el señor?

Escribiente, o algo así. Salió del despacho un día y se llevó un porrazo formidable. Al menos eso me contó el portero lambiscón que me hacía la corte.

MANÚS.

¿Le habías oído antes, Consuelo?

Sí es lo único que repite, mujer. Tal vez recuerda el último memorial escrito de su puño. Qué sé yo. Algún manuscrito de un pleito que terminaría con un coñazo parecido.









QUE TAMBIÉN ASÍ LO SEA


Como que no le gusto. Hasta se diría que me aborrece. Ahora he de admitirle, al menos le inspiro un desafecto bastante escrupuloso. Simplemente no le gusto, por ello me da de esquinazos con una cortesía en su sostén hipócrita. Los medios de ese fin, a pesar del mismo fin, se me figuran encantadores todavía, y veo que el prójimo, sin vislumbrar ningún dilema, no distingue de estos modales una palabra que me lastime (lo cual me da cierto margen… ay, que al margen de todo me aparta). No pasa de hoy. Hoy tiene que ser. Aprovecharé el día de hoy para transigir abiertamente con ella. Rendiré el provecho de insistir por fuerza o grado, muy a pesar de que otros interrumpan. Hoy tiene que ser. Ya sé que el cielo se cierra en unos pesados grises y que ni la lluvia termina por rezumar de entre esas amenazas. Hace frío; también lo sé. Pero hoy es el día, porque si no lo fuera hoy, tendría que serlo ningún otro. Ya no puedo tolerar que esa negativa también se niegue a manifestarse por fin. Al menos un “no” tan elocuente como parco pudiera yo entender en mi despecho. Es un álgebra cuyas incógnitas se reducen a un resultado obvio y por lo mismo comprensible, pero en tanto no se dé, en tanto siga con su promesa opulenta y consabida, yo tendido seré para el infortunio. Un “no” es, después de todo, un faro luminoso que avise al naufragio una ruta más precisa hacia lo profundo del desastre. Lo opuesto (no el imposible “sí”, sino la incierta veracidad del “no” invisible) es seguir con estos días, que no serán nunca, sumándole todos en varios años, el día de hoy. Hoy tiene que ser. Sin duda, hoy no será mi mujer. Hoy la desposaré para siempre, en oficio y beneficio de ese “no”. No vine a la universidad para los exámenes finales. Tampoco vine a las sectas navideñas que se congregan en un alborozo de obsequios baladíes. Viene por lo que vine. Vine por mi “no”. Ya no me importa que hoy sea el último día de ese “no”; seré impío. Sufriré sin misericordia y la obligaré a ella a esa abreviatura que postergarán mis rigores. Ese “no” es más mío que de ella. Es mi derecho exigirle su deber. Así llueva. Así un diluvio baje como ríos caudalosos. Así el cielo se aclaré con un sol espléndido, yo no flaquearé jamás. Hoy es el día. Hoy no habrá biblioteca, ni antepechos solitarios. Hoy será un día de furia que tal vez tenga el sosiego de un retiro por venir. Hasta de trompadas le daré a quien estorbe. Que se presente el profesor altanero, que se dilate con las notas, que medie su voz grave y hueca y verá que callará a gritos el hijueputa. Hay mucha gente. Debe haber un acto en el auditórium. Cómo rebosan los corredores. Calma, que ella tuvo que venir. Mientras más gente haya alrededor, su puntualidad será populosa y cierta. El número hace a la especie. Dónde buscarle. Ve al sanitario de las mujeres; irrumpe allí, interroga a quienes les cague el escenario y tus circunstancias. Es viernes. Son las 10 menos cuarto. Debe estar en los jardines. Al pie del mural. En los corredores que me faltan recorrer. En las escaleras. Sí, sube. Espera. Debe estar meditando las respuestas ya tan dudosas como póstumas. Sí; ya terminó el examen. No subas. Debe estar abajo todavía. En el atrio. En la columnata. Entre el cruce de sus delicados brazos. Allí. ¿La ves? Justo allí, con los brazos cruzados. Pero cómo me acerco. Su belleza es tan fortificada que incluso prescinde de vigía. Que otros sean los que vean cuanto a lontananza admiraran todos. ¿Te acobardas? ¿Las arengas son ahora el óbice de tu empeño? Ella tiene el “no” y tú no tienes nada, con ese monopolio no puedes ser vencido. Ella, magnánima, te dará el “no” como si no te diera nada, mas así tendré al fin una divisa. Se desembarazará de lo que será tu embarazo, y alumbraré a los seis meses de un olvido prematuramente eterno. No tengas piedad. No recules. Hoy tiene que ser, ¿o quieres llegar hasta el Apocalipsis? Recuerda que para empezar desde allí terminarías peor. Está leyendo las notas. Espera que se desocupe. ¿Y luego esperar a que se desocupe del ocio y luego amanecer para siempre como si hoy fuera ayer? Un ayer estéril. No. Que sea el felpudo luto que me abrigue en medio de la tempestad. Espera. No me ve. Casi respiro sobre ella y no me ve. Encárala bruto. Cobarde, embiste de retroceso entonces. Pero. Espera. ¿Acaso me he equivocado? No es ella, ¿o sí? Parece tener el mismo cabello lacio y oscuro. La piel de miel. El vello vaporoso de sus brazos. Pero. Creo que es otra mujer. Ya sé que tiene la misma estatura. Sé que su silencio es igual de voluptuoso y egoísta. Devuélvete. Aquí, escondido. Cómo puede ser otra, quién se pudiera parecer tanto. Una hermana gemela, por ejemplo. Tendría la misma edad, puesto que habría nacido el mismo día, y también similares facciones fueran las de ambas. ¿Vestiría a la misma moda? ¿Estudiaría en la misma universidad y se concentrara en las notas de ese semestre singular sin que le hubieras notado antes? No seas tonto; es ella. El miedo te engaña. Ve. Acércate. Si ya no tienes la templanza de tus votos, arrodíllate y ruégale con la sinceridad de tu desesperación. ¿No ves que no es la misma? Bueno, tiene el mismo perfume, pero la esencia combinada es distinta; creo que es distinta o quiero creer que es distinta. Bien lo puedo percibir. ¿Bien lo puedo percibir? ¿Y si la llamo por su nombre y no vuelve? ¿Y, si siendo ella, entonces titubeo o simplemente se hace la que no me escucha? Esto ciertamente no lo esperaba. Esto por inconcebible no tenía que pasarme. No puedo estar seguro de un acierto ni puedo siquiera errar sin temer incluso lo contrario. Es posible que no me haya notado aún, dado que no me conoce, pero ¿acaso no se concentra tanto en ese corcho claveteado? No deja de ver esas notas. Son del semestre. Pero tampoco son las notas las que sigue. Al lado hay otro cartel. ¿O leía las notas y luego el cartel? Se parece tanto, si no es. ¿Y si es? Entonces se diferencia apenas, ay, ya veo que nunca pude merecer su singularidad. No puedo exigir un “no” que no corresponda singularmente. Y aun correspondiendo, no puedo dudar en su exigencia. Y si llamo a alguien para que la llame. Vine solo como un generalísimo, cuya infalible estrategia es su soledad. Espera entonces. Cuando camine notarás algo que la distinga. Quédate en el corredor. Que sea ella quien te reconozca, ¿y si me evita? Sucede que esa sola posibilidad la transfiguraría del mismo modo que se me hace imposible de distinguir en este momento. ¿Y la ropa, te parece a la moda? Es increíble, pero no podría reconocer nada de lo que lleva puesto, ni una parra siquiera, precisamente porque no la conozco desnuda. Es mucha gente la que hay. No noto, sin embargo, ningún condiscípulo. Ahora que lo recuerdo, hoy no había exámenes. Hoy no había clases. Son otros actos los del prójimo. Es otra la gente que no conozco. Tanta gente extraña y luego ella, para qué vendría si yo calculé mal. ¿A leer un cartel? ¿Vino acaso porque yo venía y así de lazarillo adelantaba mi ceguera? ¿Vino para hacerse notar a ese mismo ciego que ella no quiere ni ver? ¿Vino para parecerse a su doble o a desdoblarse en ella misma, o en otra quizás? ¿O no vino, porque ésta venía? Es extraño, que para sufrir tenga que martirizarme hasta el punto de quedar insatisfecho. Es mucha gente la que hay. Recuerda: el número hace a la especie. No seas cruel. Lo digo porque cuanto mayor es la muchedumbre, la unidad es única en tanto es una parte singular del todo. Se sabe que un imperio populoso consigue tipos repetidos, y si el imperio dura tanto que se extiende a otros imperios no habría manera de reconocer a nadie entre los demás. Pero si resulta que es ella. Si resulta que vino hoy; es decir, que así, como si nada, se puso a buscar los requisitos, porque una hermana quería matricularse como ella… pero si es su hermana y luego, al confundirla, se aparece ella. Qué hago aquí; justo hoy bajo este cielo plomizo. Calculé mal, como con los exámenes. Ah, inclusive si fuera ella, qué pensará de quien la acosa en un día de asueto, como un lobo ofuscado por su propia ambición, además dudando hasta de lo que exige. No, no, no. Que no me vea. Que no me sepa. Que no tropiece con mi caída. Que no tenga que pedirme permiso al paso. Que no sea otra; ni que ella misma se avergüence. Que no, que no… lo repito, porque nunca me verá. Todos esos noes serán mi “no” en adelante. Hoy y siempre, porque a ningún otro tengo el derecho de reclamar en esta negativa. Adiós.










LÍNEA 1


Tomar el tren en uno de los extremos de su travesía es un buen lance a la hora pico. Estaba en la última estación o en la primera según como se mirara. De cualquier modo, estaba lejos porque una diligencia me fue preciso resolver después de la comida. Tenía que buscar un paquete, del que, dicho sea para decirlo así, me aferré como si fuera un auxiliar con el que libraría mi camino entre embates ajenos. Era una bolsa gordinflona que carecía de asa, por lo que sólo abrazándole en un ridículo embarazo le podía llevar adelante. Ciertamente no podía echármela al hombro, dado que el martirio lo notarían desde la caceta de la estación, prohibiéndole sus votos.

Apenas hice pasar el boleto sin desanudar los nudillos; es decir, arqueado en mi desproporción. Crucé como pude los torniquetes de la máquina e igual que si repitiera una maniobra inversa retiré la cartulina. Si bien el andén ya estaba muy concurrido, probablemente se podía tomar asiento en el primer vagón. Así que mientras codiciaba un ángulo (del que por cierto no tuviera que disculpar mi indiferencia en relación a mis modales) ya podía esperar al límite de resortes más relajados. Llegó el tren vacío, sobre el traqueteo de los durmientes, como si un sueño se repitiera en esa escala. Nomás abrirse sus puertas, me precipité como los demás, y entre codazos y empujones fui derecho a sentarme justo donde puse la mirada.

Ajusté la bolsa entre mis piernas, quedando yo empotrado entre la fatiga y la voluptuosa coincidencia de mi cuerpo. Más de una docena de estaciones se iban a suceder entre los afanes de quienes se apearan, subieran o demoraran en aquel tumulto vespertino. Sería yo un privilegiado observador, que al margen viera menguar el número hasta una estación solitaria: la mía. En medio de tanta gente se puede ver gente tan distinta, pero difícilmente un tipo, por insólito que sea, sobresale más allá de sus codazos o de sus olores. Todos, eso sí, conforman una masa que lucha por sus propios cauces, puesto que es el empeño de cada quién volver a casa o abreviar tardíamente su vuelta. Acaso el trasiego de esa vastedad tiene un número de estaciones fijas y sólo tantas corrientes como escaleras y pasillos el caudal estime, aunque por lo demás los pasos se dividan o se combinen vertiginosamente en el progreso de infinitas trayectorias. Desde luego que algunos, apenas unos como se sabe, se hacen notar para estorbo de los demás, y arrojándose a las electrificadas vías ambicionan un dintel que al cabo le sea promisorio. No sé si de esa manera puedan salir, pero he oído que a uno le rescataron de brutales magulladuras, y que ya tullido sin remedio incluso de su misma ambición se rezagaba a diario.

Entrábamos y salíamos de los túneles. Una serie entrecortada de fosforescencia en esos oscuros y profundos agujeros, y luego, ya desacelerando hasta detenerse a lo largo de los andenes, el esplendor de vastas e iluminadas estaciones. Ni siquiera esperaban a que el tren se detuviera para acecharlo a despecho de quienes desde dentro los movía la misma determinación para salir de allí. Era una lucha sorda que no carecía de improperios. Yo sólo veía la muchedumbre como quien ve la arena congregada uniformemente. Supe que, después de ciertas estaciones, el movimiento se simplificaría sin importarme sus detalles. El cansancio era también mi soledad, y la verdad ya no tenía que transigir con otros pasajeros; bastaba mi cara remota y mis ojos alelados para respirar sin otros acomodos. Sólo quería apearme en mi estación y echar andar para desembarazarme al fin de aquel bulto.

Sucede que una procesión nos acostumbra a sus riesgos, pero a menudo lo que se cuenta por millares de individuos tiene una categoría gregaria que favorece lo especial. ‘El número hace a la especie’. Al llegar a una de las estaciones más difíciles, donde la beligerancia de los pasajeros raya en el encono, vi entrar a una hermosa criatura que al punto me despabiló. Mis ojos, que antes divagaban, a tientas al fin dieron con mi propia lucidez. La vi. Era una muchacha como de mi edad; unos 23 años. Llevaba tacones, porque su equilibrio entre los otros pasajeros parecía reservarse en dos agujas. ‘Debe llevar tacones’, me dije. Su piel relumbraba bajo el parpadeo de la lámpara y las pecas de sus hombros eran motas de una constelada miel. Su cabellera, de un castaño oscuro, casi rojizo, terminaba en tirabuzones. Sus rasgos afilados le conferían un aire de cincelada virtud. Era menuda, pero todas sus curvas, por extensión de aquellos hombros firmes, debían postergarse bajo los pliegues como por debajo del agua. Quería verla desnuda. Quería conocerla en el desparpajo de mi propia desnudez.

Como yo estaba sentado en el ángulo de una ventana y ella estaba de pie en la puerta del mismo costado, al menos le podía ver el rostro sin que el plenilunio de una turba se lo eclipsara. Al frente de mí, los butacas adosadas a ese flanco. Y arriba, apenas las manos de quienes se sujetaban del techo como murciélagos. Así que podía verle el rostro ceñido al tubo del cual se cogía fuertemente. Podía mirarla sin que los bultos le profanaran sus facciones. No se movía de su lugar, prevalecía en él, sólo en descargo alternativo de sus piernas. Era difícil que le cediera el puesto, y además no lo iba a tomar, porque si se apostó allí fue para escapar hacia una estación venidera.

Tenía que conocerla, pero qué le iba a decir en medio de una posibilidad que me imposibilitaba en derredor. Por otro lado, ya se me figuraba que no más de dos estaciones era el término impostergable. Pensé en dejar el paquete y seguirla con obstinación entre el gentío, pero sin un pretexto civilizado, y de seguro entre la rechifla de quienes advertirían el bulto, poca suerte me hubiera acompañado entonces. Se me ocurrió dibujarla; retratarla. Era simple y eficaz mi idea, inspirada evidentemente tanto por su móvil expreso como por su ideal. En el bolsillo de mi camisa llevaba un lápiz. Me acordé del boleto, lo único sobre lo cual era posible un retrato. Fue entonces cuando me acordé del boleto. Imperdonable haberlo extraviado. El susto fue breve, porque le hallé sobre el nudo de la bolsa. Eran las dos estaciones más distantes entre ellas, y yo siempre fui un dibujante atento y diligente. La dibujaba. Observándola con rigor, seguía sus trazos en el papel. Al terminar la efigie, puse al pie mi firma y mi número. Era sencillo; le halagaría con un retrato en miniatura y ella me telefonearía unos días después. La imaginé con su velo de novia, con sus pecas ataviadas y con aquellas manos, cuya delicadeza parecían de porcelana china.

El boleto estaba ya en su último viaje. Se lo tragaría la máquina, pero en cambio no se lo iba tragar la máquina. Eran uno de mis primeros votos nupciales. Al terminar el dibujo, aguardé, con una impaciencia que me punzaba desde dentro, a que su estación llegara. Tomé la bolsa entre dos pellizcos tenaces para salir como pudiera de ese vagón. Ya tenía el boleto en mi bolsillo. Era el andén donde la mayoría de los pasajeros se iban apear en un desasosiego incontenible. Así que tendría que apañármelas para no quedar rezagado detrás de perezosos y ansiosos seres.

Ella iba salir al punto, por eso no se había apartado de la puerta. Yo, en contrario, tendría que hacerme sitio entre una densidad que me apretujaría con sus circulaciones. Me propuse no quedarme encallado en la corriente. Supe, para mi única ventaja, que las puertas en esta estación se demorarían más que de ordinario, pero esa pausa era el horario de un nutrido desahogo que casi vaciaría al tren. Se detuvo el tren. La vi anhelante, con un brillo diferente en sus ojos. Abrieron las puertas y de repente un delta turbulento se desparramaba hacia las escaleras mecánicas. Ella nunca perdió el tiento entre aquella muchedumbre, a pesar de los embates, y yo, todavía muy detrás, apenas me estaba dado esperar en el abrazo de una bolsa inmóvil. Temí perderla, porque si pasaba los torniquetes lejos de mi vista quizá la perdería para siempre. Ni agotando los dinteles de media ciudad daría con ella alguna vez.

Por fin salí, pero el tumulto se interponía en su innumerable finitud. Eran muchos quienes estaban delante, y por muchos eran quienes detrás de mi mujer persistían como caracoles babosos e inconmovibles. Todas aquellas historias que incluso evité documentar en caricaturas, ahora se empeñaban a manifestarse en sus formas más retorcidas. Que si unos culones, que si de huesos agudos; que si mofletudos, que si macilentos, que si de voces peculiares, que si cornudos, que si tristones, que si tan alegres en su burlona hipocresía, que si también con hereditarias taras se dejarían llevar en su cortejo… en fin; que si hembras, que si varones, que si los unos, que si cualquiera. Todos en el acarreo perezoso de sus resignadas cadenas, sin poder gastarse más allá de ese pellejo envolvente que también los vedaba como la vergüenza a sus desnudeces hace. Todo aquel prójimo, hecho una multitud de seres, mientras los adorables novios se disolvían en un recuerdo que iba ser nada más el mío.

Intenté abrirme paso, pero no pude. Me disculpé según así pretextaba un apuro biológico, un desmayo, acaso una urgencia, que sin duda era esencial. Al salir del aluvión, miré, como lo hace un vigía azorado por su esperanza, pero ni el delirio de esas horas fue indulgente conmigo. Ella había desaparecido en medio de lo que era un exceso. Había gente como para escoger un catálogo profuso y al mismo tiempo sobrio, pero no estaba ella. Una humanidad doliente era demasiado allí, rebosaba como de una copa, pero no podía brindar por ella. El número, aun así, no me dio el milagro de su singularidad.

Puse la bolsa en el piso. Pensé que si soltaba aquel lastre tendría la holgura de encontrar a mi mujer, lo que ciertamente era muy difícil, pero no del todo improbable. Disimulé la bolsa al pie de la misma caceta. Sin embargo, al punto advertí que para conservar el boleto tenía que comprar otro o trasgredir cualquier sensata profecía, y esto me dejaba entre las mismas ataduras. Ya la había perdido. Sólo me quedaba su retrato, pero para qué ilusionarme en esta ciudad, cuyos millones de habitantes todos juntos no podían diferenciar la realidad, ni porque el retratista fuera entonces tan singular ni porque la miniatura pudiera agrandarse como un vasto mapa. Mejor era perderla en su misma forma. Si el prodigio del cielo era hallarle en otra ocasión, pues otra sería la efigie y muy otra mi audacia. Lo más probable es que se casara, tuviera hijos y nietos y, finalmente, muriera en un lecho tan incógnito como la estación de aquel boleto. Lo más probable es que se pudriera con zapatos de charol y que sus huesos quedaran como residuos del dolor y el amor que sintió por otros.

La máquina se tragó el boleto; era su último viaje después de todo. Y cuando pasó… y cuando supe que no lo devolvería la máquina, quise sobornar a alguien para conseguirlo otra vez. Enmarcarle en dorado y aguardar con él en esta misma estación, a la misma hora, todos los días de todas las semanas, si es que acaso hubiere menester un plazo verdadero, pero la había perdido para siempre. Esa miniatura sólo podía verse en sus trazos originales, en su instante original, en su pecado original. Cualquier desproporción en el tiempo, como en el dibujo, apenas hubiera cedido una forma ya incomprensible del todo. La eternidad dura lo que haya de durar, que, sin ser más de lo que es, así persiste siempre. Ya no iba ser la misma que conocí. Ni pudiera decirle lo mismo, ni pudiera cortejarla del mismo modo, incluso suponiendo el milagro de que ella crea ser la misma y no otra con una historia idéntica.

Esta mañana la dibujé de memoria, y es tan parecida como cautiva en mi recuerdo haya de prevalecer. Supongo que el retrato pudiera llevar también mi firma y cierto número telefónico de alguna teoría combinatoria. No lo sé.




















FAVORES


Al muchacho le dio una moridera, de ésas que sólo dan para morir. Había pasado todo el día con fiebres, y a término de que se propagaran las llamas en el remolino de sus bracitos, una congestión le atragantó. Los ojos le saltaban de sus cuencas ojerosas. De su pecho apenas podía procurar unos estertores que le prolongaran indefinidamente ese mismo estado. ‘Buscá la mula, Juan’, le grita la mujer a su esposo. La mula se había extraviado en los pastizales y era muy mañosa para hacerla volver. Sacaron al muchacho en volandas hacia el camino real. Era una noche de esas que parecen fundarse en las silenciosas raíces de los montes. Por más que los esposos gritaban en el terroso y desolado camino, sus fantasmas se diluían en la niebla como si sólo las voces quedaran en el fondo de los dos.

La casa era un tapial apartado, parcialmente derruido, en lo más alto del último recodo. El resto del caserío, se apiñaba en una ladera musgosa, ciertamente muy abajo de aquel recodo. Para ir al pueblo lo contrario era subir una cuesta escabrosa y a trechos muy empinada, así que tenían que procurarse una bestia. Para ello Juan precisaba bajar hasta las otras casas y agotar adustos dinteles hasta hallar alguno compasivo, de suerte que el periplo resultaría más penoso y tal vez más dilatado que marchar directamente a pie hasta el pueblo. Cuando echaron andar, cogido el muchacho entre un capullo de sábanas humedecidas por las fiebres y los emplastos, tropezaron con su compadre Hermógenes, que volvía de caza con las piezas en los flancos de su cabalgadura. Aquella aparición resultó providencial. Hermógenes apeó las piezas sobre el camino y de un agarrón subió al muchacho. Tras una vigorosa carrera el caballo apenas llegó al pórtico del médico. Hermógenes bajó de los calambres y trayendo entre sus brazos a la criatura entró al corredor entre el repiqueteo de sus espuelas ensangrentadas.

Los padres del muchacho siguieron el camino, y al amanecer vieron al fin una mole tumbada en el pórtico. Entraron, y ya el hijo respiraba regularmente. La tos no le conmovía como antes y mucho de la fiebre, consumiéndose en ella misma, se había mermado también entre sus mismos esplendores. Desde aquel instante los esposos juraron un agradecimiento infinito a su compadre. ‘Pues son favores aquellos que nunca se pagan, aunque siempre se esté al servicio de esa deuda.’

Juan, además de ver sus propios animales y de sembrar en ciertas temporadas, solía reparar los horcones de los zaguanes, y su aplicación en estos menesteres tenía mucho de ebanista. Sucedió una vez que Hermógenes le consultó a su compadre sobre una gotera en el zaguán. Así que la mujer le apuró a cumplir con el encargo. Hermógenes dispuso pagar por lo que precisara aquellas reformas, y entendido de ese modo Juan sólo recibe una paga muy inferior a lo que se supuso de tan ampulosa promesa. Pero como son sólo favores aquellos que no se pagan, el servicio debía, más bien, entenderse a esa razón. Con el tiempo los trabajos eran muchos y tan distintos; eso sí, bajo la condición de que no fueran gratuitos, porque Hermógenes, acaudalado como lo era y generoso en esa misma medida, entendía las privaciones de sus gentes. Pero a cada encargo la paga no daba el alcance de lo acometido, de seguro la mansedumbre de aquel obrero debía completar la diferencia, y tan generoso era Hermógenes (como por sabido lo tenían sus compadres) que siempre pagaba menos al tiempo que arduas seguían siendo las labores.

De a poco lo más del dinero provenía sólo de ese original afán, porque apenas quedaban horas para descansar de aquella gran miseria. El silencio distanciaba a los esposos, y a cada encargo ese silencio parecía prorrumpir en un pregón que los dividía como con una tajadura. Un día, mientras los dos sorbían el café a la mesa, vino el hijo de ellos en el agite de una novedad, que ya era tan obvia como la salud de aquel muchacho. Había que volver, porque a Juan se le olvidó clavetear unas tablas y repintar la verja. Viendo que resignadamente Juan cogía los aperos, la mujer al fin le conminó a resistir en una cifra justa. ‘Esta vez le dice cuánto es y lo poco que le puede rebajar.’ ‘Pero, mujer.’ Apenas alcanzó a pretextar Juan, al tiempo que su vacía mirada se dilataba en el vacío. ‘Mucho le debemos, bien lo sé’ repuso la mujer sin dejar de mirar a su hijo, ‘Tanto que así hemos de pagárselo algún día, porque las deudas no lo fueran tales si no hubiera el modo de pagarlas nunca. Todos necesitamos del prójimo, y esta ley severa nos iguala a los demás’. Juan parecía repreguntar por aquel remoto día, pero sin dejar de coger los aperos agregó: ‘Ahora vuelvo, mujer.’ ‘Espera, Juan. Anda, muchacho, y dile a tu padrino que también espere.’ En una carrera vigorosa fue por la razón encomendada; ya el pecho se le estaba formando recio. Entonces la mujer, estrujándose las manos, otra vez le arengó a su marido, sin aflojar en la medida: ‘Es usted un hombre cabal y las deudas lo comprometen según ese mismo rigor. Suelte esas vainas. Esperemos a que algún día al compadre le dé una de esas morideras que sólo dan para morir (y pluguiera al cielo que sea bastante grave), y ya verá que le pagaremos el favor, y a fe que desde entonces no le deberemos más, porque, llegado el momento, mucho le convendría estar a mano.’ Juan inmediatamente pensó en las proverbiales borracheras de su compadre, y por fin dejó caer todos los aparejos de sus manos.







EL CURA


Ay, padrecito Miguel, a ese hombre hay que hacerle una misa. No soy yo la única que lo ha visto dando tumbos en esa casa.

Y cómo murió.

Dizque una contrariedad amorosa le hizo colgarse de una viga.

Esas muertes, señora, siempre cuelgan de su pecado.

El pobre era un energúmeno, que a pesar de su carácter no le hizo maldad a ningunita gente.

De cualquier manera, mujer, ningún hijo de Dios debería atribuirse una licencia tan terrible como ésa.

Debe ser por eso que ya se manifiesta con aquel fulgor. Anoche fue que lo vi —añadió persignándose.

¿Fulgor decís? —preguntó el cura, aclarándosele de pronto sus codiciosos rasgos.

Yo vi iluminarse el tapial, como si un farol se alzara sobre él.

El cura sabía que el misterio de aquellas luces, develadas a ciertos crédulos de la grey, eran acaso las llamas que las sombras interiores de la superstición avivaban delante de ignorantes ojos. Él nunca hubiera tenido esa clarividencia, dada sus astucias en el conocimiento mundano, pero no se desesperanzó de ir algún día a tiento de lo que ahora se le revelaba sin desmejorar su fulgor. En verdad, la mente a guía de tales antorchas no anda tan descaminada, puesto que va sobre la vera de un secreto genuino, que muchas veces es, al descubrirse, de oro y plata. Cuando algunos atribuían esas luces a un finado errabundo, o a una madeja de luciérnagas paranormales, lo común era que un tesoro se manifestara desde el fondo de la tierra y que sólo a flor de un agujero diera luces desde adentro. Por supuesto que no eran pocos quienes lo azoraba la codicia, pero se decía también que fortunas halladas así eran la ruina de sus conquistadores. El cura, pícaro como lo era, conocía su catequesis, y sólo para él mismo solía sacrificarse de tal modo que pudiera complacerse, lo que no quería decir, de forma alguna, que desestimara lomos ajenos.

Las limosnas eran como para mendigar afuera, y el oficio de pastor lo apesadumbraban tanto como a los dolientes. Un tesoro, si lo había, tenía que encontrarse en tierra, tal que allí mismo le abriera un verdadero cielo que sí lo cubriría de cualquier intemperie. Así que fue indagando a la mujer.

Y dime, mujer, ¿el hombre fue enterrado allí, donde mismo se ahorcó?

Pues por aquella época la peste elegía los sitios debajo de quienes se tendieran, así que cualquier pecado como aquél se resolvía sin desmalezar más nada. Que se sepa, y por sabido se tiene, al pobre apenas le enterraron bajo la misma viga.

¿Y alguien más ha dicho ver este fulgor?

Todos dicen que escuchan ruidos como si el finado acarreara sus aperos. Su larga sombra, eso sí, se le ve correrse por los tapiales. Pero a nadie le he escuchado sobre aquel fulgor, el que ya se le vea es porque, sin duda, clama la misericordia de sus vecinos, aunque lo otro podría ser… ay, que esto sólo lo dicen los codiciosos…

Sin duda, es lo que me cuentas —le interrumpe—; una alma torturada que clama misericordia, y que mucho se avergonzaría si divulgan sus miserias entre muchos. Y de cierto debe procederse antes que tenga que rogar a tantos insensibles la piedad que tampoco le tuvieron en vida. Yo no seré de piedra, ni porque firme se me vea en el servicio. Sucede que él, más que una misa, pide fervorosamente otro nicho en la misma tierra; es necesario tenderle de nuevo bajo un túmulo cristiano.

Padrecito, y si vamos en una romería y…

No, no, no. Cómo se le ocurre, señora. Si nadie más que vos lo sabe, mejor que no lo sepa nadie más. Sólo he de llevar agua bendita en abundancia, y, naturalmente, unos muchachones para cavar la amarga tierra.

Ya el cura había previsto todo. Sabía que un hijo de esta beata era un tonto que cargaba de santo a toda aureola, y que por temeroso, como en verdad era de casi todo, cualquier superstición le haría correr oportunamente. Si la vieja se conseguía otro titán de la misma especie, hallaría el centro mismo del fulgor, y no le costaría mucho desembarazarse de ellos cuando toparan con el cofre.

Mi hijo, padrecito, es ya un hombrón que le pudiera ayudar —se le ofreció la vieja, así como lo supuso él.

Y agradecerá el finado la fuerza de aquel piadoso. Mas hará falta de otro hombre para que con diligencia y discreción se lleve a cabo todo.

Tan haragán era el cura que así precisó de aquellos hombres. Una vez descubierto lo opaco, ya no le costaría mucho los quilates.

No se preocupe, padrecito. Mañana sin falta los tendrá aquí.

Que sea muy temprano, mujer.

Encarecidamente el cura le sugirió mucha discreción, y luego la despachó en el encargo. Casi a empellones la echó de la iglesia.

Él solía dormirse sin más acomodo que el profundo sueño, pero esa noche no halló reposo en ese mismo catre. Apenas en la madrugada se quedó dormido, y al punto un remoto gallo lo despertó. Se apeó como de una fiebre y se vistió de prisa. El ayuno en aquel trance espiritual no le sostendría hasta muy tarde, pero sabía que mientras más temprano acometiera la obra tendría el resto del día para volver por un festín. Ya los titanes tocaban la puerta. El cura abrió, los bendijo ceremoniosamente, mientras en su mansedumbre los hombres se exponían a tales amagos, después echaron a andar los tres hasta el tapial derruido. El cura amenizó el trayecto con parábolas de humildad, y así por fin llegaron.

El padre sabía que el energúmeno tuvo que atesorar sus pequeñeces bajo la misma viga, pero de cierto no debajo de ella misma, porque al enterrarlo allí hubieran sus sepultureros desenterrado aquel oro miserable. Ningún premio había de dejar por testamento, siendo tan misántropo como infeliz enamorado dicen todos que lo fue. Así que lo más probable es que aquel tesoro estuviera al final de la viga, del otro lado del tapial, bajo el alero del patio.

Mandó a los hombres a cavar allí, porque, según les explicaba a los hombrones, apenas aquellos cristianos sacaron el cadáver al patio lo tuvieron que haber enterrado a la sombra del tapial, sin más ceremonia que el apuro de un sol difícil. El sobrino de la vieja supo desde entonces que esa teoría hablaba de otro entierro. Acataba, como su primo, las órdenes en una aparente sumisión, que en el otro ya era bastante ciega. Al detener ambos las palas en un cansancio compartido, el cura, en el colmo de su angustia, ya le daba de beber a los hombrones de aquella agua bendita que a él no le apagaba la sed. Reanudaron la labor, pero antes aquel sobrino pudo vislumbrar en el equívoco de las cantimploras una codicia que el cura ya no sabía disimular.

Cuando tocaron duro, el cura saltó como un resorte que se le hubiera comprimido hasta ese límite.

Deteneos allí.

Qué se ve padre —preguntó el sobrino de la vieja con una sonrisa de través.

Debe ser la caja del finado —agregó el tonto.

Al punto el padre, recomponiéndose mientras estrujaba sus manos sudorosas, volvió a advertir cuidado.

Perplejo los otros dos recularon ante un hallazgo todavía incógnito, aunque ciertamente aquel sepulturero con sangre de zahorí lo hacía para simular una precaución que sí era verdadera en su estúpido pariente.

Esto tiene mortaja, alguien juntó un maleficio aquí, se ve que las tablas lo presumen en menguante —dijo el cura con los ojos casi desorbitados, y el otro pícaro fue el que le ganó en santiguarse con ese mismo énfasis.

Ave María Purísima —completó el hijo de la beata.

Y antes siquiera de que el cura contestara: ‘sin pecado concebido’, ya el otro se largaba por esos montes, como horrorizado de llevar consigo una maldición terrible.

Marchémonos de aquí nosotros también, hijo. —dijo el cura, como infundiéndole ese mismo temor que el otro exageraba en su ardid—. Habrá que volver con un crucifijo grande y con otros efectos sagrados para revocar estas maldades. Sólo así el espíritu puede descansar en paz.

Tiene razón, padrecito —apenas pudo balbucear el otro, mientras casi petrificado se santiguaba sin pausa.

También se marcharon tras haber rociado el agujero con el agua de tomar, puesto que ya la otra se la habían tomado todos.

El padre esperó hasta la tarde y aquella vigilia le azoró más de lo que el insomnio hizo. Se escondió de todos. La vieja y su hijo creyeron que su penitencia era la de encomendar piadosamente a aquella alma torturada. Cuando pudo salir a hurtadillas, se mandó hasta el tapial como un espectro. Por más que indagó el cofre bajo una bujía que la beata volvió a ver en su fulgor, nada pudo conseguir, ni siquiera moneda atorada en uno de los ángulos. Sintió desfallecer, caer rendido sobre aquel hoyo cavado hasta el fondo de la tierra, pero se repuso con el consuelo de que unas limosnas reunirían más bien un tesoro verdadero. Acaso las misas del finado iban a ser, por de pronto, más que suficiente. Gastar de la avaricia entonces, de esa misma que el misántropo escondió en la fe y la superstición de los demás, era cuando menos algo que el cura podía hacer por un buen tiempo.





CREO QUE SÓLO UNA


Ya había leído ese volumen en muchas ocasiones, y por muy distintas aquéllas se me figuraba que siempre quedaba algo qué leer. El íntimo hallazgo persistiría de modo que no se le pudiera escrutar enteramente, puesto que estaba en mi curiosidad, y mi curiosidad no tenía más acomodo que mi audacia, y mi audacia era la de no sucumbir a los embates, y así la cartilla de un parvulario me recordaba los vaivenes de un trance más difícil. Aprender a leer me inició en lo que es por esencia ulterior a todo origen.

Aquel grueso volumen, tantas veces manoseado hasta el final, ya me cansaba con su peso, que, no obstante, era lo único fijo de sus letras. Repasar sus páginas tantas veces no mellaba aquellas palabras. La vista ciertamente ve lo que está a su alcance, pero no por verlo todo el tiempo lo penetra, ni lo raspa por duras y ásperas que sean las desveladas angustias del estudio. Si bien por sabido se tiene que detrás de la tinta el papel reclama para sí un papel, nunca se sabe que en definitiva sea el suyo. Nada, como ya se sabe, hay detrás de las letras; incluso si la vista fuera tan áspera que en cada pase raspara los renglones, pues al cabo se acabaría lo escrito, pero precisamente por leerlo.

Eran muchas sus páginas. Tenía un índice apretado que parecía más bien un prólogo. Y en el alto anaquel de una biblioteca, su cifra era tan exacta como una burbuja. Ningún otro volumen había cogido con el mismo fervor, ningún otro se ofrecía con el mismo inalcanzable desgaste de aquél. En una tarde soporífera del mes de julio, ocurrió que al tomar el volumen, mientras me empinaba en extremo de mis pies, se me vino sin que pudiera contener su caída. El volumen calló abierto a la mitad, con las letras de un pasaje preferente. De inmediato fui a recogerlo, pero también una madeja pululaba por aquel recorte despejado. Al principio creí que el libro me atraía a su centro palpitante. La biblioteca era más bien sombría y si algo, como una centella, proliferara de repente se le vería en su esplendor todos aquellos engranajes. ‘Son las mismas letras,’ me dije. Mas aquellas letras rebasaban el perfil de su labor, era como si se retorcieran entre el afán de todas sus etimologías, o acaso porque se retorcían en el concierto de la palabra ‘engranaje’.

Se me figuró que en medio del asombro, yo buscaba, tal vez, las fluorescencias de un atajo propicio. Pero no era un paraíso de esta índole el que se abría así, ni tampoco las luces desbordadas le habían inspirado aquel espíritu tan inquieto. Ya tenía una hora en el salón, así que los ojos se habían habituado a los grados de ese atardecer. Cuando uno fija la vista en un rígido patrón, me dije, ocurre que hasta por verse al través de él, las formas se interponen a cualquier fondo conocido. Si se ve al través de una jaula, por ejemplo, se verá que los barrotes se proyectan en una dimensión que los excede, como la abstracción de una anhelada libertad. Pero tampoco era esa ilusión aquello. Las palabras promediaban una serie sólo contenida en los renglones, y además esta serie reunía tantas acepciones del diccionario que en el recorrido de ese diccionario no podía anudarse nunca un patrón fijo.

Aún en ese trance, se me ocurrió que había otras maneras de ser distinto. Ambicioné, pues, que combinaciones distintas, en distintas sesiones de lectura, aproximarían mejores resultados, todo lo cual iba a convidarme ya no a un final cuanto sí a su declinación absoluta. Una labor tan colosal trascendería a modos más prácticos y por ello satisfechos, porque cualquier amplitud cierra siempre desde un punto evidente.

Pero el encanto de ese egoísmo desapareció cuando al fin pude imaginarme a un erudito singular, a uno que redujera su predestinación a la hechura de un diccionario milagrosamente descubierto, cuyas palabras totales le confieren a las mismas palabras otros significados que diferirían bastante de las definiciones aceptadas por el uso. Sucedería que tras aquella vasta obra el pobre viejo, ya encorvado en su nonagenaria eternidad, se iba persuadir de que aun los libros más asombrosos se les escribirían sólo para una serie inexplicable, porque nunca con ellos se pudiera frecuentar aquella labor previa, y tampoco las mismas historias que verídicamente se relataran después carecerían de ese influjo original, ya del todo incomprensible. La soledad confinaría al pobre viejo entre sus predilecciones, que para otros iba ser la fama. Compartiría apenas un punto, que sería el de sostener ese empeño ingrato.

Tras una larga pausa, veía que las letras seguían revolviéndose. Me acerqué, no había relieve en ese enredo, pero todo se movía como si lo hiciese sobre la escabrosa tierra. No me atreví a tomar el libro. Fui por una lupa y al volver vi que las letras, revolviéndose entre sus recodos, aumentaban más allá de sus formas tipográficas. Vi sus patas en concierto. Eran hormigas laboriosas que pululaban en un laberinto sin duda socavado por ellas mismas. Al pasar las páginas, más hormigas, aunque ninguna trasgredía aquellos límites. Pensé que era la lupa la que reunía el milagro en sus detalles y que aun la lupa había concentrado desde siempre estas impresiones, porque los cristales entrañan una aberración óptica que sólo a través de ellos es posible, pero al ver con aquella lupa muchas otras páginas, de otros muchos libros, las letras de aquellas otras letras no diferían de su estampa inconmovible. El grueso volumen era un hormiguero que se retorcía según la renovación de sus larvas. El misterio aparentemente residía en su conjunto, así que la síntesis era un tratado de mirmecología que mejor lo hubiera conseguido en otros títulos de esa misma especie, como muchos fueran los volúmenes escritos a la sazón de otros hormigueros. Al fin creí liberarme de aquel lazo que me retuvo a su dominio singular.

Pero al coger el libro para deshacerme de él en el jardín, se frisó el mismo fósil perdurable, en el recuento de todas aquellas páginas. Por más que lo indagué de nuevo, no percibí ninguna variación, sólo se veía la tinta como si le hubieran remachado allí. Era un fósil, sin duda, uno que lo releía sin saber que se aquietaba para arquetipo de una vitalidad extinta desde los albores del tiempo. Es cierto que su lectura se manifestaba ahora bajo otro cariz, pero aún era mi prisión todos los caracteres, porque de ese modo podían pellizcarme en un sueño. Para aprehender un fósil se necesita de una copia, al fin pensé, como aquella fuese de su original. Así que el único modo de escurrirme de esa esclavitud era acatarla escrupulosamente, hasta que tales nudos se escurrieran entre sus propios rizos.

Cómo debía conducirme. Pues tenía que copiar de mi puño todo el volumen, letra por letra; de suerte que al leerlo le comprendiera en su expresa dimensión, porque de qué otro modo podría, en lo que a mí concierne, establecer un orden que no se deformara más. Todos los días, siguiendo una caligrafía impecable, pasaba algunos folios, como un barbado escriba que no lo conmueve nada al margen de su pluma. Os preguntaréis si alguna vez se reavivó la colonia, y os respondería que ni al microscopio le hallé otra actividad vital; parecía como si todo estuviera muerto desde siempre.

Recuerdo la última tarde, y la última página de todas esas tardes. Recuerdo que comía galletas de un tazón mientras escribía las últimas palabras. Comer a deshora fue un hábito que adquirí y fomenté en mi labor diaria. Por lo demás, aquel volumen era la única razón de mis necesidades. Recuerdo que apenas en las tardes redescubría mi esqueleto, aunque atravesado como una espina.

No sé cuánto tiempo me llevó escribir todo, pero al terminar el manuscrito sentí de pronto que no había necesidad de leer aquella mole, que todo estaba hecho a plenitud. La liberación era total, puesto que finalmente de ese modo le comprendí. Tomé una de esas galletas, pábulo sagrado, y al llevarla a la boca sentí un hormigueo en mi comisura. Tan ceremonioso fue aquel retiro, y tantos los rigores de su bóveda, que creí que moriría en el progreso de una parálisis. Ya resignado de mi estrella, esperé a que el hormigueo me poblara el cuerpo, a que aquellas hormigas me recorrieran hasta agotarme en su voracidad. Después de todo, una ironía no iba prescindir de sus efluvios y proezas.

Al no sentir nada que proliferara con ese signo, abrí los ojos lentamente y descubrí que en el tazón de las galletas había hormigas de verdad; muchas hormigas. Mi apetito había atraído a las hormigas del jardín. Generaciones de generaciones se sucedían, como se sucedían todas aquellas hormigas en una columna interminable. De seguro que llevado del mismo anzuelo me comí a muchas hormigas antes de creer que me había comido siquiera una. Por fin entendí que fue la mirmecófaga ignorancia la que había consumido por completo a mi curiosidad. Aunque, todavía hoy, no sé qué daño pudo hacerme esa dieta, tampoco sé, lo confieso así, con qué facultades naturales pudo sostenerme hasta el final.






















AL LECTOR


Alguien toma un libro y se adentra a sus páginas, como en el ensueño de sopesar todas las hojas de antemano. Supone de los personajes descritos un entorno que se ajuste a su propio entorno, incluso figurándose en cada carácter las vicisitudes que suelen asediar con emboscadas ordinarias. Al paso de unos pocos renglones, consigue una equivalencia providencial, o cuando menos la invitación de una idéntica galería. Que si la anciana aquélla, que si el niño que cruzaba el patio. Las casas y calles muy parecidas siempre, y la muchacha de la trama como la coqueta y bonita novia que él aún tenía que esconder de los cuatro suegros. Los suegros dominantes y caricaturizados todos según sus mismas arrugas.

A gusto de la prosa, sigue leyendo. Sin duda aprecia las elecciones del narrador; las descripciones de la novia son exactas y sucede que su donaire y proceder le entusiasman mucho, pues mucho se siente halagado de que le quisieran así como se dice que le quieren. Él, allí en la trama, parece convocar un final conmovedor y al tiempo heroico. Así va como sobre unos rieles, entre dos fideos que deparan andenes promisorios y el tumulto de pasajeros festivos.

Sin embargo, de pronto se topa con eslabones desemejantes, y advierte que en lo trunco del momento detiene también el ritmo de sus días, justo allí donde las palabras siquiera pueden leerse. El asombro lo sobrecoge mucho. Resultaba, pues, que la chica encantadora era una alegrona que le adornaba la frente a su marido con cualquiera. Ya tenía varias mujeres de quienes elegir otra. En verdad sus flirteos con deuteragonistas escamoteaban en la lectura, pero se abstuvo de cualquier ímpetu que lo precipitara irreflexivamente. Lo más probable es que la mujer se corrigiese después de unas pocas palabras, y que con tal abnegación lo hiciera que quizá otros iban a ser los cuernos del marido en comparación con aquella redimida aureola de la mujer, pero en contrario, mientras más avanzaba en las páginas, más pecados y defectos crecían en sus virtudes. Como se sumaran otras veinte páginas, sólo un calvario le salvaría, si bien desfavoreciéndola mucho. Sin que mucho se le figurara lo poco que ello le conviniera, ordena todo según ciertas ediciones indispensables. Entonces, una mujer deja de ser quien fue y así se transfigura en quién le rivalizaba con encono, y esta otra, querida que furtivamente se conmueve, se maquilla al fin en el mismo espejo.

Ya estaba en otra casa, con otros cuidados y otros lujos, en las costumbres de otras sábanas, e incluso algunas de aquellas maneras, que al principio le parecieron tan chocantes, solían asistirle graciosamente. Un armario se revela sobre un trípode cojitranco en lo cuadrúpedo, y la carta que se remitía páginas atrás despacha después una sentencia ya decrépita, anticuada o por fuerza concluida. Hasta tuvo una aventura con aquella otra esposa que al principio le fuera tan fiel.

Sucedió, eso sí, que en las siguientes palabras tuvo que aplicarse en muchas otras ediciones para sostener sus acomodos, tal que en cada ocasión convenía de sus mismos lances otras suertes necesarias. De tantas piruetas, como de continuo se le exigía, rebuscaba señales entre los párrafos como si hurgar pudiera una salida a sus veraces manos. Nada era tan fácil como antes; ser un tipo en esa narración le había sustraído de sus roles, hasta el punto que declinaba de todas las cosas comunes que irónicamente procuraba producir en su retiro. Había faltado a la novia, que quién sabe en cuántas otras mujeres se transfiguró hasta no convencerlo nunca en su papel. Había dejado de escribir, porque la lectura le dictaba las leyes a las que caprichosamente se sometía sin pestañear mucho. En fin, apartado de todos, sentado en el sillón, era como un vegetal que con laboriosa rebeldía ganaba su follaje.

Acaso como un contorsionista anudado a su mismo vigor, sospechaba que sus erratas le favorecían cada vez menos y que sólo el trance de seguir la lectura le retenía a algo genuino. En esto estaba cuando de repente, como de repente le sorprendiera ese volumen, las palabras no proseguían, sino que en apenas una se contuvo lo que por demás implicaba el pasado, dejándole al lector a tientas en ese desahogo, y sin entender la historia que hasta entonces había leído. Estaba a la mitad del volumen, pero la novela que seguía era otra. Ciertamente aquel peso de otras páginas contribuyó también a hundir sus manos, pero era sólo el lastre comprensible de un volumen ya del todo incomprensible. Un vértigo le abismaba a lo profundo de aquel vacío. Temía incorporarse. Temía cerrar el libro. Temía que otra vez el mundo se armara con sus sonoros cascabeles, como tantas otras veces por teléfonos y timbres se repetían esos ecos. Finalmente el miedo (y tal vez la incertidumbre) alcanzaba para reescribirlo hasta el final, y aun sin diferir en detalle alguno.

















EL PRIMER SUEÑO


El bamboleante rumor del autobús lo fue acunando en su sitio, a veces bruscamente, pero de cualquier modo con una ternura bastante disuasiva. Él no quería dormirse. Un sueño así lo mortificaría desde muy adentro y sin siquiera variar aquellas mismas mataduras. El chofer torcía y destorcía en las curvas un espiral que lo inclinaba todo a los costados. No quería dormirse, pero el sueño tiraba de él de tal modo que apenas si podía resistir su influjo. Era ya de noche. Al través del cristal sólo una ráfaga continua descosía sus formas lúgubres, como si del saliente de un bordado se le deshiciera al bordado entero. No pudo más, se dejó a su cuerpo encallecido en la butaca.

Se sintió pesado, fijo, regente como una estrella singular. El sueño podía embrujar sus ojos, podía vedarle el mundo, pero la compostura de su trance era inconmovible. El ya no sabía esto, pues ya profundamente dormía, y por mucho que desde lo más remoto de esa corporeidad el sueño corriera nudos, no se podía reunir un centro más comprensible que el despilfarro de un cuerpo rendido así. De a poco vino el primer sueño, entre los intermitentes azotes de lo irreal. De a poco se fue aglutinando como una película que se le recuerda muchos años después. Soñó, como lo soñaba ciertamente, que era el chofer cuyo cabeceo casi le dormían al volante.

Soñó que era ese chofer, que la carretera lo convidaba a una ruta establecida. El sueño era tan veraz en sus rigores, y así de profundo también lo era, que empieza a dormirse entre el monótono rumor del autobús. Trata de despabilarse a cada curva, pero se duerme otra vez, y al fin sueña en una serie de circunstancias diferidas, como si un mundo remoto en la niñez postergara otra carretera en el olvido. Ya no escuchaba el motor, todo era tan silencioso como eterno en ese ámbito. Tal vez iba en una recta, tal vez en una curva suave, pero ya él no sabía esto, puesto que muy dentro dormía.

De repente se desencadena un estropicio. Antes de despertar en su butaca, abre los ojos como en un sueño (como en otro sueño), ve que un vacío se desgarra al frente, como si ya lo hubiera visto una y otra vez al través de sus trémulas pestañas. Procura el volante, pero despierta a tientas de otros báculos. Al fin despierta, porque los gritos lo vuelven vigorosamente a su butaca. No ve el volante que lo atrajera a su espiral. No cesan los gritos alrededor. Sabe que ya no es el chofer que soñó que se dormía, sino apenas un pasajero que se había dormido con su boleto atenazado sudorosamente. Descubre que el chofer sí se durmió de verdad, mientras él lo arrullaba entre los tientos de su sueño. Quiere levantarse, gritar como los otros, pero el volante ya no está sino en las manos de quien se aferra desesperadamente a él. No pudo más, y se dejó a su cuerpo encallecido en la butaca. Apenas tuvo miedo, mientras el autobús se precipitaba a una vigilia aterradora y para siempre insondable.






























UN NIÑO ORDINARIO


No conozco a nadie que le disguste un libro por su forma apacible y recamada, cuanto sí por un contenido que le indisponga. Bueno, hay libros que no sé por qué le llaman tales, igual un peso sustancial en páginas contiene el ardor de lo que dice; y hasta se les ha visto arder a muchos como una rebelde e iluminada Alejandría, o como a la lumbre de sus verdugos sanguinarios o en algunos justicieros casos, tan inconcebibles aquellos, nada más como a ellos mismos.

Cuando yo era muy chico, rifaban en clase, por decir así, un libro que era sólo una bobería. Nada decía de volcanes. Nada de pinturas y grabados. Nada de poemas ni de flores. Ningún teorema elegante. Ningún entrevero de lanzas inexorables. Nada tenía escrito de astros, tampoco de rocas extrañas; ni de animales extintos retomaba siquiera una pluma.

Caprichosamente la maestra se propuso un resultado que al cabo iba a satisfacerla a ella. Por conocido fue que aquel alumno que en término fijo resolviese una multiplicación de tres cifras, barbaridad con malévola audacia inventada por la mujer, se iba llevar el librete. Yo en ese tiempo, sin que nadie aún lo sospechara, resolvía hasta raíces cúbicas, mientras los más de lo chicos apenas si podían seguir las pisadas de sus dedos. Sin embargo, sucedió que no fui el único en la clase que simplificó el concurso. Así que la maestra, salomónicamente, se decidió por aquel súbito portento, cuya genialidad no rebasaría nunca esas cifras. La decisión tenía que ser sabia, cuanto que aquel libro en verdad no lo era.

De cualquier modo, no fue la única vez que a lances intelectuales apareciera un chico ordinario que me estorbara. Ejemplos hubo muchos. En un dibujo a pluma conseguí cierta admiración transitoria, hasta que apareció una niña con un calco estrafalariamente coloreado por todas partes. Después de leer una obra sin interrupciones indebidas y según el escrupuloso cuidado del autor, a otro alumno se le quebró el tartamudeo en una “belleza conmovedora”. En cuanto a la caligrafía, dizque la hija de la maestra era su vivo ejemplo, como si la maestra tuviera el mismo vuelo de mi letra. Siempre a un niño ordinario se le ocurría una peculiaridad más allá de la cual (e incluso por la cual) otra era su aureola. Ciertamente los mismos propósitos eran óbices académicos bastante documentados en mis vigores.

Después de una polivalencia de oficios y saberes. Después de un libro que sí escribí clandestinamente. Después de releer allí una ciencia oculta. Después de las notas marginales y los dibujos corregidos. Después de la iconoclastia de un instante. Después de los pupitres (he de decir también), entonces después preferí la gimnasia para mis anónimas proliferaciones, porque sólo en ella yo sí que fui ese niño ordinario, aquél que de ese modo se hacía notar entre los verdaderos atletas.





























RELACIONES EXTERIORES DE UN ANTROPÓFAGO


Excelentísimo Canciller de ***, escribo en el dictado de mis votos y se prolonga mi voluntad en asistencia de esta ocasión ilustre.

Glorifico fervorosamente a su nación entre el concierto de las demás naciones. Bendigo a su nación insigne que ha dado al mundo un ejemplo para los siglos por venir. Antorcha clarividente han sido sus luces entre todos los procelosos avatares que afligen a la humanidad. Sus ciudadanos han poblado una porción del globo aun para salvación de las demás criaturas, y así yo me ufano de abrazar lo que me es ajeno y según su orden también privado. Sepa, Excelencia, que mis deseos me ungen en su misma medida. No hay trance que no arrostre con patriótico entusiasmo en pos de su nación. Serviría en la guerra como en la paz, y en cada una de las dos serviría con el mismo ardor y valentía que lo hiciese en su contraria, acaso porque la humanidad invoca vuestras luces según una esperanza que debe perdurar invicta.

La procedencia de este pliego tiene la misma sinceridad de su origen y me compromete sin desmayo de mi condición. Le escribo desde ***. Lugar de donde se han seguido vuestros códigos para educar a nuestras leyes en una virtud inexorable; para educarlas muy a pesar (hay que reconocerlo así) de nuestras licenciosas excepciones. En lo que a mí concierne, soy un prestigioso ginecólogo que lo ha iluminado esta ciencia, como alguna vez me alumbrase una madre iluminada. Este nacer perpetuo en la gracia de las demás mujeres no obstante me ha encandilado de tal forma que apenas la belleza irreprochable aprecio con juicio y veracidad.

Lo que voy a pedir de su nación no es un sacrificio para aplacar los deseos de un orate, que acaso se atribuye una aprobación excesiva, pues mi apetito no es menos espiritual que el de un ayunador en su régimen piadoso, y por lo mismo sólo puede concebirla una mente equilibrada, cuyo sostén material le impone plazos que en el tiempo deben convenirse. Por otra parte, nunca me atrevería a elevar a su Excelencia algo que le horrorizara por ser, además de impracticable, inmoral. Contravenir los más civilizados preceptos que desde siglos rigen su nación sería sucumbir como un inacabado engendro. Así que no tendría jamás que ruborizarme al pedir de vosotros lo que es un orgullo aceptar de vuestra parte.

Sucede, Excelencia, que la carne tierna y firme de una doncella es un pábulo que las tradiciones me impiden, sin que siquiera haya tenido a un preclaro interlocutor al cual confesarme en defensa de razones ya documentadas por una profunda meditación. Sé, como aquí Vd. puede leer, que sus buenas costumbres escucharán mis demandas para corregirlas o en definitiva censurarles si no pueden éstas más que abreviar un deseo bárbaro, en lugar de engrandecer mi más noble derecho. Aquí, Excelencia, en virtud de su opinión, puede sugerir acotaciones internacionales, que tal vez desconozco en mi afán, o tendría su Excelencia el carácter expreso de obligar mi delación frente al escarnio de naciones que no con menos barbaridad (al condenar mi “barbarie”) aplicarían el castigo condigno.

Antes bien, es justo que yo dilucide mi sagrada ambición, desde luego que apelo a la elocuencia sin apartarme de ningún riguroso juicio. Dije doncella, una joven mujer, que tenía que ser de éste género procreador en tanto yo congrego mis razones en el complemento contrario de una progenie universal. No es porque sea mujer, sino porque soy hombre, un sentido inverso hubiera sido igual de activo, si siendo yo quien así fuera me animara esta misma aspiración tan vital como transferible. No es porque sea joven, así sin explicaciones, sino porque a cualquier edad se sabe que la juventud es la potencia de la vida. Y desde luego tiene que ser una doncella hermosa. Como dije antes, el gusto de mi profesión me lleva, por evidencia del misterio, a escoger según este atributo especialísimo, hasta el punto de que por tal discriminación evito urgencias de otro cariz; no quiere decir ello que haya faltado a mi profesión, en tanto por ejercicio de mi profesión he escogido siempre un reposo pertinente y merecido. Por último, jamás me atrevería a comer a ninguna criatura que quiera sobrevivir más allá de está voracidad. No es un laberinto el que me azora con sus recodos, ni tampoco en el sacrificio ciego impondría términos egoístas, sino siempre compartidos.

Dicho todo lo anterior, me vuelvo a dirigir a su Excelencia, porque por gajes del mismo aprecio que tanto me conmueve, escogería el pábulo entre los habitantes de su ilustre nación. Una chica tan hermosa como así lo refleje una salud impávida, sería lo ideal, y no es descabellado intuir que si a dicha mujer se le dice que un hombre quiere comérsela, al final ceda justo por tener ya pocas esperanza sobre su optimismo juvenil. Sin embargo, tal oportunidad, sin duda, es muy poco probable, porque el miedo, que es un resorte escandaloso, la haría huir para vergüenza de su estirpe. Así que puede ser una chica que desesperada por un final inminente quiera sucumbir antes, cualquiera sea el procedimiento que así se califique. Aunque es de mi exigencia que se procure, eso sí, una con una enfermedad no muy desarrollada en su extensión mortal, porque puede darse el caso que los tumores me indispongan a pesar de la ambrosía. También he pensado que una chica con algún desequilibrio grave, puede preferir un medio expedito que le comprenda un poco, aunque sea en una ampulosa digestión. Por lo demás, estoy dispuesto incluso a que vuestra gastronomía me fije cualquier otra receta especial que incluya otra clase de doncellas.

Se preguntará Vd. por qué elegiría mi pábulo entre las criaturas de su nación, sucede que las razones aducidas antes me imponen ese deseo, en virtud de no flaquear en su patriotismo. De todas las demás naciones extranjeras no me fío, no sólo porque poca tolerancia filosófica tendrían ellas para contener sus instintos salvajes delante de mi inocencia, sino porque no les considero nunca mis iguales. Se preguntará, sin embargo, por qué no me dirijo a mi gobierno en primer lugar. Se preguntará por qué aparentemente desesperó al margen. No es porque hayan rechazado una propuesta que, dicho sea con verdad, sólo su Excelencia y yo conocemos. Es por cierto tabú que prohíbe mis ambiciones por fuerza de una hermandad irrevocablemente heredada, como pasa con el incesto carnal. Comer a mis compatriotas sería un modo de devorar a mi apetito a través de un acto que me agriaría sin dejar sobras, defecar después sería una simplificación afrentosa de ese mismo acto. Es verdad que yo veo a los ciudadanos de vuestra nación como hermanos. Hermanos, sí, de las luces y el entendimiento, y es precisamente por esta hermandad que nos está dado ser incestuosos, porque acaso si no lo fuéramos de qué sabio jardín proliferaríamos todas las demás criaturas. Es la esperanza de la humanidad que por la razón nos entendamos alguna vez, una esperanza que a veces se emplea en otros medio, pero cuyo fin la define verídicamente.

Su excelencia, con impacientes acomodos espero a que me responda, sea su decisión la que ella fuere, acatada de corazón será por tener el noble provecho de vuestras costumbres. Me acostumbraré al dictamen como si por él se definiera, ciertamente así lo hará, mi destino manifiesto.


Su devoto, etc… etc…


























EL INCENDIO




Soy un Dios que tanto repasé en la escuela. Uno que irónicamente preferí de mis propios dones. Uno de los Dioses de una venidera civilización. Mortal es mi potestad y sé, por temer ya de todo, que hoy proliferan los riesgos más antiguos a los que yo pudiera sobrevivir. A lo mucho sobreviviré uno o dos años más, pero incluso es probable, según milagrosa vena de otros dioses, que llegue a viejo. Me anegará la calvicie, como la barba lo hizo bajo mis ojos. Seré un viejo entonces, sin más historia que la de envejecer en rigor de sus arrugas. Escribo esto para nadie (ahora sí lo sé). Nadie quien me lea habrá en siglos. Siglos que serán por dimensión exacta milenarios.

Todo pasó una mañana cuando bajé a desayunar a la cocina. Era una mañana radiante como las que recuerdo de mi infancia, o más bien se me figuró que al fin despertar pude de un sueño que nació conmigo y creció en mí hasta crepitar estrepitosamente. Llegué a la cocina y encendí el televisor, éste se despabiló de un fogonazo, como si de súbito algo sobrecogiera al fuego y quedara serenamente invadido por ese fulgor. Premonitorias todavía me son estas metáforas.

Daban las noticias de un fuego, que durante días se desparramaba con una voracidad incontrolable. Extensiones se habían consumido a su paso. Los árboles lucían como raíces que en vano arañaban un alivio de aquel cielo inalcanzable. Un humus de pavesas era el cimiento de aquel orden destruido. Se hablaba ya de muertos por venir, de casas arrasadas. Se hablaba de los tales incendiarios, de la severidad del código penal. Se hablaba de que algunos socorristas podían perecer en su afán incierto. Se hablaba de un infierno en la tierra, que parecía arraigar hasta el mismo infierno. Se hablaba de otros incendios ya tan documentados en la historia. De mucho se hablaba, mientras se difundían las imágenes de aquellas secuelas, mientras se veían los helicópteros orbitar como diminutas lunas arriba. Sólo del fuego se hablaba en todas partes, como si el mismo fuego difundiera su ardor en aquellas lenguas. Todo quemaba: las miradas, las manos afectuosas, el deslumbrante tobillo de una chica y hasta el cerillo que se apagara por vergüenza y culpa. Ya estaba cansado de que aquel fuego fuera todo lo que se viera bajo su sombra. En algún momento, me decía, se apagará; como otros al final de su tiranía.

Ya aburrido de una noticia que no se apagaba, fui a apagar el televisor. También de súbito una llamarada pareció saltar de aquel plano. Y es que vi a unos automóviles consumidos en su decolorada estampa. Pero no por verlos igual de calcinado fue que los noté. No. Sucede que de fijarme apenas, inadvertidos se mostrarían como en un museo o como en un sueño. Ese lugar, detrás de unas lomas, lo conocía yo, y a esos automóviles les vi alguna vez. No eran los mismos, ciertamente, pero además eran otros, y de otra época. Aquí todo vino como el fuego, aquí sólo con ese ardor puedo precipitarme a relatar los sucesivos actos.

Sabía que a los tres automóviles yo les había vendido esa misma semana. Sabía que eran tres en un sólo negocio. Y allí estaban los tres en modelos muy anteriores a su manufactura. De la misma marca, pero del año 19**. No lo podía creer, precisamente porque se me alcanzaban sus vigores. Me propuse una excursión al fuego. Como era de suponerse tenía que escurrirme de las autoridades, acaso para irrumpir en aquel cerco sagrado al que ya le atribuía las mortificaciones de un retiro, ah, y en verdad eso sería "en adelante." Reuní cuanto pude y salí a las cenizas de ese amanecer.

Todo me asombraba. Las hojas parecían haberse marchitado en varias décadas, y nada parecía consumido más que por la reversión de su estado ausente. Seguí, de a poco, como si ya supiera un camino del que era menester guardarse de sus atajos. Al llegar a los tres automóviles, descubrí, sin apremio de ninguna duda, que estaban decolorados por la herrumbre de una intemperie desconocida. El fuego no quemaba; era inocuo. El fuego remontaba edades en su apetito ciego, transfigurándolo todo en dimensiones remotas. Mi inocencia fue la de quien en el asombro no deja de asombrarse. Dando tumbos, alelado quizá, tomé el encendedor y la llama se me hizo intolerable como lo hubiera sido antes de llegar allí. La naturaleza de aquella llama era la misma de siempre. Sólo aquel fuego (el otro) se propagaba desde un ombligo que desconocía la humanidad.

Todavía me pregunto si lo hice por la candidez de un excursionista o por la incredulidad de lo evidente, o si acaso me atreví a probar el fuego como se prueba un fruto prohibido en un jardín. Sucedió que apenas una llama persistía en un tronco centenario, así que pasé las manos al través de ella como si lo hiciera al través de una veladura insustancial. El fuego era inocuo, ciertamente no quemaba, pero en ese fuego se repasaban hojas hasta una invertida proyección que habría de convertirse en el Apocalipsis de todos si el límite de su atributo entero se redujera al Génesis.

Me horroricé de mi destino. Reculé. Cómo un niño asustado procuré de nuevo el encendedor, pero ya era de mecha y de carburante destilado; una suerte de antigüedad que antes me hubiera gustado coleccionar. Qué importaba su llama sí podía quemar todo el tiempo, pues ya las ropas, a la moda de mi propia desnudez, se me pegaban como el sudor que aún escuece. Qué horror de que el fuego no se apagara nunca, de que más bien volviera sobre sus propios pasos, una y otra vez, en un ir y venir que seguiría ahondando huellas hasta que no hubiera más sitio en aquel trayecto. Desesperé, giré, me hice muchos y uno en el arrojo de esa ubicuidad, pero no podía seguir más allá del orbe circunscrito. Sólo podía avanzar como el fuego, hacia lo mismo que dispusiera el fuego. Corrí. Corrí. Corrí. Lo hice como desarticulado, acaso sin dirección, pero mis piernas sólo prolongaban el espacio que podían hollar.

Vi teléfonos antiguos con conversaciones antiguas. Vi aparadores de tiendas con vestidos que se les probaban en escotes pudorosos. Calles y automóviles y gentes y un cielo imperturbable para esa época del año. Debía avisar antes de que no hubiera modos de comunicar la urgencia. Sin embargo, de algún modo sabía que cualquier medio conservaba los vínculos posibles. Por otro lado, cómo era que más nadie tenía por apremio esta angustia. Fui alcanzado por el fuego, fui iluminado como un Dios, porque lo supe desde siempre, y esta sabiduría era un fuego que me consumía dentro de un amplio orden.

Los teléfonos, me dije; todavía los teléfonos, que los números son los mismos. Al acometer contra uno tropecé y di con el saliente de la acera. Debí pasar muchas lunas retrógradas en un hospital aun más antiguo, donde se leían los horóscopos como atlas en la salita de espera y donde los teléfonos todavía eran una rareza caprichosa. Mis delirios fueron tan proféticos, y prodigiosas serían mis palabras, que me recluyeron en un sanatorio. No alcancé a los telégrafos, pero aún quedaba el correo postal. Mandé cartas más allá de donde debía alcanzar el fuego. En las cartas les intimaban a no fiarse de aquellas apariencias. Simplemente les arengaba contra el fuego, porque de seguro en alguna biblioteca se pudiera truncar el maleficio. Cartas. Cartas, ardientes cartas que la tiranía de entonces quemó, por temer que una conjura se revelara al fin. Fui encarcelado por diez años, y liberado tantas veces como días tuvieron esos troyanos años. Tras la indulgencia o la incomprensión de una masa ignorante sucumbí. Muchas veces me pregunté si todo se había quemado; si todo seguía quemándose indefinidamente. Ya ese fuego era invisible, ni en mis pesadillas podía verle llama.


Cansado de estar en vela, me tendí a dormir con plantas dormilonas segadas en menguante. Pensé que el sueño iba ser eterno, pero un día, justamente ayer, desperté entre la vastedad de un mundo primitivo y acaso original. Hoy, por ejemplo, noto que las criaturas parecen sombras arraigadas a sus propias sombras. Les veo sin frutos aún, una progenie que cenizosa chicotea al aire. La violencia les conmueve todo el tiempo, como me conmovería una afrenta en medio de una calle tumultuosa, pero cuál calle, qué afrenta o qué tumulto. No tienen el fuego en sus dominios, ni el fuego puede consumirles nunca. Ahora soy ese Dios del que tanto estimé su audacia. Ya puedo empezar con fuego una historia que temí perderla para siempre, y empezarla con este encendedor que ahora es apenas una chispa, tan diminuta e imposible. Este testamento, sin embargo, no lo leerán sus deudos nunca, ni porque los rincones titilen en lo recóndito de una cueva. Tampoco volveré para volver de nuevo, ni porque nazca el mismo día. Será la bebida, mientras todo dure, el desahogo de este náufrago; pues por despecho estará la encina fermentada, y por despecho, el brindis de mi obra entera.
























EL HOMBRE ANTROPOMORFO


Le había costado la novela terminarla precisamente. Una mole de casi mil páginas (997), a través de las cuales tuvo la holgura de equivocarse mucho, y donde sus aciertos naufragaban sin variación de aquel desastre. La novela no le decía mucho. La había leído tanto y tanto la había corregido que apenas si la reconocía por su peso aproximado, que no pasaba de 997 gramos. Eso sí, para escribirle admitió la subvención de un prójimo cautivo, puesto que debía pasar meses aplicado a su hechura: meses en los cuales ese fervor lo sustraería de cualquier otra tarea.

A diferencia de lo que se propuso escribir, el plan para sufragar ese plazo era por simple el más ingenioso, en especial porque implicaría desde el principio una codicia ratificada por los provechos de las partes; es decir, que si él era tan audaz para disuadirles a sus colaboradores, no menos iban a ser estos otros en procura de ventajas que lo comprometerían a él de por vida. No es que hubiera de vivir a expensas de sus admiradores, ni que a expensas de esta vida él tuviera que morir al cabo, porque todo estaba en el límite de mil páginas aproximadamente. Por decirlo así, en la misma idea de la novela estaba escrito el código que se le suscribiría en adelante, y sus páginas no excederían nunca las excepciones pertinentes. Una novela es apenas una novela, y se pueden escribir muchas otras, de modo que las prórrogas del oficio sean ventajosas al tiempo que prolíficas. Así que más bien perdería una novela a expensas de escribirla en un término empleado a sus anchas y según el lujo del instante. Qué más podía pedir entonces.

Dispuso una escala de mil, de cuyas centenas se tomarían los números primos como acciones, tal que la primera centena se subastaría a mayor precio por tener más números primos. Cada uno de sus diez admiradores apartaría un grupo según el alcance de la subasta, lo que por cierto le confería a cada cual sólo una preferencia para sostener aquellas acciones. En rigor alguien adquiría cinco acciones nada más, porque otro alcance era el de ir comprando las acciones individualmente. Cualquier socio podía comprar acciones a lo largo de la escala. Dado que los números primos entrañan el misterio de su sucesión, lo más probable es que cada quien pretendiera cierta serie supersticiosa. El tenedor iba perder su preferencia si otro sostenía una oferta mayor a la que no pudiera replicar. En el caso de que los diez pactaran según sus parcelas originales, el novelista podía ofrecer las acciones a terceros, de suerte que el orden se revolviera de nuevo entre más disputas. Estos terceros comprarían sólo si el tenedor no quería comprar y lo harían al doble siempre. En cualquier caso la amortización de las cincuenta acciones, prometía el novelista, estaba en una primera edición ya pactada con ciertos editores, las demás ganancias de todas las otras ediciones se dividiría en las alícuotas correspondientes. Sólo el autor tomaría la mitad de cada acción no adquirida, dado que la otra mitad le iba pertenecer a su tenedor preferente.

El negocio iba tan bien que pudo escribir sin ningún apuro. Viajó cuanto quiso y comió y bebió en lugares que también preferían sus personajes. Se diría que los recreaba entre los ámbitos idóneos, o que compartía con ellos el rigor de una existencia firme y verídica. Mientras más escribía mejor podía hacerlo, porque las comodidades eran las de sus figuras pintadas en el papel. Se sentía entonces como en el papel, y por eso su despilfarro era ampliar cuanto más pudiera ese recorte manifiesto. Pero a cada repaso, a cada corrección infatigable, todo se transfiguraba en las palabras elegidas y reelegida, y por ello muy descritas y reescritas hasta ese límite que no iba admitir transferencias de ninguna especie. Palabras eran todas las palabras, y aquellas palabras le hacía el hombre antropomorfo de una suma incomprensión. Solo al final de las 997 páginas se veía el ardiente reto y así fue que el novelista pudo vislumbrar lo inútil de sus mortificaciones.

De cualquier modo, podía presentar esa mole al editor, incluso antes de que caducara el plazo de la entrega. ¿Lectores no había en el mundo que supieran leer algo allí? La deuda, por otro lado, le imponía unos términos inaplazables. Pero se resistía a que taxidermistas empedernidos le clavetearán como el hombre antropomorfo de una suma incomprensión. Se detuvo en tres insomnios, y al fin resolvió liquidar todas sus propiedades. Vendió todo cuanto pudo, se arruinó con el mismo impetuoso fuego del final; se consumió en las vigorosas llamas, pagándoles a todos con largueza. La novela terminaba en un infernal ombligo, y sólo a la luz de ese ombligo el novelista pudo guiar su yesquero. Las otras llamas se avivaron desde sus llamas. De las palabras más ardientes, el fuego cundió a todas las demás palabras. Sintió el calor de aquel incendio. También recordó la ocurrencia de aquel incendio hacia el final de la novela, allí mismo donde su yesquero empezaba todo de nuevo. Atizó el legajo hasta sus cenizas, y aun en ellas se podía leer todo, pero quién, si no él, podía interpretarle entonces.


Memento homo quia pulvis es et in pulverem reverteris —dijo al fin, mientras se tiznaba la frente con algo de aquellas cenizas.









LA ORDEN


Dizque hay unos hombrecitos muy ariscos, Marianito.

Dizque cuáles son, mi General.

Pues dicen que se les escurren de todos lados, y sin salir de su montaña. Pradera exagera, como siempre por cobardía, pero yo no estoy ni para apariciones.

Son unos demonios, mi señor, y montaraces como las bestias —se disculpa el hombre, trajeado y con quevedos, acostumbrado a rechinar ya como un mueble.

Lo oye, Marianito, como si yo de cura no tuviera nada más que las intenciones.

¿Qué piden al gobierno? —pregunta Mariano, imperturbable.

La muerte, me imagino, pues otra reforma no es que les convenga mucho. Además, me dicen que son unos macheteros desocupados y por costumbre rapaces y cuatreros.

Como quien dice unos bandidos.

Pues sí, pero ya ve usted que tienen más pecados mis generales.

Por indulto mejor sería la inclemencia.

Mejor que mueran para que se queden como unos angelitos, gordinflones y con apenas alas que no los levanten mucho. Más obedientes nos los encontrará usted en este país ingrato. Por lo demás, paso hasta los lambiscones.

Vivas serán nada más las suyas, General.

No se le quita lo respondón a usted. Pero para que se está tan vivo, si no es para vivir, y tampoco es que ellos se vayan a dejar matar tan fácil.

Ni que difícil lo sea para tantos generales.

Una partida de generales de Academia, que solo sirven de percheros para sus medallas. Son cosas de la modernidad, y si uno se resiste le tienen por muy bruto, y ultimadamente ya ve usted que yo soy muy dado a los cambios que me conserven igualito. Aquí, pues aquí otro es el gallo para clarear el luto.

Entonces, ¿se me convida al gabinete? —repone, con cierta sorna que le raja la cara como una hiena.

El gabinete es para gentecita como Pradera. Yo lo convido al Ejército. Vuelva y éste será su primer encargo.

Al Ejército otra vez no, mi General, pero si ha menester de mis servicios, deme entonces nomás la orden, que yo la acataré con la mía.

Qué Marianito tan resuelto y tan remolón también. Oiga, Pradera, ¿cuántos hijueputas se dice que son?

Más de trecientos, mi General.

Son como doscientos, Marianito.

Deme ochenta nomás y yo se los convierto en muchos.

Tómelos, Marianito, y conviértamelos en lo que son.

Entonces en lo que fueran, mi General, les convertimos.

Pero… —balbucea el amanuense.

Pradera cree que cualquier alzamiento es una revolución, aunque ciertamente hay que cortarle de raíz por lo que arraigue. Dicho sea de paso, cualquier temor pendejo lo asusta.

No se preocupe, Pradera, que con un solo horror se acaba esto —prosigue el otro con la ironía.

Así se habla, y así se hace.


El coronel tomó sus hombres, los formó en parejas de paisanos y los diseminó en la marcha. Adelantándoles, fue a la sierra para reunirlos detrás de las alturas. Cuando anocheció, todos remontaron los montes por encima de las cabezas de los rebeldes. Hacía un frío tenaz.

Se me desnudan todos —dijo una vez que se conjuraron como en el sigilo de una hiedra.

Cómo es eso, mi Coronel —se atrevió a replicar su lugarteniente.

¡Que se empeloten, carajo! —reiteró, mientras él mismo se desnudaba.

Los hombres, impávidos, ciegamente obedecían al ver que el caudillo desenvainaba en su absoluta unción, acaso porque hasta la ciega estrella de los valientes la seguían en el suelo los demás.

El lugarteniente no se atrevía a desabrochar sus botones aún.

No me diga que el frío le acobarda —dice el coronel—. A todos nos acobarda un poco —agrega maliciosamente, pero nadie se atreve a reír entre los extremos de sus siniestras sonrisas.

Se terminan de desnudar en un silencio más oscuro que el luto de aquellos cuerpos recios. Cuando todos buscan por preferencia algo más que el machete, el caudillo les intima una orden especial.

Ni amuletos, ni nada. Bajaremos la colina sólo con machetes. Al que le toquen lino le bajan un tajo hasta los talones.


La refriega duró poco. Al amanecer, todos los rebeldes yacían desanudados de sus tripas.















TABLERO A TABLAS


Los salones vacíos son bastante huecos la verdad, como si se les hubiera vaciado para siempre. Las papeleras con su basura intocable, como si nadie hubiera atinado en ellas. Los pupitres repujados con punzones, como en serie de esos surcos. Así deben ser los manicomios cuando se abandonan. Así deben ser las guerras cuando se estragan de tantos muertos y escombros, extenuadas y a merced de cualquier tiránica paz. Así deben ser el cielo desarraigado de sus nubes. Así deben ser los fantasmas cuando se quedan solos. Hay algo invisible en todo lo que se ve, como si lo profetizaran esos petroglifos de tiza en el pizarrón. El silencio zumba entre las orejas, y sólo callando a la larga le comprendemos. Y qué dice. Dice que usted tiene la ingenuidad de creer en pendejadas. Qué va decir el silencio, bobo. El silencio no dice nada, salvo lo que no dice, siendo nada también, luego es nada y nada más que nada. ¿O no entiendes nada? ¿Entiendes menos? Porque poco de extrañar se me figura que tan fervorosa lo sea esa comprensión. ¿Y los corredores? En la continuidad de su columnata. ¿Y las escaleras? Fósiles de cascadas. ¿Y los pretiles? Al borde siempre. ¿Y el pasto? No parece crecer nunca, y aun así nos aventaja todos los días. ¿Y las bancas? Como para tenderse desnudo sobre ellas. ¿Cómo será Paula desnuda? Debe ser más hermosa que vestida, seguramente. Sin falda plisada, sin pechera, sin medias altas, sin zapatos de charol, sin insignia de ningún colegio. Sin pantaletas ¿Tendrá vellos como yo? Las mujeres deben ser apenas vellosas como las aceitunas, aunque una vez vi a una vieja que de un lunar prominente le salían mogotes. Quita esa imagen, criminal. Más bien imagínate a Paula descalza. Desnuda. Corriendo por aquí, entre las solariegas baldosas, convidándome a mis vergüenzas, ruborizándome con sus guiños. Pero qué se me ocurre, si ella no me nota en absoluto. Ni porque me oculte soy siquiera un misterio para Paula. Éste fue el lugar dónde la conocí, la vi en el remate del pasamanos, asida de este modo. Luego vinieron otras que la convidaron, y se fue. Bajó las escaleras con las otras y la perdí en el patio, en medio de toda la matrícula. Los altavoces. La bienvenida. El primer día de clases. El himno. Y en este salón otra vez ella, pues sí, justo aquí compartimos el mismo curso, cómo crees que una coincidencia no iba duplicarse en su mismo acierto.

Cómo estás, Esteban. Te andábamos buscando por todas partes, hasta nos colamos al auditorio.

Paula aquí, ah, pero también Roberto y Luisa.

Bastante raro es que te permitan quedar a la hora del almuerzo, así que debes comer aquí por una licencia misteriosa.

¿Paula?

Dime, Esteban.

Dime Esteban.

Dime Esteban.

Dejen de remedarme, brutos.

Es que suena como un eco, chica.

Ah, sí, luisita, y que tal si mejor te callas, se me figura que sería muy original de tu parte. Y tú, Roberto, esto sí, hasta porque lo copies, se te entendería mejor que nada.

No te pongas brava, chica.

Verdad, Paula, que todo te hace roncha.

Por qué me siguen.

A ustedes dos, por qué. A ella sólo: porque

Que por qué, Esteban; bueno, porque eres un enigma ¿verdad, muchachos? No dices nada en clase, no te mezclas con nadie, no se te puede ni saludar de lo esquivo que eres, y todos los días te quedas a la hora del almuerzo. Como si vivieras aquí todo el tiempo.

Llegas demasiado temprano.

Y con un peinado que te despeina.

¿Cómo se escurrieron ustedes?

Por qué no lo hiciste tú sola, querida mía.

El principio es esconderse para que no te vean, ser invisible todo lo más. Claro, para que nadie te descubra, pues tienes que seguir envuelto en tu misterio, y casi por dos horas.

Nos hemos escondido de recodo en recodo, que si nos pillan nos ponen una nota en el libro como para llenar el libro.

Qué difícil es, pues hay que seguir siendo invisible hasta que se vuelvan abrir los portones en medio del gentío.

Muy raro esconderse todos los días aquí. Comer a escondida y aparecer cuando todos aparecen.

Bastante raro, chico.

Además, tú no te escondes, Esteban. Deambulas como un fantasma de aquí para allá, a la vista de todos o de nadie, que de cualquier modo se te ve recorrer los corredores de aquí arriba. Desde el castaño de la plaza te vemos.

Y se me figura que hablabas solo, porque callas de tal forma que parece que te escuchas con mucha atención.

Cómo creen. Esteban se aburre, y cómo no, cuando en dos horas no hay nadie más que él.

Ay, también te burlas, pero yo me río y así me alegro; eres tan graciosa, mi Paulita.

Eres bastante solitario, chico.

¿Y si eres un fantasma? Yo he oído que los fantasmas están a gusto en lugares como estos, donde el ajetreo de los vivos cesa de repente.

Deja la joda, Roberto.

Qué va dejar el pobre Roberto, ya ni la pobreza de sus notas.

Lo que sucede es que vivo muy lejos.

Yo también vivo muy lejos, ¿verdad, muchachas? Cuántos más no viven lejos, en cambio tú te quedas como no se lo permiten a nadie. ¿Y si eres un fantasma?

Un fantasma ya te hubiera quitado los anteojos.

Conoces a alguien aquí, ¿verdad? De quién eres hijo, revélate por fin.

No ves, Paula, que también detrás de sus rubores se esconde.

Yo diría, Luisa, que hemos sido muy descorteses. Razón tienes, Esteban, para no tratarnos.

Razones tengo para no tratar a los demás, en cambio a ti no te trato precisamente porque carezco de ellas, que si las tuviera todas, o al menos una, no me verías como un bobo aquí parado, irracionalmente, y con la misma cara de Roberto.

Se me ocurre algo. Qué tal si invocamos a los verdaderos fantasmas del lugar. Todo es tan propicio. Solitario el colegio que antes que tal fue casona militar y antes prisión y antes claustro y antes quién sabe qué tierra inculta. Muchos espíritus errabundos deben arrastrar aquí sus amarres, y en esta bóveda de silencio bien pudieran propagarse sus votos.

Pues sí, no es mala idea, chica. ¿Verdad, Luisa? Además, Esteban querrá esta vez incorporarse a nosotros. Vamos, Esteban, tú haces el cartón. Toma estos creyones.

Mejor que sea Paula. Ella tiene buena caligrafía.

Pues que sea yo. Dame acá los creyones, y gracias por el piropo, chico. Aunque nunca me tutees, se te oye con respeto.

Si tú, tú, tú, tú, tu, tú, tú, tú, tú eres más mía que tuya, es sólo que por entero te tienes y nada más así te comparto, por eso a usted se le figura que no la tuteo, señorita, y además me cree tartamudo.

¿Y cómo funciona, Paula?

Pues muy sencillo, chica. Se escribe el alfabeto.

También los números del 0 al 9.

Y, por último, un y un no. ¿Le conoces, Esteban?

He oído algo, pero se me figura que por algo se empieza.

Y si nos pillan, Paula.

Este salón se ve que ni lo asean. Además ya es demasiado tarde, así que todos los de dentro aguardan la entrada del gentío, como los de afuera aguardan por su estampida. Descuiden puede ser aquí, no hay porque esconderse ya, que se los digo yo.

Es verdad, el que se vela puede andar de noche y sin luna.

Entonces, que sea al menos una superstición la que nos vincule, se me figura que hasta puede ser de buen augurio ese principio. Quise decir, que con cualquier nexo todo nos vincule, el bien, el mal; lo tenebroso, lo radiante. Quiero que nos asoleemos desnudos sobre el pasto, esposa mía. Qué letra bonita tienes, Paulita, y qué números tan llenos y monos te salen. Luego el , que sí que es un . También el no que se niega a rezagarse. Una caligrafía tan exquisita. Ahora que vengan los fantasmas y también los jinetes del Apocalipsis, que como se declaren todos a través de ese manuscrito tomaré de tu mano menuda y linda todos los designios y todas las estrellas.

Ven, ya está. Luego un anillo de oro sobre el cartón. Éste, que es mío. Ya sale. ¿Ven? Aquí está. Lo ponemos desde el borde, por aquí en este claro… y entorno al anillo los cuatros juntaremos nuestro índice derecho. Así. Vamos, ustedes dos, no sean cobardes.

Ya no estoy tan convencido, porque la verdad he oído también que a veces los espíritus no quieren irse, y hasta encarnan en alguien.

Ya sabía que eran ínfulas nada más las tuyas, Roberto.

Pero es verdad, Paula, y si no quiere irse, como cualquiera suelte el anillo buscará donde meterse.

Precisamente para que salga está este , no ves que bonito me quedó. Cuando le preguntemos que si quiere irse, pues aceptará aquí y volverá a su plano, que no es el de la hoja por mucho que le allanemos el camino. Igual no creo que alguien vaya aflojar. ¿Verdad, Esteban? No aflojará el valiente y tampoco el cobarde por razones más obvias que las del valiente. Así que no tienen por qué temer.

O teman todo lo que quieran.

Así es. Muchachos, qué dicen.

¿Y si lo hacen ustedes dos y nosotros nada más vemos?

Cómo se te ocurre, Luisa, quedarse no es menos peligroso. Mira hasta se me eriza la piel.

Ah, no. Háganlo ustedes nada más. Yo me voy.

Si se van los acuso a los dos, a ver si así les tienen menos miedo a los vivos.

Así que Paula les conoce un secreto, entonces como porfíen yo lo develaré también, ya se me ocurrirá seguir el lance:

Y créanme que los vivos pueden descubrirle lo mortal a cualquiera.

¿Nos chantajean? ¿Cómo es posible, Paula, si soy tu amiga?

Quiero decirte, chica, que es más de temer lo que los vivos hagan que los que los muertos no puedan hacer.

Es verdad, me animo yo. ¿Qué dices tú, Luisa?

Que eres cobarde por los dos lados. Pero… sí. Después de todo, lo más seguro es que sea una broma, una bobada.

Y si no es una broma, ni una bobada, seremos quienes se rían igual.

Ya me asustaste otra vez.

Qué lindo ríes, bella, sería muy feliz si pudiera hacer coincidir mis labios en un beso.

Es broma, chica.

Yo creo que la gente habla nada más como de mitos. Cuánto se dice de la escuela: que si una pelea terminó ahogándose en un retrete, que si un alumno murió en pleno examen de biología, mientras describía los mismos síntomas de su enfermedad; o que si el Minotauro de la clase de historia... En fin, qué fantasma pueden concurrir a este aro si todos deben estar mareándose en otras vueltas. Lo único que nos mata es la vida, y al cabo nos matará a todos. La muerte se pierde en cada muerto.

Mi prédica causará sensación; sólo que…

Qué dices, chico. Si son vainas nada más, porque no la dejamos allí.

Otra vez, Roberto; no ves como pones a Luisa. Y tú, Esteban, todo existe en el mundo, lo que pasa es que el mismo mundo se interpone.

El mismo mundo se interpone, pero, a pesar del mundo, dónde está nuestro paraíso.

Ay. Yo pienso que si esto también existe, puede que no nos convenga, porque…

Ya, Luisa, se nos va llegar la campana en esta pendejada. Existe el profesor de historia y no porque nos duerma aprenderemos a despertar en otro siglo, donde la gente se desvele como en una pesadilla. Si le vas a temer a todo, todo te va a asustar.

Conjurémonos a esto, pues.

Sí, Esteban.

Ya verán que no soy un cobarde.

Vamos, Luisa.

No sé, Paula.

Pon el índice o con el mío te pico los ojos.

Pero que conste que lo hago poseída por ustedes.

Y qué se supone que debe pasar ahora.

Invoquemos a los espíritus. Así: Espíritus errabundos del lugar, cuál de vosotros oís el llamado, pues oíd este conjuro que a vuestros oídos presta bocas. Haceos espíritu y cuenta vuestros secretos.

Ya empezó Roberto con sus vainas.

No creo que Roberto mueva el anillo; es demasiado cobarde para una broma así.

A quién acusas, Luisa, si eres tú. Dizque no se metía con estas supersticiones y ahora se las da de lince.

Callen, ninguno mueve el anillo es él.

¿Esteban? Ya ves son estos dos los que nos ven la cara de pendejos.

Qué dices, chica… Es el conjuro.

Tranquila, Paula, no vale ni señalarlos. Y sí creen que somos nosotros, ¿por qué no sueltan el anillo y con el mismo dedo nos acusan?

Ay, Roberto, eso me pasa por seguir a un cobarde como tú, que con todo lo hacen andar.

Mira quién habla, se diría que con arrojo me seguías.

Callen, pues. Hay que preguntar.

¿Pero sí es uno de nosotros que mueve el anillo?

Yo apenas lo toco.

Yo también, Roberto.

Es así porque todos apenas lo tocan. Se mueve porque el espíritu le infunde ese ánimo. Preguntemos sí es él, y quién es.

Yo, de verdad, sé que apenas lo toco, pero si lo mueve alguien... Nadie confesará sus reflejos, acaso por sentirse como un fantasma. No importa que lo muevas, Paulita, yo igual te seguiría.

¿Sois un espíritu errabundo?

Lo mueven otra vez. Esta broma no se las perdono, quienquiera que sea.

Deja de lloriquear, chica. Como Roberto ya ni habla.

Ni Roberto ni Luisa mueven el anillo, los dos creen que son otros, ninguno de los dos lo presiona contra el cartón, porque apenas están prendidos al roce imperceptible, y eso se ve en su caras. Yo sé que no soy yo ni ellos. ¿Paula? Mi querida Paula, ella me desconcierta, pero seguiré a mi índice adonde tenga que ir el de ella, así señalemos espinas y barrancos, porque más allá estará ella conmigo.

Va hacia el sí. No se los dije; es un espíritu.

Se me ocurre algo. Si finjo que ya nada me liga al nudo, podrá revelarse la verdad en su rostro.

¿Qué haces, Esteban?

Se transparenta. Se puso tan pálida como los demás. Luego el anillo se mueve debajo de nuestros dedos. Pero, cómo…

No me digas que te aburre un lance de estos. Roberto te hubiera dicho que como eres un fantasma… pero Roberto ya parece uno.

Deja ya la joda. Mejor pregunta si se quiere ir.

Pregúntalo tú, Roberto.

Las cosas no son así, Luisa. Yo invoque; yo pregunto.

Entonces pregúntale y vámonos, aprovecha que está en el .

La verdad sería un buen truco para salir del trance, pero no vinimos con ardides, a pulso he de caminar con ella.

Tengo muchas otras curiosidades antes que precisamente aquélla que te descubre a ti.

Qué mala eres, chica.

Pregunta, pues.

Pregunta si fue profeta.

Tú eres el único que no temes, Esteban. Preguntaré, más bien, si eres él.

Pregunta si soy yo, y te contestaré porque eres tú la que pregunta.

¿Moriste aquí en este edificio?

Se mueve.

Se mueve.

Otra vez como un eco, ¿eh? No se avergüencen, que los rubores los duplica, duplica…

Casi llega al “no”

Dice que “no.”

Le preguntaré con más exactitud. Le preguntaré que si murió en tierra.

¿Qué significa esa pregunta, Paula?

Bueno, que si murió en tierra lo hizo antes de que se construyera el primer edificio.

Por supuesto, Esteban. Parece que Esteban y yo somos los únicos que nos aprendimos la historia del lugar.

Pues sí, Roberto.

Sigamos.

¿Moriste en la tierra inculta?

Se mueve.

Ahora dice que “sí”.

¿Te sepultaron aquí?

Hacia el “No”.

No.

Eso quiere decir mucho, excepto que lo sepultaron aquí.

Yo diría, Roberto, que sólo le hubieran sepultado aquí mismo si fuera una batalla o una peste la que lo aniquiló.

Murió poco antes del claustro.

Ahora vienen con las mismas pendejadas del profesor de historia.

Cálmate, Luisita. Déjame preguntar más.

Abandona estos pupilos ingratos a su suerte. Pregúntate a ti misma, Paula, si me vas a querer, y hasta este espíritu responderá por ti, porque yo lo haría responder como por mi honor.

¿Eres niño?

Sigue en “no”.

Debe ser que no.

¿Eres joven?

Igual.

¿Entonces eres viejo?

La contestación no puede ser la misma para todas esas preguntas.

Y si ya el espíritu deambula al acecho.

Esperen. Pregúntale, Paula, que si es un muerto.

¿Eres un muerto?

Otra vez se mueve.

Me alegro de que esta novedad asuste con el mismo aplomo. Ahora sigue, querida, que el ventrílocuo será también muestro casamentero.

—“Sí”. Dice que sí.

¿Cómo te llamabas?

Cómo se te ocurre preguntar eso.

Y ahora que es un muerto.

Una pregunta audaz que consiente su doble desafío. Estoy dispuesto.

Mira. Se mueve muy rápido.

No le sueltes.

Es que no le suelto. Nadie le suelta.

Nos arrastra.

Es verdad, nos lleva; y ciego seré mi propio lazarillo.

—“E”.

—“S”.

Va muy rápido.

Qué letra.

No sé; ya va por la cuarta, quinta, sexta y otra y otra…

Pero…

—“N”.

No hay manera de seguirle.

Me asusta.

Tampoco puede tener un nombre tan largo.

Síganlo. No le suelten.

Voy adelante con la bandera.

Sigue.

Muchas letras.

Qué dirá.

Ahora qué importa preguntárselo, Paula.

Ahora estamos perdidos.

No podremos seguir el testamento, y como siga como siga así, nos jodemos todos.

De seguro fallaría en nuestra contra.

Perdonen, muchachos, esto es delicado. No suelten. Por favor, no suelten...

No te excuses, querida, que estoy contigo. Es un… No puede ser, es un cero, tan redondo como el anillo. A todas las letras las sigo, como al anillo mi índice. Es un cero, pues con las mismas preguntas responde. Con todas las que hizo Paula. ¿Y cuándo se termine el cuestionario? ¿Qué pasará entonces?

La campana.

Aparecerán todos.

Y nosotros atrapados.

No le suelten.

¿Quieres irte ya, espíritu errabundo?

Ahora la última pregunta; letra por letra. No te soltaré, mi amor. El anillo es sólo el círculo de un fantasma, no un ombligo que nos divida. Corre, de letra en letra, porque las fuerzas exteriores se concentran en un punto nulo. Se abrieron los portones… Se escucha el tropel que ya escoge pupitres, de salón en salón, como una desaforada barbarie de fantasmas. Ya vienen todos… Qué aparezcan todos. Mi índice te toca.

Contesta. Contesta.

Di que sí.

Que sí.

Sigue. No le suelten, que dirá que sí.

Se aparecen todos los fantasmas del colegio, en uniforme, y con sus insignias y se reparten sus pupitres, ya llegan unos… Ya se les escucha llegar a otros. Que aparezcan todos. Que se vea todo. Quiero verlo todo. Para eso voy a tientas de mi dedo. Quiero verla apenas vellosa como una aceituna. Ya llegan los fantasmas del colegio, ya trepidan sobre sus libros, como sus libros. Se escuchan como si caminaran en las orejas… que se cierre el anillo, pues, y que se abra el mundo… r-r-b-u-n-d

O



EL MUERTO SINGULAR


A Suramérica.


El terremoto se sintió muy dentro del cementerio, debajo de las lápidas. Si bien fue leve, su levedad pareció arraigarse de algunos cadáveres ha poco enterrados entre un luto tumultuoso e incierto. Como a las tres de la tarde la tierra empezó a sacudirse, y toda aquella borrosa lentitud combinaba los miedos de quienes temblaban entonces. Con mejor virtud sea dicho, la tierra salta cuando, por errar su báculo, trastabilla en los pies de quienes así tropiecen.

Ya en la noche los noticieros cifraban algunos daños o repetían las interjecciones de un silencio que imperiosamente brotaba de todas las lenguas. Se hablaba de algunas supuestas bajas, pero el gobierno no propugnó datos oficiales ese día, y no lo había de hacer en años.

Sucedió que sólo las pocas edificaciones derruidas eran tan evidentes para todos —aunque al parecer ninguno de sus moradores había perecido en ellas—, como para hacerse una idea fundamental de lo que no podía verse. En verdad era inverosímil que de entre ruinas, casi milenarias, salieran todos ilesos (con apenas magulladuras), pero a pesar de ciertas digresiones, comprensibles todo lo más, se corroboró que aun ciertos ausentes de ciertos años volvían a manifestarse entre ciertos abrazos compungidos.

La tarea de contar los muertos (si los hubiere) se le encomendó a una oficina que presidía un perspicaz y a la vez abstruso hombrecillo de gafas gruesas y sombrero de ala cortísima. Tras haber documentado los accidentes automovilísticos; tras haber pesquisado las urgencias de hospitales y clínicas; tras fatigar los memoriales de la policía y los bomberos; tras haber recibido las cifras de una morgue centenaria, pues consiguió al fin una nulidad más exacta que lo redondo de un cero. Nadie murió en el ámbito de ese temblor, cuyo arco fue también su intemporal dominio. Todos los que habrían de morir ese día por circunstancias naturales (ya que no por las agujas de dos minutos fijos) se demoraron entre las réplicas imperceptibles del temblor original. Los desaparecidos que no iban aparecer, ni en las máculas de tinta aparecieron. Nada pareció ocurrir en aquel terremoto. Nada que lo agitara más de lo que fue su ritmo; y ni el crimen ordinario pudo extender en él su carácter.

El asombro era tal, y tantas las formas de rigor, que se buscaban los muertos hasta debajo de las piedras, aunque fueran muertos del pánico o de la "clandestina tozudez de unos subversivos". Sucedió que de tanto extremarse a razón de tales dudas, hallaron finalmente a un hombre con los botones casi al reventar como el brote de su ya desnudo ombligo. Al infeliz le habían caído unos tapiales en el jardín interior de una casa vetusta que se refaccionaba por aquel entonces. Pese a que llevaba algunas herramientas del jornal, ninguno de los demás obreros, comisionados para el otro lado del edificio, le reconocía de forma alguna. El capataz de la obra no recordó haberle contratado ni menos precipitarse a las reformas de ese jardín, oculto durante décadas bajo un derrumbe para el cual sí que era menester de unas grúas especiales.

Ningún documento de identidad acreditaba su anonimato; ningún registro dental que pudiera morder el anzuelo, y tampoco sus huellas dactilares estaban reseñadas entre los límites de folio alguno. Era todo un enigma aquel muerto singular, acaso por pertenecer a un linaje cuyo origen parecía estar precisamente en su fin y a la vuelta de su mismo vórtice. En un cortejo furtivo se le conservó como a una momia. Era verdad que el gobierno se dilataba en los informes y que la opinión pública interpretaba aquel silencio con la pareja incertidumbre de todos los días. En cada casa, se contaba los parientes indispensables y se apaciguaban todos con una resignación feliz, que, sin embargo, no excedía la cuenta de cada cual.

Pero, entonces, ¿de quién era el muerto? ¿De dónde venía? ¿Cómo se llamaba? ¿Qué hacía y luego por qué lo hacía? ¿Para quién trabajaba? ¿Para quién vivía? ¿Por qué murió? De modo que no se suscitaran desórdenes entorno a un misterio inabarcable y mucho menos se excitara la imaginación estrafalaria del vulgo, el gobierno le impuso al comisionado de gafas gruesas revelar la identidad de aquel hombre, antes de cifrarlo según su singularidad.

A las semanas del terremoto se hizo pasar por las televisoras y la prensa el retrato, casi irreconocible, de aquel muerto, sin duda para que la hinchazón convocara un vínculo ineludible. Tal vez le vieran como un orate que había extraviado a sus parientes, acaso como un borracho pendenciero cuyas ojeras no le dejaban despertar del todo. Los chicos de la morgue y la oficina, secretamente conjurados a tales designios, ya le tenían un nombre; ya le reconocían en su corrupción truncada en seco. Le decían la momia del jardín oculto.

Pasaron los meses. Pasaron más años que días tienen esos años, y después de tantos votos y sacrificios, el comisionado, casi a tientas, detrás de gruesísimas gafas de carey, escribía la última ficha de aquella calamidad. Con dedos tartamudos hizo tabletear a una máquina diligente, apenas la ráfaga de un fusilamiento incógnito: “Terremoto de 19**, sin víctimas fatales.” El mismo día, a la misma hora en que al fin se le daba sepultura al muerto singular, de modo que se perdiera entre los despojos de una fosa que precedió a un inocuo terremoto. Sólo aquellas letras oficiales fueron el epitafio, e incluso por aquellas letras el muerto fue quien fue, si bien ya perdido para siempre entre los anónimos detractores de una tiranía.






























VIRIL DE GUACHE


Todavía recuerdo los ojos hondos, al tiempo que anhelantes, de aquella mujer; el desespero de sus garras que en crispación temblorosa se hincaron en mi brazo. Tenía yo como diez años y estábamos en un velorio, bastante concurrido de tragaldabas más ebrios por el hambre que por el miche, aunque a cántaros todos bebían como si aplacaran así el hambre. De vez en cuando, de uno en uno, salían del zaguán y volvían tal vez para aconsejar a otros un lance muy fácil.

La mujer, viniendo quién sabe de qué ángulo, de repente se prendía de mí sin apearse de sus temblores, y parecía exigir cierta fórmula para esa inconfesable petición. Yo no supe que interpretar de aquel silencio, porque mi asombro era ver aquella beldad en el desajuste de su cabellera antes tan perfumada y limpia. Ya llevaba por vestido harapos, y aún así los sucios encajes echaban de ver un lujo muy reciente. Respiraba profundo y me tocaba con tal penitencia como si quisiera del santo el milagro pasajero y firme.

Aquella mujer era la hija del maestro Figuera. Un augusto y sereno viudo, cuyos dos hijos fueron siempre los ejemplos notables del pueblo. Carmen, que así se llamaba, ya sólo se le podía reconocer por la misma hermosura que fue la envidia y la apetencia de casi todos, pero en punto de lo demás era muy distinta. Pocos en el velorio lo hubieran notado más que el muerto, dado que allí los delirios del alcohol ya no podían conciliar un fantasma reconocible. Pero aquella criatura descalza, rasguñadas por los montes espinosos, ensombrecida por un apetito perturbador, apenas la misma vergüenza de sus súplicas podía amordazarla con ternura. Estaba convidándome a los montes a yacer con ella, puesto que los que en el velorio aún seguían célibes sólo con trabajo podían dormitar entre sus sorbitos.

Cuando sus manos empezaron hablar por ella, salió mi padre al zaguán. Al notar el apetito que me asediaba, prorrumpió en una frase que aun por mucho que me aplique todavía no recuerdo. Sí sé que Carmencita se incorporó más avergonzada y que sus ojos se desviaron a los montes que eligió su huida. Mi padre en vano le llamó antes que ella se perdiera como una aparición espantada de sus mismos vigores.

Pobre muchacha. Quién sabe qué sinvergüenza la maleó —murmuró mi padre, pero por mucho que le preguntaba sobre aquellas impresiones él no quiso postergar ninguna.


Tres días antes de aquel velorio íbamos a ver al compadre de mis mayores, que estaba muy enfermo y que moriría al día siguiente. A la mitad del camino, más allá de la quebrada, topamos con el cura rechoncho, que ya volvía en su mula después de conferir la extremaunción. Breve fueron las palabras, así que al punto reanudamos la travesía. Ninguno hablaba durante ese cansino avance, que era como una procesión, ni nadie callaba sino en el límite de sus bocas, y el sol alto parecía propalar ese silencio laborioso y a trechos tan empinado como la misma cuesta. El camino real era lo único que se podía andar bajo el cielo.

Cuando llegamos al zaguán, vino hasta nosotros un mozalbete atarantado, criado de la casa, a coger las bestias para darles de beber y atarlas al tranquero. Al entrar en la pieza, vi el bulto inmóvil de aquel anciano, cuyo grueso poncho de lana le cubría hasta los pies. Las mujeres le cambiaban los emplastos de la frente y le daban a beber unas pócimas verdosas que el viejo repudiaba entre los amagos de sus encías. En un momento, mientras los mayores dilataban detalles, vi que el anciano ya no respiraba, le vi el poncho como pelambre seca de un animal muerto y tendido al sol. Así pensé, durante algunos años, que aquel animal muerto a la vera de la quebrada fue, por decirlo de cierta forma, una premonición que mi padre se apresuró a conjurar. Allí mi padre se apeó de su bestia y con una vara auscultó a un zorro menudo y de una cola larga y alternada de anillos pardos, que ciertamente había muerto al amanecer. Entre los dos cavamos para darle una sepultura a escondidas. Yo nada le pregunté a mi padre, porque tan supersticioso le juzgaría si mi pregunta entrañaba en ella misma la respuesta.

No faltan vagabundos en estos montes —dijo mi padre a mi madre, y ella asintió si exceder el misterio.

La verdad fueron las únicas palabras resonantes del camino, hasta que el mozalbete preguntó que si querían que largaran un rato a las bestias en el potrero.

Recuerdo que el anciano volvió a respirar con la regularidad de una muerte inevitable, y entonces supe que pronto volveríamos a subir, entonces al velorio.


Tres años después, cuando ya había muerto el maestro Figuera, consumido lentamente por la vergüenza y el dolor de sus dos hijos, todavía se hablaba de lo hacendosa que fue en algún momento Carmen, de cómo degeneró en un vicio que ya la había hecho desaparecer sin encontrársele más que en la maledicencia de la gente. Hubo incluso quienes por envidia sostuvieron que tanta virtud era una exageración de tanto vicio, y que ni las lecciones del maestro Figuera, aun menos sus consejos, apaciguarían una tara hereditaria como aquélla, que muy probablemente fue reforzada por sus blasones. Sin embargo, muchos notables pretendientes le cortejaron según en cada ocasión insistían con empeño, mientras ella se guardaba para la edad justa de una maternidad próvida. Quién sabe cuántas criaturas ha segado en un amplio vientre, donde ya sólo podía concebir el delirio fijo que le indujera un malvado.

Descubrí al fin, por aquel entonces, el misterio del viril de Guache. Sólo un hombre que busque resquicios puede a tanto extremar su cobardía. Muchos bellacos codiciaban a Carmen con malsanos votos, y a no pocos el maestro Figuera y su hijo corrieron con vigor, pero el menos audaz de los cobardes, azorado por su apetito ciego, pudo inocular sus célibes babas que igual le envenenarían a él.


A los pocos días del velorio, cuando ya todas las mujeres hablaban de Carmencita y algunos de sus maridos se aprovecharon de su voracidad, se decía que el hijo del maestro Figuera indagaba por todas partes al desgraciado que perpetró esa infamia. Tan enceguecido anduvo que sólo a tientas pudo descubrirlo más allá de su revólver. Nadie más vio al maestro Figuera y su reclusión lo hizo envejecer como si la misma voluntad de aquel retiro obrara en sus arrugas. A las dos semanas del velorio, Pablo Figueras mataba al ruin hombrecito, descerrajándole las cinco balas de su calibre nueve, sin más misericordia que el silencio de todas sus oraciones incompletas.

Todavía durante los dos primeros años, yo creí que aquella premonición del camino la había interpretado mi padre muy bien, y que por ello la quiso conjurar, aunque vanamente. Pero a la muerte del maestro Figuera, supe, ya por la perspicacia de la edad, que aquel guache no era una premonición, sino de cierto la causa de tanto infortunio. Cuando uno crece, crecen también las ideas hasta deformarse éstas horriblemente en algo tan revelador y cruel.

Al bajar por el camino real, recuerdo que quise ver el túmulo disimulado bajo unos matorrales, pero ya la luz había disminuido mucho; no se distinguía ningún misterio solapado de ese modo. Vislumbré, eso sí, una sombra no menos misteriosa, si bien los matorrales eran tan caprichosos que entonces no advertí en ella algo más que esa rara certidumbre, como si fuera una rama sin frutos de ninguna clase. El mismo mozalbete aturdido que mató Pablo Figuera tuvo que haber desenterrado al animal para procurar su viril afrodisíaco. De las circunstancias de aquel homicidio se dijo que el pobre bobo se transfiguró infortunadamente delante de un hombre que lo abrasaba el despecho, y que ese hombre aventajado, sin ver lo que veía, mató como si se ensañase contra los verdaderos gestores de aquella tara.


Las cosas, como inmediatamente supo mi padre, tuvieron que pasar tal así en verdad pasaron. El bobo que fue al tranquero, dizque nomás a amarrar las mulas mansas, propuso, antes que lo dicho, largarles en el pasto, pues su intención era montarlas allá según su costumbre. Era un muchacho distante y supersticioso que no podía sostener más conversación que las preguntas de su servidumbre, y que naturalmente no había conocido mujer. Lo más probable es que nos viera hacer alto en el camino real y que después indagara aquel entierro clandestino. Era mandadero en la casa del maestro Figuera, por lo que su codicia silenciosa tenía ya los medios y aun la ocasión de emplearlos con alevosía. Parte de lo cual tuvo que conocer Pablo Figuera hasta darle caza al hombrecito.

Se dice que el atarantado, desarmado y simple, quedó frente al revólver de Pablo Figuera. Sabía que aquella puntería sería fatal en el momento justo. Se dice que tenía los ojos hondos y desvelados como la misma Carmen Figuera. Se dice que se orinó los pantalones y murió bajo el fuego vengador. El pobre diablo no había conseguido a su mujer ni en los menesteres del velorio, porque ella se había echado a los montes como una bestia insaciable. Yo noté, en el zaguán, cuando Carmencita me hincaba sus uñas, que el atarantado se aparecía detrás de los tapiales, acaso porque rehuía de los mandados y especialmente porque así procuraba la ocasión propicia. De seguro la siguió toda la noche y las vísperas de su cercana muerte. La siguió de cópula en cópula sin poder siquiera tocarle, porque las ansias se sucedían en un círculo imposible. Estuvo frente al revólver, virgen y temeroso, con esa aureola sostenida acaso por los cuernos de su fatal maldad.

Pablo Figuera se le encarceló, allí mismo, sobre las mismas ruinas de su estirpe. Todavía su dedo tiraba del gatillo. Tal vez pensó en no matarlo, de tan trabado como estaba en su despecho, pero al imaginar a su hermana tendida sobre las mataduras de quién sabe qué sórdido burdel, ya con los ojos azorados y fijos en su destino fijo, entonces no pudo menos que prolongar hasta donde pudo el fuego de esas cinco balas.

El maestro Figuera apenas se le veía como un infeliz Sansón, tan forzudo como para cargar también con aquella calvicie que había de sepultarlo más tarde. De Carmencita no se supo más; sólo el luto de desnudarse a diario tuvo que vestirla alguna vez.
















EL AJEDREZ


Cierta vez, mientras caminaba por la plaza, vi a unos hombres que parecían haber envejecido a la sazón de sus propias estrategias. Sólo meditaban detrás de sus manos temblorosas. Se me ocurrió, entonces, el relato de dos veleidades, cuyos dedos despachaban al frente feroces jerarquías. En un punto de la contienda, la que sucedía de verdad, los adversarios se trabaron sin averiguarse resolución alguna. No pude invocar ningún desenlace, porque ambos se oponían con una tenacidad ciega, sin otro desafuero que las de arrugas inmóviles en aquellas manos inmóviles para siempre.

Era el sexagésimo cuarto cuento que se me ocurrió ese día. Quise escribirle como a los otros, pero también como a los otros no le escribí. Escribir sesenta y cuatro cuentos al día supone un esfuerzo materialmente difícil y tal vez impracticable, me dije, pero si se me ocurrían otros sesenta y cuatros al día siguiente y así otros muchos a razón de una serie indetenible; luego, cómo no podía escribir los sesenta y cuatro de entonces. No era una novedad la certeza, sino una obligación implícita. No quise que el porvenir me abrumara con sus presentes pavuras, pues mis miedos eran los de entonces. Se me figuró que podía escribir la mitad y velar en el olvido los otros 32, así que por cada cuadro blanco, uno negro. La simplificación seguía siendo supernumeraria. Pero la verdad que los lugares blancos de las piezas en disputa eran tantos como dieciséis fueran esas piezas, y que sólo ocho guardaban lealmente su blanco apego. Descubrí que uno era el relato, porque, después de todo, la mitad de las mitades era singularísima siempre.

Debía escribir el sexagésimo cuarto ajedrez que premonitoriamente soslayaba a los demás, porque ¿acaso los rivales de mi cuento no estaban al frente, disputándose de frente las sesenta y cuatro celdas de una única mazmorra? Volví a casa, no esperé a que la partida de aquellos ancianos discurriera más allá del umbral, lo que después le atribuí una superstición inconveniente. Tomé el papel, y en lo blanco del papel no pude reunir siquiera un punto de aquel luto. Pasaron días y el papel era tan blanco que allí hubiera escrito todo lo que se precisara para cubrirlo por entero, pero nada pude poner allí, porque todo era blanco como mi propio papel. Descubrí que en el blanco irónicamente estaba mi acierto, o, más bien, mi yerro. Pasaron sesenta y tres días con sus noches; también indagué esas noches, pero siempre despertaba en blanco. Hasta que el último despertar fue tan clarividente que mucho me encandilaba el mismo esplendor de otros amaneceres.

Desde aquel día no se me ocurrieron otros cuentos, apenas aquél me redujo hasta la mitad. Se me ocurrieron, eso sí, que maldiciones milenarias me embotaban, porque cómo más podía ilusionarme de esa sequía, llevando por flores sólo las que hubieran marcado un poema en un libro ya olvidado. Temí lo peor. Al amanecer del día 64, salí abrasado por los delirios del desvelo. Quise buscar a los mismos contrincantes, incluso donde se les pudiera encontrar, pero también se habían aclarado entre sus canas.

¿Estaba condenado a ese destierro solitario, o era mi reclusión cuatro aristas? Cuatro aristas, me repetí, acaso como un loco cuya escasa lucidez le perturba de repente. Al fin lo supe, porque para escribir más adelante debía anticipar ese cuento, pero no eran cuatro aristas nada más; ah, también lo supe. Para escribir el cuento en un día tenía que escribirlo en cuatro días, que de cierto no eran tan pocos, porque cada hora multiplicaba las relaciones anteriores de cada día: 24 x (644 x 324 x 164 x 84 x 44)64 ; y aun más, pues el borde de esa audacia multiplicaría todo por sus 32 guiones, sus 16 guiones, sus 8 guiones, sus 4 guiones, sus 2 guiones y, al fin, por el invariable uno que sólo se le podía figurar de ese modo. El cuento es tan imposible, como que en un día transcurran millones de sus mismas horas. Cualquier otra desmesura era por lo demás incalculable.

Quise hallar consuelo en mi impotencia, pues ya no sería aquel escritor prodigioso que pudiera conciliar tantos argumentos diariamente. Los relatos olvidados, me dije, eran muchos y acaso todos. Ahora sólo sé que a medias pude escribir al fin esta deficiente y quizás trillada bitácora:


Contaré la breve historia de un cuentista que escribía sesenta y cuatro cuentos al día. Un día escribió tan sólo uno, porque tanto lo escribía que seguía escribiéndolo hasta el final, pero el final era escribirle ciertamente, y por eso lo escribía hasta que un día, no ése en que lo empezara, la tinta lo enlutó de pies a cabeza, sin permitirle ya ningún asomo hacia el parque de los ajedrecistas.























PROSTIBULARIUM


Hace dos noches, ya muy de noche, había llegado a la ciudad. El autobús demoró más que de ordinario, aunque ella no podía advertir un tiempo en rigor de lo que transcurriera en el camino, puesto que era su primer viaje, y además el primero de ningún otro viaje como ése. Desde que nació, todo para ella pasaba por primera vez. Después de divagar a la intemperie, friolenta y temerosa de un hambre que ya le roía con crueldad, pudo al fin guarecer sus dudas en un alero ignominioso que un pillo le había señalado a la distancia.

Era la primera vez en su trabajo, el único que por primera vez consiguió en medio de un mundo revuelto de usos y costumbres inaccesibles. Mientras iba y venía sobre la acera, recordaba a su hijito que había dejado a cargo de su madre. Antes ella era tan alegre y despierta que al amanecer, muy temprano sobre el rocío, iba a ordeñar las vacas entre las melodías de su virginidad.

Sucedió que en una noche, tan oscura como aquélla que le acogiera hace dos noches, su padre le atragantó una tos horrible. Su madre, según brutales señas de su esposo, le encomendó ir por ayuda. Entonces salió. Al doblar la casa de corredor, tres borrachos pendencieros pactaron sus paces a expensas de la pobre muchacha, que ni con arañazos pudo asirse de un milagroso firmamento. Al volver ultrajada y llorosa, con los signos de un horror palpable, otro era el acceso que le atragantaba al cascarrabias de tan furioso que sus sospechas le pusieron. La deshonra, que la había temido siempre por tener una sola hija, le vedó para siempre, y era su afrenta la de su hija, pero de fijo por mancillar su propia honra. De lo iracundo que estaba, no pudo levantar el rebenque, y desde entonces fue agriándose en un retiro inconmovible. Nunca más profirió una frase a su hija, ni el promiscuo embarazo le hizo notar un perdón que no podía lavar aquella vergüenza.

Ella concibió oropeles que la azoraba día y noche con la repetición de aquel episodio cruel, sólo que los medios, ininteligibles en el sueño, prosperaban con formas apocalípticas, y que el parto, dilatándose normalmente, parecía incorporarse en cada sobresalto. Nunca había visto a un varón desnudo, así que las partes con las cuales le desfloraron apenas pudo figurárselas en aquellas pesadillas. Al nacer su unigénito, y verlo ya desnudo sobre las mantas, lo primero que hizo fue averiguar aquel órgano extraordinario, que al fin no carecía de una forma, tal vez por venir del fondo del que en verdad venía. El niño lloraba inconsolablemente y ella fue revelando todos los pliegues entre pellizcos cuidadosos. La abuela, al escuchar el llanto, le reprochó a su hija que postergara el sustento y ya no tanto el ayuno piadoso de una resignación ajena. Los pezones no negaban lo que era de tal modo un no rotundo.

La hostilidad del viejo sólo procuró reconciliarse con aquel nuevo varón de la estirpe, y con ningún otro vínculo parecía transigir respecto a ella. Unos meses antes de venirse a la ciudad, una maldad del niño suscitó un castigo furibundo que ella propinó sin reparos, y que su padre también redobló en las costillas de ella. Su madre intercedió: ‘Así no, que le vais a marcar’. El cascarrabias dudó, y, sin embargo, dejó caer el rebenque en rúbrica de aquel encono. Así pasaron los meses, hasta que ya hastiada, en el colmo de una noche, recogió sus trapos para marcharse al amanecer. Encomendó a su madre el niño, partió dispuesta a una travesía que a pesar de lo que durara llegaría por fin. La galantería de aquellos brutos fue tal, y tanto le marcó, que podía atreverse a un oficio vituperado por esas mismas extensiones de urbanidad. Después de todo, saciar las agallas de tantos cobardes ya no habría de desflorarla otra vez.

Era su primera vez. La cuadra se le alargaba indefinidamente. Otras jóvenes (y otras ya bastantes viejas) defendían de pie un vértice o se demoraban con la misma impaciencia de cualquier sombra por venir. El proxeneta le había acogido con afables modos, como hacía con todas. Algunas de sus putas eran de los tiempos de su madre y entonces la intimidad con ellas se fundaba con entrañables lazos. Así que su conducta de continuo moderaba un trato confidencial en todo. Siempre a guía de un bigote saltarín.


Era la primera vez que iba de putas, como decían los demás. La recomendación era de un putero consumado, que se desvelaba en su oficio de celador, para luego amanecer en aquellos colchones soporíferos. Él era un muchacho aún, pero no por ser tan joven las putas le deslumbraban como las sirenas de un naufragio. Más bien el misterio era el de la prostitución. Descreía que en todos los casos las mujeres se lanzaran allí por necesidades ordinarias, según muchas dicen tal vez para avergonzarse con rubores ajenos; descreía también que lo hicieran por un apetito incontrolable y vulgar, cuyo ardor era más bien el de sus inquisidores. Él supuso que entre tales extremos se concentraba el enigma, de modo que siempre quedara oculto para los partidos rivales. Después de todo, cada puta tenía una historia particular que la diferenciaba de las demás putas, porque aun por compartir esa escogida y muy señalada profesión todas dividían sus votos entre lo que se le pudiera atribuir al conjunto. Ciertamente no sabía si podía averiguar ese misterio en una casa de éstas, pero de cierto que la ansiedad de averiguarle ya empezaba a dominarlo por entero.


Aquí no le faltará nada. Usted trae sus señores, nosotros le cobramos por la pieza y lo demás es suyo, por supuesto, menos el alquiler de la pieza, que mensualmente debe pagar sin atrasos. Los señores se recomiendan entre ellos, así que la concordia rara vez convida diferentes lances, pero la malicia es, como en todo, un instinto especial y necesario. Ah, por cierto, hay comedor y nuestra querida Julia guisa como para repetir en cada ocasión. Miré usted como están todas gordas, ya Nicolasa sin salir atiende a sus asiduos caballeros. Descuide, aquí todo se lleva en paz, y no faltarán bromas que a esta ley en vano osen quebrantar su rigor. Desde luego, el menú es otra cuenta que corre por interés de Julia. Los sábados vienes unos viejitos a que le oigan tan sólo, le llamamos la tertulia y encontrará caballeros tan corteses y encantadores que querrá oírles según así de generosos se hagan escuchar.


Otras cosas fue agregando, tanto de costumbres como de oficio e incluso de gustos no necesariamente viriles, y mientras él decía todo esto, los dos hijos del hombre se correteaban por los pasillos, escondiéndose y apareciéndose por doquier. Un niño y una niña, nacido del mismo parto, ya colegiales y tan inocentes como en su mundo podían serlo. De pronto a ella se le figuró acogedor aquel ámbito, cuyas paredes vetustas y renegridas no obstante lo cercaban todo.

Ya en la calle, en su primer día, procuraba lanzar el anzuelo, pero aún no se atrevía. Algunos transeúntes le miraban fijamente y era una mirada que apenas la podía resistir. No era ella una puta todavía, además nunca pretendería unos coloretes que adulteraran sus rubores. Siempre en el recato de sus formas, podía pasar por una transeúnte más, pero, muy al contrario de su apariencia, le miraban como a las otras.


Podía volverse; ni siquiera estaba tan cerca como para que la tentación fuera irrevocable. Pero ¿cómo más iba enfrentar esa tentación, si mucho lo azoraba lo que provenía de su mismo ímpetu y ya no tanto de una sugerencia pecaminosa y ajena? Por otra parte, ¿acaso mucho no se decía que una puta no lo es tal, dado que nunca cede lo que en la estampa no figure, a menos que su casta y penitente boca se la besen según el mismo trámite? Tenía tanto que saber de aquel encuentro, que empezó por imaginarse a la otra; una mujer de muchos y de ninguno, una mujer egoísta y señera en su infiel generosidad. Era la otra y también la que aguardaba en aquella cuadra que inexorablemente iba atrayéndolo. Después de unas cuantas vueltas, se iban a reunir al fin en una esquina.


Llegó a la esquina. En la trayectoria de un hombre errante, se interpuso. No le salieron las palabras y apenas un zumbido refrenado insinuaba lo que impávidos ojos se apresuraban a callar. El hombre se detuvo como para saciar sus oídos, pero después en seco declinó la cortesía.


Llegó a la esquina y la vio a ella. La acera se dilataba y se veían otras mujeres en su abandono cotidiano. No quiso mostrarse aún; no quiso que le asediasen para una elección apresurada. Sin doblar la acera, furtivamente se diría, se contuvo. Espió como ella se insinuaba a un caballero y cómo éste, así de simple, declinó la cortesía. Al irse el hombre, fue resuelto hasta ella; hasta la otra, que era ella. Se le figuró que no parecía una puta. A las demás se le echaba de ver, pero esta era muy distinta, era realmente otra.

Tras miradas que mutuamente se reconocían en silencio, ella fue al dintel y él la siguió. Entraron. Ella subía las escaleras entre paredes altas que las coronaban pretiles de fierros retorcidos. Él, de pronto, quedó a oscura, pero aun en mitad de esa intolerable densidad pudo subir los escalones, detrás de quien parecía adentrarse en su misterio. Quiso manosearla mientras subían, tal vez para al menos ir a tientas en un recinto renegrido y como intacto desde siempre, pero se contuvo. Se imaginó que bastaría con documentar ese silencio previo, pues muchos eran los apetitos que podían referirse con palabras soeces. En el rellano por fin profirió preferencias y modos que deberían ser dignas de aquel oficio (o más bien de aquel encuentro), pero ella le acalló de tal manera que al punto quedó mudo del asombro. De repente escuchó las voces fantasmales de dos criaturas que jugaban un juego remoto y distinto.

Espérame aquí. Ya vuelvo —le dijo ella.

Vio, sobre uno de sus hombros, que el remache de una cicatriz le sobresalía como un parto ya caduco. También vio, según como sus ojos iban a acostumbrándose a ese orbe, que emergía el proxeneta sentado en la silla, con un bigote muy oscuro. La aparición le intimidó algo, pero se guardó de exceder ese silencio incómodo. Detrás de esa silla, en el muro, había un agujero cuadrangular por el cual el hombre procuraba escupir el tabaco. De repente salió una puta de uno de las piezas, seguida de un viejo danzarín.

Viene a la faena quien acá se tiende, y no por pagarme como un poeta voy a preferir su embeleso.

De ser así de brusca, mujer, entonces me hubiera quedado con mi mujer.

Ahora el brusco quién es —replica en una carcajada.

Verdad, es que estoy tan acostumbrado a tratar con putas —dice el viejo, mientras en una carcajada clueca le pellizcaba el culo.

La puta vuelve adentro, y el viejo baja las escaleras como si temiera descalabrarse desde muy alto.

Él no se atreve a mediar señales con aquel hombre bigotudo, que de repente se levanta de su silla y procura escupir al través del marco, pero sin atinar allí. El escupitajo, que se descolgó por el muro hasta las baldosas, no parece hendirle una variación al recinto; todo parecía igual desde siempre, con las mismas manchas, con el mismo aire irrespirable. Pensó en irse, en recular la ventaja, pero si la dilación era tal que le daba holgura de contravenirla, es porque podía al cabo saciar sus apetitos y tal vez discernir en ellos el enigma.

Se abre la misma puerta, y entonces en el quicio aparece la misma puta. Temió que otras putas vinieran a disputarle a él como un trofeo. Pero aquella mujer sale sin advertirlo en absoluto, como si por eludirle buscara satisfacer una superstición propicia. Apenas le gasta una broma al proxeneta y ágilmente busca los peldaños:

Qué serio está el bigotón hoy.

De nuevo el silencio, así que trata de escuchar las voces infantiles de antes, pero se contenta con que al fin se apaciguaran los fantasmas. Vuelve escuchar otra puerta, y escucha que le llaman desde allí. Es ella, ya desnuda. Había preparado la pieza como no era costumbre de sus rivales. A él le tiembla todo. Se pregunta si tanta ansiedad para un acto conocido no habría de truncar ese mismo acto. Se recomendó preguntar cosas que generalizaran algo inverosímil, de tal modo que la realidad entre sus cauces determinara ciertos indicios.

¿Por qué me callaste afuera, acaso para que mis manos hablaran? —se atrevió a preguntar, una vez adentro.

Es que hay niños aquí —contestó ella con un aplomo maternal que le conmovió bastante a él.

¿De veras? —Preguntó, con asombro — Pero, si no los vi… y además los gritos deben…

Se detuvo, porque le avergonzaba reconocer que esos niños no merecían ser intrigados por un misterio que ellos, tal vez sólo ellos, podían al cabo discernir.

Son niños, después de todos.

Es verdad —dijo, ruborizándose.

Pero no te avergüences, son cosas que pasan. Vamos a lo que venimos —agregó, acaso temiendo ella misma esa invitación.

¿Cuánto es?

El diezmo de un sueldo.

Un sueldo digamos, y puso todo el dinero en la repisa.

Eres muy generoso.

El piropo es tuyo, y también así convidas.

Bueno, desnúdate, pues —dijo confiando en aquel dinero que por primera vez llegaba ese mañana, y acaso por milagrosa estampa de su forma.

Se desnudó como si se vistiera para un rito que lo ungiese.

Tienes que lavarlo aquí. Vamos. —dijo ella, pero no se atrevía a cogerle de su languidez, era tan esquivo, y ella con condescendencia también seguía aquellos escrúpulos.

Al fin se tocaron en el balde, y era como si se reconciliaran por bendición del agua. Aquel lavatorio parecía haber suscitado cierta emoción, que ella fue prolongando en su boca húmeda y paciente, con la cual también se repetía para sus adentro lo que debía hacer en ese instante. Se tendió sobre la cama y él asiéndola, ya tumbado sobre ella, desesperó en sus espasmos. Se precipitó, desmayó, de súbito volvió en un ritmo sostenido, alternó diferentes lances y en todo proseguía casi como una demencial criatura que la cegaba su misma clarividencia. Ella de súbito sintió lo que el oprobio con todos sus dolores no podía hacerle sentir ya. Se sintió viva. Se sintió la hembra de aquel macho asustadizo, y sus pies azuzaban aquellos vitales flancos que iban al galope. Juntaron sus manos, sin percibir el vínculo, como unos enamorados que hallaban en el apego una certeza, y sobrevino la descarga entre los chillidos de las dos criaturas.

En la última envestida, una pestilencia pareció emanar por entre esa cicatriz. Se le figuró que los vapores alcohólicos de tantas veladuras de pronto pudieron librar sus fantasmas. Una esencia destilada por el lento ardor de muchas ruinas se dividía desde aquella cicatriz, como si una carne ulcerosa aún rezumara los humores. Él se contuvo en seco, dejó de apretujar a su hembra, soltó las manos bruscamente, acaso en el apuro de deshacerse de las suyas también. Se dijo: ‘es solo el alcohol de una precedente borrachera, que en el hálito fingido su prédica difunde.’ Pero no era fingido el hálito ni el efluvio que entrañaba. Riñas con otras putas rivales, palizas de borrachos, persecuciones de policías, tapones de sangre escondidos en los colchones, babas de viejos galantes o caprichosos, estranguladores, maleficios recortados de piquetes, abluciones amargas que vaciaban por dentro (mientras en cuclillas otras monjas hacían lo mismo en otro claustro), borracheras como las de aquellos infames borrachos que le desfloraron. Y otra vez la diaria cicatriz de aquella tajadura que recibió el primer día con el primer señor, y que habría de ser tan premonitoria como la del rebenque.

Ella lo miró como una mujer devotamente prendida a su primer amor. Trataba en vano de atraerlo de nuevo, y él se apartaba con maneras delicadas, pero que igual a ella parecían restañarle como un látigo sobre la misma cicatriz. Era como si le abrieran la carne por primera vez, justo entre las comisuras de esa cicatriz brutal. Su hijo, de haber sobrevivido hasta el único éxtasis de su madre, tendría más o menos la edad de aquel muchacho que se escurría de sus caricias y de sus pellizcos cuidadosos. Ninguno de los dos habló. Ella, convaleciente de vivir tanto aquella vida suya, tumbada sobre aquel enjundioso camastro, vieja y triste, recordó la primera vez que volvió al pueblo, seis meses después de haberse ido. La primera vez que supo que su hijo había muerto de una congestión pulmonar, muy probablemente heredada de su abuelo que tampoco le habría de sobrevivir mucho. Después de los funerales, se supo lo que había de saberse algún día. El repudio de su madre y la maledicencia de sus tíos le hirieron en lo más hondo. El luto se ofreció de antorcha, más había pasado mucho en seis meses, que prefirió volver a la misma eternidad, porque en ella al menos podría sucumbir y así extinguirse después de todo, sin ocultarse más allá de los años ocultos.

Él puso más dinero en su dinero, pero aquella desmesura era ya mezquina e ingrata para los dos. No había comprendido ningún enigma, y ella tampoco vislumbraba las intenciones de aquel sombrío visitante. Ella se quedó prolongando aquel hálito, como para memorizarle hasta su último estertor. Tras vestirse entre tropiezos, él salió de la pieza bruscamente, y al punto una niña, venida de remotas voces, casi se da de narices al toparse con sus zapatos. El proxeneta se recompuso en su silla, y con severidad le increpó a la muchacha, y hasta su hermano, que no había cruzado el pasillo, se recogió detrás de una puerta.

Los chicos son juguetones a esa edad —dijo, al tratar de corregir su primera impresión, pero el proxeneta era del todo hostil para congraciarse de cualquier salida, y además siempre estaba dispuesto en virtud de una oculta ventaja.

Tenía el mismo bigote de su padre (y se lo dejaba en el mismo corte exacto, pero a él le confería un aire siniestro). Había heredado el mismo negocio de su padre, muchos años después de litigios tramposos. Sus hijos eran de un mismo parto, como el compartió otro con una desgraciada hermana ya perdida. Si todo era igual; si el edificio no iba cambiar nunca, entonces el llevaría revólver y no transigiría con la misma benevolencia de su padre. Ningún viejo se llevaría a su hija, aprovechando una confianza de años. Nadie lo apuñalaría en medio de un rapto que además no iba permitir. Cualquier señor sólo apaciguaría sus ansias en el límite de unas cuantas putas, porque una transgresión le costaría incluso la vida. Si bien la calle se tornó violenta y la discordia entre los pobladores del prostíbulo reinó por algunos años, todo figuraba venir de ese repetido mundo que también fuera el de su padre.

Sólo a las putas les estaba dado advertir el humor del energúmeno, porque sólo a ellas, de vez en cuando, el trataba con cierta condescendencia, como si en todas esas mujeres estuviese su hermana, tal vez la misma desventura estaba presente en cada historia. Sin embargo, no pocas de esas mujeres sabían que al hombre le pesaba también la mano como el bigote.

Desde aquella habitación la mujer veía, al través de la colmena, como el muchacho se precipitaba a doblar la esquina. Recordó la tajadura sobre su hombro, el primer hecho de sangre que le sucedieron otros hasta la muerte del regente. Se despabiló, vio que al muchacho ya no se le veía sobre la calle, y que sólo la prisa de aquel regusto parecía ser todo su enigma.



EL DOCTOR


Esperé de último, aunque así tuviera que esperar bastante. El doctor solía extenderse en los síntomas de quienes lo visitaban, que parecía que lo iban a sobrevivir en cualquier consulta. Ya era bastante anciano, docto como sus mismas arrugas le dictaban los preceptos. Con una paciencia secular se le hacía tarde toda las tardes, pero por fin salía del consultorio como el mismo sabio inconmovible que conocía tantas enfermedades y pacientes. Ningunas de sus postergaciones parecían azorarlo nunca. En la universidad, por ejemplo, sus clases de la noche eran célebremente atendidas, hasta que el celador de turno le tocaba advertir la hora. Era un doctor brillante. Sabía entrever apenas una gota en medio de una borrascosa radiografía, y se lo explicaba a los propios enfermos de tal modo que ni las quejas tuvieran la misma elocuencia para nadie.

Al fin pasé. Me auscultó entre preguntas atinadas, y mientras me vestía me dijo que estaba más sano que los cánones de anatomía. Me explicó que no debía preocuparme más, pero que de cualquier manera el mejor alivio para un estado saludable es prolongarlo siempre. Remontó el etimológico árbol de una palabra griega y volvió desde allí con el mismo aplomo. Apenas el crepúsculo podía vislumbrarse al través de la ventana. Ya no se escuchaba a nadie en el corredor. Terminó la consulta. Salí con el doctor y me despedí de él y de la enfermera.

Los árboles del estacionamiento estaban quietos, e incluso así sus fragancias se esparcían vigorosamente. Me sentía vigorosamente hipocondríaco, porque mi síndrome era inocuo y porque incluso así podía comprender al fin las razones fundamentales de la vida. De lejos vi que el doctor caminaba hasta su carro y que se perdía como siempre.






















EL RAPTO


La madre dice que le descuidó apenas por un instante. Un parpadeo; se volvió y ya no estaba. Ningún testigo dice ser testigo, apenas atendieron el llamado porque la policía les trajo con insinuaciones evidentes. En verdad era muy difícil que la niña se escondiese detrás de sus mismos pasos, siendo estos tal vez los primeros que con independencia se atrevía a dar en el mundo. Además, la explanada donde se había perdido se abría hasta los remotos árboles. La gente, eso sí, crecía como la hierba y portaban en ese cambiante arraigo globos y caramelos.

La madre la azoraba la culpa tanto como el mismo dolor de no ver más a su hijita. Se mesaba los cabellos en un llanto inconsolable y sus alaridos prorrumpían desde muy adentro, como si la voz no fuera el medio sino el mismo origen. En el parque se cerraron todas las entradas. En el estacionamiento se pesquisaron los carros. La requisa y los retenes arremolinaron a todos los cautivos en una desesperación que los animales parecían repetir dentro de sus jaulas. Se vigilaron las lagunas y se suspendieron todos los recorridos silvestres. Apostaron guardias en baños, escaleras y pretiles.

Algún oficial por fin pudo escoger el número del padre, entre otros números que la mujer cifró desarticuladamente. Al otro lado del hilo, el padre escuchó la noticia y a jirones tapó como pudo el negocio. La verdad estas prevenciones le demoraron según le parecía razonable cada movimiento. Nadie (aunque lo singular es una privanza de cada quien) se sustrae de una realidad que lo convoca, porque esa realidad intercede con sus modos y esos modos tienen la conveniencia de un egoísmo certero e inapelable; dicho sea así, para salir desnudo, sin ninguna parra siquiera, hay que llevar sólo el ombligo de parra, pero hay que llevar algo verídico después de todo.

La desesperación, sin embargo, parecía ungir a la pareja. La mujer recordaba, de un sueño tal vez, un estanque que de niña lo viera amplio como la comba del sol. Su esposo, por su parte, recordó la quilla de un buque en el muelle, acaso también una inabarcable superficie. Ninguno de los esposos podía siquiera imaginarse el paradero de la niña, ni postular una hipótesis que aun por estrafalaria le diera visos a tantos horrores. La madre se reclinaba con ojos que ya no parecían titilar en medio de esa incertidumbre. Se le decía tantas cosas. Se le prometió un hallazgo, unas pistas, pero el atardecer parecía escurrirse de un cielo tan plomizo como inexorable.

Y justo cuando la noticia iba ser reseñada en la prensa del día siguiente, cuando tantos detalles corregidos se les fue coligiendo en versiones caprichosas, entonces la nena al fin encontró a su muñeca hecha un lío en el hocico del perro. Las letras, sin la sustancia de los hechos referidos, se desvanecían para siempre, y el papel lo entintó otros aconteceres que sí sucedían o que al fin se leerían del mismo modo que al fin fueron redactados.

La madre le recordaba a su hijita la vez cuando la vio retirar, con mucha astucia desde luego, una muñeca de aquellas fauces feroces. La niña era inteligentísima, pero un suceso así, dada su temprana edad, era imposible que lo recordara años después, de no invocarse el recuerdo según una sucesión diaria de recuerdos referidos. Así que compró el periódico de ese día, entintado en las noticias vigentes, y desde entonces, como si prodigará en citas de una hemeroteca, le fue repitiendo cada mañana: ‘¿Te acuerdas que ayer te dije que cuando tenías casi tres años…?’
















UN TAL REMIGIO DE LOS MONTES


Empezó todo con un robo que apenas lo noté yo, dado que lo ínfimo de aquella progresiva escala me incumbía singularmente. Era sólo un caramelo que había olvidado en el aparador y que al volverme ya había desaparecido. Los presentes eran tantos y tan distintos y yo había tardado tanto en volver que quizá el ladrón se encubriría para siempre, y dado lo intrascendente de aquella prenda no era para suscitar un escándalo delante de nadie. Por cierto, ahora que lo reflexiono bien, tal vez ese robo no fue inaugural, porque si se dio en su expreso hallazgo, es muy probable que le precedieran otros que nadie más que el ladrón advirtiera en su empeño. Mis pesquisas, no obstante, empezaron por allí, y bastarían con ese pie. Noté que a cada robo le sucedía otro de una proporción mayor y que la serie se inclinaba a un misterio tan colosal como los tesoros evaporados en él. Metras, gallinas, cabritos, espuelas, aperos, alhajas, en fin, un inventario de cuya pérdida participaban casi todos, y que habiéndose documentado según su cronología pude vislumbrarle, como ya dije, escrupulosamente.

Al principio cada quien, según su ocasión, atribuía a su memoria recónditos recodos que costaba trasponer, pero al generalizarse ese estrago hasta el punto que fuese inolvidable para cualquiera, la mayoría empezó a acusar a sus vecinos con descubierto encono. Otra vez el pueblo proliferaba en calumnias y rencillas. El Jefe Civil, aplacando aquellos ánimos, prometió una satisfacción para todos. La verdad los robos no sólo procedían de alguien, sino que además se combinaban de tal suerte que su autor se diluía insustancialmente en ellos. Muy a pesar de la promesa, ya se murmuraba otra vez las mismas acusaciones que se sostenían según cada caso. Era fácil acusar a los enemigos por aquel entonces, pues unos meses atrás otro misterio se proyectó en el anonimato de sus mismos propugnadores.

De ese episodio célebre cabe reseñar sus hechos. Sucedió que una madrugada, en el redondel amurallado de la iglesia, apareció un líbelo contra una vieja notable y pomposa, una beata, dicho sea para más, que detrás de su recato manifiesto solía advertir infinidad de disoluciones en el prójimo. Se historiaban allí infidelidades que al conocerla su hija, cuya descendencia a la sazón era ya dudosa, se tendió en un soponcio que le hizo parecerse tanto, como se decía después, a su verdadero procreador. A la vieja ya su viudez le había amortajado más que sus mismas arrugas, y poco iba saber de su escarnio ni de los que le sucederían con igual suceso. En cada anónimo se dilucidaban las aventuras de mujeres próvidas, que solían abrirles por infierno unos matorrales a sus vecinas. Las otras, las proscritas de siempre, eran mujeres cuyos hijos no se negaban de sus diferentes padres. Mujeres que se habían amancebado con distintos varones o que habían quedado encintas de incógnitos enamorados. Mujeres más allá de aquellas otras mujeres.

Aparecían por las mañanas los pliegues y algunas damas, sabiéndose proclives a ellos, con clandestino aplomo procuraron deshacerse de cualquier acusación. Los líbelos, sin embargo, se repartían por las ventanas; se leían, se comentaban mucho, y después se oía el colérico o doliente mugir del cornudo consabido. Algunos compadres se enemistaron. Algunas comadres se injuriaban desde terribles ventanas. Amigos hubo que después cultivaron la enemistad en una riña dispareja. Las mantillas religiosas encubrían después moretones y aquella virtud era un eclipse regente que lo encapotaba todo.

Se acusaron borrachos, pero la lucidez de aquellas crónicas sobrepasaba una temeridad irreflexiva. Se acusaron dizque mujeres envidiosas, pero el analfabetismo era ilustre en aquel pueblo. El Jefe Civil no halló el autor de aquellos pliegues, porque, como lo sabrían después, todo quizá empezó por una acusación de un enemigo solapadamente virtuoso, cundieron desde tal origen muchas revanchas secretas, y en los nuevos sermones de la iglesia, todas las mujeres, al margen de su pasado, podían preferir un sitio sin el especial acomodo que inspirara un nuevo cura más célibe, aunque, por cierto, muy ávido de otras limosnas, y que además no le parecía perder pisada a su misma codicia ni porque ésta el rastro dejase de serpiente.

Por eso, otra vez, era probable que el ladrón no fuera uno, sino la combinación de un secreto costoso. Yo estuve tentado de creer en lo mismo hasta que el más insólito de los robos tuvo lugar para rematar la serie. Los que le precedieron fueron ingeniosos también, pero sólo éste se me reveló tal como lo revelaré aquí, habida cuenta de su precedente inmediato. Había un señor faculto, escrutador de lo desconocido, al cual no se le atrevía nadie, porque el ladrón que se atreviera un desespero le obligaba a restituir el orden de las cosas. ‘Unas gallinitas suyas que conseguí en el camino real, y como las vi desperdigadas se las vine a traer, Don.’ ‘Como que estaban desperdigadas, póngamelas por allá.’

Sucedió que el mayor robo fue en su pulpería, y aunque todos esperaban al fin descubrir al ladrón cuando el viejo invocara sus singulares votos, pues no apareció el ladrón. Ningún ladrón, por muy perspicaz que fuese, se le ocurriría robar aquella pulpería, salvo que además de perspicaz descreyera también de ciertas potencias sobrenaturales. Así que no le amedrentaría el temor de otros, tampoco ninguna de aquellas urgencias, que apremiaban como  diarrea, le haría cagarse de miedo. Pero quién, os preguntáis, iba ser ese ladrón…

Antes de ese robo, habían robado a Fulgencio. A la madrugada el patón Rodríguez, peón servil de Fulgencio, llegó con el escándalo de que habían robado el café que el mismo recogió en la hacienda y que se secaba en el patio.

Ni un granito, Don Fulgencio —le noticiaba a su patrón.

Y era verdad, no se podía recoger un grano de aquel patio, y hasta los miserables granos que el adusto Fulgencio le había cedido a su peón, y que se secaban aparte, desaparecieron según la misma suerte.

El Jefe Civil vino con unos guardias y no consiguieron más que las huellas, frescas aún, de unas botas que pregonaban hasta la rúbrica del fabricante.

Si es patón como yo —dijo Rodríguez, y el muy bruto se puso a desandar las huellas con unos pies descalzos y callosos a los que nunca le habían entrado zapato alguno.

Pelmazo, vas arruinar las huellas. Largo de aquí —le increpó el Jefe.

Esas huellas era lo único que recortaban, cuando menos parcialmente, un contorno verosímil.

Tras el último robo, se buscaron huellas similares pero parecía que aquel ladrón levitaba en el asiento de su astucia, porque la tierra suave sólo las marcaban las hormigas. El viejo faculto despachó al Jefe y a su comitiva, y prometió airadamente que con ensangrentadas rodillas se marcaría el rastro revelador. Pasaron los meses, sin embargo, y el ladrón desaparecería hasta de su mismo misterio.

El día que robaron al viejo, era un día de fiesta. Muchos hombres los embelesaba el miche y hasta muy tarde se veían a muchos peones que, como Rodríguez, se entregaban a sus sorbos, sólo que bastante legendario eran las borracheras de Rodríguez. Éste, tan voraz como de costumbre, se bebía un galón empinándole de una vez. Se fueron apagando los borrachos. Al patón Rodríguez lo llevaron en volandas como muchas otras veces, y ni uno más de sus condiscípulos se le oía cuando el gallo despuntó en su delirio. Al amanecer la tienda del viejo estaba desolada. Ni un borracho, que poco se les hubiera convenido en ese trance, para testificar nada en absoluto.

Todo el pueblo, desde entonces, se congregó a averiguar cómo tenía que volver el ladrón, de seguro atosigado por aquellos conjuros del viejo. Hasta los desvelados borrachos comparecieron en medio de sus vértigos, salvo el patón que al buscarle era irreconocible entre los vómitos de su borrachera. Por lo demás, muchos hasta llevaron consigo rebenques y palos para reclamar oportunamente la prenda propia. El cura también se apareció dispuesto a la indulgente extremaunción. El Jefe Civil con sus guardias también se hizo un lugar entre la turba, y me imaginé que el ladrón se mimetizaría entre todos, pero, como ya se dijo, lo días transcurrirían sin variación y sin ningún otro robo. No faltó quienes argumentaran que las mismas siluetas maléficas, acaso invocadas durante años por el viejo, fueran el azote, y esto bien pudiera creerse a la sazón de lo increíble.

En rigor, sólo tres personas podían robar al viejo, el viejo mismo, lo cual era absurdo, porque a tanto fue su desprestigio que casi lloraba de despecho. Yo, que me llevaba lo que quisiera del conuco, y volvía para reclamarle en broma una restitución que el viejo nunca conjuraba, pues decía: ‘sólo lo ajeno se puede robar, y cómo va robar, su merced, en su hacienda.’ Esto era verdad, y también era verdad que yo no creía en su extraño influjo y que entre esas tesis nuestras fórmulas eran irrebatibles para ambos. La tercera persona era el cura, cuya pícara teología lo llevó a desenterrar opulentos finados. Pero el cura no hubiera podido cargar con tantas cosas, ni tenía otra complicidad que las de sus ilusas beatas. Los primeros robos se le podían atribuir a él, pero estos dos eran de un forzudo descomunal que premonitoriamente había planificado los anteriores. Detrás de aquella sotana el pecado era de otro, de un hombre remolón que al fin pude imaginármelo cuando los robos cesaron con aquel robo. La tercera persona, ya no era el cura, ni un incógnito forastero que se ganara en un día la fama de tragaldabas que había de ser también su tumba. Pues era el ya no tan simple Patón Remigio Rodríguez. Su única creencia tenía que aumentar los dones del servilismo.

¿Cómo lo supe, si al cargamento no le sobraba lomos fieros de otros campos? Pasó así: aquellas únicas huellas eran probablemente de un par de zapatos robados en otro pueblo; es decir el ladrón escogió calzarse para una ocasión tan cercana a sus pies descalzos. Donde tenía intereses, robó de sus intereses y procedió con el sacrificio de las necesarias mataduras. No volvería después del último robo, porque dizque un pueblo así es muy riesgoso para quien apenas puede tostar unos granitos de café. Pero, cómo lo hizo. Cómo robó aquel viejo cuya aureola se deslucía delante de otros ladrones, que ya después habrían de robarle de modo ordinario. La borrachera no era tal. Había bebido unos tragos tal vez, y luego un cántaro de agua le anegaba como el miche. Lo llevaron a casa donde la madre reprochó cierta complicidad a sus bienhechores, lo depositaron en el camastro y a la medianoche salió a robar. Entonces prefirió que sus pies hurgaran en el rocío de la hierba y luego acarreó todo como lo había planeado, por caminos de cabra que sólo los callosos pies de aquel hombrón podían andar a ciegas. Después de juntar todo en un escondite, irrumpió, esta vez sí, en una borrachera veraz, constelada de vómitos y voces misteriosas, de la que apenas pudo recuperarse después de que el escándalo era ya de nadie y también de todos, como lo fueron antes aquellos líbelos.

Sentí, al descubrir el enigma, que el caramelo me era devuelto y que su dulzor era amargo como un soborno. El ingenio de descubrirle no era menos capaz que aquel que se dejaba descubrir singularmente.  Pero premedité un susto que habría de atragantarle a Remigio Rodríguez con sus propios tragos.

A la sazón de un ilusorio funeral, vestí a otro hombrón muy parecido a Rodríguez, cargado de los despojos más preciosos que podían llevarse consigo. Dejé que le auscultaran a solas, acaso entre los fingidos lloriqueos de un pariente remoto. Así que me escondí a ver cuando Remigio topara el sueño de una ocasión prevista. Precisamente ese finado se opondría vigorosamente a toda codicia terrena. Costó trabajo volverle en sí, el mismo histriónico finado, más vivo que nunca le repetía, para redoblado horror incluso, que él no era un muerto, y aquel Remigio, ya más muerto de lo que pudiera estar alguna vez, al fin revivió sin recuperarse de una venganza que no comprendía.













EL TESORO DE TORIBIO


Dejá lo jocicón y vení con las cotizas.

Pero, ¿qué dice, taita? mejor duerma, que esto le hará bien.

Morirme sí que me haría bien, pero ni eso me mejoraría tantito. Aprovechá que no es un sueño, porque en verdad mucho te conviene despertar antes que el gallo.

El viejo, ya rayado por sus cabales arrugas, apenas pudo incorporarse desde el camastro. El silencio era tan cavernoso como su voz y en alternativa a ésta prorrumpía como un eco.

Qué dije de las cotizas —volvió a decir.

Para qué se va parar, taita. ¿No ve cómo sigue?

Cuando me abajen de aquí ya no podré apearme más. Traeme las coticitas, ahora que puedo llevarles puestas.

Pero qué va hacer con andar puay, hace unos soles que cain como lluvia.

El viejo miraba a su hijo con aquellos ojos de grises blandos, como si quisiera darle con el rebenque, pero apenas si el vigor de aquella mirada sobresalía de un rostro ya parejo.

No sea jocicón, mire que yo endespués no tendré otro porvenir que venir de él. Y como desande, ay hijito, les jalaré las patas.

Cómo se va morir. No diga esas vainas, cómo se le ocurren de cosas a los moribundos.

Se les ocurre hasta morir, pero ya ve que mueren sin ir a más.

Virgen santísima. Si no le respetara mucho, le callaría, taita. Cómo dice cosas así.

Traeme las coticitas que es por el bien de vos. Apurate que ya no te puedo amenazar ni a favor de tu provecho, porque ya no hay como te deslome. Antes, se me afigura aconsejar una herencia.

No hable de herencia, taita, que le heredaré hasta la raspadura si le atiendo más.

Es por tu bien, mangas miadas. Para que tu mujercita y tus hijos no pasen trabajo.

Pero usted no va morir, taita.

Si me estorba un hijo tan necio, puede que al cabo viva más que una rana, pero como el hijo se va morir algún día también…

Qué vainas se le ocurren, taita —se apresuró, mientras se persignaba furiosamente.

Traeme la coticitas para mostrarte la herencia.

Pero qué va tener usted, taita, que si algún lujo, que sea su salud y esa no la afane naiden.

Ya tendréis como llorar en el velorio, lágrimas no le faltan a los cándidos como vos. Pero atendeme. Hay una olla enterrada, que yo le ayudé a esconder a Don Nazario. Todavía puedo caminar, si me guiais del brazo, yo así soy capaz de guiarte al lindero.

Cómo cree, taita, que le voy a sacar del camastro, y en medio de este delirio.

A vos no hay fiebre que te prenda el coco. Eres más apagado que la madre tuya, que ni sé cómo te dio a luz, o más bien ya se me ocurre, porque fuiste vos el que vino desnarizándose puay.

La noche la pasó entre tantas calenturas, arañazos que abrían por doquier los esplendores de una pesadilla. Toribio, que así se llamaba su único hijo, le puso compresas toda la noche, y aunque tanto le porfió al padre, supo que no apaciguaría con toallas frescas esas profecías. En tres ocasiones quiso bajar al pueblo, pero la soledad del enfermo le intimaba un decoro más veraz. Por otro lado, la mujer suya tenía a su madre en un camastro parecido. ‘Después, se decía, voy por el cura’. Al amanecer, sin embargo, el viejo despertó con una lucidez inalterada. Toribio se avino presuroso a su llamado.

Qué dice, taita. ¿Voy por el cura?

No creéis que muera, pero así y todo tenéis una fe inquebrantable, de ésas que no se rebajan con ningunita penitencia.

Yo lo digo… porque es un sacramento que no está de más —se azoró en el reparo.

Escuchame mejor. Es verdad, ya no puedo ir al lindero, pero se me afigura que puedo describirte el sitio sin dejar el mío. Cuando me entierren, vas a desenterrar la olla. Callá y poné cuidao, mentecato, para que no te perdáis. En el lindero de las quebraitas, siguiéndolo hasta remontar los jarillos, hay una piedra vasta, la única que apenas se ve bajo los musgos, pues cortáis allí, hacia Don Gerónimo, adentrándote hasta el jobillo gacho. Al pie del tronco, amarráis una cuerda de unas seis varas y la extendéis hacia donde doble una raíz huesuda, pues ahí está la olla. Callá, que no he terminado. El finao Nazario, enterró la olla en las narices de su enemigo, en su propia tierra, porque ansina se le afiguró que aquel energúmeno no le podía ni ver de cerca. Yo fui tan necio que endespués no la desenterré, porque dizque se me aparecería el finao, ahora veo que el miedo es sólo para los crédulos, pero ya qué caso tiene pa yo, si también mi fe es inquebrantable ahora. Más bien a vos se ofrece la suerte, así que seguí lo que te dije, y que no se te olvide. Ah, y no se te ocurra llevar a naiden, que la avaricia le raspa el cobre a cualquiera.

Sigue con lo mismo, taita, yo me conformo con que su merced se equivoque.

Contigo no me he equivocado, pero que le vamos hacer, tenéis mujer y tenéis hijos y no está bien que por tu tara ellos tengan que revolotear del mismo modo.

 

Antes de morirse el viejo le repitió las señas y las prevenciones una y otra vez, hasta que su voz se cortó en un espasmo fijo.

Pasó el novenario y los otros días del desconsolado luto, y aún no había amanecer que le iluminara a Toribio. Sin embargo, la estrechez era tanta y el asedio de tales límites le parecía estrangular de veras, que por fin recordó aquellos consejos alucinados. Lo primero que se le ocurrió fue encomendarle una misa a su difunto padre, pero habiendo gastado las últimas monedas en esa terrena merced, las cosas empeoraron todavía más. Una tarde, mientras venía de lidiar los bueyes broncos de un vecino, vio el lindero con codicia. Desenmascaró, de piedra en piedra, el musgo aquél, pero no se atrevió a preferir su hallazgo. Pasar los alambres y cavar en la tierra de Gerónimo Montiel se le figuró una trasgresión que ni el miedo la repararía sobradamente. Antes bien, se le ocurrió ir hasta la casona de Gerónimo, para participar del hallazgo y así de lícito dividir el oro. Gerónimo Montiel era un mandamás acaudalado, no se iba a oponer a un rastro como ése y menos tenía porque codiciarle en todos sus quilates.

Al oír el relato y los nombres implícitos, Gerónimo Montiel supuso que ya tintineaba el oro, porque no descontaba este último agravio que el enemigo pudo ocultar bajo los mismos pies que pisotearían su memoria. Era un viejo adusto y colérico, dueño de casi todos los pastizales que su familia había usurpado por generaciones. Tenía, o se dice que tenía, más de un centenar de ahijados que a la sazón le llamaban padrino, ya que no taita. Cuatros eran sus hijos legitimados de su esposa, la cual, por cierto, parecía celarle sólo de ella misma, porque por lo demás su aplomo apenas variaba en la iglesia.

Qué decís, pelmazo. ¿Qué hay una olla enterrada en mis predios y no sabéis llegar a ella?

Necesito ir de piedra en piedra. Sucede que yo recuerdo de palabra en palabra, ya sabe que de bruto llevo yo esta cabeza nomás. Remontar los jarillos, una cuerda de seis varas —agregó, mientras hacía memoria.

Gerónimo intentó averiguarle en su tartamudo enigma, pero al cabo esperó a que la misma candidez del bruto le iluminara.

Si usted, Don Gerónimo, me acompaña —dijo de repente— puedo sobre su misma tierra jallar la olla, pues nunca, por mucho que lo recordara, pudiera proceder maliciosamente. Imagínese, como un ladrón.

Tu taita hablaba muchas pendejadas —deliberadamente le restó crédito a aquellas veras.

Yo creo, con permiso de su merced, que esta vez hablaba en serio.

Habrá que averiguarlo entonces. Oí, José del Carmen, traé el macho que vamos a la sierra —le gritó a su espaldero, que torvamente labraba una estaca en el corredor.

Los tres hombres remontaron los jarillos. Los dos principales a lomo de bestia y la bestia de Toribio a lomo de su mansedumbre.

Aquí tá —dijo Toribio, que se apresuró a raspar la piedra con un apero.

Lentamente iba de eslabón a eslabón, siguiendo a pie juntillas en todo a su padre, menos en el consejo.

José del Carmen cava, es una fiera para estas labranzas.

El espaldero, siempre silencioso, destempló la cuerda y en el punto abrió la cava que con voracidad empezaba a hundirse. Dada cierta profundidad iba al tiento de su mismo afán. Entonces al llegar a la olla, le dirigió de través una mirada a su patrón, que aún no se había apeado del macho.

Oye, muchacho, no creeréis que somos camellos. Ve por agua, pero que sea del pozo frío, que si me acaloro a escupitajo te la hago beber.

Qué vainas no venírseme a ocurrir un cántaro —dijo el bruto, que desde la casona se le apuró como a un esclavo.

No te apures, que esto si está, luego está hondo.

Al volver Toribio sediento, porque no quiso demorarse nunca en un trago, ya los dos hombres estaban sobre las bestias.

Aquí traje agua, Don Gerónimo.

Será para ahogarte, sinvergüenza.

Qué dice, su merced.

Que por atender las pendejadas de tu taita, me hiciste perder un día. Sí algo le heredaste a él fue la pobreza, porque por lo demás ni el carácter.

Mi taita estaba viejo, azorado de la muerte —agregó al ver un hueco tan hondo como vacío.

Masquesea no me desprecie el agua, Don Gerónimo.

Qué hombre aguado sois. Debería pegarte un tiro —sentenció Gerónimo Montiel, mientras se empinaba sobre el oro. El espaldero apenas sonrió y sus labios prolongaban una cicatriz remarcada de revés. Tomó uno de los cántaros y le sobró hasta para hacer gárgaras.

Qué de cosa se le ocurren a su merced. Mejor écheme la bendición —se apuró Toribio, mientras reunía su sombrero en un nudo poderoso.





















PENDENCIAS


Otra vez regresaba entre sus tumbos de borracho pendenciero. Ya desde el patio se le oían los gritos, y era como si aquella voz a dentelladas le abriese paso a través de los platanales. Teodosia, que le tenía por muerto en un remoto empuje de caballería, temió que aquel fantasma fuera igual de vigoroso. Ya lo sabía, ya se le escuchaba. No era un fantasma, pues era el mismo bruto que a cicatrices fue labrado desde su ombligo. La mujer se apresuró a apagar las muchas velas de un botín con candelabros de plata, pero la ilusión se resistía como una turba; y acaso se le figuró que aquel fuego fatuo guiaría al mismo infierno. Sopló. Sopló casi hasta desmayar, pero eran tal vez las velas de un velorio y no tanto la lumbre de una nigromante.


Ese hombre se precipitaría al fin, después de los lanzazos y la pólvora. Gritaría hasta precisar aquel fulgor en medio de los platanales. Ciertamente anduvo sobre el patio, renqueó en su arenga autoritaria. Ya golpeaba la puerta, abatiéndola al poco tiempo, y la mujer como pudo reculó hasta donde su rabia le torcía la boca. Notó más cicatrices de las que recordaba, aunque todas ellas no excedían ese vívido recuerdo. La viudez le había enlutado con favorable estrella, y de pronto otra vez estaba desnuda y desarmada delante del mismo bruto de siempre. Sus ojos anhelantes se fijaban en él y luego en cualquier rincón por el cual escurrirse hasta la puerta, pero la puerta la estorbaba un apetito ciego. Las dos criaturas se acecharon sin variar en mucho sus resortes. Así Teodosia vislumbró una única salida, que se rayaba derecho por la puerta. Si no hacía tambalear al bruto, entonces los dos derribarían las velas, propagando el fuego por la choza. Escaparía del fuego con ardor o con el mismo ardor se consumiría sin salir de nada. Acometió contra aquel torso sin poder franquearle. Se torció y destorció entre los brazos que a tientas la golpeaban. La pareja se revolvía como si apenas el cielo les cubriera, pero milagrosamente sin topar los candelabros; mas, de súbito, sólo unas llamas se conmovían por algún suspiro. De un golpe la echó de bruces. La volvió a él atenazada y la cubrió según el mismo régimen. Perdida acaso, buscó el ahogo entre ese desahogo cruel. La forzó sobre el camastro, y al apaciguarse las carnes, los dos jadeaban como animales rendidos en la lluvia. Se apartó el bruto, renqueando, y después apuntó:


No se le quita lo arisca, negra. No sabe que yo siempre vuelvo. No importa que sean cicatrices o arrugas las que me amarren.


Siguió de vela en vela, apagándolas a todas, y se fue a dormir al chinchorro. La mujer se quedó tendida un rato, mirando el carruzo del techo que igual no se le podía ver en esa oscurana. Allí sintió de repente que podía ser el verdugo, y que por serlo sería después la viuda: la única viuda. Un vacío se ahondaba en el silencio. Se levantó casi sin moverse. Fue a uno de los cajones donde guardaba sus útiles de costura. A tientas cogió la aguja de los costales y una cabuya encerada, y también a tientas enhebró la aguja según la tirantez de unas cuentas vueltas. Matarlo dormido, quizá mientras soñaba en su misma muerte, era una indulgencia que él no merecía, pero enfrentarle en la lucidez de su brutalidad era una ventaja que él tampoco merecía.

Ya roncaba, muy hundido en una joroba. La mujer se levantó; fue al chinchorro; tiró de los ribetes del chinchorro. Con trabajo fue haciendo una cicatriz protuberante y retorcida; la última cicatriz de aquel bruto. Como si no quisiera despertar un niño de pecho, urdía la labor con sus ensangrentados dedos. Anudó el capullo; se restañó la sangre. Sentada sobre el camastro, esperó largamente a que despertara, mientras una tranca blandía entre sus manos. El desvelo urgía arrugas entre aquellas velas muertas. Seguían las horas y sólo se escuchaban ronquidos invariables. Por fin él despertó. Hundió manos y pies entre límites que lo azoraban. Pensó que no había despertado aún, que un sueño le retenía por doquier. Al escuchar que lo llamaban del otro lado, en vano trató de abrirse un lugar como solía hacerlo en la refriega. Se quemó los puños forzando una salida como había forzado a muchas vírgenes. Hincó sus talones inútilmente como en los flancos de una bestia desaforada. Y ya encerrado debajo del pellejo, sólo era un nudo unido a sí; uno que ya no podía destorcerse.

No sea arisco, negro, que de esta cicatriz no sale —dijo la mujer, y lo fue moliendo a palos hasta que juramentos y maldiciones cesaron para siempre.


Al amanecer, cogió el machete y la lanza del soldado cimarrón. Habiéndole suprimido un individuo a la causa, se unió a la soldadesca.










EL VELORIO


Quienes enceguecen dicen no conseguir nunca el negro, pues siempre a tientas de sus báculos se demoran como entre nieblas. Las brumas pueden ser tantas y tan distintas, pero jamás, al parecer, tan oscuras como el negro. El negro suele ser el extremo de quienes ven. Era un anciano que había enceguecido sin desbordar a sus arrugas. Un anciano que venía a ver a otro en su sepelio. Nacidos los dos el mismo día, criados bajo el mismo cielo de sus mayores y trabajados por una eternidad que de repente se truncaba en uno de los dos.

Una de las mujeres hizo pasar al anciano que venía solo. Quiso tocar el ataúd y la mano de la mujer le guió a una de sus esquinas. Al contacto se le figuró que aquella madera, de cierto reluciente, reflejaba su rostro. Un rostro que ya no veía en décadas y que aún se reflejaba en su memoria al igual que le recordaba el del otro. Se incorporó y la mujer le trajo a una de las sillas dispuestas alrededor del finado. Se sentó allí reuniendo sus manos sobre el pulido pomo del bastón; quieto como una estatua de una vejez imperturbable.

Quién es ese señor —le preguntan las mujeres a la otra.

No lo había visto nunca; debe ser un paisano de la sierra — contestó la mujer—. Oye, tú, lleva café adentro —apuró de repente a una muchacha haragana que se entretenía con el gato.

La lumbre ardía lentamente como si no hubiera más progresos en aquel luto. Las mujeres cuchucheaban ordenes entre ellas y la mayor señoreaba entre la congoja. Todo se daba apenas entre los actos evidentes. Esperaban el rosario que venía a rezarle una muy mentada Leocadia, pero ésta nunca vino porque precedía al difunto. Así que otros rezanderos le asistían a ella, sustituyéndole sin falta, por lo cual no habría modo de conseguir quien rezara en el velorio. Declinaba la tarde, y las más de las sillas seguían desocupadas. Sólo el ciego inconmovible y la muchacha haragana que se había conseguido otra vez al gato.

Es el único que ha venido —advierte una de las mujeres.

Y no será el único que venga. ¿Dónde está esta muchachita?

La muchacha entra a la cocina sopesando una borla de estambre ya repudiada por el gato.

Por qué te demoraste, holgazana. Ah, a esta chica ni la tristeza la atarea.

No rabie, madre. Lo que pasa es que el viejito no me aceptaba el café, y como no se movía…

El viejito no se movía, y como no se movía entonces le remedabas, eso sí, igualita para que no te fuera muy difícil. Ya. Ya. Ya. Anda y dile a tu padrino que se busque unos borrachos, al menos unos tres que acompañen al muerto. Que no se preocupe por el miche, que de nuestra cuenta queda.

La muchacha salió como si no saliera nunca de aquel ámbito espeso e intemporal.

Mujer, cómo se te ocurre. Si el velorio no les ha traído aún, es porque saben que no vendrán a beber. Y que no van a beber ese tropel de impertinentes.

Beberán, cuanto que así hay que tasarle el miche. Ningún labrador con esta lluvia va a venir.

Los más de los parientes varones habían quedado del otro lado de la quebrada, cuyo caudal furioso aún no decrecía. Otros hombres buscaban de puerta en puerta un rezandero. Sólo las mujeres prevalecían en el velorio como aquel anciano frente al difunto. La noche ya se descolgaba de sus veladuras, y la lluvia de la sierra seguía ruidosamente el curso de aquellas aguas.

Al poco rato se apareció la muchacha con su padrino, y a éste se le encomendó procurar a los borrachos. El hombre, que apenas podía creer la misma  petición de su ahijada, prometió borrachos dóciles e inofensivos, y marchó a por ellos. Todo seguía sin variaciones, como si aquel episodio el ciego lo recordará también. En una hora ya había llegado aquella trinidad bastante sobria y comedida, porque por su cuenta ninguno de los tres pudo comprar un cuarto. Ya en las sillas, recogidos de un espinoso frío, conversaban animadamente sobre la virtud del muerto e insistían en sus condolencias. Las mujeres, antes que café, les sirvieron de prisa aguardiente, pero sin rebasar cierta medida que la costumbre dispuso. Temiendo este ardid, los borrachos trajeron un litro que a escondida pudieron comprar con el primer soborno. Beberían más de lo que tenían, dado que ciertamente tenían más de lo que hubieran de beber, para emborracharse y comer en una casa hasta el hartazgo.

Nadie notó al viejo más allá de ser un bulto afligido, apenas lo evadían como una prolongación remotamente ocupaba en su ceguera. El padrino de la muchacha, que en la cocina recomendó tanto café como aguardiente, salió en pos de los otros hombres ya desperdigados como las cuentas de un rosario roto.

Tú, muchacha, ve a acostarte ya, para dormir tienes tanto brío que no sé ni cómo sueñas.

La muchacha se fue sin protestar la orden, y acaso acatándole tan fiel como podía obedecerle en una lentitud que era como un trance previo.

No sé a quién saldría así. Pero no quiero verla en su vivo retrato.

Y es mejor que se vaya a la pieza, para que no le vean estos borrachitos.

Ha menester de más borrachos para lidiar con ellos, y estos hombres que no llegan.

Por el quicio de la cocina se aparecen todos, cruzándolo ceremoniosamente.

Ningún rezandero se consiguió.

Y fueron a casa…

A todas las casas.

Como se murió la doña, se fueron todos a turnarse en su velorio.

Pobre mujer.

Y cómo fue.

Amaneció muerta; sólo eso se sabe.

Vamos, entonces, a velar por el desvelo.

¿Ya se fue a dormir mi ahijada?

Hace un rato nomás.

Bueno, mujeres, yo me voy, para venir temprano al cortejo. Los borrachos no dejarán sólo al finado, ni se le ocurrirán desórdenes.

Ni que lo hagan tampoco, porque los echaremos a su lumbre.

El hombre sonrió, luego se caló el sombrero y se fue, frotándose las manos en la niebla.

No han podido cruzar la quebrada, ¿verdad? —preguntó uno de los hombres.

Como que no para de llover en la sierra —dijo la mayor.

Mañana vendrán para el cortejo —repuso el otro—. No puede amanecer así.

¿No hay más nadie? —preguntó el primero.

Pues los borrachos de siempre.

¿Nadie más quiso venir con ustedes? —repreguntó una mujer.

Con este diluvio la gente se figura un mal agüero, así que de dos velorios prefieren uno.

Un pueblo de cobardes e ingratos.

De supersticiosos, yo diría, pero menos mal los borrachos siempre prefieren al miche así les vengan con fantasmas —dijo el más joven, que era hermano mellizo de la chica.

Déjate de barrabasadas y ve a cuidar a los borrachos —le increpó su madre—. Pero como te vea recibiendo trago, te atragantarás con ellos, ¿me oíste bien? —agregó, tan amenazadora como siempre.

¿Y si me emborrachan sus cuentos, se me descontará igual? —preguntó en el contrapunto.

La madre sólo le mira, aguzando los ojos de un modo aun más intimidante.

Tranquila, mujer. Ya es un hombre y sabe lo que hace —dijo uno de los hombres, tío del muchacho—, y también lo que dice —agrega, entendiéndose con su sobrino.

Ustedes deberían insistir con el rosario. Vamos, que todavía no es medianoche, y alguien debe haber en su piadoso retiro.

Mejor voy a hablar con unos compadres, porque si la quebrada no cede, faltarán hombres para el cortejo.

Es verdad —asintió la mayor de las mujeres—. Los borrachos sólo cargarán con las viandas y es de nuestro rigor que pesen más que el miche. Así que a servir, pues.

El muchacho entró en la sala seguido de uno de sus tíos. Dos de los borrachos, que a hurtadillas tomaban de su botella, se sorprendieron de verlos repentinamente como una aparición.

Perdone, Don, es sólo un traguito como para calentarse —dice el más pícaro de los tres, entre los pestañeos furiosos de su rubor—. No le molesta que le traigamos así, ¿verdad? —agrega, mientras plisa las arrugas del papel entorno al litro.

El muchacho codea a su tío entre risas.

A mí no me molesta —dice el borracho más altanero—, ¿y a usted? —le pregunta al tercer borracho.

No, por supuesto —contesta éste, meciéndose con las rodillas cruzadas.

Porque si nos molestamos los tres, ya seríamos muchos como para calentarnos más.

Cómo se le ocurre, don —se adelanta el muchacho por seguirles la parada—. Beban si también trajeron que beber, faltaba menos. Al rato se les hará pasar al comedor, así como seguramente no trajeron de comer.

¿Y es que no hay rezanderos aquí?

Porque podemos rezarle nosotros al difunto, que Dios lo tenga ya en su santa gloria.

Ya no hace falta —se apura a decir el tío del muchacho, luego aparte llama a su sobrino.

El rezó mucho en vida, ¿verdad? —repone el pícaro, mientras procura que los demás borrachos le consientan —. Hombre cabal y piadoso siempre fue, de día y de noche.

En cambio es uno una porquería. Borracho, lambiscón, que ni para testigos servimos.

Ciertamente. Ciertamente —aprueba el otro sin dejar de mecerse en su postura.

Que van hacer estos borrachitos de mierda, y como se pongan muy dispuestos allí está la tranca. No se cuide, que todos amanecerán como los ve, o un tanto peor que viene siendo lo mismo.

Vigile al que pestañea tímidamente con esos ojos pajareros, es un pícaro que roba dos veces lo que roba.

Pierda cuidado, tío. Que se lo digo.

El hombre se marcha a la cocina para volver al pueblo con su hermano.

Joven, es que el miche es el demonio —dice el pícaro como para excusarse con una audacia bastante hipócrita.

Demonio maligno, lo es, a fe que sí —contesta el tercero como en una letanía en que sus rodillas cruzadas coinciden.

Es un demonio que nos esclaviza —sigue.

Demonio maligno, lo es, a fe que sí.

Es un demonio que por ponernos los cuernos, aquellos que les conozcan todos,  también corrompe a nuestras mujeres.

Demonio maligno, lo es, a fe que sí.

Es un demonio el miche, de esos que la maldad es su única virtud.

Demonio maligno, lo es, a fe que sí.

Un demonio endemoniado.

Demonio maligno, lo es, a fe que sí.

Demonio de los mil demonios.

Demonio maligno, lo es, a fe que sí.

Joven… —repone de repente.

Sí, diga.

¿Quiere echarse un trago?

El muchacho declina sonriente, mientras repara el pestañeo inocentón de aquel esperpento.

No le haga caso a este demonio, que de malo no sólo la prédica lleva —dice el altanero—. Beba. Beba si quiere beber, pero no porque lo conviden. Qué demonio ni qué demonios. El miche será un demonio si se me esconde, pero no tendré malicia yo para encontrarle. ¡Carajo!

¿Es verdad que usted iba dejar el miche? —pregunta el muchacho, conociendo la historia que quería escuchar de aquel borracho.

¿Dejar el miche? ¿Para quién?

¿Su mujer no le trajo un remedio que una curandera le mandara?

Sí, uno con un sapo en un galón —repone el tercero sin dejar de balancearse como un tullido.

Hasta nosotros se nos antojaba una cura de esa de por vida —completa el pícaro con una risita codiciosa como sus pestañeos.

¿Y se curó? Porque la verdad yo lo veo muy saludable como para resistir no digo una, mil borracheras —insiste el chico para picar al borracho.

Que iba a curarme.

Pero se lo terminó como se lo mandaron, porque cuando las cosas éstas no se hacen como se les manda…

Ultimadamente me lo terminé porque era miche el que me mandaban.

Y cuando se lo acabó, ¿qué le dijo a su mujer?

Yo no sabía que se había acabado, porque la última vez me mandé hasta el fondo, que ya ni supe de mí.

Pero pidió más.

Y cómo más iba a curarme, si no era con más.

El pícaro casi se atraganta con una carcajada.

La mujer le dijo que sólo quedaba el sapo —dijo el tullido, para terciar.

Pásemelo para chupármelo —estalla el altanero en un grito que lo acompañaban todas las risas.

El escándalo llega a la cocina y de ahí viene la madre del muchacho con un fuste retorcido.

Alcen, pues. A comer que ya está servido —manda con una severidad tal que los dos borrachos más azaroso se despabilan y obedecen—. Usted espera a que estos tragaldabas vuelvan, si me hace el favor —le dice aparte al tercero.

Desde luego, señora, no faltaba más —asiente en el mismo pendular aplomo.

Curiosamente el ciego ya era invisible para todos. Nadie se acuerda de él, porque nadie puede verle en reflejo de su invidencia.

Tú te vas adentro a atizar el fuego —reprime la mujer a su hijo—. Es que no respetas al finado. Ay, y que no te vuelva a ver con estos borrachos de mierda.

Y quién los ve entonces.

Ya te dije que te dejaras de joda. Cuando vengan los otros se alternaran allá, y si no hay modo de velar por ellos, que se desvelen afuera. Bastante miche han tragado ya los condenados.

Después de hartase vuelven a las condolencia reiteradas y después les hacen salir casi a empellones de la cocina.

A la sala, pues.

Si quiere le rezamos, señoras —se ofrece de nuevo el de ojos trémulos—. Somos cristianos para cualquier calvario.

Para cualquier calvario donde nos mortifique el miche, eso sí  —recompuso el otro.

Fuera de aquí, majaderos, y que venga el otro.

Comieron los tres. Comieron las mujeres en silencio. Vinieron los tíos del muchacho tras pactar el convite del cortejo. Comieron los varones, y luego el chico se fue a dormir, al carecer la noche de su chispa pagana. Progresaron las horas como un vegetal ya derecho, como si las llamas transcurrieran de algún modo. No hubo más risas, sólo de incoherencias proverbiales se hilaba una conversación tan perpleja como fatua.

De pronto se hizo un silencio que iba ampliándose en sus ondas. Los borrachos se detenían en sus bocas como si temieran abismarse en las palabras precedentes. El hombre, comisionado  para cuidarlos, se había dormido. Por fin el ciego se movió entre aquel ámbito del que se podía escuchar lo que nadie así decía y acaso por lo mismo callaba. Tanto le mortificaban esas infames veladuras, que pudo distinguir al fin a los presentes en sus miserables formas, en sus amortajadas formas. Dos borrachos que brindaban sin entender el brindis, y otro insolente, erguido frente a las velas, se tambaleaba, tratando de encender allí un cigarrillo. Iba hacia una vela cuando se desequilibraba a la otra. Adelante, que casi daba de narices con el féretro. Atrás, despabilándose, hasta que por fin atina en un fulgor que casi le chamusca los bigotes.

El ciego quiso levantarse y dar de bastonazos a esas gasas enredadas, casi pudiera decirse que visibles, pues sentía que el oprobio era demasiado. Quiso descargar el bastón a tientas, pero ya la vejez le atravesaba como los años que le llevó envejecer hasta entonces. La rabia y el despecho lo abrasaban, pero los músculos eran tan inertes y los huesos tan rígidos que aquel cuerpo entumecido se le hundía en él como una piedra.

Amaneció entre cantares de gallos remotos. Las mujeres, tras reunirse fallidamente para un rezo, habían doblado todas sobre el mesón. También los hombres se juntaron a un turno que duplicado era en el sueño. Incluso el ciego dormía, respirando apenas. Los borrachos seguían una discusión, cuyo fervor parecía apagarse indefinidamente.

Unos gallos más próximos insistían como en un insomnio, y entonces la madre de los muchachos despertó rayada por las vetas de los tablones. Se levantó; puso a calentar el café y se sirvió en un pocillo. Apenas oía que la débil plática de los borrachos se trenzada en su propia incomprensión. Para no levantar bruscamente a la más vieja, fue despertando a las otras mujeres con palmadas. Se desperezaron en silencio; tomaron café todas. Esperaron en la cocina a que los hombres volvieran de la sala, porque el luto acaso las contenía en una espera interminable. Una de las mujeres casi se deshace en llantos, las demás se mordían los labios muy dentro.

Hay que buscar a los compadres tempranito, porque el día si sigue así será para acrecentar la lluvia —dijo uno de los hombres con esa voz ronca del trasnocho y el sueño atribulado.

Es verdad. Ya todo en el cementerio está hecho —completó el otro con la misma gravedad, y de pronto parecía escucharse la quebrada que sostenía furiosamente su vigor.

Las mujeres, que no habían hablado por temer una ronquera así de brusca, al fin cruzaron impresiones ante tales hechos. La mayor despertó, y con una lucidez intacta preguntó de repente:

¿Y no se le va rezar antes de salir?

Como no le recemos nosotros, nadie más —también se animó a decir otra.

Que sea un Padrenuestro, tan nuestro en la oración como padre él fuera de todos nosotros —convino la madre de los muchachos, ceremoniosamente.

¿Madre, despacho a los borrachitos ya? —pregunta el muchacho, detrás de todos ellos.

Dale estas dos botellas y que se vayan —dice, al tiempo que procura las botellas—. No te demores —repone secamente.

Pero al ver ir al hijo brioso y respondón, le pidió a otros varones que le acompañaran en esa diligencia.

Anden, hombres, ayuden también. Ciertamente cada borracho ya debe estar hecho a su propia imagen, y miren que apenas así pueden ser tan diferentes.

Se despacharon a los borrachos sin sucesos, porque tanto los enternecía el miche que juraban haber visto al difunto condolerse de sus vicios.

Se buscaron los compadres. Apareció el padrino de la muchacha, y se le hizo despertar a ésta con pellizcos. Se reunió la exigua comitiva en el fogón antes de partir, se bebió café a cántaros, y en medio de ese laborioso trance sobrevinieron las lágrimas incontenibles. Después de una noche ventruda y sin ombligo, ya se poblaban otra vez las voces. La casa devolvía aquellas palabras, acaso tan lúgubremente, que el cielo parecía despuntar en rigor de esos agüeros. Se juntaron al fin en torno al finado. El Padrenuestro apenas se le podía entender entre los sollozos. En seguida los hombres cargaron el ataúd, y prodigiosamente salieron al través de una puerta que se angostaba al paso del cortejo. Una vez afuera, la madre de los muchachos se acordó del anciano que nadie veía ni recordaba; quizá ya tieso en un rincón renegrido del tapial.

Muchacha —llama aparte a su hija a la que con voz queda instruye—. Ve y despierta al mayor aquél. Sería el colmo que al venir de nuestros muertos tengamos que volver por los ajenos.

Qué dice, madre, si ya el viejito está esperando en el recodo a que pase el cortejo.

¿De veras?

Mire, desde aquí se le echa de ver —dice, y le señala a lo lejos a un viejo enjuto y de luto riguroso, que se las había apañado para salir del mismo modo que lo urgió la entrada.

Ese viejo me intriga mucho. Nunca le escuché a él decir algo que recuerde algo.

Por qué no le preguntamos quién es, ya sería bastante que también fuera sordo o mudo —sugiere la impertinente muchacha.

Calla y sigue.

La procesión marcha silenciosa; pasa el recodo y el viejo a tientas la sigue.

Ve, madre, viene detrás y se queda el pobre.

Y tú con el brío de seguir su ejemplo, ¿verdad?

No sea así, madre, porque… —trata de proseguir, pero le interrumpe un voraz bostezo.

No ves como tu hermano lleva el primero la cruz. No peques y sigue.

Dejándole a su hija, se adelanta hasta la mayor de las mujeres.

Ahí viene el ciego, vieja; quién será. ¿Le conoces?

En mí vida lo he visto. Debió conocerlo el finado muy joven. Qué de cuentos no nos dijo, pero nada que se recuerde…

Nada ciertamente que lo refiera. Ningún nombre que se nos alcance, ¿verdad?

Aunque sí supe de una riña que tuvo con otro mozo. Los dos casi se mataban en el entrevero.

Puede que éste sea el rival, sí, que ahora se regodea de vencer.

Tampoco me da buena espina.

Madre, madre, le acompaño al pobre ciego —insiste la muchacha en el sobresalto de alcanzar a las demás mujeres.

Calla y sigue, que si ese viejo vino como vino que se pierda en su aventura. Quién sabe con qué maldad se allegó; así que ni por malicia le sigas.

Se turnaban los hombres bajo el ataúd y el ataúd se hacía a cada avance más y más pesado, como si el difunto se acordara de sus lastres o, más bien, como si el ciego arara muy detrás de la procesión. Sudaban los hombres bajo una imperiosa centuria repleta de vicisitudes y arraigos, pero más bien sudaban en guía de un ciego que los sujetaba a su demora. Cuando uno se quejaba a punto de quebrarse, otro arrimaba el hombro para gemir a los pocos pasos. El ataúd entonces avanzaba sobre esos atormentados acomodos. Sólo el chico, el más fuerte, no había aflojado su esquina. Empezó una lluvia muy menuda; la lluvia aumentó su caudal insustancial y borrascoso. La niebla se abría entre las goteras de un cielo que apenas parecía rezumar por encima del ataúd.

Las mujeres se apiñaban entre el decoro de sus tocados; y la procesión seguía con otra lentitud. Mientras más atrás quedaba el viejo, más espesa iba creciendo la ventaja que lo hundía. De las ventanas algunos espiaban la procesión, mientras se persignaban al ver que otro viejo persistía detrás, a tientas, procurando entre la lluvia un sonido que le orientase en el silencio. Muchos temían ver dos cortejos para un solo amanecer, entonces se encerraron sin abrir postigos ni ventanas.

El viejo ya no podía, o podía de tal modo que casi se desplomaba en ese afán. Sentía que el ataúd encallaba sobre sus mismas huellas, aquéllas que iban zozobrando en un fondo impenetrable; y este peso ya ni el chico podía jalonearlo más allá de lo que era un límite. Faltaba mucho para llegar al cementerio, pero el ataúd apenas se movía entre temblores. Cuando el viejo se detuvo ya ni las mujeres pudieron contribuir a más. Por fin en muchas décadas el viejo podía ver en medio de lo que veía, y era el luto categórico y sin resquicio. Las brumas se habían desatado desde aquellos ojos perdidos para siempre en la pelea. Escuchó el repiqueteo de la lluvia igual que sobre las tejas de aquel corredor aciago. Se preguntó si era él quien ya yacía en el ataúd, escuchando repiquetear a la lluvia. Quiso gritar que lo bajaran, pero, azorado por tal clarividencia, murió, o creyó morir bajo los mismos pulgares que se hundían en esas cicatrices.



Noviembre, 2012.










No hay comentarios: