MANO A DOS MANOS





Gabriel José Vale










MANO

A DOS MANOS







SONETO


Sé que hoy celebro la cifra de mis años, y a esta edad en que así lo sé, sé también que ha mucho lo sabía. Lo supe desde muy pequeño, que puntual fui para nacer; lo supe a los veinte, cuando me atreví en el revés de un poema mío; o apenas ayer lo supe, que desde ayer mismo fue la víspera. ¿Te acuerdas de las primeras fiebres que me menguaban en el desvelo de escribir? Ah, ese mismo ardor ahora me sonrojaría, porque sí que estrafalarios esplendores antes inventaba por delirio. Era tan flaco como ahora, pero tenía la contorsionista virtud de albergar tantos defectos como tales me hicieran notar mi estrechez…


Y tan bien se os notaba, señor, que se os veía flaquísimo; y a fe que vidente había que ser para veros así. Mirad que además resultara una profecía… una profecía para el porvenir también, quiero decir.

Cómo te atreves, majadero, a remedarme.

No os preocupéis mucho de que os remede, como doble sea lo que diga, que si lo escucháis es porque a dúo se ve de qué enjuta boca sale la voz y con qué singular timbre.

Entonces, no vayas por allí, a solas como un loco, divulgando este secreto.

Con lo que me ruboriza que afeéis mi agudeza; ya bastante horrible es que me distingáis más por lo feo que por mis flacos, a los cuales, por cierto, no sé ya con qué puntería le atináis. Más bien, ¿cuántos años cumplís, señor?

Siempre me decían que para mí el siglo XV, que por qué no venía en calzas y con una boina de terciopelo; refutarles hubiera acopiado lo sustancial de un humanista, pero entonces sí que me ilustraran ciertas palabrotas, hasta ser tan contemporáneo de lo que así dijera.

Según esa guasa, a lo menos deberíais cumplir unos 512 años, señor.

A lo menos tal se me figura.

Muy anciano como para tener que envejecer en el ajetreo de hoy en día.

Inverosímil de no heredar el temple de un patriarca bíblico, ¿eh?

Ya lo tengo, señor. Desde luego; debéis cumplir 556 años a razón exacta de esa misma estatura.

Cómo es ello.

Decís siglo XV y después patriarca bíblico… es que qué exégeta no desentraña el silogismo.

Ya que me remedes da para pensar, pero que además piense en lo que dices… Vaya, que yo para ser bruto poco ingenio tengo, pero como te muestres un poco más, pues algo de lo tuyo puedo yo imitarte.

No seáis así.

¿Porque siendo tan parecido (aunque no tan bien parecido) te distraigo igual?

Lo que os digo, señor, es que la fecha se escribe así: 23 de Febrero de 1455.

Naturalmente, que en esto tienes razón, hombre.

Día que Johannes Gutenberg imprimiera aquella edición de la Biblia.

Más de cinco siglos para este Matusalén. Ab ore ad aurem… vaya que entre mis rivales se ensalzarían mis mercedes, y sin tener yo que abofetearles en calzas y con una afeminada boina de terciopelo.

Pero no lucís tan ajado; es que ni de 50 se os ve la figura… 40… no, no, no; os falta aún mucho más de un lustro. Mirándoos de reojo, es que hasta parece que tuvierais la edad de confesarla.

Pues sí; ya de esto se ha escrito una biografía.

¿Me la contáis?

Antes bien, entono este soneto.

Pero, luego me la contáis, ¿verdad?

Para dormir la contaré.

No sabéis cuánto me desvela esa ilusión.

Escucha entonces, que al cabo me oirás:


Fechar del calendario lo primero

Y singular de cada vasto día,

Porque perpetuamente bien sabría

Él cumplirnos en él lo venidero.

Esta ley veraz, siempre en el esmero,

Ay, de acatarle siempre, todavía

Así de inteligible no le había

Siquiera vislumbrado algún febrero.

Fuese porque la luna en el compás

De sus totales meses lo quisiera,

Que vi al espejo el mismo y amplio ras.

Y vi que en el bisiesto de esa era

Al cabo y cada vez giraban más

Los lutos de infinitas primaveras.















AL AMANECER


Se diría que sólo al despertar

Seguir pudieras a pies juntillas ese sueño.


Mi habitación no tiene ventanas; tengo otras que admiten esos espesores aun al punto de revelar toda encerrona probable, pero prefiero ésta para amanecer bajo un cielo que desde sus raíces se eleva hasta su bóveda, la prefiero con todo y que sus paredes me rodean hasta rebasar el cielo raso; la prefiero, sin duda, puesto que finalmente su ventana, por virtud así también en su extensión le comprendiera, no es sino el mismo marco desde el umbral, con ese batiente de hierro que se ajusta ruidosamente al quicio.

Ayer llegué después de la medianoche, rodeé la casa, abrí la verja del jardín y subí las escalerillas sin siquiera demorarme en el ritmo de mis pasos. Ya sobre el azulejo de la terraza, vi la puerta entreabierta, al límite de cierta oscuridad que parecía repetirse hasta el fondo. Quise espiar al través de esa notoria arista, ver acaso lo que nunca antes me imaginé determinar desde adentro, mas en ese instante me contuve detrás de las manos. El misterio, que era el no saber nada más allá de su misma invitación, me conmovió hasta colmar mis ojos.

Me atreví después de lo que pudiera faltar, y entonces al hundir la puerta, detrás de la mano en que confiaba, por primera vez escuché rechinar la hoja del mismo modo que desde el interior se oían a menudo imaginarios engranajes, pero sólo así. Aún a la intemperie me volví sobre la noche que se suspendía de otros hilos, y también en las invisibles nubes parecía postergarse lo que en sí se concentraba, mientras apenas las ampollas de los postes persistían en contrariar el silencio de esa certidumbre.

No me contuve, no más de lo que de suyo era el mismo móvil, ningún otro amarre me retenía a la perplejidad. Pesadamente el cansancio parecía atraerme a su centro. Entonces pasé. Adentro me anduve a tientas, como si sólo por vigor del mismo cansancio pudiera prevalecer allí. Hallé la cama sin tropiezos y me eché sobre sus pliegues. Tendida, en el entrevero de dormir y despertar, sentí la apacible brisa que cruzaba el vano. No sé si el dilema se decidía en extremar sus modos, pero así soñé justo lo que también me despertaba. En ese trance, como en un punto apenas, comencé por la explanada de un alivio distinto e inasible. La vida se me figuraba que gozosamente partía de ese ombligo y que sus progresos eran atemporales del todo. Sentí, porque insensible bajo mis costras no lo soy, que vivía conforme mis atributos prolongaran los sentidos, excluyendo así cualquier pálpito alegre que me cohibiera entre sus tumbos, dado que más bien un pulso íntimo me animaba en el reposo. No puedo hablar de tiempo, ni de una gota siquiera suspendida en la canilla. Sólo sé que el alba entró como la brisa y que con lentitud iba encandilando mis ojos.

Tras despabilarme, descubrí que me había acostado al revés, con los pies en la cabecera de mi cama. Muchas otras veces había vuelto entre los afanes de llegar al fin, pero sólo entonces tuve esa visión cuyo privilegio ampliaba el arco. Dado que mi semblante es melancólico, sucede que a cada amanecer se me figura que bajo cada amanecer se amparan todos los enigmas. Ayer todo comenzaba a discurrir según cierta sucesión, pero de un modo que inaugural ciertamente así lo fuera. Desde donde estaba acostada se veía el horizonte abierto en sus primeras luces y, de repente, un jabillo que cortaron dejándole al tronco (aunque por porfía de su savia los nuevos brotes revelan desde muy dentro el esplendor de un verde vivo). Me preguntaba al verle allí, tan sereno como en otras madrugadas, por qué no vislumbramos sus retoños en cada avance, sino que sólo coloreamos cierta frondosidad cuando se mutilan recortes verdaderos.

Fue ayer, ya lo dije. Subí al alcázar, ya lo dije. Me tendí de bruces sobre el colchón. También me dije que mañana sería otro día, lo dije ese día; lo dije ayer, como si lo dijera antes, acaso como si lo dijera antier. Mi perro dormía en su cubil. Mis ruidos habituales en la verja no le despertaban nunca, porque tal vez soñaba en ellos y a la manera de mis manías. Galateo... Galanfredo,... Agalán, Galanto... Galaterí, Galantepiyuelo... el rumor de callar su nombre real podía al cabo combinarse en todos estos modos, y acaso porque también eran soñados por mi pastor. Subí las escalerillas de la terraza, ya lo dije, y arriba me dije también que se me antojaba dormir todo el día: pero, cuál día. Ayer lo dije, ya lo dije.

El sol iba redondeándose a lo lejos. Sin querer dormir más, pensé demorarme en la cama igual que en otros días. Sin embargo, mi perro subió a la terraza, traspuso la puerta que ningún aliento había cerrado: como lo hiciera la apacible brisa, como también el despuntar del sol, como el reverdecer de esos brotes y como él mismo sobre sus pasos hasta mí. Entre fauces amorosas tomó mi mano y tiró de ella, convidándome a ese nuevo día que para él parecía ser el día de todos los demás días. Me dejó entre cabriolas para convidarme un poco más allá, al borde de los azulejos. Por un instante lo vi allanarse al horizonte como si en esa ronda él reconociera alguna inmensidad, y aun de ese modo se conformara con la espera. Le vi allí, en esa impresión que convienen los animales, tal vez porque a pesar de moverse como nosotros ellos se repiten entre la singularidad de sus corpúsculos y sin que haya menester ahondar en la superficie de ningún espejo. Al levantarme fui descubriendo un don que era propio de sus pausas y sus agites. Un don que por primera vez yo no sólo apreciaba delante de mí, sino que era para mí especialmente profético.

Le vi desvestirse del frío; exponerse con alegría al sol. Su pelambre hirsuta entre mis palmas; sus orejas enhiestas según el interés de cada una y sus ojos despabilados como si los abriera durante noches de prodigios.

Hoy, en este mismo lugar que por una puerta se abre al mundo, hago tabletear a la máquina furiosamente. Desde luego que unos caracteres se marcan en el papel como la misma serie que tanto repaso hasta agotar los márgenes y el ritmo. Sin embargo, a la mitad descubro que aún faltan palabras (otras palabras), y que un vacío raya cierto borde frente al cual las manos se entumecen, tan ateridas como si dentro otro vacío no consiguieran más medios.

Trato de adivinar lo que mi perro piensa; es decir, lo que dentro de su cuestión implica. Le indago en los ojos vidriosos, en la punta de sus bigotes divididos: no para pretender los memoriales que bien pueden referirse en unas páginas numeradas hasta el final (o más bien hasta la mitad), tampoco le asedio para prevenir huellas que se detienen en sus patas, porque así pudiera hacer ver, sólo por virtud inaplicable, lo que detrás de lo que ignoro se esconde bajo esos mismos afeites. Mis parientes le reseñarían apenas con decir que es un cánido que ladra a quienes no les reconozca mis formas y costumbres.

TAC TAC TAC, prosigo después de trasgredir la cesura, pero era como si la rueda se arremolinase hasta quedar muy trabada entre mis manos. Al detenerme en la frase de ayer: “Dado que mi semblante es melancólico, sucede que a cada amanecer se me figura que bajo cada amanecer se amparan todos los enigmas...” pues hoy que prosigo, bien pudiera pretextar que fuera ayer, pero la luz menguante borronea la página con la misma enjundia de grabar tales letras allí. Veo que ya no se ve mucho, que se ve menos de lo que podría escribirse incluso en esa página. Tal vez al tacto de las teclas se puede procurar un indicio entre lo que, de ayer a hoy, se me extravía, pero ni eso me confiere cierta clarividencia. Saco la página del rodillo, le pongo en el legajo e incorporo otra inmaculada que ajusto como se debe. Antes que el curso ordinario de lo escrito, esbozo el énfasis cumbre del relato. Empiezo por combinar palabras previas y luego me precipito sobre mis dedos, atropellándolos en virtud de su propia resistencia: TAC TAC TAC...

Él, como una esfinge inescrutable, yace a mi lado, escuchándole a la maquina quizá lo que en su alfabético curso ya él conoce, y mascullando para sí esa silenciosa omisión que me propulsa hasta el final. Lo veo absoluto y presente, tal como ya lo veo desde que lo viera de profeta, pero sólo así.

TAC TAC TAC TAC TAC TAC TAC TAC TAC TAC TAC TAC TAC TAC TAC TAC TAC TAC TAC TAC TAC TAC TAC TAC TAC... etc.:

...Así que prefiere ir a ver el cielo. Al través de esa misma puerta quiere fisgar el crepúsculo, incluso más allá de las nubes. Va a la puerta, la abre toda de un tajo. Ella sigue prendida al recuerdo de sus dudas, cree ver que amanece en esa tarde de hoy, como en otros días también amaneciera. Cree sentir que en el revés aterciopelado de sus carnes repunta el mismo cielo. El mismo cielo que se viera en una remota luna de arena; el mismo detrás de la puerta que se cerrara bruscamente; el mismo cuyo oscuro tesoro se repetía como si el espejo dentro de otro espejo muy profundo remarcara el quicio.

Cuando el batiente retumba (ya no en el ruido de lo que tantas veces se cerrara, sino en las cadenas de ese tesoro oculto), entonces el perro la mira como si fuera ella la esfinge que evita la pregunta insoslayable. ¿Cuál pregunta? —se pregunta entonces. TAC.
















GARABATOS


He oído que al prolongar una línea, arbitrariamente enredada entre los cruces de sus recodos, se puede al cabo detener el lápiz en un extremo por el cual se tire de la madeja entera. Salta de la estampa (eso dicen) fantásticos planos que aun con tal caligrafía nunca se les hubiera concebido a propósito. Yo ya había rayado muchos folios sin ningún suceso. En vano iba perfilándole a la línea ciertas inclinaciones propias de mis dibujos estudiados, o sucedía a veces que el misterio se entrecortaba según la sinrazón de los impulsos. De cualquier modo, nunca pude devanar una hebra como los demás hiciesen con sus lápices. Había como un resorte, más automático si se le pudiera suponer así, que trababa mis dedos o los obligaba a especiales alternativas.

De quienes solían ufanarse entre rubores, muchas veces escuché una metralla de adjetivos que venían a rubricar sus propios garabatos, pero yo sólo veía, además de una sopa de fideo para cada cuenco, exactamente lo mismo que con exaltación todos tergiversaban más allá de sus hojas. He de convenir, eso sí, que mis tentativas fueron privadas y por lo mismo no denosté nunca de aquellos ejercicios, sino en privado. Tampoco mis limitaciones eran un acicate que me instigara a contrariar cualquier medida, porque nunca estimé en mucho que oropeles ajenos pudieran encandilarme como el oro.

De unos de los chicos, cuyo arrebato le hacía notar bastante, escuché decir lo que más o menos pudiera recordar de este modo: “veo allí a una doncella iracunda que increpa a las tropas invasoras; veo que carga en su brazo rezagado un halcón y que con el otro se aferra tenazmente a un árbol ya trunco por la artillería. Veo que la voz le sale desde las mismas entrañas y que el cabello como una diadema retiene en ella la fiebre que les ofusca a todos. Sí; vislumbro, eso desde luego, que aun para dibujar a tientas somos perspicaces. Ahora lo detallo así.” Otros eran menos imaginativos, pero igual todos podían enredar cualquier significado entre esos espirales. Proliferaba entre la matrícula la afición que se le escondía a los profesores, y casi se pudiera decir que era como si cada uno dibujara sus ases para venirlos a combinar secretamente en los recesos.

Se hicieron tantos garabatos durante aquel delirio, que bien se pudiese con todos ilustrar los excesos menos historiados. Lo que es más, no era insólito conseguir el facsímil de uno célebre ha mucho, por lo que era muy común pleitos sobre plagios, como común era ya suponer estilos divididos según ciertas consideraciones estilísticas. Bullía en ese entorno toda una academia que los profesores quizás corroboraban inconscientemente en las tareas del curso ordinario, pero tales límites fueron extendiéndose sin que los mismos propugnadores del secreto divisaran un propósito en esa expansión. Aquella ceguera de los tutores no horrorizaba a nadie y era tan propicia que todo parecía tener el cariz de una repetición remota; como que no hacía falta que los ojos prolongaran balcones, escaleras y rellanos.

No obstante, sucedía que por muy distintas las rayas podía correrse el riesgo de que ciertas explicaciones se compartieran en rigor, incitando a los partidos a otras controversias. Incluso con el tiempo algunos vinieron hasta mí con la esperanza de que yo dirimiera un caso al que ya pocos le recordaban un origen verdadero. Como con justicia se me consideró el mejor dibujante de la clase, y este encomio provenía de un veredicto general, mis compañeros de graduación, entonces engolfados en una secta, esperaban de mí la ecuanimidad y el criterio. Al tiempo que todos rogaban que me les uniera, no dejaban de prometerme mi señorío. Mis dibujos se presentarían en virtud de patrones incuestionables, así las demás estampas por fin iban a tener un código, y ya no iban a sucederse por la distensión y despilfarro de la inquina.

Por supuesto que había quienes me menospreciaban solapada o abiertamente, pero la mayoría me envidiaban con por interés. No niego que para algunos era una curiosidad psicológica ver en mis garabatos lo que tantas veces vieran en mis copias griegas. Sin ridiculizarlos, decliné en lo absoluto, y todo aquel museo se deshizo poco a poco. Las estampas se seguían combinando, pero a razón de una pérdida que no podía registrarse hasta que el cero rayara también su garabato. Todo fue disgregándose entre los ejemplos más célebres de la escuela. Apenas con mi negativa se desencantaron todos. Se me figuró que aquella conspiración daba de tumbos hasta que al fin el tirano abdico a favor de ella.

De seguro no hubiese contado esta historia si los hechos se iban a detener en las palabras. Antes bien, ocurrió que mientras oficiaba los exámenes de mis alumnos, vi que uno de ellos copiaba de su compañero las respuestas, y tan exacta era la copia que la caligrafía parecía duplicarse sobre un solo papel. ¿Qué otra fiebre reducía a estos dibujantes, que yo recordaba sin variaciones? No amonesté a ninguno de los dos. Tomé una hoja en blanco de uno de los cajones, la tendí en el escritorio, y a tientas se diría, siempre mirando a mis alumnos, cogí un lápiz cuya punta azul parecía terminar en nada de tan afilado como le dejé. Empecé por blandir el lápiz con el que arremolinaba el vacío. Qué hacer con la esgrima bajo la cual me amparo, iba interrogándome cada vez que refrenaba la punta en algún estoque. Suspensivos puntos me dilataban detrás de esos movimientos, hasta que vi en el límite de mi puntería que el folio en blanco reverberaba al sol, porque la luz, filtrada de los visillos, no la retuvo la oblicuidad de sus barrotes. Casi dejé caer el lápiz cuando sentí que el hallazgo me atraía a su mismo vértigo, pero fue en la empuñadura donde me contuve.

Sentí que mis circulaciones me convidarían a una transfiguración que topar pudieran los golpes taquigráficos de un aprendiz. Hinqué la punta y dejé la línea, que iba extendiéndose sobre el papel, guiar mi mano como si fuera ésta el obediente vagón de una maquinaria que lentamente echaba andar. Ni siquiera pensé en aquel antiguo torneo que bien puedo describir con otros trazos, sino que la línea parecía de a poco adentrarse en su misma antorcha; doblaba, subía, bajaba y sin detenerse iba precipitándose a un ombligo que al cabo alumbraría el trayecto entero sin salir del plano. Tampoco pensé en la explicación propiciatoria, sólo dibujaba con la misma arbitrariedad que ya mis alumnos en sus exámenes procuraban subvertir.

Me detuve al fin. Fue como si mi mano despabilara de repente. Abrí mis ojos entornados y allí estaba un nido que abrigaba pichones hambrientos. La línea al principio era débil, parecía aletear sin descarrilar sus alas, luego giros y giros, de pronto el nido se hunde entre espinas y entonces, no en el nido, tampoco en los pichones, veo que a una raza hostil se le revela una profecía: miles de vidas se coagulan como las misma piedras que las estorban… salen y entran todos, tratando de prolongar de sus grises un verde que antes con tijeras fue podado. Las copas de los árboles se reflejan en los cristales, como si allí, a tientas, tales ramas buscaran en vano los frutos de sus espejismos. Nadie veía las hojas sino en los pulidos cristales, y desde dentro no se veían ni las hojas de los escritorios, apenas los lápices en su tarro se coloreaban como camaleones invisibles, y afuera el saliente de la azotea sobre la cual los brotes de un nido y detrás del nido vuelven las espinas y también la veleidadeees del tráfico que se traba como engranajes. Las aceras ven correr entre sus ranuras el vital rojo de la muerte, viven quienes se postergan en el pánico y mueren así, sin advertirlo, quienes a otros asesinan. Un inocente entre los vapores perece en la calzada, todos se vuelven al cielo, mas el cielo se contiene en su diluvio y debajo los teólogos sucumben; reza el mezquino y también el cruel, y otro inocente entre los vapores perece de nuevo. Se cuelan las lágrimas entre las alcantarillas y apenas la sal condimenta tantos recodos y remansos. ¿Escombros bajo el refulgente sol? ¿Paraguas y sombrillas bajo las cuales todo el mundo va a tientas de sus pecados?

Recordé, detrás de esa madeja, cómo una chica de la clase me incitaba al vuelo del pincel: ‘sólo garabatos sobre lo que aún no se ve, ¿viste?’ ‘Pues sí, le hubiera contestado en privado, lo intenté un tiempo, pero me parece que plagiaba mucho al Apocalipsis, y repetirlo para emularle ya es bastante malo.’

Al terminar la línea, veo que la punta del lápiz encalló en el Apocalipsis de un diccionario bilingüe, fue como el botón es al ojal, quién puede desnudarse hasta sus huesos si tan lejos del paraíso le abraza otro candor. Ya no veía el nido ni los pichones ni las espinas ni los vidrios retratados en el correr de sus cataratas, tampoco el mundo de esa esfera, sino un cuenco repleto de fideos como para un ayuno. Veo que mi mano no dejaba de temblar en esa esgrima. Veo el examen duplicado que ambos estudiantes ponían en mi escritorio. Tenían razón aquellos compañeros que me invitaron a su propósito rebelde; sólo que cuando de chico intenté una agudeza similar (entreverando vueltas al papel mientras que con el mismo lápiz iba dando tumbos), llevaba entonces yo unas gafas pretenciosas, que sólo por oscuras combinaban con mi ardid y no los ojos lúcidos de mis efigies griegas.

















EL DISCURSO


Todas las voces se escuchaban en un susurro general. Desde lo alto de la platea se veía a cada pequeño grupo congregarse alrededor de sus predilecciones, prolongando escalas en los pasillos. Aunque no faltaba quien intimara silencio con un silbido ocasional, los temas iban variando de un tono a otro hasta volver a ese zumbido que no decía nada y que, sin embargo, tenía la diplomacia de extenderse indefinidamente.

Apenas había llegado un cuarto de quienes asistirían en el asedio de sus galas, pues pudiera decirse que desnudos no irían más incómodos ni que un orgullo pleno pudiera bordarlos mejor de como allí quedaran. Pocos, eso sí sin dejar de parlotear, ya se habían acomodado en sus lunetas y otra minoría más impaciente se disgregaba en paseos silenciosos y solitarios. Los chicos, en contraste, iban urdiendo un universo muy diferente a los ecos que languidecían desde sus mayores. Sabían que se les impuso un régimen estatuario, sin duda porque se apelaba a alfileres más tenaces que los pellizcos. Pero, sin desacatar las formas, sus voces igual eran vivaces todo el tiempo y sus huellas sobre las tablas se combinaban con asombro y naturalidad al mismo tiempo. Se les veía a unos comparar sus lazos o a sus puños entre amenazas y ademanes. Las chicas preguntaban todo lo más y lo hacían como si de antemano el cuestionario tuviese todas las preguntas de cada una de sus respuestas. Todos sonreían sin recelos ni afectaciones y casi todos exhibían por lo menos un diente faltante que tampoco carecía de brillo.

Allí, sin otra conjetura que la misma realidad, pudiera decirse que se debía aguzar un oído muy refinado para discernir un umbral entre los adultos y los chicos, pero no con menos vigor pudiera sostenerse que lo que se escuchara iba oírse de un modo tan incontrovertible después de todo. La bóveda se ahuecaba en un etcétera de muchos años, y de lo que se dijera siempre había cierto inalcanzable sentido que, no obstante, bien pudiera comprendérsele en su origen.

Los regaños, al igual que los silbidos, saltaban ya de cualquier boca, e iban acompasando ese ritmo que crecía según ya otros concurrentes se allegaban con sus propias pretensiones. No empecé por deciros qué temas pudieran reconciliar grupos separados, ni aun se me ocurrió advertir qué geometría particular libraba aquí su ley. Simplemente poco a poco el tumulto había crecido casi al ras de un silencio venidero que apabullaría quizá como su prólogo, pero los chicos no temían callar ni menos aún desafiar el silencio en el límite de la obediencia.

Arriba, sobre las tablas, una maestra acomodaba algo del podio, de cierto unas páginas escritas por alguna de ellas. Se le veía tan concentrada en ello y tan distante en su única dimensión que todos fueron callando como una cascada que se precipitase a lo contrario. Los que aún no habían tomado lugar se volvieron, asiendo de las muñecas a sus hijos; y apenas se escuchaba las pisadas entre toses y bostezos apagados. Yo los veía a todos desde arriba y hubiera jurado solemnemente que todos ocupaban su cifra, salvo porque sólo de pie yo lo hubiera jurado en verdad.

Vuelve a quedar solo el escenario y de súbito, entre murmullos apenas difundidos con señas, se escucha que alguien más viene al centro de las tablas. Los chicos recuerdan su nombre, citan una anécdota o simplemente se demoran en explicar a sus mayores que es un compañero de ellos, circunstancia que aviva las voces hasta que el orador se allega a sus páginas con aplomo. No dice nada aún, vuelve a igualar el legajo que su maestra acomodara allí, y al cabo de otra pausa comienza a leer sin apartar sus ojos de las palabras escritas. Todos los otros chicos le veían, como desde muy lejos, mientras profiere su discurso. Hablaba sobre un término de experiencias vividas y sobre los buenos augurios que se formaban, y lo hacía con una voz pareja que recorría las palabras sin apresurarse en sus curvas. Por un instante, no oí más que sus palabras en aquel recinto, y era como si las dijera a solas, o como si yo las escuchara al oído.

La infancia es misteriosa, antes del nacimiento incluso. Al crecer decimos que fuimos tales o cuales niños, que nos parecíamos a estos o aquellos parientes que ahora distinguimos por sus nombres, pero sólo en la memoria podemos tener la certeza de un monopolio ya pasado. Al crecer, como los padres sentados allí, el misterio es doble como un eclipse dentro de un huevo. Lo común es que se determine la comba, la coloración tal vez, y nada más.

De pie, en lo alto de la platea, veía en los otros chicos un recato que ya los confinaba como a un fósil. En ellos la infancia no difería mucho de nuestros prejuicios, era supernumeraria, sí, pero repetida casi siempre en los modales. En cambio, el pregón de aquella voz quería decir más de los que le hubieran escrito a propósito. El modo de dirigirse al podio traía consigo la trayectoria de esas huellas insulares. De seguro se había ensayado aquello y la recta se le había trazado desde el principio, pero cuántos recodos dejamos de intuir de lo evidente. Yo le vi llegar al podio, corroborar las estampas y leer. Y aun en ese orden, señalado por los avatares de un plazo que se rememoraba para todos, él era tan diferente a los demás, cuanto que el enigma era el mismo e indiviso. La bóveda se ahuecaba en un etcétera de muchos años, ya lo dije, pero de lo que se decía allí sólo se podía determinar una comba impoluta.

Allí un muchachito leyó ante una multitud su primer discurso, difundió en el aire la proclama que los convocaba a todos, a seguro siempre de su voz serena, y entonó las líneas como si ese montón de oídos, domeñados por el silencio, no pudieran ya concebir otro género más explícito. Dijo y habló de cuanto dijo, y el asombro al fin dividió todas las lunetas como los números en el revés de tales lomos. Alternó cada sílaba complicada entre las que bien pudiera extenderles a las otras el progreso. Se escucharon "x" como el leve rizo de un xilófono o lúcidas “z” que principiarían al derecho la cartilla. Y luego el agradecimiento de una españolizada coda, detrás de la cual pululaban las formas castellanas de tantos otros ilustres folios. Los aplausos se arraciman a las palmas y en el aleteo las palabras se vuelven escuchar hasta colmar los ecos. Pero nadie más las oye, sino que las hacen diferir sin saber cuál de las palmas prorroga el punto final.

Los otros chicos despiertan del trance y otra vez vuelven a sus modos. Un jardín con sus criaturas. Entonces, recuerdo las pataditas en la panza, la canastita de mimbre, la primera manta, el rebozo exquisitamente bordado, y justo el balbuceo que recuerdo, sí, lo recuerdo también…




















FILIBERTO


El nombre es obligatorio y el seudónimo voluntario.” Es siempre genuino ir a esa bandera, y como no le hondeemos para rendirnos, entonces podríamos revelarnos mejor delante de nosotros mismos. Por ejemplo, sobre un promontorio de cascajos ser el héroe de nadie. ‘Otro certamen, que es apenas un seudónimo más’, me dice Filiberto, pero se me figura que ya no lo dice mucho en su nombre, que con bastante denuedo se lo viera a él siempre en estas fugas. Se vuelve y lo repite como si al cabo ensayara cierto remoto acento, de cierta remota tierra en donde la gente con desdén sólo conoce del otro la forma como éste pretexta sus apodos.

Luego juras y perjuras que te acoges a todos los ordinales de las bases, mientras que en la esgrima cardinal de un reloj te demoras, y ya. Si no ganas el certamen, pues nada, pones una cara de asombro y te sorprendes menos.” Lo sostenía con tanto énfasis que parecía no carecer en absoluto de razón. Cierto que el hombre fomentó mi interés cuando ya él era un oficiante que no se regazaba de sus modos, pero recién echo de ver otra intriga que quizás no se pueda siquiera imaginar tan fácil.

En primer lugar, le sigo para escuchar sus arengas, y cuando creo que ya estoy encaminado, entonces, de repente, él elogia una supuesta ventaja mía que sí noto al ir detrás de él. Si me rezago, él ya habrá venido a susurrarme un esfuerzo que por contrario me involucra. Tal vez ya quiere perderse en el laberinto, bastante resignado se le puede notar alguna vez, pero de fijo que la soledad le abrumaría cualquier deleite.

Filiberto señala cada intento con seudónimos muchos más literarios que los míos. No sé qué historias envía, pues ninguno se ha confiado la literatura del otro, pero sospecho que me plagia, puesto que las líneas que yo también encubro con similares veladuras están inspiradas en su vida, una vida que por lo demás apenas conozco. Ninguno de los dos a este respecto somos originales, y el as de una suerte así se extravía en las mismas mangas que lo esconden.

Cuando me dijo que se llamaba Filiberto lo escuché por primera vez, tenía entonces una voz tan comedida. Y ahora que le escucho, según su ambición de siempre, se le oye ya muy distinto; y aunque los matices, desde que lo conocí, se han espaciado de modo imperceptible, precisamente hoy, al repetir sus razones tantas veces argüidas con su propio sacrificio, le escucho hueco, como si la voz le hubiera vaciado todos estos años y ya no tuviera que decir sino su nombre. “Otro seudónimo más y qué más da”.

Creo que Filiberto fue su primer seudónimo (o al menos el primero que se le escuchara tantas veces); así que tras quedar a las claras en su ángulo obtuso, ningún otro trance iba prolongar s secretos, ni por muy distinto que fuera su nombre real ni porque careciera de apellidos en el Registro Civil.

Ahora le veía azorado entre ademanes que se ahondaban en sus arrugas; le veía seco, sin apetitos en sus ojos. Apenas un profeta del que yo ya había escrito una biografía entera, excepto porque su intrascendente nombre faltaba en cada línea.

Oye, se me ocurre escribir sobre ti. Qué te parece, pues algo de mí tendría que decir también —me dijo de súbito el muy ladino—. Con tu licencia, por supuesto. Ya se me figura que seríamos biógrafos enfrentados como dos espejos. Es que al ganar (que esta vez sí engarzo una garza verdadera), nunca se diría que escribí a tus espaldas —sentencia finalmente, quedando incluso sin su nombre de pila.

El as lo cogí yo sin saberlo, y así lo portaba como emblema. Siempre escribí de mi rival, y lo hice más allá de lo que me desvelaba el sueño. Siempre supe (también sin saberlo acaso) que nunca iba descubrir mi nombre frente a un favorable tribunal. Así que también me ocultaba como un tal Filiberto; tal vez muy distinto, pero con las mismas nueve letras sin duda.

Muchos se inventan el mito de haber rescatado sus obras maestras del fuego. Yo, en cambio, las he enviado deliberadamente al fuego de muchos certámenes inútiles, donde, según dicen, queman los legajos por alumbrarles un camino que pueda leerse más adelante en una mano o en un nombre desconocido. Quién sabe si los seudónimos, en suma, nos descubren más.



NI SIQUIERA



Se escuchan las bocinas arremolinadas en el nudo, y a lo largo de la calle los carros se suceden en un ritmo demencial. De pronto empieza a disolverse la traba, y todos reanudan la expedición como un trenecillo interminable. Dan ya las doce en punto. El sol se curva en el cielo y las nubes se diluyen en el vasto azul. Caen dos terrones de azúcar a la acera y se separan y se detienen en sus quilates. Un chofer se concentra en esos cubos, y entonces se abre una fisura entre su carro y el carro de enfrente. Acaso un relámpago venido de quién sabe qué cielo encandila el orbe. Transeúntes aprovechan para vadear hasta las márgenes de otra ciudad tan parecida y cercana a la que dejan del otro lado. Vuelven las bocinas, y el hombre, casi vedado por sus quevedos de carey, echa andar de nuevo, y otra vez el trenecillo interminable. Mucha gente afuera prefiere esperar otra fisura, así que las opuestas procesiones se reservan en sus movimientos. Cuando vuelven a encallar los carros, entonces todos los que iban a cruzar lo hacen en distintos eslabones de la cadena, acaso porque no hubiera pórtico, acaso porque el calor de los motores cede una dimensión más profunda al tiempo que imposible.

La calle es más que angosta, apenas encauza lo que a diario acarrea sus engranajes. El fósil de una época dilata sus fideos en la calzada; truncas curvas en vano coinciden a sus rectas y rectas a veces doblan en las esquinas. Nadie se pregunta si ese hierro acaramelado lleva consigo un designio que no se detuvo en los tranvías. Nadie se pregunta por ese color de luna dividido en esos surcos. Nadie ve ese brillo que cada día se mella bajo el peso de tantos ciegos, ni ya nadie se tropieza con lo que seguirá allanándose a una dimensión profunda al tiempo que imposible. Sólo se ven los carros, unos detrás de otros como escarabajos de colores.

El chofer se propone no distraerse de la matrícula siguiente, sino que fija la vista como si lo hiciera de nuevo en esos terrones de azúcar, pero el calor le rodea con las mismas extensiones del aburrimiento. Trata de memorizar la matrícula en diferentes combinaciones que al cabo pudieran postular un código distinto, pero tales números y letras se desdibujan ante sus mismos ojos. Renuncia a un régimen que le mortifique, porque de cualquier manera las bocinas le harían volver de cada digresión. Al ver por su retrovisor advierte al otro chofer, cuyas manos se atenazan al volante como si fueran las suyas en el volante suyo. Si bien no distingue aquel rostro bastante velado por el destello del parabrisas, supone que el otro igual debe estar prendido a una mnemotecnia que lo fije al momento tal como las manos se fijan a sus círculos. No quiere imaginar que también es acechado con las combinaciones de su propia matrícula, así que prefiere ver que acontece detrás de lo que pueda memorizarse. Un poco más atrás, cerca de un poste arraigado a un túmulo de basura, ve que se reclina un vagabundo. Aquel anciano desmigaja unas sobras con sus pulgares gruesos y curtidos. Por mucho que examina el manjar, no consigue verlo tan pulcro como el vidrio de sus ojos es capaz de reflejarlo para nadie. Nada al parecer le distrae de sus pesquisas. De pronto se lleva una porción a la nariz y la olfatea como si con fruición la hubiese de comer a través de ese mismo conducto. Vuelve a sonar las bocinas y apenas serpentean los carros. Ningún otro transeúnte, a lo largo de esa acera, advierte al barbado comensal, y aun así lo evitan puesto que su pestilencia agiganta ese túmulo del poste. Aborrece otra vez del bocado y arroja lo demás al suelo. Se sacude las migas de su barba y luego la atusa con cierta afectación. Un muchacho, que viene corriendo desde el recodo, también lo evita en su carrera. El viejo lo increpa, pero el muchacho sigue como si nada, mientras lleva un relicario ricamente repujado en arabescos. Al llegar a la otra esquina, dobla hasta la segunda tienda donde se detiene en seco. Su patrón desde el umbral, un viejo de ojos vidriados y cenizosos, lo mira por encima de los lentes. Dice algo en su idioma vernáculo, a lo que el muchacho asiente, señalando la avenida dos cuadras más abajo. La avenida apremia otra circulación más densa. Allí un mendigo, tan parecido al otro como si fuera su gemelo, ha intentado vadear la calzada en varios puntos durante horas. Prefiere ir al semáforo, y los pies, antes que sostenerlo, les desbaratan la figura. Trastabilla entonces, y de través da con un carro que lo embiste mortalmente. Suenan bocinas; se vocea en el semáforo la urgencia que de repente aglutina espectadores para un anfiteatro. Una mujer cruza la cebra de prisa, como si la cabalgara en pelo, evitando ese horror entre quienes tanto se demoran en describirlo y comentarlo. No quiere ver atrás. Sigue adelante. Sube la acera y sigue derecho, sin detenerse a reparar en los testigos. Quiere saber menos del asunto. Ya la gente, un poco más adelante, nada dice, como si repitieran su propio silencio y no lo que ella sí calla. Cruza una vereda que se hunde a tientas, y sigue su camino sin apartarse de sus propios pasos. Se apresura a rematar la esquina. Sin siquiera ver a los lados, cierra por fin esa manzana. Dobla hacia el poste, pero de súbito recuerda el pastel de la panadería, las tazas de café infaltable. Al volverse hacia el soportal, topa con los terrones de azúcar que aún no caen de sus palmas, sino que...

Eran sólo dos terrones de azúcar. Y aquí abajo quién sabe con cuántas caras el poliedro se muestre más hipócrita. Mira. Sí bastante se le ve brillar. Milagro que los cubos conserven aún su suerte. Mira cómo se distrae ese hombre en algo que empalaga, se me figura que ningún dulce de la infancia le sazona su memoria. Aunque lo mejor sería que se atenga a su volante. Bastante desabrido se le ve y con la boca abierta, como si bostezara para siempre. Oye, déjalo ya. Qué prendido sigue a lo que quizás oculta dentro de sí. Justo allí se abre una grieta, aprovechen todos. A él ya no le queda más que esperar a que la impaciencia no lo carcoma. Y los demás choferes que esperen también, nacieron para el tráfico de esta ciudad. Ahora todos se atreven al cruce, un río de pasos... ¿Eh? Agradeced, transeúntes, que mi ley ofrece el vado, ¿acaso mi azúcar no dulcifica el momento? Vaya, parece que el pobre diablo tendrá que conformarse con este caleidoscopio. Ya lo puedo ver desde esta otra acera y se ve igualito, sí, del otro lado el mismo perfil; acaso entre el dilema consigue su salida. Al frente otra vez la fila de matrículas interminables, le queda eso por de pronto, y tal vez no una multa que le levanten hoy. Al frente, hombre, despabílese. De seguro ya no se rezaga más. ¿Viste lo muy prendido que está a su volante? Y ahora espía por el retrovisor, qué hombre tan distraído éste, pero con todo no permitirá otra grieta delante de él. Qué quieres, hombre; pues te persiguen muchos en la fuga, y en ese punto de fuga te haces un escorzo... sí, debe ver aquel mendigo, vaya que se parece al de la otra cuadra, ¿al de la avenida? Es el mismo. No, no, no. ¿El mismo? Cómo se te ocurre. El traje no parece que antes lo tuviera tan almidonado. Además qué resurrección pudiera comprometerlo con otras fachas un poco más informales. Ahora falta que el muchacho lo tropiece. Mira, si los jóvenes tienen muchos ojos, ven por todos lados. No sólo al mendigo ve en su camino, sino que lo elude como si lo viera en otros muchos trances que estorbaran otros muchos pasos. Algo llevará entre sus manos, porque las junta en “algo”. Y mira cómo corre y dobla y se pierde quizá para ver y rever con una lucidez que no se aclara. Adiós, Tiresias Maratón, persigue tu destino en cada paso. Vamos a subir ya, que tantas bocinas pueden incitar otras bocinas, y así hasta las trompetas del Apocalipsis. Con esas trompetas ya se pudiera tocar un solo formidable. Qué pesado día el de hoy en día. Subiré. Me daré un baño de agua friísima, más bien refrescante, perfumada, eso sí. Y llamo a Elena, es que no lo va a creer. Qué cosas, cuántos años. Esta cerradura con un truco que a cada giro se complica y luego que abre como cierra, y luego... Sigue, paso a paso. Al ascensor. Quién se le ocurriría estas chapas alrededor. Ni Narciso se recogería a reflexionar aquí, aunque ascendiera en su embeleso. En un ascensor, que suba de prisa... y entonces son posibles unas huellas ya muy hincadas en la oración... que si de bajada, leve todo lo más como yendo al cielo. Qué cosas tienes. Cuatro y 5, luego el 6 y por último el siete. Éste, como el cinco, es primo de otros primos. Abrid cuadernas, y se abrieron, como si no se hubieran abierto nunca. Qué tal el himen. A ver, mejor llamo a Elena de una vez. Mientras más rápido se lo diga, mejor puedo reunir esas impresiones, porque, si no, ya ni sabremos de qué estaremos hablando. No bromeo... Oye, ¿no es mi teléfono el que suena? Date prisa que la llave en el giro te remeda. Quién será. Mejor es preguntárselo a quien sea, ¿no te parece? Ya. Y yo que pensaba llamar primero, y ahora quién sabe quién y con qué asunto me demora... Apúrate.



Aló. Sí, soy yo. ¿Elena? Mujer, si eres tú. Cómo no sorprenderme, tantos años. Cómo estás. Sí. Me alegra. Pues bien, y alegre como ya lo dije. Sí. Vaya qué estoy conmovida. No sabes desde cuándo... y hace un instante apenas, porque debes saber que... Mira cómo son las cosas. Vengo de la calle, al entrar cogí el tubo, de veras. Escuchaba el teléfono desde el pasillo. ¿Ya te ibas a rendir? ¿Cuánto le has marcado? Vaya, que te atiendo de casualidad entonces. Pues no me vas a creer; te iba marcar, de veras... así de sorpresa. Bueno, tu número me lo dio Luís. Pues Luisito. Además, cómo iba saber que también tenías mi número. Oye, quién... ¿También Luís? Vaya, así que a cada cual le dio el número de la otra, y sin que ninguna lo supiera. No se le quita lo misterioso al hombre. ¿Apenas te lo dictó en el metro? Bueno, bastante atareado estamos en este tumulto. Tengo ya unos meses acá. Sí. Como seis, más o menos. Sí, porque el tiempo es mensual o no hay como cogerle orilla en cada año. Bueno, pasan que son tantas cosas y tantas al tiempo que muchas. Sí, yo diría que muchísimas, si me permites agregar más. Aquí en el centro. Séptimo piso. Como en un faro de Alejandría. No sé. Pues sí. Bueno, hace un rato, en la panadería de enfrente, pedí un café. ¿Te acuerdas de esos espumosos hasta el borde? Después de clase, solíamos sorberle hasta el fondo de un vaticinio, que por lo regular era el de volver por otra taza a la misma hora. Exactamente. Sí. No recuerdo la última vez que nos tomáramos una taza allá, ni los círculos del fondo, pero de seguro que el brindis era de las dos y, desde luego, profético, aunque ya no para el día siguiente. Cuánto tiempo. Son tantas memorias. Pero lo más extraño fue cuando iba a poner el azúcar; al punto que no puse azúcar. Lo guardé como dados. Se me figuró otra vez aquella criatura que nos habíamos inventado de niñas. Remonté recuerdos más tempranos, de cuando vivíamos en la casa grande. Se llamaba... Te acuerdas, ¿verdad? ¿Y el nombre? No tenía erres, cómo crees; todavía no las pronunciábamos. Bueno, recuerdo que cada una le llevaba terrones de azúcar por su cuenta y sin que la una supiera de la otra. No; eras tú. No sé si imaginario, pero la verdad su afición por el dulce era tan real después de todo. Le llevábamos azúcar en terrones y perlas azucaradas. Sí. Claro. Era el mismo ser con voz de campanillas y ojos grandes, y luego el amiguito de Luis dizque le conocía. Qué nombre, dime. Vamos. Tú misma te empeñaste en un nombre que sirviera para las dos, aunque la verdad no sé quién al fin se lo puso, ni cuál. Pero si aún le recordamos, se me figura que debemos dar con su nombre, ¿verdad? Bueno, lo cierto es que él nos atendía siempre, por igual, pero de un modo que... Eso sí. Cómo crees. Dos sílabas nomás. ¿Pepe? No. No se repetía. Tampoco. Cómo crees, así se llamaba el perro amarillo, ¿te acuerdas? Estoy segura, porque cada una le abreviaba el nombre por la sílaba preferida. Cada una le llamaba a su modo. El mismo nombre, pero le llamábamos por separados. Si te acuerdas, ¿verdad? Y no era lo única diferencia entre las dos. La manutención fue variando de acuerdo a nuestra rivalidad, tanto que al cabo la criatura fue disolviéndose como el azúcar en su misma saliva. A ver, creo que... Ah. No. No lo recuerdo, sinceramente. Me doy por vencida también. Ni siquiera un apodo. Su nombre tal vez no lo sabremos nunca, es difícil imaginar algo de lo que ya no queda ilusión alguna. Ya ves. Bueno, no si el duendecillo de Luís era tan verídico como el de nosotras, porque se me figura que Luisito se jactaba de él nada más para jodernos la paciencia. Sí, el nuestro decía conocerlo bastante. Es verdad, mujer. De cualquier manera, mucho más que su nombre habrá olvidado Luís. Si nuestro duendecillo al otro conoce todavía, pues que le avise entonces de que ni el nombre le recuerdan, porque Luís no es de los que memorizan infancias ni sólidos Euclidianos. Pues, sí... que lo consuele con su voz de campanillas. No te rías, que lo digo en serio... De veras, no me río. Sí. Recuerdo tanto sus risas de campanillas. Vaya sí lo recuerdas tanto como yo. Que cómo fue... Mira... Pasó así: pedí dos terrones de azúcar y antes de asomarlos a la taza, recordé cómo le juntábamos el azúcar de contrabando. Cada una, en un rincón diferente de la casa, hasta coincidir detrás de aquel porrón. Allí supimos que ambas le incitábamos el mismo deleite. Me acuerdo de que era poca azúcar en cada ración, pero en distintos lugares. Recuerdo también que las perlas del pastel no le gustaban demasiado, porque, según decía, eran muy pesadas, aunque nunca las despreció, más bien las roía hasta el final con un agradecimiento que nos conmovía a las dos. Una vez le dibujamos, cada una por su cuenta por supuesto, y al juntar los dibujos eran tan parecidos. Los mismos ojos grandes que ocupaban todo el rostro y esos calzones de pana acanalada. Recuerdo que mientras el exterminador se deshacía de los ratones nos llevaron lejos. Temíamos que comiera del veneno, pero al regresar él nos exigía su dieta como siempre. Como con aquellos ratones el apetito era el mismo, tal vez también los ratones eran del todo imaginarios. Comía igual que antes, y al igual que los ratones se le escuchaba de nuevo en todos los recovecos de la casa. Eso sí, cómo nos reprochaba nuestra ausencia. No le vimos hasta llegar a casa, lo recuerdo; y aunque le llevábamos raciones afuera, nunca pudimos convocarle a propósito. Competimos, claro que sí, a ver cuál de las dos podía convencerlo mejor sobre cualquier tema, pero sólo juntas lo creímos tan muerto como los mayores decían de los ratones. Al llegar de cualquier parte, cuánto no celebramos su voz de campanillas, que no fuera la burlona imitación de Luís, porque... ¿me escuchas? Aló. ¿Me escuchas? ¿Estás allí, Elena? Aló...



Vaya quién sabe en qué momento dejó de escucharme. Cuánto dije que no se oyera nunca. Cuánta etimología encadenada detrás del corte, palabra por palabra y etcétera en el remate, pero cuál remate, que además hubiera de acabar con las palabras dichas. Es como si en el remolino de este caracol se dispersan mis recuerdos y no hubiera al final un punto comprensible. Qué día más raro, qué difícil día. Mejor me doy un baño frío. Cuelga; tal vez vuelva a llamar. ¿O llamo? No, esperemos a que llame ella; no vaya ser que yo no pueda redondear correctamente sus números en el disco. Después de todo, ella llamó y atinó en cada uno de los ceros; y si sucede que ahora me pongo a lo mismo no podremos hablar nunca más; como si no tuviéramos nada más qué decir; como si las señales más ordinarias nos incomunicaran de verdad; como si las dos sólo nos conociéramos a través de una llamada telefónica. ¿Y si se pregunta por qué no llamo y por eso espera? ¿Acaso no es repetir la fórmula? Espera, algo tuvo que dejar de escuchar, porque si es así, y así tuvo que haber sido, querrá saber lo que yo tampoco sé, entonces, cuando ya la ocasión tenga por costumbre el mismo origen, daremos con el ombligo de todos estos cables, y sonará el teléfono de nuevo. ¿Acaso no es apenas un teléfono sobre una repisa, un aparato cuya invención de ninguna manera precede a la de la torre de Babel? Tranquila. No hay por que agotar la espuma. Lo que pasa es que las palabras, si bien las recuerdo más o menos, no lindan con esta realidad; sólo soy capaz de imaginarles un significado tan sonoro como la risa de campanillas. Déjate de tantas conjeturas. Llámala y punto, y así le preguntas directamente. La llamo después; mejor después que ahora, ahora es demasiado y acaso nada. Mejor averiguo los terrones de azúcar, el baño antes de la cena... Pero habrá que esperar un poco al menos. Sí. Sé que en un rato me llamará otra vez. Tiene que ser de ese modo; es el camino ya trillado, el que también repiten los transeúntes abajo. Seguro. Alguna vez me llamará... supongo. Desde aquí debe divisarse el azúcar. Con esto binoculares veré la escarcha derretida. Cada ojo verá la reluciente duplicación del otro ojo. Diría más bien: una partícula para cada ojo. Una partícula repetida en miles de partículas idénticas, y cada una de esas miles hechas de las partículas faltantes, como una abeja puede ver entre la invisibilidad de otros granos. Cuando ella llame, se lo cuento, sin duda debe tener más sentido que lo que nunca pudo escuchar. Le diré que el azúcar prevalece sobre la acera. ¿Lo ves ya? Sí, por supuesto. Eso es lo extraño, aún se ven los terrones; se diría que es como si no hubieran caído de mis palmas, sino que...























EL PRIMER DESVELO


Al amanecer íbamos a viajar. Todo el inventario se había repasado escrupulosamente. No faltaba nada, aunque luego ocurriera que esta certidumbre solía carecer de cualquier cosas repetida. Ninguno de los chicos paraba de parlotear sobre un viaje tan esperado por todos, y mientras la oblicua tarde cedía en el cielo, nadie quería ceder ante los demás. No obstante, había que irse a la cama temprano. La orden no admitía artificios y había de acatársele tan pronto como ella lo prescribiese.

Recuerdo que sólo en una habitación nos recogeríamos esa noche. Los demás muebles de la casa se habían levantado o se habían cubierto para que el exterminador pudiera trabajar durante ese fin de semana. Llegada la noche, después de descalzarnos todos, pasamos a la habitación directamente por encima de todas las camas, que se sucedían desde el quicio hasta la pared de fondo. Mientras los mayores insistían en otros detalles, en esas sábanas se postergaba una batalla campal. Vinieron los estornudos y después las previsibles reprimendas. Había que dormirse inmediatamente, pero los mayores no apagaban las luces y tampoco se extremaban en sus amenazas. Eran tantos los quehaceres que parecían deshacer en suma lo que apenas recompondrían del mismo modo. En un viaje siempre hay tanto por hacer; ese afán siempre nos propulsa hasta un viaje que repite en sus cabeceos las mismas manías de siempre.

Todos los demás chicos conversaban en un susurro, pero bajo la connivencia de quienes no cesaban de ordenar menudas cosas alrededor; doblaban o tendían ropas y mantas, quitaban o ponían algo de un sitio al otro o retocaban las maletas sin abrirles. La hora de dormir ya era inapelable en ese ámbito, pero todavía nadie se había dormido. Un poco cansado de la perorata, me tendí al margen de los otros. Tenía yo una fama de dormilón que ni en sueños la hubiera ganado igual de doble, así que al nomás cerrar los ojos los chicos me acusaban con una unánime algarabía que pronto fue acallada por los mayores. No abrí los ojos. Al principio se me ocurrió dilatar un poco el chiste, pero ciertamente aquellas risas recatadas me fueron halagando, porque incluso ellas no me “despertarían”. Uno que otro, sin dar crédito a mi compostura, se acercaba a ver si mis párpados no eran forzados entre temblores, así que en cada ocasión yo tenía que relajarme con tal ahínco que todo mi cuerpo se aquietara en el reducto visible de mis párpados. Respiraba regularmente y no parecía que simulara el sueño, porque se veía que dormía de tal manera que el mismo sueño me arrullara en sus cojines.

A callar, pues.

Y ustedes que esperan para dormirse. Vamos, a dormir.

Las luces, sin embargo, no se apagaban, y lo demás parecía persistir entre los mismos acomodos de la antevíspera. Supe que expuesto en un trance tan evidente, el simulacro al cabo podría descubrirse para mi vergüenza. Nunca había estado tan despierto como aquella noche. Esa lucidez era más delirante que una pesadilla y sólo tenía por corriente un cuerpo inmóvil como un sarcófago. Se me figuró que sudaba. Una comezón me roía por todos lados y hasta el mismo aire me mortificaba en mi retiro.

Al fin apagaron las luces. Las charlas apagadas fueron apagándose de quedo, hasta conseguirse la misma silenciosa virtud de mis ojos cerrados. Escuchaba el solitario reloj de la sala como si le auscultase con un pañuelo de seda, y todos dormían a mi alrededor. Mientras los otros seguían mi ilusorio ejemplo, yo verídicamente me rezagaba de los demás. Me arropaba y desarropaba, giraba a diestra y siniestra sin otro dique que un desasosiego espumoso. Muy a pesar de mis estragos, no despertaba a nadie. Casi les daba de manotazos y era como si les palmeara en su observancia. Mis ojos se habían acostumbrado a aquella oscuridad. Podía ver el sueño en sus caras, las plácidas sonrisas que celebraban ese sueño.

 

Vi las estrellas fijas al través de la alta ventana, y en cierto cuadrante, una luna nebulosa que me distrajo en vano. Pasaron las horas que zumbaban como los pertinaces mosquitos. El cielo, delante de mis soñadores ojos, se aclaraba imperceptiblemente. Amanecía.
























LA PARADA


Cuando íbamos a la sierra lo hacíamos de noche casi siempre. Eran más de ocho horas de viaje en autobús. Antes de que el auxiliar apagara las luces y voceara una señal repetida, ya la gente iba arrellanándose en el capullo de sus cobertores. Muchos tosían alternadamente como el croar de ranas de un estanque, y todos conversaban mientras el silencio iba prosperando hasta un umbral bastante notorio después de todo. Antes de subirnos al autobús, veíamos sus colores brillantes, sus salientes plateados que le ribeteaban en toda su fantástica dimensión. Sus ruedas en el zigzag de los surcos; sus luces que titilaban como una estrella al alcance; la rejilla ahumada tras la cual una máquina palpitante rugía parejamente; sus rótulos distintivos y el número con el cual la compañía le anotaba en la bitácora. No todos sabían contar más allá de la treintena, pero era importante saber que el garabato de una serie fuera el mismo durante todo el viaje.

Al cabo de cierto plazo se escuchaba la bocina, y todos los pasajeros, tras poner sus bultos en el vientre del autobús, iban subiéndose en una columna como un ciempiés. Los otros autobuses no parecían ser menos maravillosos que éste. Todos partían a distintos destinos y todos se congregaban allí para los propósitos que luego los dividirían en choferes y pasajeros. Sin embargo, era precisamente este autobús el que nos hacía concebir una impresión perdurable. Viajaríamos allí hasta una parada desierta cuyo cobertizo se truncaba en los ángulos que le sostenían. Allí, bajo ese cobertizo, ya al clarear la mañana, vendrían a recogernos para remontar la serranía antes del almuerzo.

Dormíamos casi todo el viaje y aunque el desafío de prevalecer a la vera de un paisaje nebuloso nos convidaba a todos, al cabo nos dormíamos sin saber siquiera en qué instante se rendirían los demás o si ya lo habían hecho después de tanto prometerse a lo contrario. El sueño podía ser breve y cortarse de súbito en el ajetreo de quienes ya se apearan del autobús, pero en cambio era tan distinto que teníamos que despertar varías veces durante el viaje, acaso para espiar al través de la ventanilla la transfiguración de un paisaje tan admirable como aquel oscuro ámbito que adentro nos inquietaba a todos. No recuerdo que en otras circunstancia hubiera dormido tan poco ni tanto al tiempo que tan poco. Era como fraccionar esa álgebra en sus elementos principales y luego tratar de comprender, como lo hiciera en el pizarrón, un significado absoluto que nos calmara sólo por el consuelo de que el mundo, por decirlo así, era tan evidente como apearse del autobús. Es verdad que estas impresiones, al no contarla nunca, sólo podía singularizarlas en mí como un nudo cuyo amarre me retenía a mis propias reservas, pero los pellizcos de nuestros mayores, por lo demás palpable para todos, sí que podíamos discutirles conforme tales uñas nos intimaran otro recato que apagaría cualquier controversia.

El rumor del autobús parecía ser el mismo e indetenible en cada momento, pero si uno se concentraba en su ritmo percibía tantas variaciones que era imposible que un reloj bastante documentado abreviara sus notas en apenas una cifra. La carretera serpenteaba adelante, pero cuando la impresión era la de caer lentamente a un insondable vértice, pasaba un automóvil en sentido contrario que aceleraba todo sobre la misma línea desde la cual se vislumbraban siluetas aglutinadas, postes, cables invisibles que iban pasando más rápido y que a cada luz refrenaban sus impulsos en los postes; y luego todo como un cielo inconmovible bajo un cielo que parecía seguir ese ejemplo. Sin embargo, nunca me aburría el bamboleo del autobús, tampoco el sueño entrecortado. A veces quería conversar con los otros, pero el silencio de los mayores era tan adusto que en todo momento se nos imponía su ley.

Aunque llevábamos suéteres de gruesa lana tejida, el frío nos calaba de a poco como si a enumerar se diera por todas partes los mismos puntos del bordado. Había olores que excitaban la memoria como si ya se recordara lo que al tiempo había de recordarse, y de todos esos olores los más intensos provenían del autobús: la fatiga de las gomas y otras recónditas piezas en el laborioso seno de una proeza interior y, por supuesto, los distintos cobertores del prójimo. Con todo se espesaba un orbe que apenas la arista de una ventanilla iba diluyendo con sus ráfagas.

En todo el viaje sólo había una parada intermedia, más o menos a la mitad del mismo recorrido. Y su sola promesa avivaba nuestras ansias elementales hasta cumplir con ellas indeclinablemente. Unos comían, otros bebían o fumaban, pero todos iban a orinar con la misma consumación inversa con que las bestias abrevan después de salar el gusto.

Cuando el autobús se detuvo al fin, pensé saltar del estribo antes que los demás chicos, no porque hubiera una competencia implícita y de antemano (o porque quisiera comprobar anticipadamente el número del autobús), sino porque la vejiga me impelía con un egoísmo tan extendido como propio, aunque lo suponía ya común a todos, tanto como el mismo frío que nos apremiaba en esa necesidad. Me parecía extraño, sin embargo, que no fuera apearse más nadie, sólo a nosotros nos conmovía esa pausa. Era verdad que en el apuro de mis parientes iba saliendo yo con todos ellos, como si se nos expulsara de ese jardín cuyos límites no parecían ser sus profetas. Un poco con las piernas entumecidas, a tientas aún, bajé del estribo. El auxiliar, que había bajado antes que nosotros, ya giraba la llave en el compartimiento. Entonces, mientras el hombre tiraba de nuestras maletas, fue que con asombro descubrí el paraje que se abría delante de mi visión. Todo alrededor se me revelaba con tanto detalle: el cobertizo alto con chapas acanaladas y el árbol en cuya corteza nudosa muchos grababan sus enigmas.

Al fin habíamos llegado, después de más o menos ocho horas de viaje. Quise preguntar si el autobús había omitido su parada reglamentaria, pero la pregunta era tan obvia como al cabo lo sería su respuesta. Supuse que me había dormido, y al tratar de evitar mis miradas los otros no sólo corroboraban mi duda, sino que planteaban a este respecto las que pudieran concebir cada uno por separado. Así que tampoco quise acudir a ellos, porque tal vez sí había bajado hace cuatro horas, como los otros, y al no poder orinar el progreso de esa omisión había colmado mi memoria al límite de una vejiga urgente, que allí también me embotaba los sentidos como prueba irrefutable de lo anterior. Recuerdo que vi el número del autobús antes de que éste echara andar, y escuché al más chico de nosotros que lo contaba pasando sin error la treintena. Sabía que sólo sobre aquel suelo tan concreto en su horizonte podía tenerme en pie y caminar un poco, pero el mareo me sobrevino en los mismo espirales que había devanado el autobús.























PUNTERÍA


Os he de contar algo que recuerdo por su ausencia, pues al entrar en el pueblo toda la gente discutía un ventarrón que parecía arremolinarse otra vez en aquellas palabras. Os he dicho ausencia, dado que sólo el espíritu de aquello le escuchaba a todos, tan vivo, eso sí, que horrorizaba los rostros de sus mismos predicadores. Nunca he visto el azote de un ventarrón. Dicen, o les escuché decir aquella vez, que son arrancados portones de sus quicios, y que techumbres picudas vuelan como cometas.

Un pobre hombre, al no poderse guarecer como los demás, se aferró desesperadamente a un horcón. Al cesar las ráfagas quedo tan pendido que para sacarle hubo menester de una caterva de hombrones que bien pudieran por número abanicar otro ciclón. La guasa era ésta y ya muchas al tiempo, tantas que las risas diluían el Apocalipsis entre un brindis que después pulularía en parrandas y desvelos.

A todos los chicos recién llegados se nos restringió de tal modo que apenas por unas pocas ventanas podíamos divisar nuestra propia reclusión. La cuarentena duró poco, porque era bastante raro, según decían los viejos, que a un vendaval de estos le sucediera otro inmediatamente, a veces toda una generación no podía ufanarse de haber visto uno siquiera. Pero sospeché que esos plazos, y las dimensiones físicas que ellos implicaban, no carecían de desproporciones. Los chicos pueden imaginarse tales cualidades de un suceso que convertirían al mismo oro en algo más valioso.

Eran días de sequía, el sol reverberaba en lo alto y las cumbres brumosas se recortaban lúcidamente delante un cielo chato y luminoso. Los primeros días en el pueblo nos reuníamos alrededor de los mayores y con solicitud escuchábamos sus relatos de pestes, de fantasmas, de borrachos pendencieros y de tesoros ocultos por codiciosos hombres. Ya os podéis imaginar lo que nos imaginábamos nosotros de aquellas certidumbres. Siempre se nos figuraba el mundo de nuestros mayores, pero era menester del nuestro para concebírseles así de fabulosos.

Al poco tiempo salíamos ya a los potreros o rodeábamos las plazas hasta coincidir en la iglesia, otras veces, junto a los primos contemporáneos, agotamos lomas en batallas de estiércol. Después, en una excursión bastante numerosa, remontamos la quebrada hasta las cuchillas de cuarzo para coger pinetes, una drupa que apenas excede la comba de un grano de café y cuya semilla se desarrolla afuera, de pulpa muy dulce y babosa. El viento arriba era tenaz, así lo recuerdo entonces; era difícil tenerse en pie o caminar entre las pequeñas piedras. Muchos de nosotros se volvían a preguntar si el ventarrón empezaba aquí, si en esta cima se guardaban sus jirones hasta atreverse a los desfiladeros. Recuerdo que antes de contestar lo pensaron un instante, compás que respondía por una respuesta renombrada.

La excursión, finalmente, se propuso hacer alto en la casa de los abuelos, comer allí y volver al pueblo antes del anochecer. Desde aquel patio, parado en el lomo de una vasta mole, pude ver el pueblo que se dilataba en sus pocas y estrechas veredas. Todos los parientes acudían a aquella casa generosa, donde cualquiera comía y bebía hasta el hartazgo, dormía si le era menester, amarraban al tranquero del corredor sus bestias que igual comían y aplacaban la sed. El prodigio de aquellos panes y aquellos peces congregaban a todos, y allí podían incluso verse quienes no lo hacían en años o quienes se habían enemistado por vanas contradicciones.

Mientras nos tendíamos en el césped a ver como se disolvía el cielo en sus pocas nubes, escuchamos el galopar de unas bestias que ya vadeaban la acequia del pozo. Eran chicos apenas mayores que nosotros, que montaban en pelo y voceaban como un tropel de aparecidos. Al apearse los tres tiraban de sus animales hasta el tranquero. Los tres traían al cinto aves muertas atadas de sus patas como un manojo. Antes de perderse adentro de la casa, escurrieron el sudor de los animales, cuyos ojos desorbitados y nerviosos se les veía de muy lejos como delineados en un sólo trazo. Antes que indagar lo evidente, me preguntaba con qué escopetas les habían atinado a esos pájaros. Al otro día lo descubrí.

Allá en la sierra, ya los chicos de nuestra edad solían perderse en las cuchillas para cazar remotos pájaros tirando de hondas de caucho. Los forasteros procuraban probar con ese artilugio, cosa que difícilmente permitían los lugareños, todo lo más pretextando estos últimos que la impericia pudiera lastimarles a quienes portaran con porfía una máquina tan difícil. Así que cansados de tantas excusas como fueran éstas ya vanamente argumentadas, nos conformábamos con ver si los otros atinaban o no, pero fue la hechura del artilugio lo que en verdad estábamos averiguando. Así fue que en la segunda excursión con los mayores, desgajamos entre todos una horquilla de un guayabo, eligiendo la más simétrica que pudiera trabajarse.

En sigilo, compramos las tiras de goma en la pulpería y rebanamos un zapato viejo en pos de su curtida piel. Un secreto nos confederaba a todos, y bajo pena de castigar severamente el perjurio convenimos la manufactura entonces. Aquellos rivales ya verían que nuestra ciencia se perfeccionaba en el mismo arte, y que tampoco éramos menos en portar nuestro artilugio.

Así como el guayabo bifurcado se le procuró en su simetría, la hechura en general debía discurrir en el balance de todas sus longitudes. Como en la escuela, cortábamos todo en el doblez de una medida exacta. La orejeras de la funda de cuero espaciadas perfectamente, las tirillas de los amarres cotejadas según las vueltas de sus mismos amarres. Atar las tiras de gomas a cada cabo resultó ser lo más difícil, sólo furtivamente podríamos ensayar distintos amarres hasta dar con el verdadero, y al cabo pudimos garantizar que las tiras no se iban a escurrir de sus amarres. Allí estaba aquel mortífero artilugio, intacto y eficaz al tiempo. La perplejidad duró poco, porque empezamos a disputarnos el turno. No obstante, dado que nos delataríamos en la lucha, convenimos cierta sucesión según el peculiar azar de una parada también extraña.

Desde el principio, no me interesaron los mismos blancos que a los otros. Me maravillaba como un proyectil podía salir expedido tras concentrar el esfuerzo de un vértice supremo. Por otro lado, todos los demás temían jactarse frente a quienes tuviera que rivalizar en una contienda, cuyo alboroto al cabo convocara una paliza de los mayores.

Una vez, con la excusa de probar puntería nos reunimos en un solar de cambures, pero al acabarse las piedrecitas regulares tomamos unos granos de maíz que traíamos con nosotros. La verdad no recuerdo para que eran esas cuentas, pero estaban en cada uno de nuestros bolsillos. Así que arrojamos unos cuantos de esos proyectiles, cuya trayectoria era curva, o al menos podíamos apreciarla así por primera vez.

Tras unos días volvimos al cambural, y descubrí que entre las grietas de nuestros blancos salía un brote de maíz. El hallazgo nos asombró a todos. Así que a ese azar presumimos el suceso de otros granos, lo cual en verdad confirmaríamos según las combinaciones de muchos turnos, pero nunca nuestros experimentos llegaron a comprobar más allá del brote una extensión inimaginable; es decir, esta maravilla no progresaba más allá de repetidos plazos, y es que nunca vimos crecer ninguna planta porque sencillamente el umbral de nuestro asombro era aún más inalcanzable que el tratar de comprobar frutos allí. No recuerdo que a propósito segáramos los brotes, pero lo cierto es que el primer hallazgo, ya de por sí, había reunido en ese momento especial toda la virtud de sus mazorcas, pretéritas y profetizadas en cada una de las semillas. De cualquier modo, apenas en unas horas volveríamos a la ciudad.

De regreso, yo me imaginaba que al menos una de esas extrañas germinaciones, ignotas para siempre, habría de prosperar con ese arraigo, que una mazorca supernumeraria despuntaría tras la espiga, sustentada de otro tallo generoso, y que esa cosecha pudiera cifrar nuestro juramento, en el mismo solar, a una hora igual de enfática. Pero eso era tanto cómo que aquel ventarrón, del cual sólo tuvimos distendidas noticias, volviera para diseminar los granos, o juntarles más bien en esa puntería que nos incorporara de nuevo en el fusilamiento aquél.





























LA COMETA DIMINUTA


Vivíamos en una casa alta cimentada sobre el recodo de un cerro. Cinco vanos a lo ancho del crudo paredón dimensionar sabían el único piso del talud. Una ventana para cada orden (la sala, el comedor, la cocina, el cuarto de lavado) y el ventanal del patio. Los alfeizares eran de madera pintarrajeada de azul, y los barrotes de hierros en el mismo barniz seriaban todos los vanos. Con una menuda malla de alambre, claveteada desde fuera, se cubrían todos esos vanos. Apenas si por ese tamiz se podía hacer pasar una cuenta de frijoles chinos. A pesar de esas veladuras, se divisaba el declive que iba escurriéndose entre las trincheras, casas de abajo, hasta la angosta calle solapada a medias por el saliente de esos techos, que mucho se parecían a las escamas de un pez inmóvil.

También se podía ver el cielo (casi siempre brumoso al amanecer) y la lejana cordillera que postergaba ese misterio en los verdes de su retiro. De noche se veían las luces titilar cómo trémulos astros en sus remotos fuegos. De día veíamos las cometas de otros chicos elevarse hasta confundirse con un sereno rizo del celaje o con una mota de araña que se columpiaba en un ángulo de nuestro caleidoscopio. Como pacientes tiburones las cometas se canibalizaban en ese anchuroso mar, o piratas furtivos descalabraban cierta rivalidades al tirar de los cordeles con un enredo de piedras. Se veía todo detrás de esos agujeros, cuyo número cuadriculado aún no podíamos computar en la desmesura de una cifra indiscutible.

Nuestra casa, como dije, se alzaba sobre un ancho zócalo. El patio, que precedía la entrada, era no menos espacioso que cualquiera de los tres cuartos, y estos tres cuartos, junto al remate del baño completaban la planta rectangular. Todos estos cuartos se sucedían por vínculo de puertas contiguas; es decir, que entrando en cualquiera de ellos se podía pasar a los otros sin salir a la sala, al comedor o a la cocina, lo cual infundía la ilusión de recorrer allí toda la casa desde más adentro. El baño tenía una alta claraboya que alumbraba hasta muy entrada la tarde. De la cocina al cuarto de lavado mediaba una puerta de latón, y siguiendo a la izquierda estaba la puerta del baño como parte de un gabinete adosado a la pared. En la noche, a tientas se procuraba el baño, siguiendo el laberinto como si por fin se pudiera ver a la luz de la alta claraboya. Una puerta y luego la otra antes de que la desilusión de una claraboya constelada enmarcara el cielo y nada más. Eran las dos únicas puertas de dentro, los demás quicios, y aun las ventanas, excepto las del cuarto de lavado, las cubrían vaporosas cortinas. Justo bajo la ventana del cuarto de lavado se rizaba una pequeña escalera hasta ascender a un apéndice de la casa donde se guardaban los cachivaches más recónditos de nuestro haber. Sobre esas escaleras, nos agolpábamos todos a ver cualquier suceso cuando no podíamos salir de casa.

Para llegar a la casa, había que adentrase desde la calle hasta abrir la reja de un largo pasillo rodeado de otras casas, seguir el pasillo, luego una cascada de piedras empotradas en el jardín hasta que al cabo todo se aclaraba en el patio. Al lado del patio, más casas indistintas que seguían paralelamente esa ceja del cerro, en cuyos lomos serpenteaba la calle de arriba. Por encima de nuestra casa, un montículo, contenido por un muro de piedras, lindaba con las demás propiedades. Precisamente en ese terreno se cogían las espigas para unos polígonos que empapelábamos fantásticamente. Justo allí, al límite del pretil, volábamos en vano nuestras pequeñas cometas. Y es que no importaba la competente manufactura de nuestra rivalidad, de cualquier modo ninguno de nuestras cometas emprendía el viaje. Era como si por encima de nuestro techo el aire se arremolinara en un espiral lento y sin sustancia alguna que diera sostén. A cada ensayo la cometa caía a las chapas de zinc acaso como si se le soltara rectamente. Incluso si con mucho afán no la dejáramos desmayarse hasta llegar al filo del techo, ocurría entonces que una corriente violenta se la llevaba como un autobús hasta enredarla entre su empuje. Esa corriente era constante en su ciega dirección de siempre. Ni desde las escaleras del jardín ni desde el patio, cuyos ventanales eran altos, se le podía allegar a esa corriente. Sólo bajándose al techo, igual que si se tuviese que desprender una cometa atorada allí, se hubiera preferido la cornisa, entonces como en el asomo de una ventanilla de quien vislumbra un aviso distante, sacar el brazo hasta que el viento al fin acarreara la cometa como hacía con las otras hasta perderlas más allá de sus cordeles; pero era harto peligroso lindar con un vértigo que además estaba restringido para todos.

Mis hermanos y yo íbamos a volar cometas al parque o lo hacíamos en el colegio; eso sí, sin darnos por vencido, y con bastante ingenio la verdad, procurábamos superar siempre aquel límite de nuestra misma casa. Sin embargo, ningún peculiar accesorio con el cual pretendiéramos una cualidad notable, ni la exigua ligereza de los elementos ni las extensiones izadas para llevar a la cometa a la corriente, nos ofrecía otras oportunidades distintas que no fuesen las mismas verificadas todo el tiempo por la experiencia. A través de las mallas de alambre, y en distintos puntos de ellas, hacíamos pasar las más leves plumas del loro para observar las volutas de aquella ráfaga que no cesaba nunca. Aunque nos percatábamos de nuestro estudio, y de él apuntáramos variables, solía pasar que al cabo sólo el contento de ver que algo podía volar remotamente nos confederaba bajo los auspicios de esa ciencia.

Un día, mientras ya nos disputábamos el turno con nuestras plumas, vimos, en un ángulo de la ventana, que la malla había sido perforada. Casi de inmediato nos acusábamos mutuamente; no tanto para dilucidar el misterio, cuanto sí para atenuar el castigo que cada quien temía para sí, pero resultó que la malla fue perforada cuando uno de los mayores salía del apéndice con una viga. Después de saberlo nos allegamos a ver al través de ese agujero mayor y todo parecía menos hipnótico y menos brumoso de cómo se le viera ordinariamente, todos compartíamos esta impresión que, por otro lado, podía vislumbrar un mundo palpitante que tanto se le viera al través de la cuadrícula.

Uno de mis hermanos sacó el brazo por el agujero y en su redoble lo extendió hasta el hombro.

Miren, muchachos. Se puede tocar el viento —decía, abanicando los dedos en el vacío. Todos celebraban el hallazgo, agolpados sobre los escalones. —No empujen, que estos alambres espinan —agregó.

Ahora a mí —repuse, al tiempo que los otros, porque también estaban unos primos, se guardaban en su turno.

Es verdad, cuidado con los alambres que arañan —agregué al retirar el brazo. Y estas palabras tan ramplonas y así de necesarias, no sólo desdijeron mi silencio, sino que lo argumentaron ulteriormente.

Es fortísimo, ¿verdad? —dijo el otro y así cada uno se maravillaba de aquel vacío.

Todo era ceremonial, más de lo que significó tomar un espacio allí para una clarividencia compartida. Después nos miramos entre todos, prorrogándole a esa misma pausa el recato de cada uno, y al punto mi hermano, como hizo al tentar el vacío de primero, dijo con convincente aplomo:

Y si hacemos pasar una cometa por el agujero.

La idea figuró tan promisoria que todos nosotros le expandíamos en virtud del entusiasmo, como si fuéramos una coalición de profetas que los excitaba el mismo fin, pues, después de todo, así parecía serlo. Ciertamente no se podía agrandar más al agujero de lo que ya estaba documentado, pero bastaba con que nuestra ambición aprovechase el resquicio según sus veraces dimensiones. Y así cada uno de nosotros se plisaba, con la misma compostura inicial, a poner por obra lo que tantas veces había sido ilusorio. Pero no bien nos propusiéramos el lance, nos percatamos de que apenas atrapados por el mismo límite podíamos transgredirlo, porque ¿cómo podríamos extender con la maniobra una visión que no fuera la de nuestros puños a tientas del cordel?

En el fondo del cuarto de los peroles, no me van a creer, descubrí una especie de mirilla —dijo un primo escrutador.

Es verdad, sólo hay que mover unos cachivaches. Por allí le podemos ver hasta dónde llega.

Y si vuela… y cómo vuela.

Y si hay que tirar de él.

Así que la cometa diminuta podía al cabo matricular un tripulante y cuatro vigías por turno.

Tiene que ser con hilo de coser.

La máquina tiene varios carretes.

Yo busco las espigas.

Se tomó la medida de aquella nueva ventana con una espiga que después se repitió finamente en varios segmentos, devastándole la pulpa almidonada a cada uno de esos segmentos. Se tensó el polígono con nudos de relojero y se le cubrió de un papel muy delgado y casi tan leve como de suya era la transparencia. Se le ató el lastre y al fin se le vinculó al primer carrete, que era un ovillo azul.

Será más que una de las plumas del loro —escuché murmurar a alguien, lo que ya era el reto silencioso de todos los demás.

Para evitar una controversia que truncara nuestra audacia común, echamos suertes para que el primer tripulante se embarcara al fin en ese pescante hospitalario. De cierto que el gozo era tal que aun de vigía todos podían avizorar un encanto que los reuniera con el mismo deleite.

No hubo intentos ni prueba, como supusimos todos, pues al nomás aletear la cometa cogió vuelo vigorosamente. El lastre era idóneo, así que se alejaba sin girar; su arraigo al ovillo tiraba como si fuera un brote que animara el sol y sólo había que largarle la hebra según ese mismo ímpetu.

¿Todavía le ves? —preguntaba el tripulante.

Sí. Sí. —contestábamos todos según el turno.

Toma —me dijo sin quererse demorar más a ciega. — Te toca — agregó casi en un ruego.

Antes de tomar la cometa, me cercioré del ovillo, y ya había que añadir el otro que era rojo. Lo hicimos y tomé yo el mando al tiempo que el antiguo tripulante ya reclamaba su turno en el catalejo.

Está lejísimo.

Sólo se le ve brillar de vez en cuando.

Y si ya se perdió —dijeron al rato.

¿Lo tienes todavía? —me preguntaron varias veces. Todos los demás preferían esta pregunta que responder lo que de ella misma esperaban todos. Al principio yo estaba seguro de que el hilo seguía tirando y lo confirmé al agotar el segundo carrete.

Pásame otro carrete —advertí a los demás, pero parecía que nadie quería trastocar el orden de aquel observatorio.

Amarré el extremo de un barrote y fui por el tercer carrete cuya hebra añadí con premura. La demanda persistía, pero ya los chicos no vislumbraban la cometa ni para profetizarle en algún lugar del espacio ignoto. Uno decía que aún la divisaba, pero los otros sospechaban que era su notoriedad el contrariar a los demás vigías. Por mi parte, ya no estaba seguro de que lleváramos sus riendas. Volví a amarrar el extremo al barrote, y esperé mi turno de vigía. Ya no se apreciaba más que una invisible catenaria largada a lo insondable.

Tal vez un pirata la tiene, y sólo es el hilo enredado.

Y así cómo esta hipótesis azorada por tantas dudas, vinieron otras más peculiares que aun por distintas eran verosímiles. Ya en el desespero preferimos tirar de todo el hilo, pero después se nos hacía mejor cortar el hilo y dejarle a la deriva. Poco a poco el acuerdo empezaba a dividirse más allá del dilema, y así las discusiones se disgregaron en un desacuerdo tan irreconciliable que era como si nunca se hubiera trasgredido aquel límite. Sin embargo, yo seguía viendo el extremo del último carrete atado al barrote como nosotros a una discusión volátil y por lo mismo inalcanzable.





























AQUELLA PRENDA INESCRUTABLE


Como os dije (si lo recordáis aún), antes de la casa un cauce era el conducto de su entorno restringido. Se entraba y se salía de ella como si en rigor se precisara de algún secreto. Por ejemplo, para venir desde la calle en la ceja del cerro, un callejón escalonado nos conducía hasta un largo y muy angosto pasillo, a cuyas márgenes se levantaban otras casas. Después del pasillo, las escaleras que a su vez caían al patio, y luego la pared cruda donde la puerta principal de latón cincelaba en diamante la cifra de nuestro hogar.

Entre el asedio de las otras casas, el pasillo parecía un espinazo de cemento. Las casas de un lado apenas sobresalían del llano, por lo que a las chapas de zinc se les tuvieron que ribetear sus filos. En la otra margen, se erguía cierta mole de dos plantas, sobre cuya azotea podía verse las veladuras de una trepadora. Siempre sospechamos que esa mole había de albergar un sótano muy dentro de su apariencia visible, y hasta nos disputábamos la imaginación de lo ilusorio.

En esa casa vivía una anciana severa, pero siempre vivaz en el trato. Era la viuda de un hombre paciente que nunca conocimos. Sus ojos eran azules, o tal vez, conforme sus gafas de gruesos lentes le aumentaban sus ojos, se veía que el azul poblaba el desborde de una clarividencia intimidante. Fue madre y también abuela de una prole que le sucedía en parejo de los ojos azules y el cabello platinado. Su voz parecía más brusca de lo común cuando repicaba en juramentos guturales, y se le notaba más a ella que a todos aquellos quienes convivían bajo su facultad rectora. Seguramente había venido muy joven con su esposo. Las circunstancias le fueron instruyendo en un perspicaz castellano, pero pese a que nadie le podía sorprender con los artificios de nuestro idioma, su acento era, después de todo, terriblemente alemán.

Desde las ventanas de esa casa nunca había caído un objeto. La anciana debía ser tan escrupulosa en esa casa como se nos figuró que también lo era en el inventario secreto del sótano. Pero un día vi algo rojo y diminuto en el pasillo. De lejos figuraba como un estuche de joyería, que sólo pudo haber venido desde unos de esos vanos, cuando no del sótano aún. ¿Y si fuera del sótano? —me pregunté, pero al punto desestimé la hipótesis, porque no era tan ilusorio el hallazgo, más bien estaba allí abierto contra el piso, y porque ese sótano tenía que tener cierta profundidad por debajo del pasillo.

Al acercarme, el terciopelo (que aún se me figuraba así) reverberaba al sol, y era como si ese mismo fulgor me abriera los ojos. Nunca me ilusioné con unos quilates que se tuvieran que redondear en una sortija. Era más bien la caja la que me maravillaba por completo. Di unos pasos más y esa caja ya no era la misma, porque en la metamorfosis de lo que no era empezaba a asomarse, de revés, un pequeño diccionario de alemán. Lo cogí y lo hojeé entre mis pulgares azorados.

Ya sabía yo lo que era un diccionario, pero era la primera vez que veía uno bilingüe. Se podían tomar palabras castellanas y hallar sus equivalencias alemanas en distintas y parcas acepciones, y viceversa. Lo primero que se me ocurrió pesquisar de él fue una palabra, muy principal, que aún hoy me sorprende que me iniciara en el estudio. Busqué, aunque no se crea, la palabra  “diccionario”. Al punto se me ocurrió que yo también podía relatar la travesía del librito, desde la ventana hasta estrellarse en el suelo, y así escribir una pequeña historia en alemán que entendiera la anciana y todos los demás alemanes de este mundo original.

Die Klein Wöterbuch Von Deutsh Fallen Von Fenster.”

Quise ocultar mi tesoro, pero era menester declararlo en su momento, porque al cabo vendrían a reclamar sus páginas exactas. Mi primera historia en alemán no era suficiente, podía escribir más, mucho más, el mismo diccionario me incitaría a averiguar qué palabras son aquéllas del modo que yo las comprendiera en mi propio diccionario del colegio. Ah, cuánto, entre dos sonoros idiomas, estaba al alcance de lo que pudiera saberse por aquel entonces. Por ejemplo, las maravillas de ese sótano oscuro, o qué decir de las demás cosas que pasaran en el resto de esa casa. Antes de entregarlo, pensé: ‘vamos, si la señora ya no lo necesita mucho, pues ciertamente ninguna palabrota le deja a tientas.’ Pero había que entregarle.

Dos o tres historias más postergarían a mi bilingüe erudición. De inmediato supe que escribiría incluso menos si el afán de escribir bajo esa sombra me iluminaba por unos pocos días. En el desconsuelo ya, me vino una idea, acaso tan fulgurante e irrevocable como el propio hallazgo. El diccionario tenía una serie de palabras castellanas, traducidas y explicadas al alemán, después una cartulina divisoria y en adelante una serie de palabras alemanas con sus consabidos significados en castellano. Puesto que el número de palabras castellanas era igual al número de palabras alemanas, el diccionario podría referir cualquier registro a cabalidad, remontándose a ciertos orígenes donde no hubiera omisiones de ninguna especie; es decir, desde su Apocalipsis hasta su Génesis, o viceversa.

Empecé a contar las palabras, que yo sabía que eran miles. Traté de abreviar, según problemas aritmético de la escuela, pero los renglones eran dispares. Ya ningún método me distraía de una sucesión supernumeraria. Contaba hasta muy entrada la tarde, cuando se suponía que las tareas de aritméticas me retuvieran al cuaderno. El tercer día de esa fiebre, había dejado el diccionario en casa. Cuando volví, temeroso de haberle extraviado, ya la anciana agradecía que se le devolviera aquella prenda inescrutable y para siempre recóndita. Ni el sótano, con todos sus ilusorios esplendores, podía compensar aquella pérdida.

La anciana, en un alemán incomprensible (que nunca antes le había escuchado), se guareció en su casa de ventanas altas. En aquella mole sobre cuyo sótano nunca más se habría de defenestrar nada más.






EL CIELO CERRADO


Todos los chicos nos arracimamos en lo alto de la escalera. Ya venía la lluvia y era delirante vislumbrar el cielo en sus amagos. El cielo se veía pastoso como el merengue de un pastel, pero inescrutable y hondo lo era aun en ese parecido. Sobre la joroba del patio, después que con sus codos cada quien reclamara su lugar, se divisaban nubes que iban disgregándose rápidamente sin que pudiéramos atribuirles ningún contorno. Sin duda iba llover; nos habíamos encaramado en lo alto como esclarecidos profetas, e iba llover. El frío venía desde muy lejos; era el viento que a empellones le traía desde muy lejos.

Ya no se veía el disco del sol y el eclipse entrañaba una madeja en puntas diamantinas. Todos esperábamos que se desgajara un relámpago siquiera. Se escuchaban los truenos tardíos, pero los relámpagos les difundían veladamente como muy detrás de aquel silencio remoto. A cada retumbo temíamos que el demorado prodigio al fin se apareciera, calcinándonos al punto.

De repente, como un relámpago nos llamaban a todos para que nos guareciéramos en casa. Los chicos, despavoridos por el fulgor inapelable, bajaron los escalones de prisa y se perdieron en el zaguán. Ninguno parecía seguir sino su ejemplo, que era privadamente salvador. De pie, solo sobre el rellano, les vi perderse con la misma disputa de su carrera atribulada; porque si era verdad que cada uno corría según sus pies, lo hacían todos dando tumbos en virtud de sus vecinos, y tan parejos en el montón que el miedo parecía igual de abigarrado que el mismo nudo de esa cifra.

Estaba solo entonces. Ya no era el cobarde cuyo miedo compartido me postergaba a los demás. La sierra apenas se distinguía del brumoso recorte y sus faldas parecían reverdecer con invisible aplomo. Tan hermoso era el orbe bajo un cielo cerrado en su absoluto giro, que la misma admiración me atrajo levemente hacia adelante, pero di de traspiés y rodé por las escaleras. En cada vuelta repasaba el cielo, y era como si sus nubes se revolviesen en mi visión arremolinada. Gasas entrelazadas que de repente saltaban en chispas o seguían retorciéndose en un estropicio de lluvia. A cada giro la lluvia caía por todas partes; le veía enredarse en mis ojos y le veía su fondo turbio que empeñaba mis ojos. Sobre los escalones que rodaba, el cielo espumoso demarcaba una orilla que otra vez regresaba al cielo.

Al caer sobre el patio, chapaleteaba entre el agua procurando por doquier un desahogo. Parecía que habían pasado horas de un diluvio. Todo se había anegado en un instante, el agua bajaba de las escaleras como de una catarata, y al cielo ya no se le podía ver al través de la lluvia espesa. A cada fogonazo un estruendo hacía temblar la lluvia. Estaba empapado como si hubiera dormido bajo una lluvia eterna, y de pronto despertara así, chorreando por cualquier lúcido sueño una gotera que se filtraba desde muy dentro.

Al nomás ponerme de pie sentí que iba a rastras. Al principio creí que era la lluvia la que me llevaba en su corriente tumultuosa, pero ya en el zaguán vi que todos los chicos abiertamente me acusaban de desobedecer, acaso como si tal fuera mi acusación. Al escucharlos a todos, me enteré de que yo había esperado a que lloviera... y acaso supe que había desafiado a la lluvia complicándome en su sustancia como una insensata hélice. Pero eso no era mi historia, tal vez si los mismo giros que precipitaran al cielo, pero no era mi historia.

Sólo un chichón en la preclara frente; y el agua goteaba de mis ojos, y estaba tiritando de frío e incertidumbre.







VIDAS


Pedro siempre dice que cuando la gente muere se hace más pequeña, y tanto más pequeña que al cabo no se le ve más. ¿Cómo puede crecer entonces el espíritu entre ese redondel amurallado? Se me figura que no hay techo que tape al muerto, porque cómo pedir del cielo otra tierra. No. No. No. La tierra es la que pisamos siempre.

Hace dos meses vi a un hombre apenas quejándose, tendido con un balazo en la panza. El agujero se le parecía al ombligo, o más bien era el ombligo el que ya se hundía del mismo modo en ese pobre hombre, como se retuercen los vórtices de una rebosante bañera a la que se le ha quitado el tapón. Recuerdo que se escuchaban las ametralladoras y los ecos devolvían las balas como una guerra improcedente. Yo corría de la mano de madre. Se hablaba en casa de una revuelta, de muchos muertos que se lloraban ya. Fue entonces cuando supe que la muerte le incumbía a todo el mundo, o que cuando menos por regla inexorable no admitía excepciones en el temor de todos.

La verdad nunca he visto morir a un pariente. Yo creo que la muerte es una fábula que todos dicen para que nos la creamos hasta el final de su moraleja. Porque dicho así suena verdaderamente terrible, y lo terrible nos conmueve tanto que nos sentimos aun más vivos. Uno debe ser como dicen que son las ranas, sólo que se dice que las ranas son únicas en su existencia, y por ello se la pasan heredándose en esa sola dinastía. Parecen que nunca mueren; no sé si para esto han de nacer, hechas desde siempre unas ranas, pero pasa a menudo que torturándoles se les puede matar (matar, digo yo). Pedro y yo hemos “matado” a muchas, o por lo menos eso creímos al verles tiesas y diseccionadas como en los frascos de la clase. Pedro dice que así como las matamos ellas deben morir naturalmente, aunque ninguno de los dos ha probado que mueran por sí solas. Con impaciencia las matamos, o pasa que un accidente les ocurre. Eso sí, hay muchos accidentes en el camino de una rana, y vaya que no van descaminada al topárselos todo el tiempo; se podría decir que a cada rana le conviene al menos uno de por vida. Así como ellas se dan de narices contra las paredes, cualquier día en esa eternidad se topan con el amplio arco de la muerte (muerte, digo yo), y es que lo hacen, claro que sí, como si en un punto apenas se pudiera pinchar tantas sensibilidades como púas haya. Por eso se acostumbra a decir que la muerte es eterna, porque detrás de nuestros sucesivos puntos se extiende a sí misma; y si dura todo “ese tiempo” hay que vivir el mismo tiempo para morir, así que un accidente, tan delgado como una frontera, nos separa de lo “otro”, y lo “otro” es de “otros”. El “vivir” se parece más a todos los seres vivientes. Unos hasta llegan a viejos, aunque la verdad yo no he visto que nadie se haga adulto, tampoco recuerdo que alguna vez fuera yo un bebé. Todo esto le explico yo a Pedro, pero Pedro es muy porfiado, y empieza a nombrar difuntos antiguos que fueron nuestros parientes, y así hasta remontarse heroicamente a la independencia; como si de esas tumbas se pudiera sacar la verdad y no unos esqueletos que nos asusten como la misma fábula. La muerte debe ser imposible entonces; es decir, sucede para que ella misma tenga su espacio en el orden de su tiempo. Sucede porque sí. Sucede como la vida, de pronto y despabilada, pero del otro lado siempre.

Ayer Pedro y yo echamos a pelear un par de bachacos Cada uno escogió el suyo de la boca de un hormiguero. Los reunimos con las espinas de un naranjo, avivando sus destrezas hasta que se atenazaran furiosamente en un nudo difícil que a cada giro se complicaría más. De repente, cuando el mío le decapitó a ese otro que después daba tumbos en un espiral de desenfreno, Pedro, que siempre hace trampa, celebraba como si el suyo fuera el invicto. No hubo manera de convencerlo. Entonces nos peleamos como si también aquellas supernumerarias patas nos juntasen con espinas del naranjo. Pedro me mordió al cuello, se me figura que lo hacía para terminar la pelea con el alegórico rigor de mi muerte, pero yo ya había ganado desde antes, porque mi bachaco tenía una marca indiscutible que a pesar de su vergüenza Pedro tampoco quiso reconocer y menos infligir en su ventaja. Furioso tomó la pala y empezó a cavar en la boca de mi hormiguero. Entonces yo tomé la otra pala e hice lo mismo en la boca del suyo, y en medio de los estragos salían hormigas de tamaños diferentes y larvas que nunca hubiéramos visto si no fuéramos a tientas de nuestra enconada ceguera; de cualquier modo no nos deteníamos en ninguna novedad, sino que cavábamos sin desfallecer hasta coincidir otra vez en un desastre dividido. Allí, en el trunco entrevero de belicosas palas. Aunque ciertamente ya no era la discordia las que nos reunía, sino el asombro, pues el hormiguero era el mismo y uno solo en esa sola dimensión. Los bachacos que nos separaron pertenecían a la misma raza, como nosotros dos a nuestra estirpe. Acaso nosotros dos veníamos de los mismos parientes muertos (dice Pedro) hace muchos años. ‘Ves, me dijo Pedro, eran iguales que nosotros’. Las hormigas empezaron a aguijonearnos por todas partes, así que nos bajamos del montículo en medio de tantas ronchas, y nos las sacudimos en pos de una paz mutuamente favorable. Después procuramos la manguera del jardín para anegar a la colonia. El agua corría desde aquel desastre, llevándose todo en un lodazal.

Hoy se ha demorado Pedro. No va creer que las hormigas, en el asiento del diluvio, cavaron un reciente hormiguero, o tal vez varios, que si son distintos como los bachacos de otra pelea. Ya verá al venir. Seguro dice que las hormigas enterraron a sus parientes muertos, como si la vida se detuviera en un cementerio o en las tenazas de una hormiga formidable o frente a una pared que estorba a una rana clarividente o en el sumidero de un ombligo que se le parece al de una bañera y que se retuerce insondablemente como un parto remoto y al mismo tiempo ambiguo.


Dicen que vivir es difícil (a mí no me figura que lo fuera), pero, sin duda para todos, vivir no es imposible. Una rana a qué no, Pedro.



LA VISITA


Nomás llegar alguien se le hace pasar al porche, el anfitrión postula un cuestionario breve que se le alcanza al recién llegado, porque apenas con esas mismas preguntas figuran responder los dos. Una taza de café al borde; la plática que a sorbos se especula hasta clarear la taza, y luego asuntos que se tratan más íntimamente (tal vez todavía en el solaz del porche). Las visitas en la tarde son de ordinario bastante melancólicas, porque van languideciendo según como se allanen, en el crepúsculo lejano, las excusas y postergaciones vanas. En la mañana, casi siempre ellas prometen más de lo que pueden diferir por vigor de esas mismas promesas. Al mediodía, son inoportunas y fatigosas para todos, pero por esa cabal estrella son también obstinadas. En la noche suelen urgir hasta las carcajadas y los silencios.

Las visitas que promedian su propia incertidumbre en términos imprevisibles no siguen estos cánones hasta que agotan en el furor toda su notoriedad. Tampoco las visitas de quienes se allegan desde muy lejos —y que se les ha aguardado para una fecha fija— pueden demorarse de modo que impliquen una conducta desemejante. Toda asociación humana propende a esa indiferencia que el misterio infunde en virtud de asuntos conocidos; lo que se sabe, es lo que sabríamos, porque si otra curiosidad nos anima también la reconoceremos en cada trato, tal que desde el principio nos justifique con el egoísta aplomo de persistir entre los demás. Hoy no les contaré de ninguna entrevista que pudiera comprobar esa controversia, porque si me han leído hasta ahora sabrán leerme en el devenir de estas líneas. Así que os atenderé sin abrir la puerta. Yo desde dentro del porche y vosotros de pie, a la intemperie.

Un día que estuve corrigiendo el manuscrito de un cuento vi una tachadura al final de él. La tinta, al diluirse en una gotera, se extendió rebasando bastante sus límites originales; ciertamente parecía el mapa de un país recóndito, cuyas maravillas atraían sin mediar papeleos ni aduanas. Busqué en el atlas esa nación en vano; entonces busqué fronteras que al menos en un segmento reconocible se le pareciesen, puesto que cotejando varias de esas semejanzas pudiera cerrar al cabo un imperio en el globo, pero aun por mucho que con la lupa seguí las líneas no hallé siquiera tres recodos encadenados que se asemejaran a mi arquetipo. Antes de rendirme como un general cuyas tropas supernumerarias sólo pueden avasallar un desierto, me percaté que esa cartografía no era vigente, que desde unos años acá lo referido en el atlas había variado mucho tras tres guerras sangrientas, una revolución consumada y dos decadentes rivalidades. Busqué, entonces, los mapas actuales que en verdad me incumbían, mas los límites me iban restringiendo en el desconsuelo de siempre.

Un individuo inmóvil puede ir más lejos si es que su estado en verdad lo aquieta. Así como para soñar es menester dormir, sucede que cualquier centro irradia una percepción que puede incluso profetizarse a sí misma. Ya el cansancio me era indiferente y la respiración anodina no me excitaba más que para respirar. Fue entonces cuando advertí que esa nación ignota podría formarse en un venidero acontecer, que aun encubierta, como el significado que entrañaba la tachadura, estaba a la vista del mundo. Como eran muchos sus recodos había de ser un río o una costa, eso un cartógrafo lo advierte al pronto. Cualquier río o cualquier costa en cualquier país (por mucho que su patriotismo fuera arrogante) podrían darle la forma exacta con que al fin pudiera la mancha lindar con mi imaginación, sólo había que repasarle a despecho de cualquier régimen y de cualquier ejército. Aunque en algunos sitios vislumbré un estilo, la geografía me fue del todo impenetrable, o, más bien, incongruente. Yo ya era un filósofo para desmayarme. Volví al manuscrito y encontré que no convenía corregirle más, apenas la última tachadura prorrogaba todo énfasis. Era el cuento al que podía visitarle, sin papeleos ni aduanas. Sólo me había distraído su proporción en el detalle, pero qué turista no lo asombra una mancha sobre el mapa.

Era un cuento que había escrito hace ya unos años. Bastante largo como para terminar en esa consabida tachadura, e incluso más largo si tuviese que retomarle en su sinopsis. Sin preparar tampoco mucho la excursión me dirigí a su ámbito secreto. El cuento pasaba en un edificio vetusto. Antes de entrar a sus dominios, ya medía yo mis pasos como si el ir sobre ellos me retuviera de algún modo, pero los pasos se sucedían en una propulsión indetenible. Cuando me persuadí de mi avance ya había traspuesto el soportal. A la sombra de un cobertizo, ya empezaba a ver la gente que no pululaba en el cuento, porque todos sus personajes eran algunos inventados, otros habían muerto o desaparecido de ese orden, pero en cada rostro que veía notaba yo una arruga especial, un surco, un pliegue, o más bien de un contubernio escuchaba el murmullo ininteligible que antes pude traducir y que era propio de ese orbe reservado.

En los jardines, las fragantes hojas de los eucaliptus se movían al viento como si los describiese con aquellas palabras. En fin, lo visible me atraía, de lo cual hubiera escrito impresiones redobladamente veraces después de todo. Vi los pilares en la costra calcárea de la fachada y no pude, por primera vez, sospechar una figura redundante. Adentro, vi los corredores con sus azulejos disparejamente desvaídos. Me detuve en seco a planear mi visita, y la gente en derredor me esquivaba sin advertirme mucho. Según el cuento reanudé la excursión, y aunque no era probable que otros me reconocieran allí, no pocas fueron las veces en las que temí toparme con un conocido. Traté de aplacar mis absurdas ansias, lo que también era bastante risible, porque ¿acaso no le confundiría yo a quién pudiera reconocerme, llamándole por un nombre ficticio o desconfiando de su apremiante memoria? Seguí el cuento, como a tientas entre aquella arremolinada procesión. Lo seguí al principio en el devenir de su mismo ritmo; es decir, como lo fui escribiendo hasta la tachadura, pero en la medida que me aproximaba mis temores empezaba a fundarse, no ya sobre la clarividencia de otros, sino sobre mis propias huellas que me trababan desde dentro. Ya ni a tientas entre las invisibles gentes pude caminar como antes, sólo el vacío me era palpable en mi travesía. No supe si llegaría al fin. Allá estaba el pomo de la escalera, el último umbral, pero los temblores me vedaban. El vértigo era el mismo del cuento, dicho sea de paso, pero el final no estaba al alcance aún, y yo me agotaba en el eclipse inalcanzable…


¿Queréis leer más? pues marchaos del quicio, e id a visitar a otro que os cuente lo que viene, que será de cierto su visita detrás de esa tachadura.























PEDESTRE


Con cuánto furor despreciamos un par de zapatos que nos estorben en los pies. No se puede tolerar mucho una ampolla, y poco disimulo hay para sostenerse con una hipocresía cuyo arraigo sea tan incómodo. Si se está sentado, si se camina o si se detiene en pie, si se va en ecuestre dignidad… en fin, a la sazón no se pueden transitar huellas, ni por ser propias, cuyos cauces martiricen tanto. Al descalzarse uno de unos zapatos así, se les echa en un ángulo recóndito, no se quiere saber siquiera si bastaría con reformarles, pues con el mismo desprecio que nos encamine hasta ese episodio nos deshacemos de los aparejos de tortura, y nada más. Suele suceder que el ángulo recóndito de ese laberinto le conocemos mejor de lo que hubiéramos preferido en el berrinche, y que aun a tientas de nuestros descalzos pies pudiéramos peregrinar en pos de aquellos zapatos olvidados. Y así pasa muy a menudo. Cuando nos olvidamos de ellos, volvemos a calzarles, si bien con cierto prejuicio del todo inconsciente. Entonces se les recuerda y es como si se les recordara por primera vez; no cuando se les comprara en una tienda de la esquina, sino simplemente cuando se les recordara por primera vez. No quiere dar uno crédito a la intolerancia de otrora, pues el par tenía aún mucho camino por delante. Como a un oráculo quiere uno seguirles hasta que no puedan más, porque sólo de ese modo no servirían más. La memoria, después de recordarles, con honestidad nos previene, pero los pies que antes les padecieron no recuerdan por ellos mismos ningún calvario, sino que se acomodan tan a gusto. Al cabo de unas horas, se descubre lo tonto que se ha sido, y antes que maldecir a los zapatos se les bendice beatamente, puesto que en rigor vienen a escarmentar a alguien tan testarudo.

Ya no aguantaba las botas de trabajo, que de ordinario son tan ásperas en sus arrugas. Apenas empezaba el jornal, faltaba revocar una pared antes del almuerzo, luego sólo una hora para que los pies memorizaran mejor aquellos mismos horrores que se postergarían hasta la tarde. La resignación era una buena medida, cuando menos me retrataría de talla entera. Llegada la hora del almuerzo, moví unas cajas para tenderme y entonces descubrí otro par de zapatos del mismo número. El hallazgo iluminó mejor mi halo de mártir. Casi entre temblores, los tomé y les sacudí contra el suelo. Me descalcé de los otros y tras los nuevos redobles de las medias me los puse. “Si aprietan, cambiaré a los otros y de los otros a estos, y en esas alternativas me acostumbraré mejor”.

Aunque los zapatos se habían deshidratado un poco eran mucho más cómodos y suaves que las botas. No podía suponer que fueran escondidos para que no les encontrara tan fácil su dueño original, en contrario los estrenaba para aquella ocasión de gala y regocijo. Después de la hora del almuerzo, siguió el trabajo, pasó una hora y me sentaba igual aquel alivio. Entonces, al mirar de reojo a las botas, me apeé de la escalerilla y tomé las botas, arrojándolas luego por encima del soportal y los montículos de escombros. Me cegaba la venganza, debo confesarlo así, por lo que ni siquiera me detuve mucho en aquel lance.

Como los zapatos, bastante me atareaban las paredes. Entre los dos asuntos, comí sin persuadirme del sustento, y mis mordiscos parecerían que coronar pudieran algún ayuno futuro. Dejé de silbar toda buena melodía. Preferí el silencio, aunque supusiera que esa predilección había omitido algún ruido importante. En fin, ¿cuánto no pasa a nuestro alrededor, si lo sabréis vosotros, cuando uno se retrasa? Es verdad que desde un rato atrás veía, desde donde estaba encaramado, que la gente refrenaba su marcha en la calle y que luego seguía, pero la tarea en las paredes me daba un encuadre más verídico y, afortunadamente, ya no tenía que distraerme sobre unas botas que me hubieran sacrificado tanto.

Al terminar el remate de un quicio, bajé las escalerillas y vi que una mujer, que traía una niña de la mano, se detenía a pesquisar algo ignoto, detrás de ella se acercaba su otra niña a la que le advirtió distancia. Luego siguieron. Me dije que podía ser un gato muerto del todo irreconocible. Pasaron unos escolares, y lo mismo. Un gato que confundieran con una rata gigante, me repetía, de cualquier modo un gato irreconocible. Así descifraba el enigma, porque nunca me hubiera imaginado que fuera el Minotauro en medio de la calle, o que la policía se demorara horas en llegar. Un gato irreconocible era lo que con más exactitud le daba contorno aquella nebulosa, porque no por ser irreconocible iba ser menos gato.

Al margen de mis aseveraciones, poca importancia le hubiera concedido a la curiosidad de todos. Calzaba yo unos zapatos con los cuales libraría cualquier obstáculo que me demorara de camino a casa. Al terminar, recogí las herramientas, las lavé y en un rincón ocioso les puse de nuevo. Me vestí con la ropa de salir, pulí mis nuevos zapatos hasta darle un lustro espléndido y me acicalé frente a la esquirla de un espejo. De pronto escuché un camión resoplar mientras cesaba al frente de la casa. Al asomarme vi que su chofer, casi en sigilo, se apeaba. Vi que se dirigió al frente y que como los otros fue a acercándose al gato irreconocible. Esto, ciertamente, era bastante extraño; pues que un camionero se bajara a reparar un tapiz sobre la calle cuando lo hubiera repasado con su camión, ya le tentaba otra pata al enigma. El hombre se demoró más que los demás, de pronto escuché rechinar la otra puerta desde donde se bajó probablemente la mujer del camionero. Al coincidir los dos en el examen no decían nada, sino que en silencio consultaron sus miradas nada más, volvieron al camión de prisa y, tras reanudar la marcha, rodearon al enigma ostensiblemente. En verdad ya me daba miedo salir a la calle, pero no podía pernoctar allí hasta que despejaran el paso. Con estos zapatos de una carrera evito otro maratón, me decía. Y era verídica mi audacia, pues los zapatos eran tan cómodos que se los iba disputar a su dueño entre cabriolas.

Un felis silvestris catus, aun por muy irreconocible, no iba amedrentarme, y si sucedía que ya era como una atrocidad, pues iba rodearlo como los otros hicieron. Dicho sea en virtud de lo no dicho, nunca escuché que alguien se quejara al verlo de cerca. Abrí la puerta, giré la llave y al volverme a la calle despoblada, que era poco más que un camino de tierra, vi, justo a la mitad, como si viniera del cielo, allí mismo sobre la tierra que nos ha de tragar a todos, pues vi, eso sin duda, el par de botas que había arrojado por encima de los montículos de escombros. Era toda una maravilla, pues estaban tan celosamente acomodadas, acaso como si alguien las hubiera puesto a propósito. Tanto era mi asombro que aquel gato irreconocible que tan inmóvil me había figurado parecía arañarme aplicadamente desde muy dentro.

No eran sólo un par de botas en medio de la calle. Se podía ver tanto de aquellas botas acomodadas allí, que sólo padeciendo sus rigores pudiera iluminarse un par igual. Alguien las calzó, eso sin duda. La gente podía imaginarse un sortilegio o un presagio soterrado, pero, más allá de lo ilusorio, alguien de cierto las calzó, hasta a echarles a la calle de ese modo misterioso y tal vez en todo punto inescrutable…

















LA CLARABOYA


Debería contarles una fábula para dormir, pero en contrario le contaré sobre un peculiar sueño que tuve, y que apenas se demoró en sus horrores. No escribiré sobre una selva palpitante donde bestias sigilosas acecharan como serpientes, porque ni siquiera hubo una persecución que postergara esplendores, tampoco un atajo que abreviaría el susto de ningún grito a tientas.

Íbamos caminando por el muelle y el entablado crujía como si lo clavetearan otra vez durante nuestro trayecto. No supe quiénes eran mis acompañantes, pero tampoco supe del mar; sólo escuchaba los pasos a mi lado y la espuma de tanta sal que se quebraba bajo un cielo que tampoco recuerdo haber vislumbrado bajo mis oraciones. Me dije, cuidándome de que los otros no me escucharan: ‘podrías despertar ahora, porque quién sabe cómo me arrullen estos pasos.’ Con una ovación quise celebrar mi silencio, pero las palmas eran mudas, sin importar cuanto me palpara nunca haría resonar un acorde siquiera. Todo apaciblemente parecía rodearme en mi marcha, me pesaban los párpados como si el mismo sueño que me promovió en esta estrategia se colgara también de los dos.

Seguían crujiendo aquellas tablas, entonces se me ocurrió que si se zapateaba vigorosamente sobre ellas me despertaría, y a fe que era lo único que podía hacer sonar en ese trance. No puede ser una pesadilla — me conformé al no escuchar más a los otros, pero de inmediato supe que estaba solo, que ya ni siquiera podía dar de trompadas a uno de mis enemigos. La incertidumbre empezaba a cifrar un cero cuyo amplio compás engordaba desde mí. ¿Al acabarse las tablas caeré a un mar que no conozco ni he visto? —me pregunté al pronto, como si esa revelación me allegara al filo del muelle. Me detuve, ya no había tablas debajo, yo sólo estaba sobre mis pies, y mis pies sobre mis mismos pies. ¿Qué pasaría si doy un paso? ¿Voy a sucumbir? —Me preguntaba— ¿Qué fondo me albergaría mientras otros procuren despertarme en mi lecho? Menos me atrevía a responder, porque era como dar el paso hacia el descalabro. No podía ni temblar de como me petrificó el miedo, sólo parpadeaba, y entonces se me ocurrió dormir, soñar otra vez, refugiarme en el corazón de esa misma desgracia. Sin embargo, los párpados ya no me pesaban, eran tan leves que casi me hacían volar hasta ellos mismos.

Mi mente al fin pudo eludir sus pensamientos. Lo supe entonces, lo supe como un profeta para cuya estrella haya nacido. “Sólo sus pies pueden encaminar a un viajero”, y di un paso. De repente me hallaba entre un tanque de agua dulce, pataleando para no ahogarme. Las paredes eran lisas y bajo el agua no parecía haber fondo. Vi en derredor; todo blanco. Vi la cumbre de aquella bóveda y al fin vi al cielo en el contenido redondel de una claraboya, parecía no extenderse más allá del eclipse, parecía una moneda que se pareciera a una luna amonedada.

Ya me había sosegado, porque no podía estar peor de cómo anduve arriba. Antes, al contrario, podía repicar sobre las paredes un ritmo que al cabo me despertara. A flote de esta ilusión, golpeé con los puños y los talones aquellas paredes. A cada golpe un calambre pasaba por mis ojos. Tenía que golpear y golpear, tenía que despertar acaso en el retumbo de mi desesperación. Entrelace los puños y golpeé. Se me figuró que en un relámpago vi el entrevero de mis pestañas legañosas. Un golpe más y despertaría, pero había que darse en extremo de aquel vigor. Así que moría o despertaba. Mientras mis escuálidas piernas me mantenían a flote, di un cabezazo formidable contra la pared. Se sacudió el agua, las paredes retumbaron y el mismo cielo se le borroneó su disco en la claraboya. Me tendí en el vaivén del agua a esperar por mi suerte, pero, ay, ya exánime vi como la pesada escotilla se cerraba estrepitosamente tras ese golpe. El ruido de la escotilla fue redondo, completo, sí, pero desperté en el cabal ahogo de mis ojos, y vi en derredor la claraboya vedada para siempre. La vi, eso desde luego, en todo lo que en derredor veía.

HACIA LA ESQUINA, AL DOBLAR LA ESQUINA…


Caminaba de prisa por la acera. Dijo que no se demoraría nada, pero cuánto no se le ha figurado que ese acomodo pudiera dilatarle siempre. Se dijo, ‘sólo son los nervios; con unos nervios así cualquiera tiembla hasta el colmo de sus uñas.’ Cruzó la calzada, siguió recto por la acera, dobló a una bocacalle sobre la misma acera. De repente, a unos pasos tan sólo, cierta incógnita mujer caminaba hacia la misma dirección. ‘Tal vez la encauce una prisa similar’, se dijo. La acera se prolongaba a lo largo de un vasto paredón. La mujer, al sentir los pasos de Omar, se azoró sobre sus tacones; mas sin darse vuelta contuvo su propia marcha como si engranajes internos comprimiesen los demás círculos; acaso no quería delatar una angustia cuyo límite pudiera salvarla más adelante. Omar notó el disimulo, quiso cruzar la calle o devolverse, pero ya era demasiado tarde para un contratiempo de urbanidad. La vereda parecía solitaria y muy estrecha en todas sus probables extensiones. A la margen contraria, un terreno baldío se erizaba como cualquier criatura que viera a ese mismo terreno volverse en su contra.

Se propuso apurar el paso, pero de seguro la dama le apremiaría mucho más hacia una fuga sólo concebida por ella. Extremarse a rebasar el dilema por vigor de su necesidad era lo apropiado, aunque esta convicción también sería obstaculizada por un trance muy absurdo. ‘Es una transeúnte en mi camino’, se decía. ¿Y si la mujer, de pronto, echaba a correr aventajándole en la ilusoria persecución? Era increíble que a pesar de su apremio, tuviera que comprometerse a un impulso marginal que no contribuiría más que a irritarlo con supersticiones, y justo para esta ocasión feliz. Si a la dama se le hacía interminable el paredón, él sólo podía seguir el ejemplo a tientas de esa misma certidumbre. Ni ir más rápido en una desafortunada clarividencia, ni retrasarse por capricho de una ajena prisa, remediarían nada. ‘Tiembla. Ya casi podría tocarla. Cuántos impulsos le reducen de ese modo, ni el pánico la detendría, llegado el momento. ¿Le ves, Omar? Teme que la ultraje, me cree un bellaco que le acosa sobre sus misma huellas rezagadas. Justo hoy alguien me maldice en silencio como si fuera un desalmado.’

La mujer contenía el grito al tiempo que el vómito le jaloneaba hasta el silencio. Omar quiso calmarle, pero sabía que cualquier amago los embarcaría en una confusión, cuyos faros eran ya los estorbos de tantas olas iracundas. ‘Es apenas una anécdota que contar, sólo que aún no tengo a quien contársela.’ Los hechos se postergaban sin mitigar el revuelo de las hélices. Ya no importara bajo qué ambiciones pretendiera consolarse, sabía que algo enojoso estaba en su camino.

Era increíble que algo le agriara su felicidad. Si tan sólo se pudiera conquistar la esquina de una vez y para siempre. La esquina, sin embargo, parecía estar a tres cuadras de esa misma esquina. Ya estaba enojado, porque no sólo el trajín de tantos papeles documentaba una burocracia inflexible, sino que al alcance de sus andadas se interponían otros términos, y además tan insólitos. Sus labios casi se movían entre los temblores que apenas podía contener en su cerebro. Se reprochaba que sus supersticiones hicieran juego con incidentes cotidianos, y que a esa coincidencia hubiera de comparecer siempre, lo cual venía a ser todavía peor. ‘No conoce ella la palma de su mano; no le dibujaría nunca unos de sus surcos correctamente. Jamás ha examinado al microscopio uno de los ventrículos de su corazón, tampoco sabe si Eva le heredó su gracia inconmensurable, ah, y ni a sus ojos, que ve todas la mañanas frente al espejo, pudiera redondearles un detalle siquiera. No sabe cuántos vellos se le erizan justo ahora, ni contándolo lo sabría. ¿Por qué teme, pues, si jamás pudiera profanarse su ignorancia? Es el dolor, Omar, el que nos junta a un ser que incomprensiblemente al cabo le comprendemos. Ni la muerte puede juntarnos así. Ella gritaría y correría por lo que no conoce, pero sabe que siempre gritaría y correría por ello, aunque no distinga que cualquier facultad se da en potencia de lo que cabalmente no conoce, porque en la reunión de tal asamblea incluso el veto le completaría.’

Al término de este soliloquio la mujer se desvaneció como un espectro. Otros transeúntes parecían poblarla por doquier, pero Omar no la vería más. De seguro, al cruzar la esquina, se escurrió hasta un taxi salvador o trenzó sus pasos entre otros transeúntes no tan invisibles como ella. ‘Fue como un conjuro, me distraje en él, y el camino libre y franco frente a mis pies. Otra vez tengo alas.’

Al llegar a las escaleras del registro, Omar se detuvo, resopló y subió los escalones como si no se hubiera detenido jamás. Era un edificio vetusto y destartalado, las paredes de dentro estaban renegridas hasta el límite de un hongo que se calcaba por doquier. Caminó por el corredor oscuro, sobre aquel mapa que en los azulejos oblicuos ha dejado el tránsito de muchas generaciones. A cada paso sentía que el sudor le claveteaba con alfileres muy menudos. En el vestíbulo, cercado éste por empolvadas celosías de maderas, aguardaba su novia, cuya ansiedad le retenía a un ángulo del sillón. Otras dos parejas, sobre el mismo largo sillón, conferenciaban al margen de la novia solitaria. En vano, durante distintas y animadas ocasiones, trataron de convidarle a esa conversación. Su novia era extranjera, apenas podía entender algunas palabras, por lo cual no transigía sino con un silencio tanto más universal cuanto que sólo a señas se le podía entender mejor.

Después de ver a Omar irrumpir en esa densidad que se arremolinaba en el ventilador del cielo raso, Hjdgef, que así se llamaba ella, sonrió como si se enamorara por primera vez de su ataviado novio, que incluso era puntual a las deshoras de tantas vicisitudes ajenas. ‘Son las mujeres las que nos regalan las flores’, pensó Omar, al ver esa sonrisa radiante en el rostro de su novia. ‘Otros labios más íntimos declaman sus primaveras y nacemos en flor de una profecía que será siempre nuestro ornato.’

Ya no falta nada más, mujer —le hablaba Omar en su idioma, aunque con un terrible acento que le entorpecía su elocuencia.

¿De veras? —completó ella, al tiempo que con cierta incredulidad de los papeles oficiales iba pesquisando cada número.

Los otros al notar que la mujer era extranjera consultaron entre ellos una comprensión que los justificaba en el desaire. Omar, reclinado y en cuclillas, seguía el índice escrupuloso de su novia.

Todo en orden —espetó, al fin.

Falta que aún falte algo. No me imaginaba que para casarse acá, tenía uno que arrepentirse primero —agregó ella con una sonrisa que compartió su novio.

Omar se sentó en una butaca aparte, frente a Hjdgef. Estaba muy contento; ya ni siquiera recordaba cómo había llegado hasta allí. Sólo recordaba, como si lo recordara desde siempre, que estaba allí, al frente de su futura esposa, siguiendo con sus ojos vivos el mismo transito que lo veía a él. Ambos sonrieron.

Adentro, detrás de un escritorio apolillado, un funcionario iba hojeando con incredulidad previsible las formas de una pareja, tales que a su vista le fuesen numeradas y corregidas muchas otras veces hasta el vértigo. Tanto el hombre como la mujer, separados entonces por aquella expectación, escrutaban del silencio algún veredicto que ya no le fuera hostil, pero la dilación parecía propiciar, además, una enigmática sonrisa en el funcionario. Dejó el legajo en desorden. Sin hablar aún, se levantó ante la singularizada vista de los contrayentes,  y fue a la ventana al través de la cual se veía un jardín con ropas tendidas al sol. La pareja no se atrevía a mirarse entre sí, cada uno atisbaba aquel aspecto displicente y hosco como si le temiera privadamente. De pronto el funcionario se volvió con los brazos atrás y escupió el tabaco en una cacerola chorreada por los escupitajos de un mes.

Ya la secretaria había regresado a su lugar. Omar quiso preguntarle a ella si los atenderían antes del almuerzo. Pero prefería aguardar frente a su novia. Después de todo, al salir los que seguían en el despacho les correspondía entrar a ellos.

Cuando uno de los conyugues es extranjero la cosa se hace difícil. No digo que ordinariamente no lo sea, pero es ya un caso especial venir con papeles distintos —dijo unas de las damas del sillón.

Es verdad —completó su prometido—. Imagínese que a los papeles de aquí se les revisa como si fuesen de afuera, cuánto no harían con los de afuera.

Por no ir tan lejos, la pareja que se demora allí nos contó la mar de tribulaciones. Desde que llegaron al registro, ambos han sido indivisibles, pero sólo porque con esa virtud se puede prevalecer acá —dijo la otra mujer.

Con decirle que si la solicitud se les alarga, se casan en la luna de miel elegida—completó el prometido de esta última mujer.

Aquí, por cierto, para pasar la luna de miel no está mal, pero para casarse un extranjero tiene que venir con cierto aplomo, y, desde luego, con un patriotismo a toda prueba.

Con nosotros es diferente; sólo faltaba algo que ahora si completa todo lo demás —contestó Omar en seco, y después le tradujo vagamente sus impresiones a Hjdgef. Las otras parejas, contrariadas entre oblicuas miradas, desviaron la conversación entonces, y se congregaron a temas baladíes que les distrajeran en la espera.

No quiso Omar enfadarse por los comentarios de aquellos vecinos, pero sabía que su novia era extranjera para sus demás compatriotas, y también sabía que las palabras de estas contiendas eran para su novia más que incomprensibles, porque sólo él lo comprendería todo el tiempo. La traducción era un escape legítimo y esperanzador, cuando menos hasta que su mujer dominara la lengua, que a la larga iba ser también la lengua de su estirpe en común. Hjdgef, al comprender tal contrariedad, tomó las manos de su novio con una indulgencia casi maternal y le sonrió. Justo entonces, se abrió la puerta y salió la pareja de turno. Un espasmo eléctrico tensaba a Omar, desanudó sus manos de las de su novia, y todos, excepto la secretaria que permanecía inmóvil en su letargo, se volvieron a la pareja proscrita. La mujer no parecía ocultar su enojo, el hombre le consolaba con murmuradas excusas que ella no admitía en su semblante.

Cómo se te ocurre ser tan lento, si ya bastante trabajo se pasa con venir a esperar acá —al fin le dijo casi a gritos.

El hombre enrojeció hasta el tono de esos rudos juramentos. De pronto la secretaria, ya vuelta del trance, dijo:

Los siguientes.

Pero nadie se atrevía a mover una pestaña siquiera. Hjdgef, sin tener que indagar al respecto, supo que el enojo involucraba los mismos amagos de aquellas charlas intraducibles. Omar vio a la mujer que dejaba rezagado a su prometido para siempre. ¿Y si era la misma mujer de la vereda? Pero ¿Cómo podía sacarle una ventaja así? Porque ni desvaneciéndose hubiera reunido una aparición tan adelantada y visible. Llevaba los mismos tacones altos, una indumentaria en todo punto muy parecida a la de aquella incógnita mujer. Tenía que ser la moda que la hacía tan parecida. También desnuda le hubiera confundido del mismo modo, pensó maliciosamente. Aunque, por cierto, nunca había visto a una mujer desnuda. ‘Ya ves, sí que tenía razón aquella otra para huir de mí. No importa que nunca conozca mi mano como la palma de mi mano, debe haber algo escrito en ella’

Siguientes —replicó la secretaria con áspero tono. 

       

Ya todos concentraban la vista en Omar. La felicidad le empalagaba antes de la luna de miel. Se despabiló, e incorporándose vio a su novia que ya lo solicitaba con un rictus severamente contenido.







LUNA LLENA


A lo lejos se veía la polvareda de unos seis perros que jugueteaban entre los amagos de sus mordiscos. Cinco eran amarillos como el polvo y uno tan oscuro que casi se podía decir que fuera negro. Yo caminaba por esa misma franja de tierra a la vera de la autopista. El juego de aquellos animales se trenzaba como un torbellino, cuyo arraigo era mudo como esas ráfagas de polvo. El calor aquietaba todo, y el sol parecía reflejarse en los ángulos de esa quietud. Se me figuraba que yo avanzaba hacía los perros sin siquiera moverme y que aquellos animales se movían sin siquiera detenerse en sus muchos recodos. Sólo los eslabones de la autopista se escuchaban sin variar nunca en su corriente interminable. Ya había caminado un trecho antes de divisar a los seis. Temía que entre cabriolas algún perro irrumpiera fatalmente en el tráfico. Apremié la marcha hacia aquel tumulto, de modo que pudiera rebasarle antes de ver esa desgracia. Sabía que los perros se envalentonan cuando se congregan muchos, pero ya iba tan rápido que ni el miedo me retenía a mi audacia. Se apartarían todos de mi paso, porque de tan decidido en mis andares los enfrentaría, tal vez para su propia salvación, con las piedras del camino.

Podía ver a cualquier persona adulta desafiar al tráfico, aun si lo hiciera en los cabeceos de un delirium tremens, pero que un perro intentara vadear la calzada, me ponía al borde de esa visión. Prefería taparme y esquivar a tientas ese luto que me ofuscaba desde siempre.

Una vez, en lo alto de una colina, probábamos un rifle. El que lo vendía trataba de convencerme de su inverosímil alcance. No se le podía creer aquello, pero el hombre insistía en virtud de una prueba irrebatible. De cualquier modo, desistí de comprarle el rifle. Antes de comunicarlo, vi hacia esa carretera que serpenteaba según el lecho de un inexistente arroyo. Justo en la curva de unas de sus márgenes, un indeciso perro, que apenas si le podía distinguir, trataba de cruzar la carretera. A cada ocasión se arrepentía oportunamente, pero después regresaba otra vez según la porfía de su olfato. El otro, al ver mis evasiones, me propuso tirar al perro, con lo cual verificaría también el alcance del cañón. Así que de inmediato apunté, pues tal acto, aunque igual de funesto para el animal, me liberaría de una deplorable circunstancia. Hice fuego y el animal, despavorido por el eco, fue a guarecerse detrás de los setos vivos. Le había apuntado fijamente. De cualquier manera, me alegraba haberle rayado un límite salvador. El hombre, desde luego, cuestionaba mi puntería, dado que el arma era, siempre a su modo de ver, infalible.

Lo mío no es una sensibilidad privativa y mucho menos ajena, porque una vez que salvo el alcance de ese albur, sigo adelante con el mismo aplomo cotidiano. Por supuesto que he visto morir muchos animales; tantos que en cifra constituyan un zoológico nutrido, que bien pudiera regentar y visitar quienes también he visto morir. Y perros, más que ningún otro ser, y hasta se dice que mucha gente ha muerto como perros. Tales reservas quizá obedecen a que estos animales se vinculan a nuestros progresos de un modo muy cercano, y como no se acostumbra ver más allá de un desastre conocido, la ilusión nos domestica siguiendo entonces la misma mansedumbre con la cual el perro, muy a pesar de los peligros inherentes, procura el pan suyo de cada día.

Ya estaba cerca de ellos. Alcancé a distinguir dos hembras y tres macho. Fue lo único que pude colegir de esa misma cifra. Porque una nube de polvo, acarreada sobre los hombros de otro espiral, envolvió aquella polvareda. Los animales amarillos ya no se les vislumbraba por ningún lado, pero sus fantasmas invisibles persistían en el juego, al menos así lo proclamaba la misma tierra que los encubría aquí y allá y por doquier. Sólo al perro oscuro podía reconocer cabalmente, aunque no pudiera determinarle su sexo en aquella nitidez irreprochable. Era extraño, pero sólo pude ver al animal en un contorno fijo. Entonces era negro como el negro, como si ya me hubiera tapado los ojos. Bordeaba la autopista y volvía a sus invisibles camaradas. Tres machos y dos hembras, pude decir antes. Recordé que tres amarillos eran machos y que las hembras eran más acarameladas, pero por lo demás la única incógnita presente era un dilema al que me fue imposible acceder. A esa criatura, ya singularizada en su oscura forma, no se le podía averiguar sino la fecundidad de la muerte. No sé si sabía que iba a morir, pero se le parecía tanto al animal que en sí concentraba sus plazos, que la aureola de su cuerpo entero le contenía en su mismo horóscopo (sin falo, sin vulva). Iba morir, aunque en verdad lo supiera, y aunque por saberlo se acercara tanto a la autopista.

Yo mismo estaba seguro de que ese animal iba morir. Ya no me sorprendía que los otros se apartaran, ni que se hicieran del mismo polvo que venían, pues ninguno de ellos iba morir allí. Quise volverme como si bastara con torcer el cuello el rato que durara el trance, pero el eclipse iba ser tan negro como el negro, e igual de parecido al luto de aquel animal negro como el negro. A ciegas tendría que tropezar entre otras visiones tan parecidas a la realidad. Lo mejor era seguir adelante, de frente, sin desmayar en nada. Se le veía tan joven y tan ágil en todo, y, sin embargo, tan determinada la criatura a no envejecer. Ni las dolorosas púas de una vejez larga disuadían a sus ímpetus. Iba morir, y los otros volverían a ser visibles en el pánico de su salvación, pero ya muy lejos.

Caminé de prisa. Traté de rodearlo como para franquearle la calzada, pero sus cabriolas lo exponían siempre. No me detuve, lo rebase; seguí sin cerrar los ojos, mirando tan sólo delante de mí. Como a unos veinte metros escuché el estropicio. Una bocina. El animal aullaba en su desespero. Ya está consumado, dije, y me volví. El polvo se había disipado; el aire era tan insustancial. Hasta la invisibilidad de los otros perros había desaparecido de allí. La pobre criatura estaba en medio de la autopista aullando desde un centro palpitante. Los carros la evitaban cuanto podían. Por primera vez esa corriente interminable variaba como en un escollo. Sin embargo, moriría; no habría salvación para esa muerte, que allí mismo se reclamaba en cada queja. Yacía sentada la criatura, tan indeterminada en su clandestino sexo. Cuando vinieran camiones, de cierto en el apuro de sus apocalípticas bocinas, todo iba acabarse.

No quise volverme más. Doblé hacia el caserío. Se escuchaban las bocinas y los aullidos al cielo. Apuré el paso, casi al trote seguía un trayecto de memoria. No quería escuchar su muerte. A cada paso se le escuchaba menos, pero debía apurarme para que por fin se desvaneciera entre una polvareda de huellas mías. Una bocina de un camión, pero aún aullaba. Apenas le podía escuchar. Sigue, sigue, me decía, como si la arenga fuera en sí el impulso indispensable. Así como no le ves no debes oírle jamás, decía.

Sólo las hojas de los castaños campaneaban en los demás rumores. No me volveré hasta alcanzar la casa, me dije. La sal del sudor me prevenía como en el antiguo testamento. Vi en el cielo claro una luna llena. Ya se había desvanecido aquel animal. Tan invisible como el negro de su forma persistente y fija; acaso ya un fantasma de sí mismo. No te vuelvas aún, me decía.


Sigo adelante, bajo el plenilunio, sin perder la orientación de mis vigores, pero unos forasteros me abordan, deteniéndome en seco. Me piden una dirección determinada, me resisto a volverme. Así que de frente, alelado como un ciego, detallo con palabras todo, como si a esa misma dirección desde mi lengua yo la siquiera para ejemplo de quienes osen preferirla detrás de mí. Me insisten en que aguce alguna señal. No me vuelvo, mas como un ciego, ya perdido en sus ojos, vuelvo a las palabras y el sudor me corona por todos lados…






UNA MUJER PARA EL PASTOR


Tal como quedaran los tres, iban a reunirse para cambiar suertes en el recodo. Alberto ni siquiera esperó la campana del colegio, sino que se anticipó furtivamente durante una pausa de la clase. Era muy temprano aún, así que se fue a echar ruedas de camiones cuesta abajo mientras los otros chicos pudieran salir. Siempre era el más audaz y el más respondón de la pandilla.

Ya habían llegado todos con sus respectivos naipes. Según el deleite en común, los tres se esperanzaban que ninguno de esos naipes, afanados de una serie inaccesible, estuviera repetido. Una buena mano se pudiese colegir justo porque las notaciones se repitieran lo menos. Dicho de otro modo, para ellos todos eran ases, siempre que cada singularidad valiera por ella misma. Claro que al paso de los extraños, pretextaban los reveses de una celosía invariable. Cartulinas vueltas para una partida ilusoria. Cada naipe que averiguaban aquellos chicos tenía, detrás de su ordinaria apariencia, la estampa de una mujer desnuda. De los 52 naipes sólo habían conseguido unos 20. Un inventario así, que no era poco, tenía a veinte damas de una belleza tan mítica como desnuda, y, sin embargo, los chicos aún no podían descubrir lo que siempre estaba velado por un mogote crespo, justo allí en el vértice inescrutable. Cada uno se inventaba una forma especialísima, cuyas descripciones imaginarias los dividía en el delirio de una trinidad.

Alberto, sabiendo que esas veinte poses eran o muy oblicuas o muy frontales para revelar algo, se le puso que las demás poses faltantes también siguieran en rigor ese estilo, a pesar de que los naipes tuvieran cuatro escalas diferenciadas. Edgar y Marcial estuvieron de acuerdo, porque era bastante obvio que con los 52 se librarían suertes según leyes invariables. ¿Acaso ellos mismos no fingían alguna partida presurosa a los ojos de los extraños?

Así que ya les decepcionaba aquella monarquía superpoblada de reinas. No importara la escalera que reunieran en una sola mano, supieron entonces que por esa pendiente nunca se empinarían a escrutar aquel enigma que ya les excitaba hervores desde muy dentro.

Alberto, a hurtadillas, le hacía la corte a una chica de la clase, incluso le había tocado algo por debajo de su blusa. Con el tiempo el misterio se les revelaría a todos. Pero cada día era más vivo que el anterior, y una sucesión de tal naturaleza pudiera al cabo extremar cierta fiebre, que después los consumiría sin siquiera dejar una señal de aquel ardor. Edgar y Marcial supieron desde el principio que Alberto iba ser el primero de los tres. Murmuraba cosas al oído de las chicas que les hacían reír a todas. En la clase fue el primero en escabullirse del horario y ya había probado los cigarrillos.

Sólo hay que pedir, como dice el pastor —le comentaba Alberto a sus condiscípulos.

Cómo se te ocurre, Alberto —dijo Marcial, consultando sus impresiones con Edgar.

No dice el pastor que “si pedís se os dará”. No es un mal consejo.

Nos acusarían —dijo Edgar, incorporándose.

Y porque iban a acusarnos. Ellas se negaran si es el caso, porque saben que eso basta. Entonces, debe ser como si te dijeran todo, excepto “sí”.

Insistir no debe ser igual de recomendable —prefiguró Edgar.

Si pides lo negado, ¿acaso no es más probable que lo sepas pedir mejor?

Ah, qué fácil lo dices.

Cómo crees, Edgar, que los chicos mayores llegan a saber más que nosotros.

¿Porque piden? — pregunto Marcial, con cierta candidez.

Lo que se os dará —completó Alberto, imitando la languidez del pastor.

Querrás decir lo que se “les” dará —corrigió Edgar

Es lo mismo, hombre. No querrás que estos ases siempre sean tu ventaja.

Ah, cómo eres —contestó Edgar, con despecho.

Pedid, hermanos míos —repuso en la misma afectada simulación.

Y seguro tú has pedido demasiado —bromeó Edgar.

Tanto como ellas se negaran —siguió Marcial con una risita.

He de confesaros que he pedido sólo una vez. Ah, venturoso sea el cielo que sobre nosotros se tiende siempre.

Los otros chicos se codeaban entre risas.

Además, cómo crees que pude tocar a Rebeca —agregó, saliendo ya del trance.

¿Tú y Rebeca? —preguntó Marcial con incredulidad.

Entonces, si ya lo sabes, porque vas a tientas en los pelos de estos naipes.

No sé más de lo que ustedes han visto, sólo toqué algo debajo de su blusa.

¿Y no has pedido más?

Sólo una vez.

¿Y así nomás dijo que “sí”?

Así “nomás”, no.

Pero, ¿nunca te dijo que “no”?

Nunca me lo hizo saber así. Las mujeres tienen su tiempo, caballeros.

Sí, y nosotros sólo un horario en ese tiempo —completó Edgar, reflexivamente.

¿Y cómo fue? —preguntó Marcial sin faltar a su asombro.

Es lo más suave que se pueda tocar —contestó Alberto, mientras entornaba los ojos.

A mí todavía me duelen las tetillas, y no me resultan suave extirparles. —jugueteaba Marcial, palpándose por debajo del uniforme.

Ellas maduran con una lentitud que nos aventaja en mucho. ¿Verdad, Alberto? — dijo Edgar.

Yo que voy a saber de biología, pendejo. Sólo sé que es suave.

El consejo sin duda es muy… Y si nosotros le llegamos a pedir a ella… tú crees que… —improvisó Marcial en su tartamudez.

Como se atrevan, pendejos, les haré pedir por más.

Pero… —apenas repuso Marcial, ruborizándose.

Con Rebeca nada. Porque no piden ustedes según sus cuentas. Hay tantas chicas como chicos en la clase. “Cada oveja con su pareja” —agregó como si predicara de nuevo.

Cállate, Alberto, que ahí viene la mujer del pastor —advirtió Edgar, disimuladamente.

Sí, es verdad.

Es una belleza —murmuró Alberto, mientras tomaba su abanico de naipes.

La mujer se devolvió, perdiéndose otra vez detrás de los setos del recodo.

Se fue.

Tal vez olvido algo.

Pero si viene de la calle.

¿Nunca has olvidado nada en la calle? ¿Sólo en la casa? ¡Qué peculiar memoria la tuya!

De seguro fue a comprar algo.

Es una belleza la mujer del prójimo.

Pero, cómo sabes que es una belleza, si no se le ve nada. Se tapa hasta los tobillos.

¿Acaso no se le ve la cara, idiota?

Que tendrá debajo de estos pelos —dijo Marcial, mientras se abanicaba con sus naipes.

Lo que todas tienen.

Y, sin embargo, no conocemos ninguno de nosotros.

Puede ser cualquier cosa, pues detrás de un eclipse se encubre un dios.

Cualquier cosa no; es una vulva.

Tiene tantos nombres, que éste me suena como su apodo.

Pene, entonces, debe ser el apodo del nuestro…

Ya ves. Tiene tantos nombres también.

El pastor ya de tanto verla desnuda la preferirá así de vestida.

Y cómo se viste la mujer. Que si medias de paño y guantes; a veces hasta sombrero y sombrilla.

¿Se la imaginan desnuda?

Cómo crees; antes tendría que desvestirla.

Todos se reían a carcajadas.

Debe ser blanca y pecosa.

Con unas tetas rebosantes.

Un culo redondo y bonito.

¿Las mujeres cagan igual que nosotros?

Cómo más iban a cagar. Claro que si la cagan como tú lo haces ahora, ya lo harían muy distinto y hasta más hediondo.

Yo decía…

Además, pueden que sus pedos sean tan esenciales como el influjo de unas florecillas.

No te burles.

Oigan ni siquiera los pies se les ven, ¿vieron?

Deben ser pequeñitos y muy acabados, como de porcelana.

Yo le vi su mano asida al pretil cuando el pastor…

¿Pidió su mano?

Sus dientes son tan parejos y…

Todas las viejas dicen que es una puta.

Lo que pasa es que lo dicen a espaldas del pastor. Una verdad difundida así quién la puede enfrentar con entereza.

Y lo más probable es que sea un infundio. Me imagino la envidia que le tienen.

Cuántos años tendrá.

Dice que ya tenía treinta cuando parió a su segundo hijo.

Debe tener como unos treinta y cuatro entonces.

Yo creo que es más vieja.

¿Más vieja le llamas a esa mujer?

Bueno, yo podría ser su hijo.

Un hijo de puta para creerla tan vieja y corrompida.

  • ¡Alberto!

Debemos conformarnos con su boca.

Que pida por esa boca, entonces.

¿Seguirías el consejo del pastor?

Él nunca puede hablar por su mujer.

¿No que con pedir bastaba?

Bueno, pongámoslo así. Yo creo que si me atrevo. ¿Y ustedes?

Sólo hablas para botar.

El pastor no viene hasta la tarde, porque no le pides a la mujer.

Lo haré y entonces ustedes me mendigarán por las migajas.

Ella no es de la clase.

En cambio yo sí, y soy, además, de la misma clase.

Ni por puta ella nos escogería tan inmaduros, y lo sabes.

Qué diría el pastor.

Bueno, diría: “aun por sus frutos les conoceréis”

Callen; ahí viene de nuevo.

Se ve rara.

Qué, ya le ves desnuda.

No, mira. Parece que…

¿Está vomitando?

No, pero parece que…

Esa mujer está borracha.

¿La mujer del pastor?

Pues esa también está borracha, pendejo.

Pero es la mujer del pastor.

Y pudiera ser la misma también, idiota.

Pero pueden emborracharse las mujeres.

No son tan distintas de nosotros, excepto porque precisamente así son muy diferente. No sé si lo has notado aún.

Tal vez si es una puta, como dicen las viejas envidiosas. La dejó el amante y se emborrachó así.

Dejen de hablar sandeces, y vayamos a ayudarla.

Quién le traería, dejándole así.

Le llevaremos nosotros, que es lo que a esa mujer le importa. Ya se me figura que quiere llegar a casa.

Porque no llamamos a otros.

A esta hora no hay nadie, y con la envidia que le tienen aumentarían sus náuseas.

Y pobre pastor.

Irían a verlo a la iglesia para verlo de verdad.

Vamos.

Esconde esos naipes. Oye, Marcial, lleva tú las mochilas.

Los tres chicos se acercaron a la tambaleante mujer, que apenas distinguiéndoles de sus espectros les pidió ayuda.

Por supuesto, señora.

No le dirán nada al…

¿Al pastor? Cómo cree.

Que me vieron subir así —completó, mientras mentalmente corroboraba la extensión de su ruego —. Aunque qué importa si tanto sabe hasta ahora, y lo sabe todo… —agregó para sí.

Pero primero es menester que llegue a casa.

Sí; a casa… para emborracharme allí —recordó la mujer, asiéndose de los chicos.

Marcial iba detrás con las tres mochilas al hombro. Ciertamente la calle estaba desierta. Eran poco más de las dos, no había mucho que se pudiera averiguar de una calle solitaria, flanqueada por paredes ciegas o por unas pocas puertas y ventanas cerradas en esa polvorienta hora. Subieron la calle como una lenta procesión, parecía que el silencio fuera la guía de aquellos pasos. Ya en la casa, que estaba al final de esa calle trunca, abrieron la verja y pasaron a un jardín discretamente cincelado por los tamarindos del pastor. La mujer auscultó su bolso a tientas de muchos ruidos, y al fin dio con las llaves. Alberto prácticamente se las arrebató de su mano perpleja y temblorosa. Abrieron la puerta de la casa, y pasaron todos a la sala. La mujer, casi a rastra, se ovilló como una niña en el sillón. Su llanto ya no se contenía en sus ojos.

Dejémosle aquí; ya está en su casa —dijo Marcial, cansado de llevar las mochilas.

Qué buenos samaritano sois, que dejáis a medias lo que por completo os coronaría en el paraíso —reclamó maliciosamente Alberto.

Démosle un vaso de agua, y ya —repuso Marcial.

No ves que quiere desahogarse —insistió Alberto, meditando algo para sí.

Tú crees que no nos anegarán esas lágrimas —intervino al fin el silencioso Edgar.

Yo digo que nos vayamos, y punto.

Ah, los hombres son una redonda porquería —empezó a balbucear la mujer entre sollozos.

¿Lo dice por el gordo carnicero? —indagó Marcial.

Calla, bruto —le amonestó Alberto.

Pues parece que tal es el amante —completó Marcial al oído de Edgar.

No todos somos iguales —dijo Alberto, acercándose a la mujer del pastor.

Y qué hombres son ustedes —contestó la mujer, mirándole de través, pero hasta la ironía se alargaba sin sus puntas.

Hombres como lo fuera Adán, pero ya muy hombrecitos para diferenciarnos mucho.

Qué joda con Alberto —le murmuró otra vez Marcial a Edgar —. La señora sólo está borracha.

Acuérdate que le retamos —dijo Edgar sin apartar la vista de Alberto.

Tú crees… es posible que todos podamos tocar —celebró Marcial casi con lágrimas en los ojos.

Que ni crea Alberto que la tocará él solo.

La mujer seguía llorando casi entre las manos del galante Alberto.

Recogeré sus lágrimas señora. Y si aun la santidad le traiciona, pues entonces hasta con mis pecados, que mucho son según dice el pastor, le doy consuelo.

Oye, Alberto, los tres sabemos que…

Cómo que los tres —compuso Marcial.

Qué dicen los otros hombrecitos —dijo la mujer, riéndose de repente.

Qué muy hombrecitos somos para ser tales, ya lo dije. Yo respondería por usted, y estoy seguro que ellos me seguirían, pero si se van, pues que se vayan —dijo Alberto, guiñándole un ojo a los demás.

La mujer se quedó viéndoles fijamente como si el aire los encubriera con sus invisibles gasas. Edgar reculó ante aquellos ojos extraviados.

Ya estuvo. Vámonos antes de que…

Cómo que vámonos —repuso Marcial con los nervios crispados.

Quieren que los trate como hombres —dijo la mujer sin alterar la mirada. Y era como si esas palabras, juntas según ese orden, carecieran de significado alguno. De cualquier modo, a los chicos les importaba muy poco lo que a este respecto se dijese, si al cabo la mujer accedía tal como ellos hasta entonces jamás se la hubieran imaginado.

Con otra condición no le podemos tratar a usted, señora. Como hombres de bien naturalmente, porque ha de saber que también así de buenos los hay en este mundo impío —dijo Alberto, acercándosele de nuevo—. Pero si cree que aún somos muy chicos, recuéstese como una niña entonces, y duerma en nuestros brazos, le arrullaremos de tal modo que sueñe a gusto —agregó, al tiempo que le tocaba, para asombro de los otros dos, el hombro desnudo y pecoso.

Ay, hombres —gritó de repente y se deshizo en un llanto incontrolable.

Esta vez Alberto resistió el cambio abrupto y se echó sobre ella a excusarse profusamente.

Ustedes lo que quieren es tocarme, ¿verdad? Pues tóquenme si quieren, no es la primera vez que alguien va a tientas en mi luto.

¿Y alguienes también? —pregunto Marcial, entre los dientes apretados.

Alberto se paró como un resorte, y allegándose a los otros dijo:

Qué les dije. Ahora no se van acobardar, porque sí que sería peores hombres que aquellos por cuya singular tara esta mujer a todos culpa.

Esta mano no la perdemos, de veras que no —se convenció Edgar, apretando el puño.

Y si viene el pastor —reconsideró Marcial, en medio de su frenético estado.

El pastor no viene hasta la noche.

Es verdad, y la mujer lo sabe más que nosotros.

No ves cómo llora; ¿no os conmueve acaso? O es que sois tan insensibles como para no ir a tientas de vuestros garrotes.

Se acercaron los tres a tocarla. Empezaron por sus brazos carnosos, demorándose luego en los sobacos lampiños. Entonces la mujer, como una crisálida que del capullo sale, desnudó su torso espléndidamente blanco. Los tres tocaron aquellos senos rebosantes y tan suaves que provocaban soñar en ellos y con ellos.

Son más suaves —dijo Alberto.

No puede haber en el mundo algo tan dulcemente suave.

Parece que le tocara hasta muy adentro.

La mujer tomaba todos aquellos dedos como un fragante ramillete de hinojos recién cortados del rocío y los apretaba indistintamente contra su pecho atribulado.

Putos son los hombres —dijo la mujer, retirándose súbitamente de todas aquellas manos palpitantes.

Ya vámonos, Alberto. Esto ya no está bien, porque ciertamente no creo que haya la ocasión de mejorarlo —dijo Edgar, reconsiderando la parada.

Pues váyanse ustedes, porque yo me quedo —replicó, al tiempo que se desabrochaba la bragueta. Edgar veía que la resolución de aquel otro, en ese punto, era ya irrevocable.

Si hay que meterlo yo ya conseguiré el modo.

Desde luego que quería acompañarlo, cuanto que no quería ceder en una apuesta así, pero la mujer estaba tan borracha que podía vomitarse sobre ellos, dejándole tan marcados para sospecha del pastor.

Marcial no sabía a quién atenderle en el dilema, pero por pulsos de automáticos resortes saco su sexo también.

¿Y tú? —le preguntó la mujer a Edgar.

Ninguno podía creer esa invitación (que era más audaz que la iniciativa de Alberto), pero lo increíble los instigaba a peregrinar según aquellas punterías. Los tres con los pantalones abajo se acercaron de nuevo. Frente al alcohólico sopor se expusieron a ser circuncidados por primera vez. La mujer los auscultaba con una juguetona apatía. A ninguno se le despertaba nada y la mujer seguía estrujándoles como si nada.

¿Por qué no…?

Debe ser que hay que ver la vulva

Pues sí, la vulva.

Pero sí antes de conocerla todo parece normal.

Lo que pasa es que para este caso debe ser con la vulva.

La mujer les escuchaba hablar como si fueran unos duendecillos traviesos. Los tres se retiraron de ella para conferenciar sobre aquel enigma, de seguro era menester desnudarle por completo como aquellas señoras de los naipes. Mientras tanto la mujer persistía en lo incorpóreo, abanicando sus dedos de uñas exquisitamente recortadas. Otra vez los chicos se volvieron a ella, empezaron en el espiral de un ombligo voluptuoso y así fueron, sin despegar sus palmas, hasta el ensortijado eclipse. Entonces la mujer empezó a reír como si aquellas cosquillas le fueran doblemente graciosas. Los apartó a manotazos. Marcial casi se caía de sus pantalones. Al margen ya, los tres esperaban por otro episodio. La mujer cerró las piernas en la tensión de muslos firme y terminó de bajarse el vestido hasta los tobillos. Entonces los chicos acometieron con avidez aquel regazo, pero la mujer, tumbada bajo las pesquisas de aquellos desesperados, no hacía más que reírse sin aflojar las piernas, por mucho que los tres hundían las manos entre el mogote crespo no podían acceder al enigma de una mujer convulsa en su firmeza. La risa al cabo los ofendió a todos.

Esperemos a que se duerma —dijo Alberto, jadeante en su porfía.

Yo mejor me voy —dijo Edgar con despecho, abrochó su pantalón, tomó su mochila y salió. Supuso, como era obvio de aquellas circunstancias, que al cabo los otros iban a sucederle.

Marcial miró a la mujer otra vez ovillada como una niña en un ángulo del sillón, le rodeó para ver aunque fuera apenas un saliente de su “vulva”, pero la mujer sabía cubrirse con un misterio más indeclinable que los de aquellas fijas estampas.

Por qué no te vas tú también —dijo Alberto.

Marcial, ya vestido impecablemente, también tomó la mochila, reculó un poco sin dejar de ver aquella hermosa mujer desnuda, y de repente sacudió sus tobillos como un duendecillo travieso, precipitándose después contra ella. Le abrazaba tímidamente desde su regazo al tiempo que se cebaba entre pucheros a unos de los pezones. Marcial cerró los ojos temiendo un manotazo que lo arrancara de ese sustento milagroso. En cambio la mujer le atusaba los caracoles al chico como si fuera aquel primogénito que se le muriera a poco de amantarle. Alberto, que lo hubiera arrancado de allí, harto le divertía ver a su condiscípulo pegado a su nodriza como un ávido y mal formado parásito.

Marcial soltó el pezón con un prolongado chasquido. Se lamía como una hiena aquel regusto. Y salió. Los tres sabían que la mujer esperaba a su marido, que debía volver con su pequeño hijo. La madre del pastor se había llevado al niño a despecho de su nuera, y no fue sino hasta entonces que el pastor pudo convencer a la abuela del chico, lo cual era en esa semana el chisme más comentado.

Alberto no sabía si esperar a que el sueño le anegara a ella, o si era mejor que le rindiese con un fárrago que hasta Adán se remontara. Infamar a los hombres en tanto tal es su condición viril, de tal modo que pudiera conseguirse al cabo su propio paraíso, le convidaba según una muy oportuna licencia. Pues por sabido lo tenía, que cualquier pelmazo, con apenas aumentarle más pecados al rival, ceñiría laureles entre las flores de una mujer muy despechada. Era el momento, entonces, de discurrir por contraria estratagema, y además lo iba hacer admirablemente solo. Se acercó, eso sí, con el propósito de no ceder nunca ante aquella ocasión increíble.

Edgar y Marcial se encontraron en la calle. Se miraron con recelo y siguieron caminando silenciosamente al mismo paso. De pronto, Edgar tras un chasquido, preguntó:

El hombre no quiere venirse, ¿verdad?

Qué te parece si volvemos nosotros —proponía Marcial, mientras recordaba su chasquido.

¿No recuerdas lo que le pasó a la mujer de Lot?

A esa también me la saborearía con esta sed que traigo. Volvamos, Edgar.

Vuelve tú, entonces.

Se detuvieron bajo la sombra de un árbol y el silenció lo surcó un avión remoto que dejaba su estela.

No te atreves, ¿verdad?

Pero si los dos…

Los dos no podemos ser uno.

Marcial por primera vez quiso ser él mismo, cuando menos para secundar al otro, pero los amarres del miedo y la incertidumbre lo liaban a sus pies.

Esperemos, entonces. De seguro no debe demorarse mucho. Y harto tiene que contar.

Si no puede hacer nada, se demorará mucho, muchísimo. Mejor vámonos.

Y tú crees, que Alberto se conformará con nada. “Nada” ciertamente hay que lo haga conformarse así.

Tienes razón, Marcial.

Esperemos a ver.

En más de un cuarto de hora no vieron pasar a nadie. Aunque hubiera pasado un desfile pomposo, sólo podían divagar sobre aquella mujer desnuda. Los 52 naipes nunca habrían de juntar una suerte tan visible y maravillosa como esa.

Oye —dijo Marcial, aguzando la vista por el resplandor del polvo—, ¿ese no es el pastor?

Sí que lo es —respondió Edgar al verle caminar en sus acelerados ademanes de siempre— Podemos distraerle con su propio sermón, mientras…

Cómo se te ocurre. Lo mejor es que nos escondamos detrás de los setos —repuso Marcial en la misma retahíla de sus temblores.

Pero y Alberto… Ay, ¿no te dije, Marcial?

Es mejor que no nos vea, Edgar. Piénsalo. Porque aunque Alberto escape, su mujer desnuda le demostraría más de lo que ya conoce. Acuérdate que nos ha visto merodeando por aquí, y si nos vuelve a sorprender, ay, el cornudo no distinguirá colores entre la sangre que perdamos.

Los dos se miraron antes, y sigilosamente fueron a esconderse detrás de los setos. Ambos sabían que el pastor iba a reprocharles aquel ocio, aún uniformado para esas horas, y que a la sazón de tales palabras se iba dilatar tanto que ellos se expondrían escucharles hasta el final. Y ese final podría ser el Apocalipsis para ellos, si el pastor llegaba hasta el final. Qué se perdiera Alberto solo, él no iba a delatar a nadie. No había testigos y aunque los hubiera el escándalo prescindiría de ellos. Este pastor sí que era un santo, sólo con sus formidables cuernos podía sostener esa aureola.

¿Por qué vendrá tan temprano? —susurró Marcial.

No ves que no trae al niño. Seguro se peleó con su madre. Qué se yo.

Tal vez le dijeron que su mujer se emborrachó, y no debe ser la primera vez…

Calla, ahí pasa.

El hombre ciertamente iba de prisa, sudoroso y con un rictus severo.

Ya pasó —dijo Marcial al rato.

Ahora le toca a Alberto.

Mejor vayámonos de aquí.

Se escurrieron como si aún vieran venir al pastor. Después de doblar el recodo, caminaron normalmente a la vera de la carretera como si bajaran desde más arriba. Tomaron un autobús y siguieron unas cuadras más abajo. Al apearse se miraron de nuevo.

Qué pasaría.

Mejor ve a tu casa, que yo tomaré mi camino.

¿Y si hay un muerto?

Con que no sea yo, la noticia no me lastimaría mucho.

Hablas como Alberto.

Qué dices. Lo que pasa es que se te figura que ya el hombre desanda por allí.

El pastor dice que los fantasmas no existen.

¿El pastor nos convencería con Alberto?

Adiós.

Adiós, Marcial.

Los dos se dividieron en cuartadas que pudieran justificar por separado, pero aun aislados en un círculo de tiza perfecto, ninguno tendría quietud en esas horas. Otros reproches se combinarían en un vaticinio desventurado, y todo era esperar hasta el instante en que la revelación fuera el instante mismo. Las tareas estaban fechadas en las líneas, y los cartapacios en blanco precipitaban un vacío para cada uno. No hubo noticias esa tarde. Apenas si durmieron. Al levantarse precipitadamente hacia la rutina, descubrieron su pecado al tiempo que descubrieron en él un día de asueto bastante arduo para serlo después de un insomnio.

Se vistieron sincronizados por el mismo apuro y según el mismo fin, y fueron a espiar cerca del recodo.

¿No se sabe nada? —preguntó Marcial.

Entonces, tampoco sabes nada —dijo Edgar.

Es temprano aún, hijos mío — contestó Alberto, apareciéndose de entre los setos—. Tocadme, no soy un fantasma —agregó con su recurrente imitación.

Y cómo…

Me escapé, querrán decir. Pues si vieran que me las arreglé yo solo, porque ahora veo que no podía ser de otra manera.

Le distrajimos lo que pudimos, ¿verdad, Edgar?

Pero el pastor no quería sermonear mucho ese día. Además, cómo más podríamos retenerle, si no era con su sermón. Otras palabras nos iban a convenir menos.

¿Cuánto tiempo hablaron con él? —indagó Alberto.

Como unos quince minutos, se me figura —se apresuró Edgar en un cálculo exacto—. Al nomás encontrarme con Marcial vimos de frente al pastor —agregó.

Como no llevaba el niño, iba de mal talante la verdad —repuso Marcial.

Casi me pillan, ¿eh?

Pero cuenta, ¿cómo escapaste?

Cuando fui a la cocina por un vaso de agua, porque cómo da sed una jornada así, escuché la verja. Al principio se me figuró que eran ustedes, pero ya consumado el sacrificio, no iba ser un penitente allí. No me quise arriesgar y me fui por la puerta trasera. Trepé el muro hacia la colina y me empiné sin volver atrás, hasta la cumbre.

Entonces, cómo sabes que era el pastor.

Desde lo alto vi que el pastor salía del porche con las manos en la cabeza. Quise orar en lo alto, muy cerca del cielo, pero era bastante probable que me viera allí recortado más en mis pecados que en mi redención.

Tú más que ases, tienes suerte, Alberto.

Porque si te hubiéramos acompañado, no sólo tú, sino todos hubiéramos caído para desgracia de todos…

Luego, también nosotros tuvimos suerte, Marcial. Claro que no al modo del suertudo —agregó Edgar, guiñándole un ojo.

De veras, tal compañía hubiera sido un pésimo amuleto.

No seas así, mira que si no le distraíamos, otro fuera el cuento tuyo.

El que contaran los demás y no tú.

Eso sí, discípulos míos. Así que les recompensaré con detalles. Porque imagino que querrán saber todo en absoluto, ¿verdad? —dijo Alberto muy ufano.

Pues todo, sí…

Todo —completó Edgar.

La señora del pastor quería conmigo nada más, por eso en presencia de los tres estaba tan distraída y reticente. Una vez que se marcharon, me convidó como antes. La verdad yo creía que era para seguir ese mismo juego, así que se me figuró que abusaría de mí, porque si no pude abrir sus piernas con ustedes, pues yo solo menos hubiera podido.

¿Y no esperarías a que se durmiera?

No, cómo crees. Así no me hubiera atrevido. Después de todo, es bastante raro, y lo más seguro es que se me hiciera aquel sueño una pesadilla.

Una suculenta pesadilla.

Calla, Marcial. Sigue contando.

Dejadme entonces contaros hermanos. Nunca apreciareis tanto un sermón, cuánto que más específico no lo escucharéis ni del pastor.

Adelante, pues.

Seguía convidándome. Entonces me dije: voy, desde luego, pero sí es lo mismo, alcanzo a los chicos, porque tanta humillación merece una corrida a la fuerza y la verdad yo no era el pastor para embestirla así. Sin embargo, al llegar a ella me desvistió completamente, yo sólo colaboraba al ofrecer los botones, extender o doblar los miembros. En fin, estaba en pelotas frente a ella. Ver una mujer, completamente desnudo, es como si te quitaras todas las vendas, nada le estorba a los ojos. Y cuando ella se quitó el vestido y las medias y los zapatos…

Allí le viste la vulva, ¿verdad? —preguntó Marcial, ya con una erección disimulada. Edgar lo amonestaba de un codazo.

Tened paciencia, hermanos. Allí no le vi la vulva, pero ya estaba completamente desnuda frente a mí. Ver una mujer desnuda mientras estás desnudo es ver sin que siquiera te estorben los ojos. Sus pies son tan hermosos, nacarados… tan… Por dios que se los besé de rodillas. Iba subiendo con mis besos, pero justo en sus rodillas me detuve, arrodillado —y aquí hizo una pausa.

¿Por qué? preguntó esta vez Edgar. Marcial quiso devolverle la amonestación, pero la pregunta era también su pregunta.

Aún temía que no abriera las piernas, que me humillara ya prosternado a sus pies. Se me ocurrió levantarme de pronto y ponerle el pito cerca de la boca, si no podía llegar más lejos, pues una chupada estaba más que bien para ese lance.

A fe que sí.

Quién te hubiera culpado por eso.

Pero si se vomitaba, me dije. Estaba muy borracha. Seguía yo arrodillado a sus rodillas, trabado entre mis propios huesos, cuando de repente, como la candorosa aurora, se abrían sus piernas. Ay, chicos, cada mujer tiene una orquídea hermosa. Es verdad que en derredor había muchos pelos y que el ángulo era algo oscuro, pero la primera vista era la de una orquídea rosada, carnosa, fresca como un pescado palpitante cuya levadura sutil proviene de quién sabe qué arcoíris.

¿Grande?

¿Pequeña?

Como del tamaño de un pellizco que me volviera de la misma muerte. Ya lo saben. Su forma no es ni remotamente parecida a como decíamos nosotros, que si como una madeja de lombrices, Marcial; que si una esfera abierta en canal, Edgar; o, como supuse también yo, un hoyo invisible del todo. Es una orquídea rosada, carnosa, fresca como un pescado palpitante cuya levadura sutil proviene de quién sabe qué arcoíris.

¿La probaste?

Cómo crees, Marcial, quizá podía ser una trampa de esos muslos formidables.

Ustedes sí que son los que hablan para botar. Ya ven lo que dicen. Qué trampa y qué carajos; de veras que no le probé, para que mentirles, se me figuró que el pastor no sólo la probaba y que el carnicero, y quién sabe qué otros, en fin…

¿Y se te empinó cuando viste la vulva?

Desde antes. Sucede que es peor la cobardía cuando se arraciman muchos. Supongo que era miedo lo de nosotros, porque mientras ella me desvestía ya estaba empinadísimo. Con esa puntería se va uno derecho a lo que va.

La naturaleza es sabia —apuntó Edgar, también en el disimulo de su erección.

Estaba ella tumbada; sus muslos partían con firmeza de aquella carnosa y rosada flor, cuyos pliegues parecían también solapar otro ombligo suyo. Ay, esas tetas rebosantes, Marcial, se allanaban bajo su propio peso, pero sus curvas seguían un contorno igualmente primoroso.

Vamos, sigue.

Y fuiste adentro, como dicen los chicos mayores.

Calmaos, no os agitéis, hermanos míos. Yo estaba ya entre sus rodillas, no sabía si echarme con mis temblores, y fue entonces cuando las dos manos de ellas tomaron a las mías atrayéndome sobre ella. Ya encima, envuelto por sus largas piernas, me ericé desde los pies a la cabeza. No sé cómo entró, ni cómo poder decirlo, pero una vez que mi cuerpo parecía un aplauso de tantas manos como salían de él ya estaba adentro al tiempo que afuera. Y adentro, queridos hermanos, es suave. Afuera ya lo imagináis, pero adentro sólo le podéis vivir antes que imaginar. Es una suavidad a la vez insondable, pero es como si ese interior blando te rodeara no nada más en él, sino en todo el cuerpo, como si nacieras con cada impulso, como si cicatrizaras con cada nacimiento. Además sus tetas rebosantes se agitaban en cada… Ah, han de saber que también la besé. Una lengua así de insípida, porque no sabe a nada lo que todo puede saber, la podría saborear más que lo que pudiera saborear durante un ayuno salvador. Y su culo… ay, su culo…

Cuenta del culo.

Su culo bonito, debajo mis manos, en mis manos, con mis manos, me atenía a sus nalgas como para no caerme. Era firme.

Sigue.

Yo subía y bajaba y era como si caminara por un jardín de la mano de ella. Cuando…

—“Cuando”, qué.

Se salió. Sí, caballeros, y ella lo advirtió al punto. Con una mano me detuvo sobre mi pecho, y con la otra lo tomaba, desde los huevos. Entonces, fijando su vista por primera vez en mis ojos, lo metió otra vez. No necesitaba ver más que mis ojos. Me apretó contra ella reconciliando otra vez sus manos sobre mi espalda. Empezó a decir barbaridades, pues groserías, que si era la puta, que como una puta. Cada vez que balbuceaba esto casi me iba. Ellas. Ellas son como sus vulvas, secretas, absolutas, sagradas, profundas… y llevan su orquídea como sus orquídeas llevan muy dentro la miel. Yo, al tiempo que seguía quejándose en un silbido parejo, ya no sabía mucho de mí. Y justo cuando el trance suyo me devolvía los ojos; es decir, viéndole yo que entornaba sus ojos. Allí, cuando por relámpago de un cielo milagroso se le veía completa… Hecho yo el hombre que ya era, según vigor de todos mis vigores… Fue justo cuando, de pronto, aquellos impulsos mutuos y concentrados allí…

En ese punto se detuvo Alberto bruscamente. Los chicos lo azoraba la incertidumbre de aquel cuento que repentina e inexplicadamente se truncaba en “allí”. Pensaron que era una estratagema retórica de Alberto, como las de antes, pero Alberto seguía impávido y sus labios silenciosos temblaban en un extraño rictus que los demás no comprendían.

Allí, qué —preguntaron los otros simultáneamente.

Alberto miraba por encima de los hombros de sus amigos. Allí veía a la mujer, caminando como si nada de la mano de su esposo. Recordó la misma mano que sólo indolentemente accedió a una pajilla, sin aportar más ilustraciones, pero justo allí, en el colmo de su modesta proeza, la mujer retiró su mano para reconciliarla de nuevo con la otra, allí, en el llanto inconsolable de una ebriedad arrepentida. Desde Alberto se destilaba una sustancia exigua que apenas alcanzó para bautizar su malogrado acto.

Esperó a que la desazón le pasara para acometer contra ella, de ser preciso a la fuerza, pero pasaban los minutos y no volvía a la misma crispación de antes. Supuso que esa condición iba ser duradera, puesto que le habían colgado de los mismos huevos. Se vistió; fue a la cocina por un vaso de agua. Pensó en vengarse, en infamarla como las viejas. Entonces oyó la verja y se echó a correr como si la vergüenza lo azuzara antes que la cobardía.

Ya en las faldas del cerro, al otro lado del cerro, se consoló al ver una carnosa y vibrante orquídea que proliferaba desde un cactus ya apagado, aunque nutritivo…















HISTORIA DE UN PEDO DISCRETO


Comadre, a los hombres hay que embestirlos con los cuernos, a esas puntas sí que sabrán temerles según las cuenten muy filosas.

Cómo dice eso, comadre —exclamó Rosario en medios de sus rubores.

No digo nada que por sabido no lo sepan ellos. De la aureola de sus mujeres no temen nada, tanto como de un cero igual de redondito; pero de los cuernos que le hacen ceñir a sus mujeres, ay, cuánto no tendrían qué temer, Rosario.

Por qué me dice usted tales cosas.

Nada tengo que hablar de su señor, bien es cierto; aunque de los hombres se dice lo que por común se pudiera decir de cualquier esposo. El hombre tiene un sólo misterio y la mujer que no le convenga indagarle, pues no lo sepa nunca que es ella misma.

Creí que les acusaba de mujeriegos a todos.

Por eso dije un solo misterio, que lo repiten mientras viven, sin repetir a sus esposas. Además se me figura que así no hay excepción que corresponda a tantas como puedan ser sus mujeres.

Me asombran sus palabras, comadre.

Cuánto no las asombrarían las acciones que mis palabras entrañen. Si le contara los muchos años de estos notorios nueve meses —dijo, mientras reunía sus dedos sobre la comba de su barriga.

Luego, ¿ese pecado es también de su esposo?

Pues si no, de ninguno. Aunque no creo que sea un pecado. Este egoísmo de dividirse en diferentes lechos es de cierta forma la forma de conservarse en el mismo acto, que no le podéis culpar al hombre por perjuro, pues al cabo cumple así con su naturaleza.

No sé qué decir. Ah, dígame algo, comadre Chabela, ¿por qué herir a nuestros maridos, entonces? Ya se me figura que conforme a sus hechos no quebrantan ninguna ley.

Esa pregunta se contesta sola.

Pero, ¿haría falta preguntársela de nuevo?

A fe que no, comadre. ¿Acaso dije que hay que embestirle con los cuernos?

Así lo dijo usted.

Y, ¿quién te pondría el arma en la cabeza?

Tras una pausa, Rosario, reclinada en la piedra de lavar, al fin dijo:

A fe que el mismo que ponga el argumento.

Ves, Rosarito, la naturaleza no contraria a la ofendida.

Yo no tengo quejas de mi señor. Puede que haya hombres que sean muy distintos.

Pues sí; cuando mueren se diferencia tanto que no les distinguís entre ninguno.

Dijo usted, comadre Chabela, que con cuernos, pero si no se asoman nunca…

No hay que esperar, mujer, a que la ceguera nuestra nos asombre. Luego una puntilla de vez en cuando le remordería un poco. Piénsalo, Rosario. No te fíes.

Cuánto no habéis oído que todos los hombres son cortados con las mismas tijeras, quién sabe si con las que quisieran algunas también castrar a sus maridos; lo cierto es que para que se siga el contorno según el patrón de siempre, debe haber, sin duda, un convenio universal, sin embargo el reproche es por lo demás muy femenino, cuanto que bastante autoritario en su vigor, por eso muchos hombres (si no todos) se abstienen de vocear la misma queja que pudiera dotarles de una equivalente facultad. Rosario se había quedado meditando en aquellas palabras. Supuso, al principio, que los rumores ya eran de corriente entendimiento, y que Chabela, a través de oblicuas generalidades, le había advertido de un “pecado” singular. Deshizo aquellas dudas, porque apenas llevaba un año de casada y un primogénito de pecho, y no podía en el ajuar conseguirse un luto que la mancharía más que la viudez. La duda, no obstante, iba y venía en la transfiguración de muchas cuentas. Nunca se le ocurrió que la envidia pudiera ser el móvil expreso de su comadre.

Chabela estaba casada ha mucho ya, y en tantos años como habían pasado en almanaques yermos, nunca pudo fundar sus figuraciones. Todas las mujeres eran cornudas, salvo ella. Esta excepción rebatía su encono precisamente por el mismo lado que debía excitarle más. Recién casada era posible que una ceguera le fuera su destrón, pero al cabo había de ser todo lo clarividente que un espíritu inquieto le animara. Había llegado a vieja sin hijos, jurando entonces que ese destino proviniese también de la abreviada hombría de aquel compañero.

Bien es verdad que a ella jamás le faltaban “puntas” con que arremeterle, pero no podía en todos esos plazo infligirle el condigno castigo que aconsejaba a todas. Fueron años difíciles para los dos, la ausencia de hijos lo prohijaba a ellos delante de las habladurías ajenas. Al fin estaba encinta de su esposo. Siempre temió averiguar por su cuenta que el otro no fuera estéril, así que le fue fiel como no lo hubiera hecho nunca por lealtad. Era una mujer especialmente agria y testaruda. Su marido, en contrario, era afable y no se amargaba ni con las pullas que contra ellos la gente argüía.

A la semana de aquella conversación, Rosario, en cuenta de muchos indicios vagamente imaginados, empezó a considerar las palabras de Chabela. Ya no veía a Nepomuceno igual. Veía que todos lo trataban igual, pero aun en estas costumbres se descubrían compases que ya no la confinarían a un rincón obtuso, pues no iba ser más la señora aquélla que ignoraba lo que habría de saber por fin. La verdad era muy poco lo que sabía, porque era lo mismo aquello que ahora veía muy diferente, y nada más. Quiso indagarle, pero aquel hombre no dejaba su negocio ni para salir de él. Se dormía haciendo cuentas, y sólo en el solaz del tálamo nupcial conversaba algo distinto, aunque por lo demás breve.

Nepomuceno era un hombre parco que podía soltar un pedo ruidoso, como en verdad hacía cada vez que le venía en gana, sin apartar su atención de ningún cálculo de supremo interés. Ninguno de quienes transigían con Nepomuceno descontaba tales modales, sino que los preveían en el apuro de ciertos cometidos. Él y su mujer tenían un almacén abigarrado de variada mercadería. Todo el pueblo acudía a ellos. Aunque Rosario lo atendía en todo lo menudo, él, mentalmente, desandaba aquellas cuentas hasta redondear los cálculos cabales.

Esa misma semana, en que por cierto pariría Chabela, Apolonio estaba en el almacén, esperando impacientemente a que se desocupara su compadre. Lo había atendido Rosario, pero el negocio de unas carnes en conserva era menester dilucidarlo con Nepomuceno. A Apolonio se le veía muy nervioso, caminaba trechos circulares con las manos anudadas a la espalda o se paraba a ver cualquier cosa harto conocida. Rosario, viéndole así, le convidó una taza de café, en tanto su esposo se desocupara de los otros clientes. Apolonio declinó la cortesía con una sonrisa desfigurada por la ignota urgencia. Entonces, Rosario se le figuró que su comadre estaba a punto de alumbrar y que al esposo lo azoraba esa certidumbre.

Compadre, Apolonio. Si quiere le digo a Nepomuceno que le atienda preferentemente —dijo Rosario.

Cómo cree, comadre. Yo espero —contestó el hombre, sin dejar de divagar en el mismo recorrido.

La comadre Chabela… —se atrevió al fin Rosario, pero se detuvo de repente.

Ella está bien. Su gravidez aún no ha llegado a punto. Se me figura, según como la veo, que ya será para la otra semana.

Sí quiere le dejo el recado. Se da una vuelta y vuelve, ya verá que en un santiamén le puede atender mejor —propuso Rosario al no discernir una urgencia que ya se le hacía tan sospechosa como los vagos indicios de su propio marido.

Apolonio le daba vergüenza salir del negocio para tirarse un pedo, y luego volver en un disimulo que pese a su ventaja lo delataría de la misma manera. No tenía el desparpajo inconsciente de su compadre ni el aplomo de cierta hipocresía. Además, de fijo sospechaba que ese pedo, aunque silencioso, era tan pestilente como sus predecesores, y que abandonar el almacén por su urgencia le haría oler peor. No era mucho lo que tenía que discutir con Nepomuceno; dos o tres palabras nomás. De súbito sintió que las tripas, en el acomodo de estridentes retorcijones, mandaban hasta muy abajo una bolsa de aire incontenible. Fue hasta donde Rosario, que despachaba a un recadero, para despedirse también, según ya le había tomado la sugerencia a ella, cuando un prodigio ocurrió intempestivamente. Pues Nepomuceno, sin remilgos algunos, se tiró un pedo fenomenal que ruborizó a todos, excepto a Nepomuceno mismo y a Apolonio. Apolonio aprovechó el lance para insuflar su pestilencia en un disimulo para el que no era menester ningún artificioso afeite.

Por lo regular, los pedos de Nepomuceno eran inodoros, o pocas quejas había tenido en lo que a él le concernía. Después de todo, ninguno de ellos le había espabilado al margen de sus cómputos, pero en aquella ocasión la pestilencia pudo conmoverle tanto como a los demás. Retrocedió enmascarado en sus rudas manos mientras oscilaba su cabeza en la desaprobación absoluta. Los clientes se excusaron apenas en la ciega brevedad de unos monosílabos y salieron de allí casi a rastras. Rosario se ruborizó como si el pedo fuera suyo, y como pudo tapó sus rubores con el mismo ruedo del vestido hasta quedar tan exhibida su vergüenza. Apolonio, un poco más aliviado, fue a airarse en el dintel, mientras una risita le carcomía las entrañas.

Mujer, qué sería lo que me enfermó así. Coño, estoy podrido —decía sin bajar la voz y sin rubor alguno—. Una purga. ¿Conocéis una buena purga? —agregó, preocupándose sensiblemente de su salud.

Rosario, que le había amordazado la vergüenza antes que el silencio, convino al fin que ella era una cornuda. Ninguno de sus escrupulosos guisos podían enfermarlo así, y además sólo a él. Ese hombre se había mandado un hartazgo quién sabe en qué conspicuo lecho. Después de disiparse un poco aquella niebla, Rosario pudo contestar a su marido:

Por supuesto que conozco una, y una muy efectiva además —agregó, premeditando otros ingredientes (bastante especiales) para la receta.

Apolonio, cuyas cosquillas ya eran otras, apenas se podía tener en el quicio, pues otro recorrido le avasallaba las tripas. Podía irse inadvertidamente, pero también quería escuchar la receta.

Vamos, Rosarito, dime qué hay que buscar. Debe ser una pega esto que traigo y hay que sacarle de raíz.

De raíz saldrá, pero primero hay que buscar ciertas raíces —dijo la mujer y al punto fue dictando lo que Nepomuceno anotaba en el revés de un cartón.

Apolonio precisaba de su memoria para inscribir lo que había de recordar toda su vida. Una vez lo hizo, se escurrió sin que los esposos, todavía arrebatado por aquel marasmo, lo advirtieran.

Voy por Pedrito. Ya vengo, mujer. —dijo, mientras en el doblez del cartón juntaba sus pulgares.

No le vas a decir que es para una purga —le previno Rosario.

Cómo crees, mujer.

Ah, antes de que te vayas. Por ahí está el compadre Apolonio, pero… —dijo, explorando vanamente con sus ojos el almacén— tuvo que irse me imagino —agregó sin aumentar los detalles.

Es para una pendejada que puede esperar. Eso lo hablo después con él. Primero lo primero —dijo y salió a la calle, donde se tiró otro pedo estrepitoso. Rosario fue a guarecerse adentro, temiendo que una corriente trajera aquellas emanaciones.

Ya para la madruga del otro día, Nepomuceno, en ayunas, tomaban una porción de aquella pócima. De tanto cagar ya tenía los ojos tan insondablemente perdido como a flor de sus ojeras. La mansedumbre de aquel corpulento hombre iba y venía en la prisa de un solo trayecto. Ya sus carnes deshidratadas parecían las mismas de aquel negocio postergado, tan ceñidas y estriadas como en una salazón. Rosario le atendía devotamente, temiendo que la cornada le hubiera tocado hondo. Aunque ¿no eran acaso con esos mismos cuernos que se topó el infiel? Según Chabela era menester castigarle más, pero si se moría, qué castigo era la viudez para sobrevivirle en su perjuicio. Esa comadre Chabela muy vengativa se mostraba para tratar con los varones, y aun a punto de alumbrar se encapotaba con tal luto, y de pies a cabeza, que sólo otro luto le encubriría tal encono.

Ya en la tarde todo se detuvo. Hubo menester de más hierba combinadas por Rosario en un caldero hirviendo, pero al fin todo ese vaciado se detuvo. El hombre parecía devastado por una peste que se le hizo fatal en esa eternidad. Caminaba entre temblorosas pausas, pero ya repuesto. Llegaron dos noticias a casa de los esposos. Rosario en el dintel escuchaba que Chabela había parido una criatura completa y sana y que su compadre Apolonio era ya un espectro. Según como estuvo Nepomuceno, había de ser el espectro de éste, en tanto el pedo Apolonodio lo fue de aquel otro indiscreto pedo del almacén.










DE PIE Y A PIE


Los pies nos encaminan siempre. Sobre ellos esa misma ruta nos convida como la muerte nos convida; solo que para morir se ha de andar un trecho que también a nosotros nos precede. Desde donde venimos, todo un mundo se nos abre, porque estos supernumerarios pies de nuestra raza nos lleva a cada cual hacia un cauce más profundo que muy dentro de nosotros dobla y redobla sin llegar a vislumbrar siquiera el horizonte inalcanzable. Caminaron nuestros abuelos en guía de que les siguiéramos a gatas, y ellos a gatas también hallaron a sus pies, en auxilio de los cuales merecieron al fin también su báculo. Cuántos pasos adelante serán nuestra ventaja, si dejamos atrás las huellas que con redes algo nos impiden. Antes que con la rueda, a pie giramos entorno al arraigo de los pies, sin extraviar nunca el ombligo en nuestro vientre. Si os fijáis en vuestros pies (los pies de todos, los que nos traen en volandas) lo veréis como un par de ciempiés, cuyos pies sean otros como ellos, y así sin saber adónde.

¿Habéis visto los pies en una cartilla de anatomía? Los pies son muy diferentes de las manos. Cada uno tiene cinco dedos como la mano en una mano cuenta sus cinco dedos. En las plantas de los pies, planetarios surcos se cruzan como si un enigma quiromántico también así entrañaran. Pero, ya lo dije, los pies son muy diferentes de las manos. No porque fueran por su función tan distintos, sino porque hay tantas clases de pies que nunca se pudiera seguir la cifra de su penitente procesión. Todas las manos tienen los mismos arcos de los dedos: un dedo mayor o medio, el anular le sigue en longitud, luego el índice, después el meñique y el pulgar opuesto. Hay manos rechonchas, largas, carnosas, regordetas, cetrinas, magras, resecas, ampulosas o huesudas (y en el remate de uñas tan disímiles), pero los arcos de los dedos son invariables. En los pies, los paleontólogos describen cuatro clases de pies. En una el dedo grueso es seguido en escala decreciente hasta el último dedo. En otra, es la que veo en mis autorretratos, donde el dedo mayor es el que sigue al grueso, luego vendrían los otros tres en un arco más o menos decreciente. Esta la que después del dedo grueso los demás dedos terminaran en el mismo tope. Por último, la que a excepción del dedo menor, sus otros dedos se prolongan en parejo. Cómo veréis ya los pies aquí difieren de las manos, porque para su propia función apelan a clases muy diferenciadas, en vez de simplificar la eficacia en una sola forma; como en el caballo, sus pezuñas. No obstante, el paleontólogo sólo abrevia en cuatro clases, que más allá de tales las son tan profusas que se verían en cada clase tantos desórdenes como fueran así de caprichosos. Dedos que deberían ser de menor tamaño sobran a sus mayores, a veces dedos gruesos o finos indistintamente alternados en su rara cuenta, cuatro dedos que ni en suma todos pudieran alcanzar jamás al dedo grueso. Esféricos dedos como ampollas, dedos finísimo como astillas entre otros dedos gruesos, dedos chatos como si no los hubiera, dedos estrangulados por cualquier parte como un rosario de nudos, o la abierta combinación de toda esta variedad, cuando no singulares anomalías. Por otra parte, la planta puede tener o no un arco, que si el talón se prolonga oblicuamente o sigue en el remate recto del tendón, en fin… qué más he de deciros de los pies.

En las mujeres, los pies merecen un tratado aparte, así al menos lo escribirían los hombres, ya no nada más por su forma, sino más bien por su antropológica dimensión. Que si el sensual eclipse de un horóscopo recóndito, que si la fecundidad de llevar a otros pies que desde muy dentro se formen, que si la huida de la barbarie, que si la postrada penitencia de clamar al cielo, que si el luto de pisotear toda viril esperanza, que si la misma belleza de unos pies bonitos. De cierto no hay varón que en ellos no se fije, y todos se congregan a observarles como si en tierra hallaran, que así en lo profundo en verdad lo hacen, el prodigio de otro cielo.

Doncellas descalzas en el rocío, o descalzas bajo la lluvia deseé como mis esposas. Cómo no confesar mis virginales votos de aquella remota adolescencia. Los pies siempre habían de ser perfectos en ellas, hasta lo último de ese atributo delicadamente pulido para siempre. Desde siempre supe que iría de pie hasta encontrar a mi mujer, que ya harto difícil era buscarle entre otras muchas. Cuando frecuentaba una que fuera, para opinión de mucho, muy bonita, me obstinaba entonces en seguirle hasta ver sus pies sin otro atavío que su envuelta desnudez. Cuando sus pies eran irregulares o de cualquier modo inadmisibles, hallaba en todo lo demás inconvenientes que no había modo de salvarles. Al principio atribuí esta discreción a un prejuicio privado, pero viéndole por donde le mirara siempre había defectos ocultos que aquellos pies revelarían sin censuras de ninguna índole, y era así, porque a través de varios métodos imparciales pude cotejar las mismas impresiones. Con el tiempo pude reconocer a una mujer según los pronósticos de sus pies, aun antes de corroborar en ellos tales miras. Si me gustaba una mujer conforme hermosa de ese modo tanto en verdad lo fuera, entonces al ver sus pies hallaba en ellos un altar de mi cabal idolatría. Así fue que me casé, pero no como ya os figuráis.

He de contaros que hoy se cumplen dos años de nuestra boda. Mi esposa lucía tan radiante el día que la conocí. Recuerdo su sonrisa amplia y el gorgoteo fresco de su risa; recuerdo su cabello que en el aire insustancial proliferaba como las hebras de un perfume suave y exquisito. Era tan hermosa entonces, como debió serlo desde siempre, que mis piropos al pronto le halagaron, pues todos iban a la guía de tal hermosura, ruborizándole sin perder su estrella que en esas mejillas fulguraba. Solo le vi sentada entorno a tantos libros abiertos, entre una matrícula confusa que se disgregaba o aglutinaba en el cafetín. Compañeros de clase le rodeaban en el ostensible entrevero de un cuestionario. No vi su silla de rueda.

Había sobrevivido a un accidente de carro en el que sus padres fallecieron. Casi desde el mismo tronco de los muslos carecía de piernas. Debo confesar que pese a que sus pies me habían guiado hasta allí, no se me figuró que fuera de modo alguno una mujer incompleta, ni aun se me hizo chocante verle así sentada en su trono. Veía ante mí la mujer más hermosa, perspicaz, graciosa, alegre que hubiera visto en mi vida. No necesitaba ver en los pies lo que sin ellos era del todo incuestionable, tan incuestionable como el mismo amor que nos uniera. Antes de acabar la carrera nos casamos. La luna de miel fue un plenilunio de felicidad y así se sucedieron los días de las demás lunas.

Teníamos un buen empleo los dos, y ya negociábamos a plazo la misma casa que desde el principio rentamos. Los hijos habían de venir, pero era menester, eso desde luego, que la maternidad fuera auspiciada por la vertientes de una sola y venturosa ciencia. Desde el primer momento, supimos que para la prole había de seguirse un régimen casi tan adusto como la abstinencia misma. Pasaron los meses y cuando ya estábamos convencidos de nuestras esperanzas, y entonces era propicio todo sublunar augurio, sucedió lo impensable.

Fue hace dos meses más o menos. Yo iba caminando por el parque, cuando vi que una muchacha se dobló el tobillo mientras trotaba por una cuesta. El parque lucía solitario, sólo los testimoniales árboles prolongaba los ecos de otros seres que, al igual yo, se distraían en sus silenciosos apartes. No me atrevía acercarme, desde muy lejos podía ver muy bien. Bastante tímido fui siempre para exponerme a un problema que al cabo fuera abiertamente escandaloso. Parecía que la muchacha no podía levantarse, se había dislocado el tobillo sin duda. Aún no daba voces de socorro, a señas de un mudo dolor se le veía como se le agriaba la cara. Pese a sus mohines, se veía que era una mujer extraordinariamente hermosa, como para escribirle un soneto al tiempo de verle en las contrariedades de su semblante. Sé lo hubiera escrito, a fe que sí, pero otro estribillo me contenía. Me pregunté: ‘y si la socorro. Vamos, hombre, la levantaré apenas y llamaré a alguien más.’ No obstante, también podía prefigurar el alboroto en el que me involucraría. Caminé un poco hacia delante. La veía de cuclillas, cabizbaja, quizá esperaba a que el dolor siguiera de largo, pero la ventaja se circunscribía a aquel trance nada más.

En tanto iba a su encuentro, veía que esa mujer era indiscutiblemente bella. Sin duda que era este atributo el que me atraía, como si mi curiosidad se aviniera astutamente. Hay que verla, me dije. Además, sabía que era menester descalzarla o al menos, con tal sugerencia, dejar que se descalzara. Por supuesto que valía vencer mi timidez. Por otro lado, tampoco era que se tuviera muriendo, apenas se había torcido el tobillo y ello no convocaría ningún tumulto que me agobiara demasiado ni me enlutara de rubores y excusas.

La vería descalza. Me acerqué. Ella me contó lo que desde lejos yo ya había visto, y al punto de descalzar su pie, bajo el pretexto de una documentada pesquisa, vi un pie que era muy diferente a lo que cabía esperar de su belleza extraordinaria. Sí, sus pies contradecían lo demás, de modo parcial he de convenir, pero en cualquier caso con opuesto vigor. No es que fueran feos, pero los grados compendiaban un límite que no podía cotejarse de este lado. Busqué defectos como cuando joven solía buscarlos en cada mujer contradictoriamente descalza, mas no hallé ninguno. La llevé al doctor, la asistí en su convalecencia, al tiempo que la cortejaba como un espía, acaso para ver si en tal estrechez pudiera al fin hallar la razón palmaria de aquel misterio. Pasaron noches que no dormí, días en que mi mal humor era injustificable a los ojos de mi mujer. Hasta que ya agotándole todos los recodos a muchos métodos descubrí, finalmente, que el defecto de aquella criatura era tan inmenso como obvio en su entera invisibilidad, pues sólo los pies era lo menos agraciado en ella. Los mismos pies dilataban el contorno absoluto y verídico. Los pies — ¿podéis imaginároslo?— eran su único defecto notorio.

Desde entonces me era imposible vislumbrar más allá de aquel umbral, era como si la nada me acosara en todo. ¿Y si mi esposa hubiera tenido, por excepción inefable, unos pies así, que ha mucho ya ni siquiera le pertenecen? Mi esposa me indagaba en vano. Y aunque sus lágrimas me conmovían hasta lo íntimo, mis lágrimas manaban para vedarme como un loco. A hurtadilla procuré los álbumes de mi mujer, a ver si en las fotos anteriores al accidente salía descalza. Había tantos encuadres en que aparecía descalza la niña, pero en ninguno se le veía o distinguía inequívocamente. Iba ocultándome para estas fechorías de tanto como la culpa me amordazaba con el mismo antifaz. Bien hubiera visto aquellas fotos con ella, a pesar de que lo hiciese con la premura de aquel terrible secreto, pero, en contrario, el luto, que así ya me abrigaba hasta el ahogo de sus olas, me encubriría para siempre, habiendo empezado por mis ojos.

Hoy estoy lejos, a la distancia de mi mujer, esperando acaso que alguna vez, en ese inalcanzable horizonte, se descalce. Sólo un divorcio promedia tales términos con un glosario inexpresivo… Ah, ojos que no ven, de amuleto le sirven a nuestro viejo Tiresias, pero quién sabe qué otros Tiresias nos reserve el porvenir.


















EL SOLDADO ILESO


Antes de esta carta, cuyo destino (sabrán así al leerle) es incierto, he escrito muchas otras líneas a mi prometida. Sólo los silencios de nuestros besos dictaban su ley cuando estalló la guerra; hasta entonces todo lo podíamos decir sin que tuviéramos que escribir lo que así dijéramos.

Vino la guerra con sus terribles capullos. De pronto cayeron los fusiles en nuestras manos como las balas en los cuerpos seguirán cayendo, y partimos a ese incendio, cuyas llamas tendríamos que avivar con el ardor de nuestra juventud. Una vez a la mar, se me figuro que muy probablemente no volvería a ver a mi prometida. Tomé por primera vez el papel y la pluma y le escribí mientras aún se divisaba la espumosa costa. Le escribí desde entonces, le escribí tanto en cada ocasión, que se diría que no era imposible escribirle en cualquier momento.

Estos últimos meses fueron una pesadilla enarbolada por el insomnio (lo sigue siendo para los que tuvieron la suerte de dormir y para los que aún se despiertan en ella cada mañana). Vi hombres morir al borde de sus plenipotenciarias vidas, y vi el luto tan espeso en lo que veía que era como ir a tientas de un vaticinio palpable en cada estorbo. No contaré aquí los estragos de la metralla ni los augurios de la pólvora asfixiante. Escribiré del miedo. El miedo que nunca sentí en las cartas escritas entre el pánico y el estupor de todos los días. Escribiré, incluso, de cuán cobarde fui al engañar a mi prometida con un arrojo sólo explícito en mi prosa.

Ya vuelvo a ella, truncado para siempre por mis condecoraciones. Hemos navegado una semana. Al amanecer el capitán atracará en la isla de N***. Se recogerán pertrechos averiados y otros muchos heridos. Después otra semana más de olas, y después apearme de nuevo en mi patria, pero en equilibrio de una sola pierna. Si hay vítores serán para mí tan luctuosos como fue el miedo en aquellos combates. Hoy, con las muletas al hombro aún, debo apresurar el paso antes de que den la voz de apagar las luces, eso sí, renqueando hasta el final de esta carta.

(…)

Temí que en cada tiroteo moriría. A mi alrededor todos los otros chicos temían lo mismo y tan parejo era lo que así nos coaligaba que sólo con cada muerte nos diferenciábamos entre los demás. Aun por muchos muertos que hubiera en el frente, siempre se ha estimado que los más de los hombres sobrevivirán ilesos. Esto, cuando se está en el campo de batalla, parece en verdad tan ilusorio, que aun la embotada espina de una rama nos clavetea a los demás horrores. Vivir es tan terrible en esas circunstancias que no se podría morir más vigorosamente, salvo que se sobreviva al peor de los desastres.

Antes de la noche en que perdí mi pierna, yo era el único soldado ileso de la compañía. Nuestro sargento de entonces sobrellevaba una infección que al cabo cedió entre el delirio de sus fiebres. Fue sustituido por un sargento casi tan joven como nosotros, y tan valiente como no he visto otro individuo. La semana, antes de aquella noche, íbamos y veníamos según el trazo de un mapa al parecer tan aleatorio como sus sucesos. No hubo tableteos de ametralladoras ni explosiones, sólo un silencio tan profundo como el zumbido de un sueño distante. Caminamos, acampábamos, apenas dormíamos entre la ración de nuestro abastecimiento. Todo lo más con el dedo agarrotado en el gatillo.

En el mediodía de aquel día, nos vino a visitar un teniente. El sargento confrontaba las indicaciones de su superior con tan irreverente ahínco que el teniente, siendo por naturaleza voluble, condescendía con algunas conjeturas. Era verdad que a través de lo que no se decía por la radio el sargento podía colegir algunos movimientos enemigos, y también era verdad que, sospechándolos de aquellas explicaciones, el teniente temía involucrarse allí. Era ya la tarde. La tensión en los soldados hizo que uno de nosotros (sin que supiéramos cuál) tirara involuntariamente del gatillo. La detonación convidó a las tropas enemigas que merodeaban en su furtiva acechanza, y el tiroteo duró hasta la media noche.

No había patriotismo en aquella refriega, sólo un miedo que nos enfrentaba por dividido encono. Las razones políticas de cada estrategia eran irrelevantes, porque la tiranía de los fusiles proliferaba como una extensión material de aquellos miedos. Todas aquellas consignas voceadas por los estados rivales no parecían encauzar las divergencias en disputa, sino que venían a converger en pos de una lucha más íntima y remota. Como dos púgiles nos teníamos en pie por vigor de cada golpe propio, y ya ciegamente nos cubríamos de los golpes ajenos. Lo mismo que veíamos nosotros desde nuestro lado aquellos hombres debían verlo desde lado suyo. Los dos ejércitos asediábamos con fiereza a un espejo, y el horror de hacerle triza nos quebraba desde lo más hondo.

El sargento, no obstante, arengaba demencialmente, exponiéndose a todo como un predestinado, que tal lo era en esa desmesura. Impartía órdenes que incluso el teniente, como un soldado temeroso cualquiera, acataba sin reprobar, acaso con la fe irreflexiva de hacerlo según el mismo acierto de aquel valiente. Yo, como los otros chicos, sabía que era menester que la cobardía obrara a través del gatillo, porque de poco hubiera servido el fusil si a tientas nos irguiéramos a sostener lo contrario. El sargento a empellones dividía o congregaba a las tropas, y él mismo, según su temeraria puntería, esbozaba la posiciones entre aquella balacera.

No era la primera vez que había estado en un lance como ése, pero no había en su cuerpo un rasguño que documentara aquella temeridad. Nosotros, en cambio, escuchábamos silbar las balas en derredor como si nos hirieran fatalmente. Las cicatrices no estaban sólo en nuestras carnes, sino que nos amortajaban vivos. Juan Sinmuerte le decían, como para tener, además, una fama inmortal en el panteón.

Yo no puedo contarles más. Sólo el fogonazo de una explosión y luego una cama en la que purgué aquellos rigores del fuego. Pesadillas no pude concebirles peores que aquella que me tendía a postergarme en otras. Ahora, lisiado para siempre, escribo en un camarote esta carta que quizá ni vosotros podréis leer. No porque la quisiera ocultar de vosotros, que sois el mundo más allá de mi horizonte, sino porque la carta es única en la serie, y por lo mismo será arrojada al anchuroso mar que ya me divorcia de mi prometida. Si no me leéis cabréis en la misma botella y divagaréis en el mismo secreto que hubierais podido leer en lugar de acompañarle así. Será vuestro naufragio también la travesía mía, pero nunca las nuevas huellas que con un solo pie plante en esa ignorancia. Será vuestro destino en la botella como este dolor que todas las noches insiste en la pierna que ya no tengo.

En poco más de siete días, llegaré por fin al lugar desde donde partí. Mi prometida no sólo habrá leído mis otras cartas, las que vosotros no leeréis nunca; aquellas que con tanta fe se las escribiese, sino que creerá ver por estampa de lo escrito la traza de un soldado valeroso. Soy el cobarde, ya lo saben, que perdió una pierna, mientras un valiente quizá murió ileso. Sin embargo, tenía razón al escribir lo que hasta entonces le remití a mi prometida, no había otro modo de postergarse en ese trance de mutilación, por eso ahora, ya a salvo de aquella calamidad, me ahogo irracionalmente en la botella.

Dicen que en un rato se apagan las luces. Mañana pasearé en la cubierta y caerá desde mis lágrimas esta confesión a lo insondable.










LA SEÑORA ANITA


Hacía un frío que envolvía como un grueso cobertor. Celestino, agarrotado en el sueño de ese entorno, de pronto dio de bruces con sus puños, despertando sobre las mataduras de sus nudillos.

Carajo, qué frío hace —dijo, al recobrarse del sopor.

Vio, más bien palpó, a su mujer que tibiamente dormía a su lado. Escuchó un vago perro que ladraba detrás de remotos ladridos. Era ya de madrugada, pero aún no cantaban los gallos. Se arrellanó otra vez, pero al topar las plantas heladas de su mujer se despabiló de nuevo.

Para el frío no hay más que el frío —dijo en un ronco murmullo y se apeó de la cama.

Fue a la ventana que daba al camino real, se asomó resoplando el túnel de sus puños y vio, detrás del recodo solitario, una sombra que se desnudaba en el dintel. Era la viejita cascarrabias que se iba a cagar desnuda al fondo de los camburales. Hacía una semana Celestino le había visto hacer lo que parecía un diario ritual, sólo que entonces se le figuró que era un espectro, no porque que Celestino creyera en visiones de tal naturaleza, sino porque una fiebre tenaz le azoraba los ojos. La vieja era tan maniática como beata y respingada. Criticaba y averiguaba a todos y se ufanaba de su doncellez, incluso hasta avergonzar la maternidad de sus vecinas, cuyos hijos, por cierto, eran sus ahijados.

Prudencia, la mujer de Celestino, le había elegido de comadre también, pero sólo por indulgentes votos, porque se le hacía ya harto incómodo que aquel carácter, de suyo agrio e insufrible, tuviera que resistir, muy a su pesar, el sarcasmo eterno de su marido. Prudencia le llevaba porciones de cada especial ración y la convidaba a casa, porque supo, desde siempre, que a las espaldas de su marido ella lograría desquitarse un poco. Celestino, le dejaba hacer a las dos mujeres. A la suya, porque era tan caritativa como genuinamente no lo iba ser la otra, y a esa otra, porque, después de todo, él sabía que ella estaba al pendiente de cada instante, temiendo en cada instante la vuelta de su verdugo.

A hijueputa. Y es desnuda que se va a cagar tan lejos y a estas horas. Y cómo hace para atrevérsele a ese frío. A ver si se le quita lo maniática —agregó, y empezó a desnudarse.

En cuclillas, detrás de los camburales, la vieja hacía pujos, cuando Celestino salió al patio en pelotas, desperezándose como si hiciera un calor soporífero.

Carajo, para el frío no hay más que el frío —dijo, casi a gritos, orinó allegado a la verja y fue a sentarse. Tiritando, a la luz de un candil, se puso a resolver unos crucigramas.

El sacrificio le mortificaba tanto como era menester que aquella mujer maniática escarmentara. En cuclillas, prosternada sus rodillas en la delirante frente, casi se le escuchaba murmurar maldiciones. Se sucedieron los gallos al fin, y un arriero bajaba por el camino.

Qué Celestino más Celestino —dijo el hombre al paso de su mula.

El frío, compadre, que lo desnuda uno hasta los huesos.

Oye, Celestino, qué haces afuera, y así —le susurraba desde la ventana su mujer.

Sacando unos crucigramas en ayunas. Dizque se resuelven mejor —le contestaba en un susurro igual de discreto.

Prudencia, que conocía la manía de la mujer, se le figuró que aquella estaba atrapada detrás de los camburales.

Es por la señora Anita, ¿verdad?

No sé si ella también llevó crucigramas, aunque debió llevárselos conforme iba.

Prudencia no insistió más, porque temía implicarse en una excusa que sobrara a la de su marido, y porque compadecerle más en esas circunstancias hubiera lastimado mucho a la pobre mujer. Al rato el hombre fue a orinar de nuevo a la verja y se volvió adentro. Cuando la mujer vio cerrarse el quicio, se levantó, desgajó una ancha hoja de los cambures y en una carrera que le guareciese más que esa hoja fue a meterse a su casa. Celestino, que la espiaba mientras iba poniéndose los pantalones, cabeceaba una desaprobación sin el asomo de ninguna sonrisa.

A ver si sigue de maniática.

¿Ya se metió? —preguntó Prudencia, como si la calamidad viniera del clima. En este punto era mejor suponerlo así, porque lo distinto implicaba los pecados de la Señora Anita. ¿Acaso no era tan clarividente con todo el mundo, que ahora podía vérsele en doquier y en doquier hiciera lo que hiciera?

Desde dentro le conviene criticar, y sin tantos apuros.

Más tarde esa mañana, la señora Anita, que no se atrevía a salir ni de aquel dintel, escuchó que alguien llamaba a su puerta.

Que dice madre, que venga a casa —repetía el ladino muchacho en un susurro, como para que la mujer le escuchara pegada a la puerta, y salió en una carrera hacia el recodo. Tras dar la razón el hijo de Prudencia siguió el camino real. Ya Celestino y su tío habían de aventajarle, así que apuró el paso para no perderse la cacería.

La vieja, tras abrir la puerta y otear el camino, se mandó casi en una carrera hasta la casa de Prudencia. Las mismas arrugas hondamente les desfiguraban el rostro.

Adelante, señora Anita.

¿Está su marido, Prudencia? —preguntó como si temiera otra emboscada.

Hace un rato salió de cacería. No vuelve hasta mañana, pero pase, por favor.

Entonces, ¿no está?

No. Tenía una desazón esta madrugada y cuando ello ocurre se va de cacería; si viera que para quitarse el frío el muy sinvergüenza fue apaciguarlo afuera, a veces hasta se baña. Imagínese, con lo poco que ordinariamente lo hace. Puede creerlo, señora Anita.

Pues no lo creo.

¿Viene también Juancito? —preguntó Prudencia para atenuar la charla.

Allá fue el malasangre ése a avisarme como si lo hiciera al oído.

Son muchachos, que para decir lo dicho lo hacen muy diferente, porque yo, señora Anita, de un grito se lo ordené —dijo, ruborizándose, mientras ya se figuraba el escarmiento.

¿No va a misa hoy? —pregunto a secas, porque por cualquier contestación se diferirían sus palabras.

Hoy no puedo, la verdad. Tengo el pan en el horno y después hay que hacer las cuentas, y las cuentas me ocupan mucho, señora Anita.

¿Se está volviendo masona como su marido? —repuso igual de agria.

Cómo cree, señora Anita…

Nada de Anita, que ya me cansa usted con eso. Ana, como todo el mundo me dice.

Pero yo se lo digo por cariño.

Aun por cariño me llamo Ana.

Bueno, Señora Ana… —condescendió como para no agriarle más el día a ese energúmeno.

Por cierto, señorita —le interrumpió con una colérica indignación. Prudencia se ruborizó ya no de vergüenza ni de compasión, sino de rabia contenida en los fulgores de esa sangre.

Señorita —repetía mientras se pavoneaba sentenciosamente—. Lo fui… que… que lo he sido… que… que lo sigo siendo —agregó en reparo de aquel desafortunado fui.

No; que si ya lo fue, así como lo fue, no lo sigue siendo, Anita —dijo Celestino, que salía del cuarto con sus cartuchos—. Mañana regreso, mujer. Viene por estas vainas —agregó y salió delante de la impávida y avergonzada Eva. Por fin Prudencia se sentía desagraviada de tantos seniles excesos.


PICADO CUANDO NO MORDIDO DE CULEBRA


No es la primera vez que me muerde un bicho. Que sea una culebra es como para tentarme, si bien ya no con manzanas, a redimir mis pecadillos.

Cómo es usted, señor.

¿Ya le vio el doctor?

Pues sí. Pero primero hay que saber cuál culebra vino a sonreír en mis penurias.

¿Y ya la consiguieron?

¿A la culebra?

Pues qué más podía ser.

Para empezar no estaría mal que encontraran nada, al menos eso para empezar. ¡Cómo son de atarantados estos chicos!

Pero, ¿la están buscando?

¿A la culebra?

Pues sí.

En eso están.

¿Y dónde le mordió?

En este brazo, señora. Si viera que creí que era el otro, porque yo soy zurdo, y a lo zurdo hubiera tenido una mala corazonada.

En qué lugar estaba usted cuando le mordió, quise decir. Qué hacía.

Estaba en un jardín.

¿En serio?

Pues sí; soy jardinero.

Descuide entonces; le encontrarán.

Mis primos empezaron a buscarle en el jardín, ciertamente, pero como se demoren hasta el Apocalipsis estoy jodido.

Las mujeres se rieron.

¡Cómo lo tiene morado!

¿El brazo?

Usted no pierde lance con que rendir la guasa, ¿eh?

Es que con este lunar aun de lejos se me distingue.

La verdad; lo tiene muy morado.

Como un nazareno se diría.

Ay, señor, no hable así.

Con este dolor cómo más iba a hablar.

Pues grite entonces, y no se ponga usted con blasfemias.

Se parecen ustedes a un viejito, que ni de vainas quería escuchar la palabra muerte. Cuando se allegaba a la pulpería procuraba hacerlo a seguro de que no estuviéramos nosotros. Sabía, como de cierto así era, que le íbamos a acosar con ese tema innombrable. Una vez le tendimos una emboscada. Cuando a hurtadillas entró a negociar una cuenta de café, entramos todos detrás de él. ‘¿No les parece que huele como a flores?’, dijo uno de nosotros, oliendo lo que en verdad espesaba el aire. A lo que el viejito, apresurándose, respondió: ‘Es el mes de las flores, ¿verdad, compadre Rigoberto?’ Rigoberto tosió sin perder la cuenta, detrás de la vitrina. ‘No son esas flores las que huelen, son de esas que no tienen mes, porque son eternas’, dije yo. Y otro, terciando el lance, agregó: ‘como si se presagiara un muerto.’ ‘Ay, esas cosas no se andan diciendo, muchachos.’ ‘El coronel Conrado ya está muy viejito’ y la verdad era, señoras, que estaba tan viejo como aquel hombre. ‘El coronel Conrado, ahora que me acuerdo, se fue a la capital a curarse, que allá todo lo curan.’ Decía el pobre viejo. ‘¿Estará desandando entonces?’, se preguntaba uno. ‘Él dijo que ni desandando volvía a este pueblo.’ Corrigió otra vez, ya pálido. Y así íbamos, mientras el viejito a cada parada pretextaba el modo de eludirla. Que si las flores nunca tenían el tono del luto, porque eran alegres; que si los pájaros solo cantaban para alegrarse; que si esto; que si lo otro. Sin embargo, la defensa ya no le daba respiro; eran tantas pullas por doquier que el tema ya se le hacía eterno, e incluso una vida así, señoras, cómo la hubiera querido vivir aquel hombre si no se le acabara nunca. El viejito se quitó el sombrero y cómo le daba vuelta entre sus pulgares. ‘Si no lo decimos por usted; acaso no se le ve duro y bien portado; más bien lo decimos porque aquí todos somos tan mortales, que podríamos morir en cualquier momento sin perder esa condición.’ Le decía. ‘Nada menos ayer murió un benemérito tirano’ dijo uno. ‘Es que para morir no se necesita más que estar vivo.’ Siguió otro. ‘Sin importar lo vivo que se esté’. Concluí yo.

Y qué sucedió, entonces, ¿cedió al fin?

El viejito se caló el sombrero; se despidió del dependiente, haciéndole entender un trato posterior y a solas, y después salió en un rosario de amenes.

Todavía vive.

No, cómo cree. Tendría que haber sido inmortal para vivir toda una vida con esos miedos. El mismo día que trajeron en una caja al coronel Conrado, el viejo murió.

Cómo es usted, señor.

Todos esperaban su turno al margen de aquel adusto umbral. A veces bajaba una ambulancia en el aflautado estrépito de sus prisas y acudían los camilleros a sacar a alguien cubierto en el lino milenario de quién sabe qué Nilo. El portero intransigente no se dejaba disuadir por ordinarias súplicas, salvo que la herida fuera tan honda o extendida como la palidez fatal de un desmayo. Así que aquellas mujeres, ya resignada a esperar la hora de visita, se entretenían con las majaderías de aquel hombre picado de culebra.

Muchas graciosas historias contó sobre la muerte en aquellos montes, mientras un tumulto de nerviosos individuos desfilaba alrededor de aquel umbral. Sólo las mujeres encinta entraban sin necesidad de acreditar mucho su notorio estado. Pasó un sacerdote convocado in extremis, y detrás de él una mujer con el vientre ampuloso. Al rato el hombre mordido de culebra, empeoró hasta el delirio. En la furia de un incomprensible orate daba tumbo entre las sillas mientras la despavorida gente le huía por doquier. Se bajó la bragueta y se puso orinar tan profusamente como un caballo. Al desplomarse le tomaron entre tres forzudos camilleros y se le llevaron adentro.

Fue el sacerdote que lo exorcizó.

Ave María Purísima —dijo una mujer, santiguándose.

Sin pecado concebido —contestó otra.

Fue la mujer encinta —dijo un viejito agazapado como el viejito aquél—. Sé de oídas, y también por antecedente, que alguien picado de culebra no puede cruzarle una mujer encinta, porque se muere.

Es verdad. —dijo una.

Pobre hombre —repuso otra.

Y cómo no se le ocurrió esto que usted dice; si tanto cuento le sacó a la muerte de los demás.

Naiden cuenta la muerte propia, porque es una cruz que otros llevan.

Llegaron unos muchachos en un camión; se apearon todos. El más alto de ellos, descamisado y sudoroso, traía consigo una culebra apedreada y ya irreconocible.

















EL EXTRANJERO


Un horror puede acompasarse incluso más allá de sus rigores. Por ejemplo, soñamos a veces hasta rebasar una tenaz pesadilla, cuyo colmo no siempre nos despierta en el mismo catre en que plácidamente le soñábamos, pero mientras más estrecho sea el orbe de nuestra ceguera, más crudos y veraces son los horrores de un horror así de íntimo. El que sufre no os diría nunca que se sufre más en carne ajena, ni porque otro purgue nuestros males. Os ha de decir, en su esclarecido pregón, que es inocente en cualquier sacrificio para el que mejor sería un holocausto impersonal, cuyos restos también honre la aureola de tan redentores votos.

Sólo en el egoísmo que nos incumbe hay la generosidad de ser quienes en verdad seríamos, y recogidos, tal que cupiéramos entre nuestros vacíos interiores, apenas una espina pudiera ya mortificarnos como si lo hiciesen todas las demás espinas. Dicho así, el horror de un ser le atañe más cuando no lo comparte, pues siendo este monopolio su más genuina paradoja recae en él el énfasis de postergar esa dimensión por doquier se le haya de alcanzar. Cómo, os preguntaréis, puede conciliarse tal si es una paradoja para cuya extensión se amplió su pendencia, pues sucede que una paradoja encierra entre sus extremo una verdad que sólo entre tales puntos es una recta distinguible. ¿Acaso a cada ocasión apremiante no se huye más entre los tumbos de una singular fuga? Pues mientras con menos cómplices se haga lo que se ha de hacer, entonces se hará en pos de una salvación tan esperanzadora cuanto que al cabo ha de tender a lo irreducible del individuo penitente. Solos, entonces, hayamos la soledad en medio de un insondable descampado, pero no es el último refugio de quien se guarece de un signo adverso, es la casa más amplia e infatigable que ningún individuo pudiera poblar con los espectros de sus temores. Con tantas ventanas como puertas, ya que el número de los quicios es innumerable siempre. Para llegar a ella hay que escurrirse de un mundo azorado de esplendores que se mueve entre los cuerpos de quienes así lo agitan.

Yo siempre fui un solitario, no porque estuviera solo (que aún no era mi horror aquella condición), sino porque precisamente en compañía de los demás me daba a la preferencia de un idioma extranjero, un poema remotamente cantado, una música diluida en el voluptuoso silencio… En fin, me daba a la los votos de una fotografía. Una fotografía en cuyo encuadre estaba el cabal mapa que había de extraviarme para siempre.

Desde siempre todos los lugares a los cuales he visitado se me han hecho conocidos. Es como si no hubiera ámbitos que bajo mis inmediatas huellas no conociera desde la infancia. El mundo, con sus asombros diarios, sólo se prolongaba según las perspectivas de mis veraces leyes. Nada era sombrío ni amenazante; ninguna deslenguada gárgola pregonaba el rigor de una arquitectura adusta. Todo era como lo veía y en esa relación mi perspicacia era doble y tan palpable como figurada también fuese, porque en cada recodo me volvía como si no hubiera dado nunca el primer paso de esta incansable marcha. Por ejemplo, una vereda tortuosa, que era una verada tortuosa; el paredón de ladrillos, que era el paredón de ladrillo; cierta quebrada crecida, que era cierta quebrada crecida (aunque Heráclito se desbordara en su discurso); un árbol centenario, que era un árbol centenario; el tarro de los lápices sobre el escritorio de una oficina pública a la vuelta de la esquina, que era el tarro de los lápices sobre el escritorio de una oficina pública a la vuelta de la esquina; los zapatos de una zapatería nueva, que era los zapatos de una zapatería nueva; las ruinas de un cementerio desdentado, que eran las ruinas de un cementerio desdentado; un museo antiquísimo (cuyo inventario prescinde de otros invaluables objetos), que era un museo antiquísimo (cuyo inventario prescinde de otros invaluables objetos). Acaso como si al apearme de la cuna la anduviera al fin, tal y como la hube soñado en la inconsciencia de un sueño allí remoto. Si tuviera el tiempo, y también el vigor, de relatar aquí mis expediciones me acogería a tales palabras de un modo que no me comprenderíais, porque cada individuo se encubre con las mismas huellas que le amortajan. Escribiré, más bien, sobre la vastedad que aún me oprime. Bastante horroroso sería detenerme en el incomprensible horror de mis pecados.

Antes de descubrir aquella incógnita fotografía, de la que os escribo hoy, no tuve otra ventaja pública que la de seguir la clase de dibujo según los progresos de los demás. Los libros en ese tránsito no me maravillaban demasiado, y aun menos se pudiera decir si había que estudiarlos para un examen. De cualquier modo, escribía casi siempre, y en vez de prodigar en un fárrago de apuntes me acogí a temas que fueran tan ajenos a la sensibilidad general del curso. El diccionario, eso sí, fue el común vértice que me reunía a las dudas de los otros chicos. Pero tras pesquisarle en sus supernumerarias acepciones, no regresaba como los demás hicieran al dilucidar ciertas palabras, sino que incluso al margen divagaba en eslabones etimológicamente arduos. Otros idiomas vinieron a través de diccionarios también, mientras en la esmerada cátedra mi silencio era ya políglota a pesar de todo.

Como con los lugares visitados, ningún idioma me sorprendía; apenas en sus preliminares podía desistir satisfecho de desentrañar al fin su esencia. No aprendí ningún idioma por completo (como nadie podrá hacerlo jamás), pero harto conocida me resultaba mi ignorancia en cada uno de ellos, porque como un lingüista, que a la sazón fuera profeta, podía traducir todo lo que no aprendiese, precisamente a través de lo que me bastaba comprender. No obstante, he de confesar que sentí, desde el principio, que tenía cierta insuperable deficiencia para aprender idiomas, y que cualquier empeño de mis facultades me haría escribir sólo en mi idioma accidental. Pero estas percepciones pudieran transigir más bien con una haraganería, cuando no con cierta soberbia intelectual, de la que hubiera descreído por parecerme tan arriesgada delante de mis encomiables virtudes de siempre.

El día en que descubrí aquel encuadre entre el recorte de una ilusoria rasgadura, había quedado con Rufino y Pilar de vernos en el bazar. La mercadería, en la combinación de su comercio, me resultaba asombrosa, o debo decir, más bien, que dado lo verosímil de aquellas especies me entretenía en descubrir evidentes formas entre tanta variedad, como quien de fijo sabe que el dinero en su estampa postula una incuestionable cifra, sin importar acaso el costo o la depreciación de lo que ello implique. En el bazar había vajillas, alfombras, joyería y tantos otros objetos que colgaban de sus sordas orejas. Me paseé sin sopesar nada, sólo me detenía, de vez en cuando, a escuchar cómo se regateaba para cada trámite.

De a poco pululaba más gente y las voces se hacían un murmullo que quizá confesaba un secreto incomprensible. Había llegado más temprano de lo que convinimos los tres, pero incluso yo, en ese momento en que iba y venía con impaciencia, estaba retrasado de la cita. De Pilar era bastante rara la impuntualidad, en contrario Rufino podía demorarse por cualquier excusa, suponiendo entonces que no fuera aquella misma de conseguir una diferente. Como Rufino iba tardarse más que los tres, convine hacer el tiempo justo en que ya no pudiera excusar mi anticipación más allá de un lapso razonable, después de lo cual me marcharía sin siquiera volver mis ojos al tumulto, y en reserva, eso desde luego, de un vivo reproche.

En un puesto vendían libros. Era el único puesto del bazar en donde se vendían libros. Me allegué y hojeé uno sin atenderle a su renombre. Se diría que el agobio de aquel trajín me reconfortaba con ese abanico de más de quinientas páginas. Sin embargo, a la mitad del soplo lo detuve en seco sobre aquel notorio hallazgo. Era una fotografía recortada con los dedos. Cerré de pronto el libro y llamé al dependiente.

Oiga, usted, me llevo este libro.

¿Algo más? —preguntó el hombre, mientras que con la misma mecánica semblanza envolvía el libro.

Nada más —después de una pausa, le contesté, recibiendo el paquete al cambio del billete.

Que le aproveche entonces —dijo, y se volvió al libro que estaba leyendo, sin sospechar cuántos ases se habían barajado en aquellos tomos, y no en el suyo.

No quise ver la fotografía entre aquel tumulto, pero sospechaba que Pilar no se contentaría sólo con verme el libro bajo el brazo. Me fue menester quitar el recorte de las páginas como si alevosamente arrancara la página capital del tomo. Mucho temí (y no sé con qué fundados temores) que mis condiscípulos indagarían esta predilección que ya me forzaba a celarle secretamente, y en medio de una ansiedad desconocida me encubría detrás de mis temblores. En un ángulo oculto del bazar, tomé la fotografía y sin más reparo la puse en el bolsillo. Desde el primer momento su influjo fue persistente y obraba sobre mí como si fuera aquel otro amante que entre rasgadura la perdió para siempre. Era una chica jovencísima, de dulces facciones, y detrás de sus cabellos el desenfocado paisaje de una primavera ignota. Apenas al descubrirle eso supe, quería ver a la chica con una lupa, quería reconocer en sus ojos la mirada que parecía perderse fuera de un vacío, corroborar en conjunto la semblanza de esa pose, averiguar, incluso, quién era la chica y en qué momento se le cogió en esa risueña expresión que evocaba quién sabe qué otro momento. Me propuse ver a la chica de carne y hueso, en el mismo lugar de la fotografía; es decir, entre aquellas causas inminentes, y de ser posible entre un encuadre que la congregara del mismo modo (aunque de seguro ya vieja). Supuse que podía fatigar el mundo entero y que todos los atajos me pondrían en ese destino, salvo que la chica ya hubiera muerto, y entonces, de pronto, lo supiese.

Ya las voces de aquel tumulto me atosigaban por doquier, así que determiné partir con amplias excusa que sólo se les entenderían a la luz de la falta ajena. Justo cuando giré hacia la bocacalle, venían los chicos aparejados en su prisa. Me hicieron una señal ostensible, como si irónicamente me despidieran desde el azorado andén; con el tiempo esto fue una funesta premonición, pues fueron los hechos consumados al final los que a la inversa profetizaran esa dimensión que entonces no vislumbré en el preciso instante.

Al acercarse ambos, yo me aferré a mi libro como si lo hiciera en medio del vértigo. Por instintiva conservación no quise que nada de lo que se pudiera leer allí profiriera los detalles de una ausencia que me tocaría descubrir más adelante. Un libro contiene las palabras de decir más de lo que dice, y si se les ha intercalado otra coherencia al margen, pasa a menudo que inescrupulosamente la delata a la cartilla. Pero cuando llegaron ellos, lo primero que advirtieron fue que el volumen tenía otra tipografía. Yo sólo lo cogí de allí, antes que escogerlo por sus señas evidentes, y ahora pasaba que no lo hubiera descifrado si con tal empeño procuraba la fotografía. Era, pues, el primer obsequio novedoso de un mundo conocido, ¡qué no lo sería aquel encuadre en cuyo dorso quizá se rotulaba algún despecho!

Los tres fuimos al bulevar a discutir ese volumen, que para mi privado alivio no se nos mostraría sino en su enigma. Aquel retraso que al fin concurría no tuvo excusa, y tampoco yo las insinúe de ninguna manera. Pilar nos convido un café simplemente, y Rufino sugirió una mesa en la terraza. Noté que ninguno de los dos quería demorarse en el bazar, lo cual era una consideración de urbanidad que de cierto modo sacrificaba muchas apetencias. Pero plantado como estuve por mucho tiempo, no quise, por acalambrada virtud de esa espera, ser indulgente con nadie, sino que les seguí a los dos, acaso para que se me indemnizara como se debía.

Éramos como una secta; y toda la clase se arremolinaba en otras para agraviarnos. Sin el espíritu de fomentar la envidia, que nunca fuimos así de pretensiosos, nuestro aislamiento nos convocaba al margen de lo ordinario; muchos asuntos repasábamos en la sobremesa, pero tales discusiones, antes que dividirnos en parciales intereses, nos reunían en nuestro orden.

Amigos no conseguí en mi vida, que vinculado como estuve a eso dos, ingenuamente creí haberlos hallado en el doblez de esa duplicidad. No obstante, nunca fue mi desafuero una expedición tan ramplona como esa. Alguien de al lado (cualquiera), podría estar al alcance siempre, y aun a esa distancia tendrá por esmero la vecindad que le conviene, porque más allá de esa espuma nadie es el faro de nadie. En ese tiempo yo no era tan distinto de mis rivales, pero no fue sino al cabo de mi transición que todo parentesco me deformaría irreconociblemente. Yo estaba enamorado de Pilar, o me gustaba de un modo que me enamoraba. Supe, como de seguro Rufino también lo supo, que ella no hubiera dado más pie que el de una polémica intelectual. Por eso el bulevar, el café simplemente alrededor de cierta mesa de la terraza.

Recuerdo esa última conversación en detalle. No porque fuera la última; yo diría, más bien, porque fue una entre otras muchas que ya no recordaré jamás. Recuerdo que Pilar, tras un sorbo, dijo:

Vaya mole intransigente. Debe ser un tratado. Déjame ver cuántos dibujos y cuáles —dijo, y casi arrebatándomelo lo hojeó sin más acierto que la arábiga numeración de sus incomprensibles páginas.

¿Ves, Rufino? Nada hay como un dibujo y tan perpleja como esa es la figura de lo dicho.

Debe ser una tradición vernácula, repleta de mitologías y guerras.

O seguramente es otro el idioma que te ocupa. Confiesa, hombre.

En verdad no era la primera vez que me aventuraba en los filos de otra caligrafía, pero no llegué al libro para extremar una torre de Babel sobre sus páginas. Cómo podría explicárselos de cualquier modo, si mi erudición quizá era en este punto más prestigiosa que mi ignorancia, y tan comprensible como en esa ventaja así lo fuese. No quise polemizar sobre mi hallazgo, porque igual no se los revelaría. Así que por norma de las circunstancias acepté tales sospechas.

Te reto a que aprendas el idioma, pero no sólo para leerlo o escribirlo con el escrupuloso aplomo que acostumbras. Te reto a que lo hables como si fuera éste mismo idioma a través del cual te reto. ¿Entiendes lo que digo? —agregó ella con una graciosa sonrisa.

A mí me quedó más que claro. Ahora que dicho de ese modo suena como un eco.

Permítanme, por favor, obstaculizar la plática con este libro —dije al fin con ironía.

Y poniendo la mano sobre él, agregué:

No me entenderán cuando cumpla este juramento, lo juro.

Todos nos reímos de aquellas sentenciosas palabras, que ninguno de los tres entonces tomaría por condición irrefutable. Ah, con qué felicidad no podemos profetizar el infortunio. La plática la postergaron los chistes de Rufino y después los dos se juntaron en mi contra, acaso como el resto de la clase lo hacía para rivalizar nuestra secta.

Te pareces menos que ayer —dijo Pilar.

Yo diría que no es él —Completó Rufino, hablando siempre como si lo hiciese en mi ausencia. Su descaro me era chocante y hasta siniestro, sin embargo, yo fui siempre mordaz en el contrapunto y nunca me rezagué de ningún lance.

No ser como uno es un modo original de ser, después de todo, el mismo, tal vez no el que más nos guste, porque repetirse en uno nos ofrece la costumbre de problemas repetidos.

Yo diría que tiene cierto aire a filósofo.

Yo diría también que te refrías.

Quiero mostrar tu novela a otros —dijo Pilar de repente, como para restablecer el orden.

Debes convenir que el arte en tanto que arte en sí, ya no le pertenece a los artistas —apuntó Rufino, por lo cual ya no era una confidencia pactada entre Pilar y yo.

Es menester que la conozcan los demás —corrigió Pilar, presurosamente.

No hay problema —convine con la aplomada ironía de mis palabras—; con que ya no sea de mi monopolio seré el hombre que más se haya de vanagloriar de su egoísmo.

Fue la última vez que nos reuniéramos en aquella terraza, entorno a una mesa, mientras tomábamos simplemente un café. Ese mismo día por la tarde la cité nomás a ella; supe, por estimar el provecho de una plática privada, que se imaginaría un reproche de mi parte, al que de fijo no se le escurriría dado que su imprudencia sólo era justificable para los dos. Pero no había reproche en mis palabras. No le convidaba a ninguna delación manifiesta a la que tuviera que presentarse obligatoriamente. Era yo el que se confesaría sin aflojar el énfasis, ay, aunque para perjuicio de mis audacias.

Su desaire fue conmovedor, casi con maternal cuidado declinaba a mis pretensiones. El ardor de mi vergüenza se prolongaba en sus mejillas. Recordé mis cartas apresuradamente dirigidas a ella, cuando tampoco evite una exaltación más allá de mis virtudes literarias. Recordé la novela ofrecida para justificarme como el ingenuo corresponsal que fui, bastante docto en esa sola ciencia. Y mientras el aplomo de un iluso me investía allí, toda una confusión se agolpaba para mi agravio. Supe que ese mismo día, antes del bazar, Rufino transigía con ella del modo que nunca se me iba dar a mí. Los elogios de esa pareja me irritaban, porque eran la tangible condescendencia que sólo se ofrecía a favor de mi despilfarro. Tras un silencio decoroso ella extendió su mano, gentilmente abierta en todas sus arrugas, como si yo, que nunca tuve amigos, por despecho los hubiera de cultivar entonces.

Esa misma noche, muy entrada la noche, recibí su llamada. Al tercer repiqué cogí el tubo y entonces me saludó en la contención de ciertas inflexiones:

Creía que estabas en otro bulevar —agregó.

No, lo más lejos que he ido es a mí mismo, y aunque impaciente en el periplo no me convidan los atajos. Las obras mías sí que son trotamundos —agregué con una mordacidad feroz. Del otro lado del hilo, noté que ella se resentía, lo que nunca preví fue la proporcional violencia con la cual me respondió.

Bueno, digamos que tu obra es conocida en el mundo que tú no conoces.

O más bien es desconocida más universalmente que yo —repuse sin aflojar en la contienda, porque ya desanudaba una disolución total.

Al amanecer, recordé la fotografía como un alucinado profeta. Recordé el grueso volumen que muy dentro de sí la contuvo. Desperezándome puse lo pies al suelo, un calambre me tenso desde los entumecidos dedos de mis pies hasta mis ojos abiertos en un trance fijo, y ni por esa encandilada vigilia pude atisbar el sueño precedente; era como si no hubiera dormido desde que me rindieran la amargura. Descamisado, legañoso y somnoliento aún, procuré el volumen y me puse a buscar en él la faltante fotografía. Al no encontrarla me invadió una gran desazón. Estaba seguro de que entre las páginas había el encuadre recortado de una muchacha. Desde que compré aquel grueso volumen, hasta ese apuro que me arremolinaba en la desesperación y la orfandad, todo lo acaecido había adelgazado en nada, y sólo apenas así puedo ahora ponderarle en algo. La furia de otro despecho más ardoroso prolongaba mis sentidos verdaderamente. ‘Y si por cuidar de que más nadie la viera, perdí la fotografía,’ me dije. Pero, por otro lado, sólo entre la novedad de aquellas páginas la hubiera perdido, por lo que allí mismo la hallaría al hojear el volumen. De súbito, una corriente de aire me sobrecogió; hasta el cuello me azoraba la desnudez del torso. Al cruzar los brazos sobre el pecho, inmediatamente pude ver la camisa en cuyo bolsillo estaba la fotografía. Me apeé de toda recatada desnudez, no había en el mundo obstáculos que promediaran mi apetito ciego. Sólo mi propio movimiento era la niebla que se espesaba a mi alrededor.

Es aquí donde mi relato se me hace incomprensible, porque cada palabra me retiene a la sucesión de todas ellas. Os podría escribir de una eternidad, pero es menester que la finitud de mi asombro lo reviváis conmigo. Os escribí de la soledad, ¿todavía lo recordáis? Pues ahora me acompañaréis a verificarla hasta que me repudiéis y me releguéis a ella por miedo de haberme seguido a tal extremo.

Como con los lugares visitados, ningún idioma me sorprendía, ya lo dije, tampoco los argumentos de mis historias divagaban al margen de sus esquemas instantáneos. Cada vez que se me ocurría una obra, y tantas se me ocurrieron diariamente, ello ocurría como un relámpago o como el cabal encuadre de una fotografía. No había medio ni principio ni tampoco fin que se adecuaran a una sucesión de convenciones, sino que absolutamente todo, sin las laboriosas incertidumbres de un oficio acreditado, estaba allí. Allí, señores, en el incorpóreo ámbito de sus formas y también al alcance de ser escrito según sus propios términos. En adelante, por virtud de su extensión, podía ir y venir, elegir cualquier porción indistintamente de los recodos conocidos. Podía prodigar en párrafos, como si me atreviese con una coma o con un punto apenas. Podía escribir aquí y allá, conforme lo prescribiera cualquier combinación, y sin alterar el prolijo orden del laberinto. Esto, sin embargo, fue siempre una desventaja también, porque las distensiones se daban sólo en ese privilegio, y por lo mismo me sojuzgaba un delirio hasta no ver terminada la obra, y así, en ese afán, quería abreviar los términos materiales, ir acaso más de prisa de lo que la pluma se apuraba en el dictado. Los chinos también construyeron la muralla en el recorrido de interpuestas generaciones, de modo que los trabajadores, prevenidos de la colosal empresa, no sucumbieran para perjuicio del imperio. Yo, por el contrario, para combatir la disolución y la fatiga elegí últimamente seguir la cronología en el devenir de las sucesivas páginas, figurándome que leía la obra de otro, y que en esa plagiaria virtud podía conseguir un prestigio original, según así me incumbiese concluir cada argumento. Los automáticos dones de alguien que poco le atarea lo que de suyo es bastante arduo, revela la traza de un genio que sin esmerarse en su natura en verdad la sigue como otra de sus orgánicas funciones. Convengamos, de cualquier manera, que sólo un tonto o un genio (se me figura que nunca alguien inteligente) se puede ufanar con tal desparpajo, pero que sea vuestra imparcial perspicacia la que ahora disipe el dilema a mi favor, ¿acaso no es sólo por esta arrogancia que puedo halagaros la paciencia de que ya me exijáis el discurrir de mi propósito?

Cuando vi aquella fotografía, vi en ella una vastedad que me convidaba. No era preciso apelar a la lupa ni a la estilográfica, pues no podía ni leerle ni escribirle de ningún modo aún, ni siquiera me estaba dado ser su excéntrico historiador, porque su individualidad me excluía como ahora pienso que mis historias, instantáneas como ya dije, excluían a sus críticos. Comprendí, por primera vez, que no siempre se puede andar en el centro de un ámbito cuyas universales leyes nos exceden. Supe que el patriotismo de mis desmesuras al fin lindaba con esta desconocida extranjera.

El retrato implicaba su mismo lujo; cada coloreada partícula fue aglutinarse según las formas de las luces. Era una chica hermosa de una tierra distante y primaveral; de una belleza tan exquisita que hasta el más tosco varón del mundo se conmovería al verla allí. Su procedencia era la del idioma que de cierto hablaba, y había venido desde de donde vino entre la remota literatura de su pueblo. Tenía que buscarle en su país, preguntando a sus conciudadanos. Conocía el país verídicamente descrito en el atlas; ya lo recorrería por costumbre absoluta de mis huellas. Al margen de mi solemne juramento, que ya no me vinculaba a la realidad, me conjuré a conseguir a mi extranjera, siguiendo a través de todos los tiempos el rastro de sus mayores.

Al tomarle entre las manos descubrí que la foto, además, era reciente. El papel no se había oxidado aún, no había siquiera una mota que le profanara, solo la aureola de esa rasgadura parecía proteger a la chica como si fuera una frontera infranqueable, y como al cabo iba a serlo para mi temeridad. Lo más de su superficie era tan reluciente como si aún se estuviera oreando en el cuarto oscuro. Era de mi época, entonces, y tenía casi mi misma edad. Podía buscarla, podía viajar en una recta más o menos sostenida, hasta encontrarle, pero, además de un piélago de salobre e insondable agua, otros mares se interponían con sus olas y sus abismos. No sólo no sabía su nombre, tampoco conocía, por ejemplo, los adminículos con los cuales se ataviaba ni la industria milenaria de tales objetos. Cuánto no conocía de ella, su dieta, sus deposiciones en la privacidad de qué paredes y costumbres. Sin embargo, siendo en verdad quien era sobre mis pies, ya tenía su retrato entre una humanidad que proliferaba anónimamente, y ese retrato le había conseguido entre las palabras de un idioma que aprendería como si hubiera nacido para aprenderle desde otro idioma accidental.

No supe de días ni de noches, tampoco si fue un día con su noche o si fueron varios días y varias noches. No supe de ventanas ni de puertas, tampoco si se abrían o cerraban. Sólo mi mente estaba en ella como si mis labios ya estuvieran en los suyos. A la luz del candil, que como una regente estrella solitaria me alumbraba, pesquisé su mundo que era otro mundo y no el que conociera. No había palabras en ese volumen que el diccionario no la armara de tantos filos como al margen me mantuvieran todos. Me eché abnegadamente a ese sacrificio que a tajos me repelía, pero no pude filtrar siquiera una lágrima por donde ya rezumaba mi sudor vencido. Detrás estaban las espadas belicosas, tantas muertes de muchas batallas. Detrás el temblor de un niño y el chillido de la madre que lo paría. Detrás generaciones y generaciones. Detrás el templado invierno de una paz forzosa. Detrás la música profunda como el gorgoteo de un hontanar. Detrás los siglos con sus siglos y también la poesía que se escribe sólo dentro del poeta. Suele suceder que a cada palabra conocida queremos conocerle más. Del idioma materno sabemos todo, aunque sean pocas las palabras que se digan; en cambio de los otros idiomas se tiene que aspirar al despilfarro, porque sólo así se sabe que toda la familia humana se comunica universalmente por cualquier medio. No obstante, nunca puede saberse demasiado, aunque siempre del idioma materno comprendamos todo. Me di con fervor, y aunque entendí lo que decía el volumen, otro diccionario era el de la esgrima, detrás del cual muchos otros diccionarios, como infinitos globos, promediarían en mis progresos. Ah, no sólo eran los mares con sus olas y sus fosas, pues eran también sus peces entre los ojos de la chica y los míos. Era un mundo que no traspasaría ni que hondamente se me enterrara en él.

Estaba solo. Tan lejos de ella como lo iba estar al fin de mí mismo. Quise matarme entre las mismas púas que me contenía, pero tan profundo residía mi corazón que iba morir antes de cualquier extremo, y una muerte así tenía de salvación lo que con ello perecería. Os escribí de horrores, pero el horror de uno no se puede escribir a varios, colmaría nuestras palabras y qué traductor pudiera leer siquiera nuestras palabras, si por sabido lo tenemos que solo silenciosamente podemos callar como cualquiera.

Como no tenía hambre ni sed, temía que de algún modo me había alimentado, eran muchos mis temblores como tantas eran las alimañas que pudieran merodear mis límites. Cuando pensé que mi boca, cansada de pronunciar palabras extranjeras, sorbía las raíces de mi sudor como en un oasis, escuché el murmullo de otros seres. Se me ocurrió que aquella fotografía era la única esperanza de mi cautiverio, que había sido preso quién sabe en qué tumulto y bajo qué cargos y en custodia de qué carceleros. Temí el condigno castigo; temí la muerte después de la celda solitaria. La chica del libro no lo sabría jamás y todo mi secreto era morir secretamente. Cualquier resignación me hubiera reclamado como su rehén, pero sucedió que esas voces, al principio como de un idioma extranjero, las entendía y que además me resultarían del todo conocida. Era Rufino y Pilar que se acercaban, discutiendo algo que más o menos pudiera transcribir así:

Qué sueles comer, Rufino.

Lo dices porque soy un enigma, pues de cierto que mi dieta no es la del Minotauro, aunque sean bellas vírgenes japonesas.

Déjate de bromas.

Es curioso que me preguntes eso, ha de ser que puedo ser felino o rumiante según escoja cada clase.

Es tonta la pregunta; es que estoy muy nerviosa…

La pregunta estuvo bien hasta se me antojó… responderle.

Debe ser el sueño.

Tú con hambre y yo con sueño. Sueña entonces que me apetecerá tu sueño.

No creo; los míos son puras pesadillas.

Le sazonaremos al despertar entonces.

No soy buena para narrar mis pesadillas.

Ya se me figura que muy a tu pesar eres mejor para soñarlas.

Tú sí que siempre hayas las palabras.

Más bien al paso me las topo, por eso todo lo más ellas me demoran en decir algo que se le entienda mejor.

La conversación se le escuchaba tan cerca últimamente, pero ningún cuerpo podía percibir entre mis neblinas. Supuse que ellos eran los que me alimentaban, durante un plazo desconocido. Supuse que se habían juntado más íntimamente, pues tal misericordia me ultrajaba entre mis erudiciones. No sólo no conseguía encaminarme a mi destino, sino que además había quienes tenían el campo para compadecerme en mi propio campo. Tomé el grueso volumen y lo agité furiosamente a mi alrededor, como un mazo que nunca soltaría en ningún golpe por muy formidable que fuera éste. Mi volumen tenía la consistencia de ser irreducible, pero también la de descalabrar a quien tocara con su lomo. Asido a él no quise soltarme de él. Dentro estaba la fotografía y muy dentro de la fotografía, mi doncella y en las demás páginas la historia que me marginaba de su estirpe. A ver si de un solo golpe pudiera al fin imponer un orden universalmente comprensible para los demás y para mí también.

Si Rufino y Pilar me creían loco me abandonarían al cabo. Estaría ya solo y muy delante de ellos, pero estaría conmigo mismo; y ese designio, dicho sea con verdad, me tocaría encarnarlo para ejemplo de todos. Sí el volumen no era la puerta había de ser entonces la fosa. Lo abrí de a poco y otra vez vi la fotografía como la primera vez. Ah, no parecía acabar esta eternidad nunca. Descubrí que las historias referidas en esas páginas, costumbristas todo lo más, eran la de un pueblo tan inescrutable como lo que había visto en mi vida, sólo que por tropezar con los recodos creí que cualquier alcance era un rastro de mi nacimiento. Ah, en medio de aquel vértigo descubrí que el único arraigo de mis pies era el de plantarme para esa sostenida pausa. No anduve más que los demás, a fe que no; no fue mi tiento, sino el mío; y yo que me creí tan clarividente, como si con egoísta virtud se pudieran retener más impresiones de lo que nos concede nuestra naturaleza.

Decidido a que la inanición me devorara sin otras sobras que mis ayunos, me tendí sobre aquel volumen apretujado contra mi pecho. La chica ya estaba en su decoroso sarcófago y yo me demoraba en una muerte tan profusa como incierta. Volví a escuchar los mismos murmullos. Pero ya la voz de Rufino, ordinariamente chocante y siniestra, era ahora cansina; pude advertir al pronto que desaprobaba la caridad de su mujer. Pude advertir que la había seguido sólo para llegar hasta lo más íntimo de mi carne expuesta, y luego asesinarme sin misericordia. Moriría, sí; pero no tendido como un muerto. Puse el libro al lado del candil, devotamente bendije a mi amada. Me incorporé sobre mis pies, que eran ya mi único cielo al que pudiera elevarme alguna vez, y cerré mis puños como si el mundo todo cupiera entre mis puños. Esperé envuelto en mi neblina. Un gran escritor es alguien que temerariamente tiene muchísimos más vicios de los que se atrevería a cometer, pero entonces no sabía ni leer ni escribir, sólo era un bruto dispuesto a defender sus miedos aun cuando mucho le acobardaba el trance.

Pilar decía algo que no sé referir exactamente, de cualquier modo era la única que hablaba; el otro en silencio le seguía a todas partes. Los celos debían inflamar su envidia, la cual en su desarrollo lo empujaba a seguir detrás de su clarividente mujer. Yo esperé sin abrir los puños, el sudor se escurría entre mis puños. ‘Faltará una vuelta,’ me dije; ‘ya lo sabré,’ agregaba sin aflojar dientes. Poco tenía que decir Pilar, solo hablaba para convidar a su marido, pero ya ni eso daba sostén a su tenue y dulce voz. Fue callándose, y entonces, cuando finalmente ella calló, el silencio era tan amplio entre aquellos ecos que atiné el primer puñetazo. Rufino reculó de un grito y le acometí más ciegamente de cómo a tientas había llegado a ser ese ciego intolerante. Un golpe y otro y el hombre parecía desmayar entre mi furia, enredado en mi furia incontenible. Se hacía jirones como las dolientes quejas que se le escuchaban todavía. Fui adelante como un obstinado toro… sólo una sangre ajena me cubría como una mortaja. Rufino era un sueño, de cierto el sueño que en esa estancia no pude soñarle, sino por tanto tiempo postergarle hasta ese desenfado mío. No había tal hombre, nunca lo hubo, eran mis celos, nunca los de él, que nadie era como podía ser sus celos.

Se apagó el candil, habiéndose consumido todo su aceite, y luego todo se hizo visible como antes. Pilar estaba enfrente, temblando, horrorizada, con la vista fija en mis asombrados ojos. La vi, era tan hermosa como la chica de la fotografía; tenía su misma edad, sin duda. Avancé hacia ella, parecía mis primeros pasos en este vasto mundo. El miedo la petrificaba como una estatua, pero de pronto noté que sus ojos eran diferentes. Me miraban igual, pero eran diferentes sus ojos. No tenían dobles párpados y eran oblicuos como en la fotografía. Acaso sabía que era mi mente trastornada la que me estaba infundiendo aquel maravilloso espejismo, pero al menos en otros labios iba besar al fin a la chica inalcanzable. Ah, Pilar también me despedía (en el mismo tumultuario andén), pues al topar mi boca como una almeja en cuyo fondo haya su decolorado ras, fue al espejo, imperturbable para siempre, que vi sólo mis ojos, que en verdad eran oblicuo, y nada más que mis ojos como dos eran los que en mi singularidad se fijaban, y vi escrito en el cristal, en ese mismo cristal que insondablemente se dividía en mí y ya no más en los fantasmas inexistentes de mis sombras… vi allí, al través de mis temblorosos labios, lo que con una caligrafía impecable me aludía; vi, pues, mi destino cierto e ineludible:

ガイジン


POSDATA: El pez que en su corriente se demora también entre sus escamas cabe, y el pescador que de allí lo coge lo trae el mismo anzuelo. Extranjeros de algún modo son aquellos que a pesar del ombligo común ven en el otro un extranjero. Con qué canonizadas cirugías se puede corregir qué, para figurarse a quién, vaya ciencia ésta cuya falsedad es el privilegio de los necios. La belleza es un milagro concebido universalmente; es bella una constelación y una florecilla del campo, pero dada la amplitud en las especies la belleza es igualmente excepcional entre la variedad. De ordinario las personas, por ejemplo, no son muy agraciadas, ocurre que ningún pueblo puede revocar este signo en su privada arrogancia. La belleza, sin embargo, es la común distensión de lo vario, lo cual es una paradoja verídica, porque cada individuo agraciado en cualquier parte del mundo, que son una porción todos ellos, les concierne a lo indivisible de la familia humana. No sé ya con qué idioma les escribo esto (ni en qué idioma le leerán), pero en esto último sí que hay una certeza que trasciende mi incertidumbre.

Mayo, 2012.
















  1. El soneto

  2. Al amanecer

  3. Garabatos

  4. El discurso

  5. Filiberto

  6. Ni siquiera

  7. El primer desvelo

  8. La parada

  9. Puntería

  10. La cometa diminuta

  11. Aquella prenda inescrutable

  12. El cielo cerrado

  13. Vidas

  14. La visita

  15. Pedestre

  16. La claraboya

  17. Hacia la esquina, al doblar la esquina…

  18. Luna llena

  19. Una mujer para el pastor

  20. Historia de un pedo discreto

  21. De pie y a pie

  22. El soldado ileso

  23. La señora Anita

  24. Picado cuando no mordido de culebra

  25. El extranjero




No hay comentarios: