LOS DE AFUERA

MANIOBRA


Al nomás despertar sintió morirse. No era que prefigurara una muerte según las memorias de sus ancestros, porque acaso hasta entonces había vivido sin temer a clarividencias infundadas. Era más bien una sensación repentina, como si le sobreviniera un mareo de cierto embarazo desconocido o como si le bajara la primera regla de nuevo. Algo que tal vez no iba durar mucho y que no se repetiría con los mismos orígenes. Al menos se esperanzaba con que esa intensidad consumiría todos sus medios, o que habiéndose despertado así ya ni la propia muerte iba sorprenderla en adelante. Abrió los ojos. Un vacío parecía hundirse en aquellos ojos que devoraban todas las cosas como por última vez. Pensó que moverse sería demasiado, pero también pensó que permanecer allí, sin más voluntad que esa indefensión, obraría cambios muy dentro de ella, tales que desbordaran sus reflejos ordinarios.

No parecía que hubiera salvación. Nacer era ya un acto irrevocable, y ahora lo corroboraba como si se tuviera que parir a sí misma, entre sus propios efluvios y después de que los nueve meses de cierta eternidad no pudieran postergarse en ese ombligo. Sin embargo, no era la muerte la que le reducía con tanta exactitud. Sabía, por ejemplo, que si no se levantaba de allí al cabo moriría, sin siquiera contrariar ese cauce indetenible que ahonda arrugas y gusanos. No era la muerte la que iba a oprimir su ser. La sensación de morirse era, por otro parte, lo bastante poderosa como para monopolizar cualquier grado sensitivo, aun porque otras sensaciones tuvieran que manifestarse subsidiariamente.

Esa mañana cumplía treinta años. Estaba sola. Despierta. Tenía que levantarse ya. Darse una ducha. Tomar el desayuno. Vestir el uniforme y coger el autobús antes de las 6. En cambio estaba tratando de mover un dedo, poco a poco. Eligió el meñique izquierdo, y se concentró con tal afán que parecía que se echara sobre él al igual que lo hiciera sobre un piano. Funcionaba; el dedo se movía de acuerdo a esa intención. Ahora sólo quedaba recobrar el movimiento en los otros músculos, lo cual hacía también de a poco y en virtud de un orden pertinente. No era tan difícil echar a andar esa parálisis, porque al fin sus engranajes habían sido liberados. Se apeó de la cama. Caminó como de costumbre y supo que cualquier acción iba darse entre conexiones conocidas. Ya era terrible que estuviera al corriente de cada recodo preciso, pero aun más terrible era que al arraigo de supersticiones indistintas las cosas cobraran un cariz cada vez más veraz.

Fue al trabajo como si nada, y nadie notaría jamás un cambio que reñir de sus costumbres, y ni siquiera una infamia por envidia podría exceder los modales. Pasaron los días. Pasaron los meses y así pasaron treinta años más. En su cumpleaños sesenta telefoneó a un matón y le pagó, casi se diría que póstumamente, para que viniera a matarla en su apartamento. Le previno que no postergara la tarea, porque las consecuencias ya serían muy inconvenientes para ambos. Le previno que no se dejara disuadir por arrepentimientos ni por resignaciones solapadas. Le previno que una herencia imponía un sacrificio del que ya poco importaría conocer hallazgos ni culpables. Le prometió, eso sí, joyas que colmaban cajones misteriosos y otros ases bajo la alfombra. Así que lo iba a esperar sola como lo esperara desde hace treinta años, antes de que incluso él naciera; y ningún óbice se interpondría llegado el momento. Por el contrario, dejaría al alcance todo lo que era menester para encubrir el asunto y para que el cuerpo desapareciera sin indicios.

Sería lo más simple de comprender. Ahora lo sabía. Sentada frente a la puerta, lo sabía. Ninguna otra perturbación iba a discurrir de sus sueños y las vigilias ya no dispensarían ningún rocío. En treinta años de martirio supo que estaba viva. En verdad no le costaría ceder ante un propósito inminente, justo ahora que todo estaba tan claro para ella. Se abriría la puerta, aparecería alguien del que iba reconocer su silencio y moriría sin más.

En un parpadeo todo cambió. No quería rendirse, pues ya no tenía por que rendirse. Como aquella mañana, cuando se despertó en medio de un apuro subitáneo, por primera vez supo que quería vivir, que debía vivir sin que ninguna amenaza le malograra sus vigores. Supo que ese derecho lo había recobrado de repente y que era imprescriptible. Ya había pasado el influjo de una funesta estrella y sus ojos ya no estaban posesos como antes. No tuvo hijos. Ninguna compañía le conmovió jamás, aun así de pronto tenía todas las razones para vivir y tan justificadas para siempre. Las razones, desde luego, para no morir.

Seguía sentada en la silla, como esperando la descarga eléctrica. No se atrevía a mover el meñique izquierdo. Tenía que hacer algo antes de que llegara el asesino. Salir de la silla. Telefonear con lisonjas más prometedoras. Nada iba conmutar la pena, y lo sabía demasiado bien. Tampoco la policía iba a fortificar una combinación agrietada por todas partes. Se apeó de la silla como de la cama. No para dejarse llevar por el movimiento irreflexivo, sino para procurarle del entorno un margen a su salvación. Estaba determinada a resistir con fiereza. No habría treinta años más, eso lo sabía, pero cada minuto era importante y necesario. Sería todo lo temeraria que una criatura es al estar acorralada. Se defendería a plenitud, y esa defensa la iba conservar a pesar de sus manos entumecidas.

Daría tumbos hasta vencer la codicia ajena y la mezquindad propia. Se escucharían gritos, llegado el momento, que caerían como escollos desde cualquier lluvia. Tal vez testigos providenciales merecerían ese turno, a esa hora de la noche. Esperó a que la puerta se abriera. Ya se escuchaban unos pasos del otro lado, desde el otro mundo. Tomó la silla. Retrocedió oportunamente y esperó a que la batalla comenzara entre las arengas más iracundas, mas todo fue como un relámpago.

PABELLÓN


Quién sabe cómo se le subió esa hormiga a la cabeza. Ahora caminaba por los cabellos, yendo y viniendo entre el agite de las patas. Él pensó que cuando tocara la piel, cuando nomás tocara la piel, iba terminar la proeza, u otra desde una mano repentina iba desaparecerle por entero, aunque quedaran las patas prendidas en alguna parte. Él observaba el recorrido errático y a la vez tan hábil del insecto. En un momento se resbaló, pero supo cogerse de aquél desliz y recuperar las fintas que le propulsaban sin fines aparentes.

La piel de la oreja, muy a pesar de que las huellas fueran inaudibles, lo decidiría todo. La hormiga no iba a desembarcar en otro muelle, había merodeado por allí con la sola intención de un avance ciego, tal vez porque sus dudas al fin propiciarían un horizonte consistente. El hombre se escurrió en sigilo, como si reptara entre bejucos. Se figuró que no le notarían y que así se podía acercar más y más, hasta que el fenómeno se azorara en todos sus detalles. Quizá desde el principio quería ver cómo una piel tan joven e impoluta era capaz de sentir algo apenas perceptible, y cómo la reacción se transmitiría en el resto de una criatura que ni siquiera pestañeaba frente a los vapores del café.

Iba ocurrir. Era inminente. La hormiga rodeó una trayectoria previa y de regreso, obedeciendo a su destino infausto, se encaminó hacia la oreja. El hombre en ese instante temió acercarse inexplicablemente, pero por alguna razón sabía que era el único testigo de ley, y que si un escándalo podía involucrarlo hasta el punto de una revelación que le avergonzara, tendría entonces las excusas de ese mismo escándalo. Ahí iba la hormiga, por fin, después de haberla descubierto entre una madeja tan insensible como la estopa. Ahí estaba.

No lo podía creer. La hormiga puso sus patas en el borde de la oreja sin siquiera suscitar una sensación tan leve como el aire. Y aun cuando se demoraba en aguzar las antenas, la pausa no transmitía su caudal a ningún nervio. Podría advertirle a la mujer que tenía un bicho sobre sí; era la primera vez que se le ocurría algo que el decoro consentía y hasta obligaba desde el principio. Sin embargo, supuso que en algún momento la hormiga daría con el punto preciso, como si tuviera que sortear un descampado repleto de minas. ¿Acaso no es tentador algo que está a punto de ocurrir, cuando el testigo ya lo abruma la misma sensibilidad que lo convida?

La hormiga siguió deambulando en el pabellón, al igual que lo hizo en los cabellos. Era obvio que un bicho así no se planteaba supersticiones ni sobresaltos. El hombre se acercó más. Pudo distinguir las patas que se movían como los dedos de una mecanógrafa muy hábil. Por cierto, debajo la piel era tersa; tan viva, por cierto. Un olor sutil emanaba entre los almizcles. Se había acercado tanto sin siquiera darse cuenta de su audacia. Al ver que la hormiga se adentró por el conducto del oído, cogió unas pinzas para hurgar hasta el fondo, antes de que fuera demasiado tarde. Una hormiga adentro resultaría peligrosa, eso lo sabía. Pero, ¿cómo era posible que la mujer no notara ninguna profanación? Con las pinzas en la mano, desistió. Reculó. Guardó, casi con vergüenza, el metal bruñido. Pensó que sólo un maniquí conservaría esa calma, porque de qué otra manera las superficies podían cerrarse a todo. De la hormiga no volvió a ver ningún saliente. Tal vez pudo ir más allá conforme se adentraba en el espacio disponible. Tal vez se atoró al tratar de darse vuelta. Tal vez otro bicho le atrapó.

Era más bien una sustancia verosímil la que le impedía cualquier otra ventaja. Sin duda, he allí la cera que suele formarse allí. La mujer se movió. Lo miró con ojos perplejos y él, retrocediendo entre temblores, apenas pudo sostenerse en un rincón del comedor. De seguro algo le preocupaba bastante a la mujer. No había bebido su café. Sus ojos eran como de vidrio y la respiración parecía venir de tan adentro que no afloraba. Él quiso decirle algo, pero decirle qué. Por otra parte, no era absurdo que le confundiera con un maniquí. Cuando alguien no se mueve, parece tan inanimado como su propia efigie. ¿No era cierto acaso?

Ciertamente dudó de que bajo una piel tan vital los demás órganos estuvieran vivos. Su teoría era que para cada repetición había una clase y que esta clase era irrepetible en cuanto a sus extensiones. Una mujer preocupada, frente a su café intacto, a esa hora del desayuno, y tan cerca que incluso se pudieran ver las patas de una hormiga, tenía que parecerse a un maniquí, aunque ese parecido fuera instantáneo y transitorio. Lo mismo le sucedía con las mujeres que se desparramaban en un orgasmo genuino y evidente; es decir, a todas les descubría rasgos en común, de manera que el recuerdo de todas ellas era unificado, como si se tratase de una mujer singular, con rasgos singulares y aun premonitorios.

Ya había pasado. La mujer no bebió su café. Se levantó. Dejó propina y salió. Era inquietante imaginar lo que esa cabeza concebía, pues ya llevaba dentro un insecto pertinaz. Estaba seguro de que era una hormiga. No era algo invisible de seis patas invisibles. Tenía que decírselo. Pero, ¿cómo iba justificarse él, habiéndose demorado hasta entonces? ¿Y si le seguía bajo la promesa de un secreto que sólo era probable divulgarlo al oído? Tal vez pudiera calentarle la oreja, por decirlo así. Acababa de recibirse de otorrinolaringólogo, diplomado con honores, por lo cual tenía cierto margen para corregir cualquier omisión.


Le siguió unas cuadras, discretamente. Sin embargo, ella se dio cuenta. Temerosa, apresuró su huida. Dobló hacia una bocacalle y se perdió para siempre. Él corrió también; en vano daba voces. ‘Oiga, tiene una hormiga en el oído.’ Ya no podía verle donde todo era evidente, como si se hubiera hundido detrás de la hormiga. Se había perdido para siempre, pero tal vez ella lo podía oír del otro lado del laberinto. Tal vez por eso gritaba como un loco. Se recompuso. Advirtió que la gente lo miraba. Desvió la vista hasta la grieta de una escalera y vio salir de allí a una hormiga. Todo era tan parecido, como si la hormiga no fuera otra. Una mujer bajaba por las escaleras. Las orejas de la nueva mujer de pronto eran tan raras. Vio en derredor y todas las orejas eran raras. En todas las personas eran raras sus orejas. Las narices tenían explicaciones, después de todo. Los ojos y por supuesto las bocas no carecían de previsibles estructuras. Todo lo demás también, hasta los ombligos encubiertos. Las orejas, en cambio, sólo combinaban entre sí. Sabía que no era menester un espejo para fiarse de sus conclusiones, porque tales sumideros arremolinan los perfiles tan caprichosamente que aun el silencio se deforma hasta el fondo de lo que no se oye.












HORARIO PECULIAR


Es maravilloso cuando al fin se diluye una traba que nunca concentró razones suficientes. Se podría suponer que todo en adelante sigue un propósito anterior al sueño y que ese sueño tuvo que ocurrir en verdad. Aún no se atrevía abrir los ojos, pero supo al instante que llegaría más temprano esta vez, por primera vez en nueve meses. Pensó que fingir una respiración remota e inconsciente le daba más vigores que los que pudiera argumentar de pie. Se imaginó que en algún momento sólo el cauce de un ataúd le iría a su medida, terrible certidumbre la de todos, así que mientras pasaba el túnel se esmeró en deshacer esa noción concebida en el espacio, la de todos, la que puede herir mortalmente sin recobrar una forma final. No obstante, el zumbido se prolongaba hasta el fondo de la tierra. Otra vez el cielo, por fin. Entonces las mismas estrellas bajo los párpados le calmaban un poco. La muerte no es el obstáculo más fácil que tope una criatura nonagenaria, eso lo sabía porque su abuela no acababa de morirse.

Todas las noches se ponía tan mala que de pronto llegaba lo peor, una súbita mejoría anegaba sus arrugas como cuando la sed escuece. Si se bajaba del lecho era para lo elemental de sus dominios o simplemente para requerir, a deshoras de la mañana, un reloj que siempre era puntual al interrogatorio. ¿Serán las tres? Y eran las tres. ¿Serán las cinco? Y eran las cinco. Cosa que ocurría de un modo impredecible, por lo demás apenas si la notaban sus parientes.

Se había levantado a las tres, como solía hacerlo, en el primer campanazo del despertador. Ni siquiera recordaba que el reloj de su abuela se detuvo en la noche, después que ella misma le enroscase hasta donde fue capaz. Un tráfico inusual, la serenidad de un motor muy diligente, y aun ciertos recuerdos de su infancia, parecían reunir todas las casualidades esa madrugada. Se bajaría a la cinco en punto, por ejemplo. Era demasiado temprano para llegar al trabajo, abriéndose un camino hasta la reja cerrada. Sólo queda hacer tiempo, se dijo antes de bajar, pero de qué modo, ¿acaso otra vez con los ojos cerrados, ahora que debía despabilarse como si despertara de veras? Fue al dintel del autobús, detrás de otras criaturas maravilladas como el chofer. Por fin el estribo. El cielo todavía oscuro. El suelo debajo de quienes caminaban hacia sus ataúdes. La agonía duró dos horas redondas, a la cinco en punto las dos criaturas tropezaron con la misma piedra, como en un mismo sueño, bajo las mismas estrellas de siempre.





PISCINA


La mudanza ocurrió repentinamente. Llegaron dos camiones y una compañía de forzudos irrumpió con su propósito rutinario. Acarrearon todo, como si todo hubiera cumplido un turno al que no se le admitirían apéndices, dejando allí dentro un vacío cuya hondura congregaba la misma densidad de aquella piscina rebosante. Las paredes al fin difundían rastros sin que mediaran los recortes de censura alguna. Al fin se podían apreciar por completo los rayones de niños ya crecidos o las curtidas prolongaciones de algunos hábitos. Tornillos ya ociosos y mapas que fueron dilatando sus fronteras por la humedad o por otras guerras incisivas.

La casa, de una sola planta, ahora parecía una cueva que ni arqueólogos trogloditas hubieran soñado bajo los luceros de la intemperie. No iba tardar mucho en ser asaltada por otros moradores y otras ausencias; era algo inminente y quizá de cualquier modo inevitable. Una cueva cuadriculada, por cierto, y con una techumbre fija, por así decirlo, como si las lluvias se hubieran estancado en esa modernidad.

Nada se dejó, nada se olvidó, salvo lo que no era posible llevar en su infinitud, como las restantes partículas de roces previos o el serrín del impulso definitivo. Nada más, salvo un espejo claveteado en la pared, eso sí, que nunca había de desprendérsele de donde el capricho del arquitecto lo propuso de antemano.

Al fin la casa había quedado sola. Una casa de hoy suele estar sola lo más del día, pero rara vez, entre muebles y silencios radiofónicos, la soledad puede sorprendérsele a sus anchas, hasta el punto de que la sorpresa infunda el mismo miedo a cada visitante. Ocurre así cuando la casa se le ha abandonado, despojándole además de todo lo accesorio. Puede ser un par de minutos, tres décadas de notorias ruinas o milenios apenas cimentados sobre el polvo, y de repente algo sobrecogedor repite esa eternidad en apenas un instante.

En poco menos de una hora, por cierto, volvió alguien que traía una escalera de aluminio; tal vez porque era menester una fruta para llevar de merienda, tal vez porque en la suspensión del último peldaño se divisaría ciertos recuerdos radicales o rastreros. De cualquier modo, acomodando la escalera a un lado, abrió la puerta nuevamente. Antes de entrar, aguzó la mirada como si lo hiciera a tientas, y sus ojos no lo podían creer, aunque lo evidente escogía este medio hasta lo insondable. No iba detenerse más que para entrar, eso desde luego. Ninguna remembranza azoraría sus dudas. Así que tomó la escalera y entró. Mientras caminaba algo le resistía por doquier, como si anduviese a través del agua que tenía que franquear afuera.

Por fin cruzó toda la casa. Salió al patio. Rodeó la piscina. Fue hasta el fondo de la terraza. Articuló la escalera. Subió poco a poco, tal como lo planeara desde que se le impuso esa emergencia. Si bien temía descalabrarse, no se detuvo hasta conquistar la cumbre. En cuclillas se quedó un rato, mirando hacia arriba. Luego fue levantándose hasta que pudo alcanzar una vaina que se llevaría de amuleto. La vaina estaba muy verde y se resistía con tenacidad. Empleó las dos manos y se concentró en su equilibrio, pero al concentrar sus esfuerzos en un punto que procuraba vencer, temió caerse cuando la vaina no le quedara otra suerte sino la compartida con un puño incontenible. Se acordó del cortaúñas. ¿Y si el cortaúñas era el genuino amuleto? Ciertamente no se le hubiera revelado de no ser por la vaina. Se conformó con su revelación y bajó la escalera. Después de todo, lo traía en su bolsillo.

Notó que la superficie del agua estaba casi tan tensa como el espejo, aunque picoteada por hojas caídas y también surcadas por insectos invisibles. Notó que una lama había proliferado por las paredes de la piscina. Eran tantas cosas para mudarse que nadie se acordó de aquel lugar omnipresente. Por un mes, nadie impidió su nivel perpetuo. Nadie la desinfectó más. Después de ser tan peligrosa como paradisiaca, después de que fuera por mucho tiempo la referencia inevitable, todos salieron sin volver la vista atrás; es decir, hacia donde tanto chapotearan delfines ilusorios.

Plegó la escalera y la cogió. Al fin supo que se marcharía para siempre, que ya no volvería por otro amuleto, aunque la vaina siguiera firme a sus vínculos originales. Rodeó la piscina hasta las puertas correderas. Mientras entraba, volvió sus ojos, anegados como la piscina, y tras cruzar el dintel así, estrelló la escalera con el espejo que venía reflejando, punto por punto, su fatídico destino. Casi todo el espejo cayó a pedazos, y en la multiplicación del estropicio ya no podía reunirse ningún orden preservado. La escalera y la melancolía dilapidaban todo sus escalones hasta el vértigo.

Tanta malaventura le paralizó como si de repente fuera más frágil que una figura de vidrio. ¿Acaso el amuleto de última hora no le traicionaba? ¿Acaso una escalera bajo el brazo no había sido tan contundente después de todo? Qué mala ventura. Era el espejo que se claveteó desde el principio y que iba quedar allí como la piscina, como todo lo demás. Tantas cosas. El ras que encandilaba con luciérnagas. ¿Acaso aquel gato negro, hace siete años difunto, no solía erizarse contra sí mismo?

¿En cuántas ocasiones, al volver tiritando entre los flequillos de agua, podían verse los temblores en ese espejo? El vaho donde se garabateaban jeroglíficos. Tantos días de sol, tantas lunas reflejadas en el agua. Aquel afuera con sus tumbonas, sus resbalones y refrescos. Aquel humo en las parrillas y las díscolas salpicaduras de los muchachos, o simplemente las correderas que rayaban un límite. Era tan grande ese espejo, como el vano que daba a la terraza. Era tan grande como todos sus pedazos en conjunto.

El caleidoscopio se servía en reversos y anversos que otro eclipse más aterrador parecía reunir en el fondo del desastre. En la pared quedaron las cuatro esquinas claveteadas, los únicos ángulos que previera cualquier profeta, por lo demás la casa se resquebrajaba desde aquella memoria hecha trizas. No sabía qué paso dar, siendo el primero el que hubiera de dar en adelante. Puso la escalera a un lado, como si quisiera entrar otra vez por un amuleto, quizá siguiendo otro recorrido que corrigiera al anterior. Sabía que era imposible. Estaba en el laberinto. No le quedaba otra cosa que dejar la casa para siempre, así tuviera que dar un primer paso en esas circunstancias y en virtud de los indicios.

De súbito se le ocurrió que el amuleto no era el cortaúñas, sino un puñal que escogiera abajo, en cuclillas, sobre el umbral de tantos años perdidos. La sola intención ya era muy ingeniosa para eludir un infortunio como aquél, pero ni siquiera pensó con qué explicaciones, ni con qué énfasis, justificaría una temeridad que le salvara del trance. Sólo supo que uno de esas esquirlas era el amuleto, y así tan sólo se agachó a buscarla antes de que interrumpieran el reflejo de su hallazgo.

Vio algo más que los puñales. Vio las junturas del mosaico. No los filos transparentes, sino una lama verduzca igual a la que había proliferado en la piscina. Hasta en las astillas diminutas podía verse esa lama. El asombro seguía helándole la sangre. Desde que entró todo parecía sucederle entre esas aguas estancadas por meses, por años. Se acordó del cortaúñas, antes que de la vaina, y cogiéndole de su bolsillo se dispuso a romper ciertos fragmentos, acaso para averiguar si aun en el interior de un espejo roto seguía proliferando la lama. No consiguió más que filos transparentes que cortarían como pedernales.

Por instinto quizá, se dio vuelta para ver lo que ya no era posible ver del mismo modo, y sucedió que no se veía más que una llanura parejamente adoquinada hasta el pretil. No había piscina. Sacó el aviso de periódico y ya no se mencionaba más que la terraza, aunque la tinta fuera la misma que pagó al contado. Poco le importaría que alguien más le sorprendiera allí. Así que salió a tantear los adoquines como un ciego. Las junturas eran exactas, porque los adoquines parecían que se les aparejaba diariamente. A pesar de todo, aún no se atrevía a trasgredir el ámbito que antes ocupaba la piscina. Si no era una ilusión el anzuelo, se ahogaría sin escape en esas aguas. Poco importaría cuánto pudiera nadar puesto que de seguro la lama ya había cerrado la esfera. Resbalaría hasta morir. Gritaría en vano, y quizás en vano callaría.

Arrojó el cortaúñas al medio y no se hundió. No quiso buscarlo. Ya no lo soportaba más. Se fue. Salió sin escaleras, sin cortaúñas sin la vaina que algún día iba a caer para picotear el agua petrificada por siempre.

La casa no se vendió tan fácil. El aviso se mandó imprimir muchas veces de la misma manera y según sucesivos plazos, hasta que por fin pudo entendérsele después de agotar ciertos anagramas. Tampoco resultó difícil creer que el hijo de quien compró le recluyeran en un asilo, al no creérsele jamás que un cortaúñas flotaba en medio de la piscina.


MINUTO DE SILENCIO


¿Cómo pudo hacerlo? Esta vez casi se mata.

Se subió más alto, eso sí, pero en el fondo, muy en el fondo, parece que no quiere caer de verdad.

Es la única que lo intenta, y se supone que todas venimos por lo mismo.

Pero al parecer no para lo mismo.

Yo no soy como ustedes.

Ah no, es verdad. La señorita sólo es nuestra vecina menos indiscreta.

Una vecina chismosa, yo diría, que vive bajo el mismo techo. ¿No quieres un cigarrillo, chica? Ya se te habrán acabado los tuyos.

Déjale. El humo le daría un aire muy raro.

Mejor que fume sola a ver cuánto le dura lo breve.

Seguí el sutil hilo de tu voz hasta tu boca y descubrí que tu boca es como tu boca: cuando cantas; cuando lloras; cuando callas.


Huerfanita que lo perdió todo cuando se perdió ella.

Y que ya no tiene nada porque la encontraron.

Pobrecita.

Le hervía la sangre, igual que cuando estaba afuera. Quería hacerse una tajadura que le cruzara el rostro, y luego esperar por lo menos un año a que cicatrizara como la rúbrica de un hierro candente. Tal vez después podría cortar carne ajena hasta lo más profundo. Tal vez entonces, sólo con sus uñas, podría imponer su ley.

Cada muchacha tomó de su dieta un cigarrillo. Con un yesquero dividían los turnos y la lumbre. Era increíble que hubiera cigarrillos allí. Cualquiera de afuera se figuraría un contrabando, pero los cigarrillos se suministraban a todas según una dotación fija, como las pastillas y los postres, y ciertamente no alcanzaban para nadie. La conversación se hacía fácil mientras ellas fumaban en medio de esas ramificaciones que iban disgregando el humo.

Todavía estás aquí. La verdad eres porfiada, chica.

Entonces hablemos de ella en cuerpo presente, para ver si podemos hablar a sus espaldas.

Era más ruda ella, y lo saben.

Su cuello, sin duda, está muy acostumbrado a ciertas durezas. Ya ves que no hay soga que la ahorque.

Se creen mucho, ¿verdad? Como ahora no tienen que seguirla a todas partes.

Seguirla dices…

Somos bastantes para ti, no lo olvides.

O lo quieres recordar una por una.

Las muchachas siguieron conversando en un corro que la marginaba a ella. Se valían de más improperios que los que regularmente empleaban para tales formas, acaso porque pretendía que la hostilidad no careciera de medios impersonales. De cualquier modo, la conversación discurría igual que si no se dijeran nada, a pesar de que el ocio fuera tan pródigo en su asiento o a pesar de que supieran que ciertas palabras necesitan de resortes especiales.

Por alguna razón, inconclusa para ella, no quería marcharse de allí. Las otras muchachas ya no le determinaban en absoluto. Seguían conversando frente al espejo, mientras la duplicidad de sus afeites recobraba un vigor simultáneo y sin duda efímero en su propagación. Desde lejos supo que los asuntos languidecerían hacia un silencio difícil de convenir. Esperó a propósito, pues esa especie de porvenir iba hacerles rogar, también en silencio, por una salida, y, si no, de qué manera iban a salvarse del convenio.

Aún las palabras seguían cruzándose entre las colisiones de siempre. Ella veía que aquella confederación no desdeñaba detalles, aunque por lo demás no parecía exceder las amplitudes de ese cautiverio. Tal vez urdían la fuga a través de cierto nudo que las retenía a temas habituales y por lo mismo nada sospechosos. No obstante, después de repetidos amagos, todas iban a quedar al borde de un vacío y cuando eso pasara, cuando el cielo recobrara de pronto sus raíces, ella sí callaría impunemente, mientras las otras trataran en vano de decir algo natural que jamás vendría a manifestarse, sino en la única boca que podía callarlo todo.

Estaba ocurriendo. La conversación se hacía más densa cuanto que las palabras escaseaban por doquier. Entre ecos interiores todas se dijeron que aún tenían mucho qué decir, y apenas el alegato de esta certidumbre empezaba a monopolizar la elocuencia. Cierta perplejidad les medraba en el rostro como si los arañazos de arrugas milenarias al fin pudiesen agitar una orilla. Con el tiempo ya poco importaba los temas elegidos, cuáles podían escogerse por tales, porque lo verdaderamente sustancial sobre cualquier tema era lo que todavía se pudiera decir con esos fundamentos. Al menos cada una podía intercalar sus giros y esa posibilidad compartida les ampliaba un límite del que iban a aprovecharse más allá de lo que permitiera la agonía.

Los ojos empezaban a saltarse como si de pronto una oscuridad careciera de asideros. Las bocas, acentuadas por los pintalabios, ahora lucían atroces, ávidas por un ayuno del todo impalpable. Sólo podían concebir una escena que no fuese la que en ese momento ellas protagonizaban, sin saber que todas lo ansiaban al mismo tiempo y según el mismo rigor. Ella imaginó que sus rivales sólo podían imaginar a dos tapias operísticas cogiéndose de sus solapas. Las muchachas se tomaron las manos en un círculo y entre monosílabos resbalaban igual que si lo hicieran sobre escollos. Temieron que les sorprendieran calladas como idiotas o como si en realidad sufrieran la misma tensión de aquella viga. Ella, en cambio, las veía más hermosas que nunca. Sudorosas. Trémulas. Inocentes.

El silencio al fin anegó las lenguas en una sordina que no se apagaba. Ella podía hablar, le era lícito vengarse con esa facultad tan promisoria al tiempo que terrible. Por fin lo notaron las otras, como si fueran corderos a merced de un depredador. Lamentaron tantas palabras previas que ya parecían revelarse en contra. Ella, todavía al margen, aguardó con la paciencia de quien en verdad sabe conservar un secreto. Le daba largas a algo cuyas extensiones le confería un poder superior, como el de hincar mordiscos en la carne sudorosa, trémula e inocente.

Hubieran pedido perdón si aún estuvieran dotadas de la palabra, o hubieran dado voces de auxilio y acusación si al menos los gritos fueran posibles entonces. Hasta anhelaban las reprimendas del cautiverio si venían a deshacer esa eternidad en apenas un instante.

Me voy, quedan en su casa.

Fue lo que apenas dijo y se marchó hacia la única salida de todas ellas. Ninguna supo lo que quiso decir con eso, sólo podían disolver el círculo entre la perplejidad que les concernía a todas, desanudar las manos con vergüenza y callar un poco más, quién sabe hasta cuándo.

Tardaban las noticias sobre aquel nuevo intento que también parecía correr el nudo de cada una, y seguía sin aparecer su artífice. Podía pasar muchas semanas antes de que se le incorporara entre las píldoras de siempre, o más bien era probable que le enviaran a otra almena, más allá de lo que fuera posible ver bajo el mismo cielo. Ya no parecía que hiciese falta la acritud de aquélla, todas se habían acomodado entre los modos de una ausencia que ya poco importaba. Aunque tal vez, incluso porque ninguna lo confesara así, seguían leales al mayorazgo ausente, imaginándose que al final se restituiría el orden en ese cautiverio. Por lo demás, las conversaciones ya versaban con distintos impulsos y entre digresiones comprensibles, solía repetirse cosas íntimas dentro de las que subyacía un plan de fuga, que ni ellas pensarían desarrollar sino en una ocasión imprevisible.

Siempre al margen, supo que para franquear los muros hacía falta la que no se podía sustraer del condigno castigo. Esperar a que saliera al patio; esperar que otra soga no fuera su nuevo cordón umbilical. Pero de qué valía una fuga en un sitio así o fuera de un sitio como ése. Lo más seguro es que se les cogiera a los pocos metros, patinado entre el pantano y con una cara de chiflada que no importaría justificar entonces. Ella sabía el terreno que pisaba, conocía los confines de sus propias huellas con apenas pararse en un ángulo reglamentario. Ella sí que podía seguir sola, como un ángel terrible que las demás repudiarían desde siempre, pero acaso porque en el fondo todas temían la misma soledad que sólo era posible imponer con independencia. De a poco sucedió que colgarse no era tan horrible como dejar de maquillarse, y ella era la única que no se maquillaba. Poder acceder a navajas para raparse era aún más horroroso que segar el pescuezo con un tajo firme, y ella ya iba lampiña e impoluta como una perla.

Pasaron otros días y el cabello fue creciendo, y a medida que crecía las otras iban temiendo púas por doquier, no solamente en el cráneo inescrutable. Evitaban tocarla, aborrecían verla tan hermosa y con el cabello incipiente, callada y proscrita por todas ellas. Si al menos pudieran escupirla sin temer una maldición recargada, no sólo la escupirían sino que la matarían entre arañazos. Pretender otro extremo era subir hasta la azotea y al menos gritar las últimas oraciones desde allí.

Después de ciertos escalones, que no pocas contaban escrupulosamente al subir, estaban los que decidían los papeles. Ninguna iba a envejecer entre esos umbrales, ellos las expulsarían del jardín después de tantas píldoras y enemas. Ocurría, sin embargo, que los papeles aumentaban las cosas que no se podían referir en ellos. Egresar de allí era no saber cómo se había entrado ni porque el mundo apenas cambiaba afuera. No conocieron viejas confinadas a esos muros y acaso todas alcanzarían vivir lo suficiente para ver todo lo que envejecía dentro de esos muros.

Una mañana radiante, cuando el sol repetía un círculo en el cielo, sólo ella quiso salir como todas las mañanas. Las demás quedaron adentro, maquillándose hasta rasgos tan irreconocibles como las volutas de los cigarrillos al espejo. Delante de un macizo de flores, se sentó como todas las mañanas, y sobre un cuaderno empezó a rastrillar un carbón.

Te veo haciendo notas todas las mañanas, frente a esas flores.

Es un colibrí que viene todos los días.

¿Dibujas?

Son unas palabras nada más.

Así que escribes.

Algo para no dejar de leer.

¿Puedo leer entonces?

Adelante.

El colibrí tiene los colores de sus flores. El colibrí al vérsele entero es invisible en todo lo demás. Se sabe, por ejemplo, que su dieta es el néctar. El colibrí para prevalecer inmóvil no deja de batir sus alas con el mismo empeño de su estado inmóvil.

Hoy no vino el colibrí.

Pero estas notas son exactas y acaso así puntuales.

Eres el único hombre que dejan entrar, seguro debes dejar muchas cosas afuera.

Sólo lo que no cabe acá.

Una jaula no cabe acá.

Es bueno saberlo para el colibrí.

Entonces que no sepa lo que escribo de él.

¿Quieres un cigarrillo?

¿Uno más de la cuenta?

Uno mío, qué más da.

Que conste que me inspiras poca confianza.

En cambio tú eres la única muchacha buena de aquí.

Podré ser todo lo buena que tú quieras, chico, pero resultaría malo confiar en mí. Oye; son mejores que los cigarrillos de contrabando.

No son de contrabando.

Deberían serlo, tal vez así durarían más.

Por qué no pruebas con la jardinería.

¿Lo dices porque me permiten tocar las tijeras?

El cabello ya no le punzaba las palmas, era lacio como antes. Había sido Dalila y Sansón durante un tiempo en que no se podía ser sino quienes los papeles decían arriba. Sus rivales se maquillaban hasta de noche, aunque no porque los papeles lo dijeran, y preferían los peinados a que viniesen a cortarles los cabellos.

Un día, como de la nada, amaneció en su colchón la que se habían llevado. No era la misma que se encaramó para caer, daba la impresión de que aún colgaba del techo. Ninguna quería acercarse demasiado. Por aquel entonces evitar a dos criaturas raras, empezaba a estrechar colchones, pintalabios, cigarrillos, ropas, hasta los ayunos de tantas inapetencias.

Esta vez, apenas maquillada para disimular los estragos de la soga, sobriamente maquillada es verdad, quiso compartir la mesa con quien compartía del mismo modo la tiranía.

¿Qué papel nos toca arriba?

No soy tu Lázaro, pendeja.

Fue lo único que dijo. Al amanecer yacía envenenada por todos los corpúsculos que evitó en meses, los que había enfundado en el colchón quizá para envenenar a enemigos que desde el último piso impartían récipes a ciegas. El sepelio se hizo entre otros muros, era como la fuga esperada por todas las demás, pero sólo se le permitió ir a la que no necesitaba maquillarse para corregir el luto y la desolación propia.
Nunca había visto a una persona muerta. Todo era tan funerario hasta que al fin vio que el ataúd tenía la medida exacta de un sueño eterno. La vistieron y la peinaron con lo que más le favorecía, y aun unos rubores reanimaban su acritud de siempre. El servicio repetía las palabras de rigor entre una sordina a la que sólo se le escuchaban sus ecos.

Ciertamente a ella se le permitió ver, el permiso no tenía restricciones en esa hora difícil. Así que se acercó, poco a poco, durante un minuto de silencio para el cual no había que infundir otros terrores ni velar otras amenazas. Todo lo demás era tan insufrible que sólo la muerta parecía recobrar sus funciones en mitad del rito. Estaba como dormida. Advirtió que su belleza era igual, y aun su belleza se le figuraba mayor. Nunca antes pudo acercarse, ni siquiera pudo bajarla de la soga. Tampoco supo reconfortarla en su momento, porque cuando regresó, en vez de aprovechar su papel entre las otras, apenas convino una pregunta estúpida que sólo era posible responder desde el exilio. Pero entonces sucedía que más bella que jamás lo fuera cualquiera de sus discípulas en vida, vestida impecablemente, con el cabello crespo y perfumado, boca arriba como si esperara por fin del cielo el milagro, no se movía porque ya no era necesario ningún estorbo para ese silencio en cuerpo presente. Estaba invicta, y sólo así era posible besarla por primera vez. Seguir el sutil hilo de su voz hasta su boca y descubrir que su boca es como su boca: cuando cantaba; cuando lloraba; cuando callaba.










ROJO SOBRE ROJO

Apenas sé que son rojos. Pese a que es difícil saber una cosa distinta, ya nada es tan sencillo para que resulte conveniente y fácil, ni nada puede ser tan parecido entre sus partes mientras el centro no se revele todavía. Rojos, eso desde luego, como quien dice amarillos. Antes eran amarillos, así es como puedo recordarlos, cuando sencillamente podía sentarme y cruzar las piernas y tal vez leer una historia sin remordimiento alguno. Se me ocurre que de cualquier modo esta confesión ajena me va ruborizar, así que es mejor descolgarse desde cierta serenidad que no es la mía, porque cómo decir si soy hombre o si soy mujer al tiempo que las palabras son las únicas que recobran un cuerpo predecible, sorprendente. Que sean las palabras entonces las que además de proclamar pareceres, matices y señales puedan al cabo reivindicar una condición tan propia que yo no la alcance a sostener por completo.

Antes de bajar aquellas escaleras que llevan a tantos sótanos, estaba en una terraza desde la que podía ver el bulevar con sus frondosos árboles de caoba. Se apreciaban, como en una postal, las reuniones insulares de los bancos y los demás peregrinos que se movían como náufragos o vigías entre esos bancos. Amantes, mendigos fraternos, mensajeros, negociantes, maternidades, y aun solitarias figuras que también eran susceptibles a cierto carácter gregario que desde el cielo se repartía. Fue la lluvia entonces la que empezó a repicar sus cascabeles. Las gotas eran grandes como en pocas ocasiones se ha visto y caían según la orla de una tempestad venidera. Se escuchaban los clarines de esos pregoneros y la masa de nubes ya no amenazaba en vano. Las remotas veladuras de pronto estaban encima, y de pronto llegó un diluvio que corría desde esos nubarrones, entre los tupidos árboles, hasta despertar la fragancia oculta de la tierra. El bulevar empezó a correrse como si un ejército muy disciplinado ejecutara una maniobra en bloque. Todos parecían haber elegido el flanco más probable para guarecerse mejor. Se escuchaban unos traspiés, pero de nuevo la retirada era uniforme y por esa misma virtud cabal. Hasta los mendigos temían a los raudales. Las conversaciones de pronto ya no importaban tanto y el silencio compartido piaba interjecciones que pudieran salir de cualquier boca. Se olvidaron los besos, las siestas y las meriendas y todo el caudal empezó a represarse hasta un límite en el que cada uno debía decidir su propia disgregación, mientras durara la lluvia o mientras se conformaran con ella.

La lluvia cesó de repente, apenas si humedeció la grama. Era increíble que en un instante las retorcidas figuras fueran bíblicas y casi lindaran con los clarines. Bajé de la terraza (otros hubieran dicho que del cielo), crucé el bulevar y al fin seguí por las escaleras como la gente que procuraba no descalabrarse desde lo alto. Entré y vi que los que saldrían no se imaginaban en aquel bulevar ya desnudo desde un escote repentino. Otra vez en el andén.

Los trenes atestados como siempre. Había que entrar como si en verdad se quisiera salir de los vagones, de otro modo sería improbable cualquier ingreso. Otra vez dentro del tren, menos mal que ya se puede decir lo que en el acto resulta más difícil. Entre los empujones y los humores hay lugares (o más bien grietas) inaccesibles para todos, por eso se me ocurre que los asientos rojos tenían horizontes e ilusorias puestas de sol. Los trenes de antes tenían sus asientos amarillos y amarillentas páginas se marchitaban entre las manos. En hora pico nunca se ha podido escoger un puesto, es verdad, pero esos asientos rojos están ocupados con pasajeros que parecen extensiones utilitarias de los trenes, empotrados allí desde el principio. Se mueven y respiran como los que van de pie. Dicen que se apean en ciertas estaciones, pero se dice también que sólo lo dicen quienes pueden relevarles al punto. Una prosapia inmutable desde los albores del tiempo, con caras distintas tal vez, pero con los mismos umbrales sobre sus hombros.

Como son las palabras las que recorren mis facultades de un modo comprensible, qué importa si me quejo de que las piernas ya no soporten más. De cualquier manera, pocas esperanzas tuve desde el principio. Ser alguien entronizado, incluso con cetro, era algo que aparentemente sólo se podía a través de aquellas grietas. Desde luego que no eran inaccesibles después de todo, pero si atemporales para todos. Se paraba alguien y de súbito el sustituto tenía los afeites que correspondían a su propia hechura, y hasta los modales venían desde un ombligo incognoscible.

Ese día había visto una lluvia, o más bien eran letras elementales que el cielo entre sus aguas menudeaba sobre las hojas. Entré hasta el fondo de la tierra, como si la hubieran excavado ustedes, y por fin pude encontrar más detalles de los que era capaz bajo la lupa. No sé si porque ya me leen entre mis temblores es que pude asir una manilla singular. Entonces con ojos de murciélago vi como nunca a dos pasajeras contiguas. Madre e hija conversaban cosas pueriles para las cuales no era necesario precisar nombres. La conversación adolecía de cierta ambigüedad, que muy probablemente retomaba impulsos anteriores con una misma modorra. La hija se le parecía bastante a la madre. Era acaso lícito creer que cualquiera tomaba un asiento e iba envejeciendo en el siguiente, o en grado sucesivos las grietas dividían los volúmenes sin piedad, hasta que la matrícula confirmaba sobre sus hombros ese umbral correspondiente.

La explicación, sin embargo, era muy común. Una colegiala y su madre hablaban sobre cualquier tema, lo hacían antes de ir a recoger el boletín de calificaciones. Si había orgullo, despecho o pesar, eso no era posible advertirlo. Lo cierto es que la muchacha tenía un rictus diferente y una apostura definitiva. Algo había pasado sin que ella misma lo notara. No es que se echara de ver a través de ella, pero ya estaba allí, porque una evidencia incontrovertible iba quedar ante los ojos del mundo.

Un puesto vacío. Dos puestos vacíos, uno al lado del otro. El de la madre desapareció como un relámpago, y sólo quedó el rojo de la hija. Por primera vez era posible sentarse, pero también los medios amasaban cierta viscosidad para cualquier audacia, mientras el tren iba frenando a lo largo del andén. Sentarme no era algo que tuviera que contar aquí, tal vez por eso sólo iba atestiguar lo que me marginaba de un modo previsible, o tal vez tuve el temor de que algo tan reciente tuviera ya su fósil en mí. De cualquier modo, ese instante de duda lo habría de rebasar cualquier otro pasajero, porque los pasajeros entraban y salían como lo hacía yo, como lo pude hacer yo, con la normalidad de no leer nada, pero tan normales como yo.

Alguien iba demostrar, paso a paso, una rutina vertiginosa y fulgurante. Era algo a punto de ocurrir, como una tempestad que tal vez recaía afuera. Madre e hija ya subían los escalones en medio de otro desahogo. Aunque la perplejidad también era un óbice de cierta altura, cierto hombre se atrevió por fin, acaso el puesto estaba frente a las narices de todos. De pronto ese hombre se refrenaba en pleno lance, resoplando como una locomotora. Se vieron las venas marcadas del brazo, sus dedos contraído en la empuñadura del techo, la otra mano en las tripas, los pies en el retroceso de huellas hondas, los labios apretados, el repliegue de arrugas insospechadas, todo como si contuviera una inercia formidable en contra de la cual temiera zozobrar terriblemente. Con mucho sacrificio evitó un puesto rojo en cuya curva estaba una gotita roja, tan diminuta y tan perfecta. Los vecinos se imaginarían otros efluvios, pero el hallazgo ya era evidente para todos.

Incluso quienes entraban sin noticia cierta, parecían percibir el influjo de aquel titán que ya recobraba su resignación, sí, una resignación que no justificaría jamás. La gotita de sangre detuvo a muchos guerreros; detuvo hasta las amazonas más aventajadas. A la tercera estación ya la gente ni siquiera indagaba esas miradas vacías, ni de aquel vacío supusieron una holgura aprovechable. Daban por sentado que algo terrible vedaba el puesto para siempre. Los puestos azules para mayores eran probables en el tumulto, pero la sospecha de que algo fuera invisible tenía que amedrentar a cualquiera.

Quise tomar el puesto, pero ya había esperado demasiado. Había esperado por principio distintos, y de pronto también estaba al margen de una luna que empezaría a repetirse desde hoy, como se repiten las grietas en un vagón. La gotita fue decolorándose, y ciertamente llegó a carecer de bordes y de centros. Con el tiempo era imposible apreciarla más que en la memoria de aquel titán. El puesto, sin embargo, siguió sospechoso para todos hasta que un niño, díscolo y vivaz, le conquistó como un héroe. En verdad la hazaña sorprendió a muchas estatuas de bronce o de piedra. Otra vez al titán le brillaron los ojos, tal vez se acordó de alguna mácula que hubiera querido llevar desde muy joven. Inclusive se le notaba un esfuerzo en los músculos, como un leve espasmo. Mi vergüenza era otra. El paraíso me asediada con sus frutos prohibidos, y la lluvia parecía regar día y noche este jardín subterráneo, donde las palabras eran todo lo que se podía describir con exuberante acierto.






















RECUERDOS AJENOS


I

Mis padres vivían en una casa que les prestó el hermano mayor de mi papá. Ésa fue la primera casa donde viví. Éramos mis padres, mi hermana y luego yo, recién nacida. Mi hermana me lleva poco más de un año de edad, así que la recuerdo tan allegada a mí desde siempre que el parentesco lo posterga la memoria. La situación en casa era difícil entonces. Pese a que mi papá trabajaba, el sueldo era tan preciso que apenas quedaba algo después de los víveres. Cuando yo nací heredé la ropita de mi hermana, y con el tiempo todo indistintamente lo compartíamos entre las dos, y así estrenábamos lo que lucía tan reciente en cada una de nosotras.

Todavía hoy mi mamá dice que me tiene en casa consigo, porque nací sin darle mucha guerra. Nací con una película que cubría mi desnudez espesamente, de esas que las viejitas de entonces solían pintar un buen albur: "la niña nació enmantillada, pues..." Desde el principio parecía que fuera verdad, porque lo que no podían comprarme me lo regalaron los parientes y amigos de mis padres. Así el mundo se manifestaba todos los días, en cada amanecer y en cada sueño de esos mismos días.

El primer recuerdo que tengo de mi infancia es muy temprano, es el primer recuerdo que recuerdo. Con justicia he de remontarlo al evocar otros que le sucedieron en ese albor. Recuerdo muchas cosas de esa época. Una memoria que abarca cuatro años. A partir del segundo año yo pudiera reunir todo lo que vino después de nuestros primeros muebles.

Todavía recuerdo la casa. El piso de la casa era de cemento pulido, de un verde tan parejo. Recuerdo que una pared del baño tenía un bloque de ventilación muy bajito, y allí poníamos los cepillos de dientes. Una vez se me fue mi cepillo por un hueco. Sabía que la pared daba a un solar, pero no se me ocurrió que el cepillo se enlodara hasta el punto de perderse para siempre. Recuerdo que yo compartía cuarto con mi hermana, y al lado dormían mis padres. Los cuartos se comunicaban entre ellos. De los dinteles colgaban cortinas gemelas de color rojo. Recuerdo, como entre veladuras lo recuerdo, que en las tardes el sol traspasaba las cortinas, propagando un tono rosa a la habitación.

Recuerdo que mi papá tenía un radio transistor con una cuerda negra para sujetarlo, también tenía un tocadiscos que echaba andar sobre un mesón de mampostería cuya encimera era del mismo material del piso. Recuerdo que incluso teníamos un cuarto de "peroles", donde me metía con mi mamá en las mañanas, para ver juntas como el transporte recogía a mi hermana después de que papá le daba un beso; desde allí la despedíamos sin que nos viera. Después nos íbamos al cuarto, sin duda a dormir un poquito más nosotras solas. Recuerdo que una vez, en el cuarto de los "peroles", me encerré y me corté el pollina, trasquilando mi frente de una manera tan imprevisible después de todo. De esa pose aún tengo una foto que mi mama, a propósito del colegio, recortó con esas mismas tijeras. Por supuesto que espié la travesura y conseguí una foto tipo carné que no me enorgullece mucho.

Recuerdo que no lejos de esa casa había una plaza pequeña como una glorieta, donde mi mamá nos llevaba a pasear. Una vez dejé allí un suéter tejido muy bonito; era blanco con aplicaciones de maticas verdes. Siempre me reproché haberlo extraviado. Recuerdo que en esa casa no teníamos muchos muebles. Mis padres tenían un par de sillas, como de ésas que suelen distribuirse en un porche. Un aro de acero que se concentraba en las patas. Los cuencos de sentarse estaban forrados de cuero de chivo y los aros los remataba un espiral del mismo cuero. Recuerdo una imagen de mi abuela en unas de esas sillas, mientras nos expurgaba las cabezas antes de irnos a bañar. Mi hermana y yo, sólo en pantaletas, y nuestra abuela muy concentrada en cada turno. Afortunadamente recuerdo también que nunca me cayeron piojos.

Mi primer recuerdo (que recuerdo) aconteció de un modo que implica también la primera decisión que yo recuerdo. Empezaré por decir que me bautizaron como a los dos años de edad. Una tarde de ésas en que visitábamos a la esposa de un tío, mi mamá me preguntó que a cuál de mis dos tías presentes prefería de madrina. Estaba entre ellas, de pie, sobre un sofá claveteado en los bordes, uno que aún conserva mi tía en el corredor. Después mi madre agregó que si quería que fuera mi tía Rosa o mi Tía Miriam (Mimí). Yo, de espalda, estaba mirando por la ventana hacia la casa de mi abuela que es contigua a la de mi tía Rosa. Al volverme, me incorporé sentada en el sofá y escogí a mi tía Mimí. Por supuesto que tía Mimí es mi madrina, lo recuerdo desde entonces.

II

Nos mudamos a la casa que aún conservan mis padres. Recuerdo cuando íbamos de camino a casa, fuimos a comprar cosas para merendar. Al llegar vimos que todo había sido acarreado en cajas de cartón, así que nuestros mayores se servían en las mismas tacitas de juguete que la compañía de mi padre le dio en la fiesta de navidad. En la sala sólo estaba en pie una mesa para el comedor, que venía con sus cuatro sillas, la mesa era de base cuadrangular, una fórmica moteada como una constelación. Las patas de todo el juego eran brillantes, y el borde que remataba a la mesa, como una cincha acanalada, era de aluminio. Mi madre y mis tías subieron las cajas a la mesa y a las sillas, y lo demás lo encaramaron sobre cualquier islote que se divisara en derredor. Esmeradamente lavaron todo con jabón y agua. Mucha agua que a cántaros veíamos correr, arreadas por las escobas, hasta arremolinarse en los agujeros del porche. Al secarse el suelo, nos dejaron bajar, mientras ellos mismos deshacían el embalaje y acomodaban los enseres en sitios transitorios, pero específicamente concertados. En un rincón había uno de esos carretes enormes donde se ovillan los cables que lidiaba papá. A los chicos se nos congregó entorno al carrete, que a la sazón lo usamos de mesita para aquel almuerzo. Vinieron los demás muebles con el tiempo, pero el carrete se quedó para darle altura a un pequeño arbolito de navidad que tuvimos los primeros años. Lo cubríamos con un mantelito rojo como si fuera el pie del árbol. Allí nació mi hermano menor. Allí crecimos. Recuerdo los juegos de los tres, y cómo a la casa le fuimos domesticando de a poco. Recuerdo los caramelos triturados en su mismo papelito, sobre la losa de la cocina. Recuerdo el cubrecama azul de mi hermano y los de nosotras con sus anchas flores. Mi abuela siempre que íbamos a misa nos daba, antes de salir, fuertes para la limosna; nos dejaba jugar en la cocina y hacíamos arepas con harina de verdad. Las galletas que nos compraba el abuelo, cuando éstas venían en una funda de papel brillante, eran redondas como la lunas de agosto. En fin, la nueva casa cada día era más nuestra, y así la habitábamos con todas aquellas otras cosas que fueron viniendo como un don prescrito por el mismo espacio.








NO SE ACEPTAN DEVOLUCIONES


Recordar las cosas por las que tanto estaba discutiendo ya era otra clase de controversia, que probablemente partiría del mismo punto. Al parecer ninguna razón bastaba para disuadirle entonces. Después de que se engrapara la bolsa con su recibo, no quería admitir lo que se había demorado en escoger durante un buen rato, entre los tres niveles de la tienda, quizá porque el valor de aquello no excedía una condición intransferible, que menos le importaba en el límite del trámite. No era mucho, menudos utensilios se diría, tampoco era una suma grande la que pagó allí. Sin embargo, de pronto quería su dinero, billete por billete. El mismo, cuyas señas particulares había memorizado de veras.

El cartel no sólo era inequívoco, sino que parecía rotulado para ese trance singular, como una especie de profecía que no aceptará nunca que las consecuencias inmanentes le retrasen de ningún modo.

La cajera, entre exasperada y nerviosa, llama a uno de los vigilantes, que por cierto al notar el escándalo ya se aproximaba.

Cómo se le ocurre. Se habrá dado cuenta desde el principio que aquí no se aceptan devoluciones. Lo comprado, pues comprado está.

Ya oyó a la señorita. Tampoco se va cambiar nada si todo está conforme.

Mire; hasta firmó el recibo.

Entonces si no tiene algo más qué hacer, mejor desocupe la caja, por favor.

Seguro lo han notado, tiene que ser así. La gente, por ambición que a todo reseña un precio, es capaz de pagar grandes sumas por algo que realmente existe. Un cuadro de un pintor famoso, por ejemplo, así no se comprenda mucho. Quizá porque el dinero ya no vale nada para nadie o vale mucho menos que el oro de la tumba más remota. Yo, en cambio, sé mucho más. Sé, eso desde luego, que mis billetes tienen algo que si extravío hoy será irreparable, e irreparablemente me lo reprocharía desde hoy. Si es por estas cosas, no se preocupen. Las vuelvo a pagar con la tarjeta, insustancialmente por así decirlo. Yo lo que quiero es que me devuelvan los mismos billetes. Conozco sus detalles. Puedo pasar a escogerlos entre todos los que hubiera.

Mire, pide usted algo imposible y además absurdo. Qué le importa lo que pagó si ya lo hizo. Más bien váyase en paz y no nos haga pasar un mal rato.

Antes de embolsar las cosas, usted vio que todo estaba en orden.

Después de todo, de qué orden hablamos. La resistencia a algo tan simple sí que es absurda, ¿No les parece?

De no entrar en razón, me obligaría a usar la fuerza.

Es curioso que lo diga, porque la fuerza es lo único que me dejan.

Oye, tú, llama a Ramírez. Por última vez se lo digo, salga con su bolsa, por favor.

Está bien. Les propongo algo. Por supuesto que es posible, además se les figurara menos absurdo desde su perspectiva. Aquí la fuerza sólo es concurrente. En un rincón me conformo con esperar, y en la medida que la señorita dé vueltos, voy pagando los billetes especiales por separado, en cada ocasión y a cada persona, durante el tiempo que haya menester, sin importunar a nadie. No voy a estorbarle a nadie y sabré ser la criatura más generosa con otros billetes. Si he de venir a postergar un turno, traeré mucho más dinero y en cada pausa compraré cosas de la tienda. Eso sí, es un pacto de confianza, ustedes me dan una señal cada vez que se precise y yo les guiñaré un ojo, hasta que finalmente se los agradezca de otra manera parecida. Siempre tendrán acceso a mi colección, se los juro, hasta pueden traer otros visitantes.

Así que le falta un tornillo. Aquí viene Ramírez.


Era la primera vez que le pasaba, lo que hacía muchos años estaba por pasarle. Lo temía con cada transacción, aunque no por ello evadió la rutina comercial de un prójimo tan cautivo como ajeno; al contrario, hasta era desafiante en este aspecto.

Su numismática tuvo un origen muy simple. Cuando le daban su mesada, antes que figurarse el dulzor de unas golosinas, ponía los círculos sobre un tablón, uno a uno, acaso porque eran más que circulares. Desde cierto día los acomodaba bajo cierta lupa que compró a propósito. Fue la primera cosa que compró por sus propios medios y según sus propias intenciones. Así memorizaría las señas particulares que hubiera menester y escogería la serie que le era conveniente intercalar entre la codicia de los otros, incluso porque el gasto de la misma lupa sólo era recuperable en el estudio.

Sabía que el dinero iba y venía, y en cada periplo las cosas iban apareciendo mágicamente. Con él se reconciliaban los lazos que de otro modo no vincularían a nadie. En verdad se maravillaba de que esas especies, cuyo valor estaba retratado en cifras abstractas, pudieran al cabo de ser lo que no eran ser todo lo demás, al tiempo que cuanto podían ser en adelante según otras deducciones y diferencias.

Semanas antes de ir a la tienda, ya notaba que los billetes que otros se ponían a contar en sus narices eran tan familiares, después de todo. Es decir, como cuando se pierde algo de tal o cual marca, de tal o cual color, con tal o cual uso, y de repente se ve que alguien tiene algo que es muy parecido, aunque ese parecido difiera únicamente en su origen.

Tal vez no lo vio venir cuando pagó en la caja, porque era algo tan grande e inamovible como el mismo cielo. Por un afán de la niñez, en la misma tienda, compró su lupa. Lo recordaba allí. Afuera hacía un calor sofocante, lo recordaba igual. En la tienda el aire era un vaho frío que provenía de cualquier cumbre, como entonces. Lo recordaba con la misma exactitud del instaste contemplado. No se sabía si lo de dentro no saldría jamás ni si lo de afuera quedaría de su propio lado y para siempre.

Apretó los puños como si aún tuviera los billetes entre ellos. Se le ocurrieron tres o cuatro cosas más y apareció Ramírez.














ANTICUARIO

No difería bastante de los otros, era más bien una cosa similar. Se le había hecho en rigor de las mismas plantillas y los acabados le seguían confiriendo un brillo igual de reluciente que los que aún colgaban en el taller, como si le hubieran terminado unas horas antes, minutos antes de haberlo terminado en verdad. Pese a ello, el anticuario insistía en las singularísimas cualidades del violín. El tiempo había transcurrido y la discusión parecía, por otra parte, trascender esas agujas del reloj, a lo menos tal era la demora de ambos hombres.

Este violín es un tesoro en sí mismo —le decía el anticuario—. No sólo es la obra más perfecta de su autor, siendo ya un artesano como ninguno, sino que también es su preferido, confidencia que me ha hecho con aplomo. Imaginaos el violín preferido de quien seguirá haciendo tantos otros violines célebres.

Según os entiendo, ¿me tratáis entonces de vender una antigüedad cuyo barniz está fresco aún?

Sólo de antigüedades trato, como sabéis. Y esta pieza lo vale en extremo.

A ver si soy capaz de figurarme el mismo modo. Me pedís mucho según se me alcanza la suma consabida. ¿Por un violín pedís tanto? Bien pudiera con la mitad comprar el más antiguo y el más famoso.

Hoy nada es tan antiguo como se sabrá más adelante. Hoy nada puede darse las ínfulas de ayer.

¿Este artesano quién lo conoce? En mi vida he escuchado una palabra que lo refiera.

Es mejor que los maestros ya difuntos.

Reciente ventaja la de quien sobrevive a las lecciones.

Y apenas anoche terminó este violín, tan perfecto y preferido. Bueno, ya sabéis cuán ardoroso son los jóvenes.

Así que además es un muchacho.

Sólo una persona joven puede llegar a ser vieja, con qué otras astucias, con qué otros vigores se procura un alcance tan arduo.

En fin, no me negaría a regatear con vos, siempre que aquel joven fuera el más famoso.

Que no os detenga la fama, caballero, hay tanto por donde seguir que os veda el paso la espesura. Las miserias de la famapueden llegar a ser igual de famosas que la misma fama, pero ni así colman sus espigas. Os he de confesar tal, porque precisamente este violín recién hecho multiplicará la suma hasta desbordar los siglos.

Seguimos hablando de fama, sin embargo.

Pero ya no de miserias.

He aquí, pues, un violín recién hecho, de autor desconocido, mas su valor al parecer no sobra la bolsa que ayer di al sastre por este traje que llevo aquí.

Tenéis razón en venir vestido, por lo demás os equivocáis. He aquí el violín hecho algún día, que no es el nuestro. La madera es la que se ha tomado de este bosque populoso. Y este bosque va desaparecer, será un parque que conmemore tantos árboles perdidos.

¿Cómo va desaparecer un bosque así?

Se dilapidará la madera, eso desde luego, generación tras generación; y he aquí en este violín la música que podéis escuchar entre los árboles. Cómo se podrá pagar esta antigüedad, no es difícil imaginárselo ahora que os concedo una cifra, pero más adelante será incomprable para cualquiera, menos para vos si sois vos el que conserve la licencia original de su precio.

Si tal ocurre, qué importa que ahora sepa lo que de ningún modo podrá creerse mientras viva.

Tendrás el violín. El único.

¿Único?

Sólo a vos se os está dada su promesa. Ahora lo sabéis, sólo vos lo sabéis, y no hace falta que seáis un matusalén octogenario.

Es una buena broma; os concedo la valía en este punto, pero vais a creer que me conmueven argucias de profeta.

Lo decís, ciertamente, porque nada de esto veréis. ¿Acaso no sabéis que este mundo que visteis no dejará de crecer en otros ojos? Aquello que por fin se hace, tiene el mejor modo de comenzar.

Os engañáis, y, lo que es peor, me tratáis de engañar como un bobo. Mi generosidad, sin embargo, no es rencorosa. Conozco la situación en la que estáis y soy vuestro amigo. Os ofrezco la misma suma por todo lo que tenéis. Así que no os podéis quejar de vuestro mismo anzuelo, ni porque le quede conjurada la ponzoña.

Os tomo la palabra, pero con una excepción indispensable.

Cuál sería, puesto que no se admitirían más.

Os vendo todo, cómo decís, salvo el violín.

Y por qué no el violín, si figura en el inventario.

No lo echaréis de menos, así lo confirmaréis con vuestra rubrica. Supongo que esta desprendida obligación le agrega más méritos de los que creyerais.

Habiendo comprado casi todo, por cuánto me vendéis el violín.

La excepción en este punto es mi regla y a lo inverso encontraréis el mismo trámite. Ya lo sabéis, por qué preguntáis entonces.

Es un violín corriente.

Después no lo harán con el mismo arte, después su corriente será indetenible.

Os acosan la deudas, qué más os da venderlo por lo que necesitáis.

Soy un anticuario, no un coleccionista. Qué más os da no comprarlo si no lo necesitáis. Ahora os comprendo, sí, os sería imposible revenderlo con ventaja.

Entonces, no me lo vendáis con ventaja y le conservaré en un buen sitio. Seamos justo.

Os amargáis por algo que ya decidirán los siglos. Ah, si la gente descubriera lo maravillosa que es la vida, ya no se preocuparía más de morir. La vida es mucho más que vivir y ni siquiera la muerte la completa.

El anticuario despidió al visitante sin que se conviniera pacto alguno. Esa noche soñó que el hombre hacía jirones su traje tratando de robar el violín. Se despertó y vio el violín intocable, en su pedestal. Se asomó a la ventana y vio que un leñador entraba al bosque, mientras silbaba una melodía tan dulce como una polilla en ayunas.






















SECUESTRO






















DUENDE


Sólo quedaba el teléfono en medio de ese vacío. Ni siquiera había donde sentarse. El teléfono, por cierto, tenía tono. Así que del otro lado alguien más podía atender cualquier llamada intrascendente, acaso porque el timbre despertaría como un taladro. Probar números de una guía telefónica que tampoco estaba, o más bien alternar las resultas de una vieja clase de aritmética, se le figuró gracioso, y el aspecto que pudiera proyectar esa ocasión le corregía cierta sonrisa olvidada. Se acercó. No era la primera vez que se pusiera a divagar entre las ocurrencias más estrafalarias, pero marcar así, ya con las primeras canas de su prematura calvicie, iba ser un acto melancólico más que una temeridad.

Mejor despedirse sin ceremonias de despedidas. Sin embargo, no era improbable que el teléfono sonara antes de dejar la casa, lo cual exaltaría sus supersticiones hasta el punto de no encontrarle entrada a una salida inminente. Se le ocurrió que anticipar el lance le ponía en control. Desde el teléfono a la puerta sería un capitán cuya bitácora hendiría tempestades y escollos. Se despediría con una llamada, eso sí una llamada cualquiera, hecha desde el teléfono que había visto toda su vida adosado a la pared. Corrió y tomó el tubo. Marcó una seguidilla en los ojales del disco y esperó a que algo se abotonara en su momento. Se sucedían los repiques. El número era el correcto.

Azulina, azulada, azulosa, azuleja… ¿azulcerca? Entonces... azulina, azulada, azuloide, azulacea, azuleja... ¿azulcerca?

Azulilla. Qué tal. No sé quién eres, pero se te oye divertido.

Qué haces.

Aquí trabajando en mi casa. Un receso, por decirlo así. Oye, tú eres un enigma.

Un enigma yo, yo que no he podido sostener la máscara en todos los vendavales.

Te felicito por la intriga.

Y en los ríos sí que se pudiera recorrer el laberinto.

Me recuerdas que soy muy nómada.

Se te oye muy libre, a lo menos eso me haces suponer tu voz.

Algo así.

Todas las flores despuntan cuando la miel es la que sostiene sus esplendores.

Tienes razón ¿Qué te gusta comer?

Lo dices porque soy un enigma, bueno mi dieta no es que sea la del Minotauro.

Sí que eres un enigma.

De cualquier modo es curioso que me preguntes eso, debe ser que puedo ser felino o rumiante según escoja una clase.

No… ya sé que mi pregunta es rara. Nada que ver con lo que conversamos, aunque qué conversación la nuestra. Debe ser que como me dio hambre de repente se me figuró… Ya sabes, uno con hambre pregunta cualquier bobada. Me levanté a preparar unos refrigerios y entonces repicaste quién sabe de qué lugar.

Tranquila. La pregunta estuvo bien, hasta se me antojo... responderle.

Cómo eres.

Tú con hambre y yo con sueño. A propósito, ya me imagino que tan suaves sueños deben saciar tus apetitos.

No creo que se te antojen; son puras pesadillas.

Le sazonaremos al despertar.

Perfecto.

Me gusta que me consideres un enigma, porque eso me hace mostrarme más de lo que ya es un eclipse total de sol.

Por lo menos se te escucha algo gangoso, de qué otro desconocido diría algo así.

Hace tres días pesqué un refriado tan vital como un salmón; así que de vez en cuando me tendía como el oso que no se lo esperaba.

No me digas, qué tedioso los refriados.

Lo mismo repiten los estornudos.

Ya lo creo.

A qué horas sueles ir a dormir

A las dos de la madrugada.

Qué barbaridad. A esa hora ya habré dormido lo bastante como para haber despertado 3 veces.

Zaz. Anoche tuve una pesadilla bastante tétrica.

No me digas. Pero no sería tan mala, porque no habrá durado mucho si después de dormir tan tarde te levantaste muy temprano.

Pues sí, fue muy rápida a su modo, pero para mí el sueño no me dejaba despertar.

Hasta lo que nos pasa en vela es una eternidad. Más bien dime, qué soñaste. Aló.

Sí.

Creí que te habías ido.

Estaba pensando.

¿No me vas a contar tu pesadilla? Y yo que me figuraba que era un cuento para dormir... si oyes una pesadilla antes de acostarte, especialmente tuya, puedes dormir plácidamente.

Tampoco soy buena para narrarlas.

Parece que a tu pesar eres mejor para soñarles, ¿verdad?

Totalmente.

Respecto a nuestra charla tengo ya mucho que decir... Decir, por ejemplo, que soy un enigma y que siéndole de ese modo he descubierto una parte importante del misterio.

Se te escucha muy sentencioso, la verdad. Cuéntame de gustos.

En los libros confieso que gusto principalmente de los propios, lo cual es una predilección bastante razonable si me pongo a pensar en ella. Rivales he tenido y de todas las épocas y de todas las lenguas, que si por maestros les tuviese nada hubiera aprendido de lo que el certamen me pueda ofrecer.

Eres un enigma.

Sigamos los indicios, que antes me distrae la espera. Ya sabes que escribo, lo cual ha sido mi declaración más egoísta.

Al parecer es lo único que sé hasta ahora.

¿Ves cuánto sabes ahora mismo, o mejor cuánto sabías desde siempre?

Enigmático nada más.

Con las mujeres no hay modo, francamente. Eso te diría alguien que elude los laberintos, pero para quien en cada recodo busca entrada todo vuelve milagrosamente si otro paso le convida.

Ah, mujeres…

Así que algo tienes que decir.

No soporto la típica mujer loca por casarse. La vanidosa ridícula, ni en pintura, la verdad.

Bueno eso ocurre de este lado también.

A mí me gustan las mujeres inteligentes, interesantes, originales, pintoras, escritoras… qué sé yo. Viajeras, por ejemplo.

Ya lo creo.

Por otro lado, entre mujeres las rivalidades son tan enérgicas y tenaces como una pelea de hombres que apenas se mueve. Es tedioso. La verdad prefiero estar al margen de todo eso. ¿Puedes creer que las mujeres se empeñan en embellecerse para inspirar la envidia de otras mujeres? Es absurdo.

Los mejores consejos proceden de lo incomprensible. Así que tiene su razón de ser.

Eso sí.

De cualquier modo las mujeres nos aventajan mucho cuando vamos adelante.

Pues ahora te aclaras mejor.

Fíjate, quien pinta se demora en sus pinceladas y así otra obra aparentemente invisible se entrelaza con la imagen viva del encuadre. Se puede notar en cada cuadro una historia que la fotografía abreviaría de un modo más técnico y tal vez por espasmo de esa misma eternidad. Pero mejor cuéntame, qué cuadraste para este fin de semana.

Puras aburriciones.

¿Noctámbulas?

Desveladas más bien. Aquí ya muy pocos lugares a dónde se pueda ir. Me gustaba ir al barrio antiguo.

Allá deben decir muy a menudo que la noche es larga.

Ya lo creo.

Y de seguro debe ser tan larga como se tarden en decirlo, porque o se quedan dormido o los duermen antes del amanecer.

Pues sí.

Para qué aburrirse con tardías aventuras, si la mar de divertido es dormir...

Claro.

No es para reírse, por cierto. Lo digo por mí, que el insomnio concilia monstruos más tenaces.

¿De veras? Debe ser que las pesadillas empeoran hasta el punto de que los monstruos la desconocen y entonces prefieren saltar a otro estado.

Qué tránsfugas esos monstruos del delirio, pasándose de un termómetro a otro.

Verdad. Oye,¿comes carne?

Disculpa.

¿Consumes carne, o eres vegetariano?

Qué curioso. Sabes, es la segunda vez que indagas mi dieta.

De verdad. Lo que pasa es que se me figura que eres vegetariano, no sé por qué.

Bueno, en nuestra cultura la carne es tan jugosa como la degustamos desde niños; luego cada quien se ufana de cierta dieta... el minotauro eran siete castos jóvenes ateniense que les satisfacía, pero para la mayoría de los teseos empiezan por la vaca a aguzar sus colmillos.

Yo pienso que la dieta del ser humano debería proscribir la carne todo lo más.

Una vez le escuche decir a un amigo que los vegetarianos pueden tener ideas brillantes, pero carecerán del ánimo para sostenerlas en rigor.

Yo como carne, pero sí creo que es mucho más sano no hacerlo.

Los vegetarianos deberían comer hasta pasto y algunos hongos venenosos, porque eso de disfrazar el pábulo a guisa de carne se ve más carnívoro aún.

Pues sí.

La carne de vez en cuando, pero siempre en la dieta hasta que se nos mellen los colmillos.

No lo había visto así. Supongo que hasta que no le veamos el hueso no se nos mellara ningún colmillo. Por cierto prefiero el pescado.

Y de mondadientes las espinas.

Un hervido de verduras lo limpia todo.

Porqué me acorralas con un caldo de verduras.

Cómo exageras. Son ocurrencias nada más.

Bueno, no sé si ya se fue usted por un cebiche, yo aquí me entretengo con una gelatina.

Estaba pensando.

Oye, ¿sueles recordar tus pesadillas?

Al nomás despertar, pero de a poco se van olvidando.

Su intensidad depende del poco tiempo en que pueda ser capaz de sus despilfarros.

Así es.

Cuéntame la última, ya que aún la recuerdas.

La última, vaya. Sabes, tengo varios días que no sueño pesadillas. Sólo sueños un poco rarillos la verdad, pero inocuos.

Mientras más raro más memorables.

Sí.

¿Las pesadillas tienen un motivo recurrente, una especie de réplica cinematográfica?

Sí. Por temporadas. Hay temas predilectos, por decirlo así, y aunque cambien los lugares, el objetivo es el mismo.

A ver, cómo es eso.

Imagínate que la angustia es la misma, pero el medio, que no la modifica en esencia, se estrecha o se amplia como la luz. No te creas, también ha ocurrido que el sueño es idéntico a otros escenarios que nunca he podido retener.

Si la angustia es la misma, pues en su origen tiene su arraigo, ¿verdad?

Depende del momento y se entrelaza con la realidad, cuando esa "realidad" cambia, se sueña otra cosa, con otro "problema" presente. ¿Me explique? No te rías.

Si no me río, mujer. Las variaciones deben convenir un motivo o derivar de él. Por ejemplo, caes de unas escaleras, doblas a la vuelta de la esquina, escuchas un estropicio de quién sabe qué vajilla o de pronto…

Por lo general me caigo. De un ascensor, de las escaleras, de la nada. Esta última es otro tipo de pesadilla.

Son tenaces esas caídas, a qué no...

Sobre todo si se despierta en el último momento, es como si se topara de repente con un vacío más inexplicable que la misma cama. Hay veces que sigo cayendo durante mucho tiempo, así lo percibo, y zaz.

El tiempo en el sueño es acaramelado, aunque por eso mismo resulte ser bastante amargo.

Y me lo dices a mí.

Bueno, eso es bueno saberlo… A veces me pregunto si es que nosotros no nos levanta el gallo cuando pasamos la hora en que hay que levantarse. Cock-a-doodle-doo. Los varones tienen un secreto muy evidente en la madrugada.

Pues sí.

De veras, cuando el sueño a uno le arrulla puede no haberlo notado, pero se empinará de verdad, inconscientemente, o lo que sea que signifique esto.

Qué gracioso.

Puede que el mismo canto despierte a las mujeres, todo lo más para hallar una mitad a medias.

Ahí das en el clavo.

Antes discutíamos el modo de dormir y ahora el de despertar, pero curiosamente el dilema lo hemos planteado sobre la misma base.

Así es.

Aunque ahora no paras de reír.

Con tantas juegos de palabras, la risa quizá se la única que tenga certezas.

Al menos así el dilema se devela, ¿o no? Más bien el enigma, quise decir. ¿Aún lo soy?

Siempre lo serás.

Muy sentencioso suena eso.

Ya sé.

Estás sola, ¿verdad?

Una soledad que había tardado en visitarme, ahora lo confieso a solas. Acabo de echar a alguien con quien vivía un modo muy martirizado de morir.

Así que debes estar más a gusto con el disgusto, porque de seguro el tipo se fue con un portazo.

O más bien con las promesas que se tendrá que repetir afuera.

Un tipo que salió a la intemperie.

Y con un paraguas sospechoso.

Pero, cómo salió a relucir la afrenta. ¿Celos?

Es toda una historia que ni los celos abreviarían.

Es de suponer, y yo aquí con un arduo cuestionario.

No, cómo se te ocurre, al menos las preguntas tienen sus respuestas.

Bueno, cuando me refería a celos es porque nadie puede llevar una máscara cuando lo encubre su violencia.

Tienes razón.

Pero, para cambiar el tono se me ocurre un chiste más bien.

Me gusta, ya me hace gracia, por cierto.

Lo leí por ahí y me parece tan genial que apenas si no te da risa.

Adelante.

Un tipo le dice a otro: oye, fulano, qué es peor "la ignorancia" o "la indiferencia"; a lo que el otro le contesta: ni "lo sé" ni me "importa".

Estuvo bien.

Los chistes son como el dinero: nadie les puede plagiar mejor de lo que ningún dueño puede inventarles un origen.

Enhorabuena.

Al menos te hice reír mejor que antes, que ya mucho se me figura el detalle.

La verdad me haces reír hasta de mis lágrimas, paradoja que en ello se me salten otras lágrimas. Gracias. No sé qué asuntos te ocupen y yo demorándote con mis recesos.

Nada tiene que excusar, mujer. Me alegra que rieras.

Galante y observador.

Un hombre suele ser muy observador ante la posibilidad de conocer mujeres. Ciertamente no es la única clarividencia de nuestro género, pero sin duda es, en muchos casos, de la que mejor nos fiamos.

Pues sí. Pero no te creas, los hombres son también muy perspicaces para lo demás, sólo que lo vendan sus ojos.

Puede que se les vea como unas tapias yendo a tientas con "su garrote", ¿verdad?

Pues sí. En muchas ocasiones, definitivamente. Pero tienen lo suyo, ¿eh? Por ejemplo, saben si una llave de tres cuarto de pulgada puede forzársele una cualidad mecánica.

Nosotros nos concentramos en la tuerca, es verdad. Vosotras al no detenerse en el giro, pretextan otros métodos que jamás carecen de detalles, tal vez por eso la llave tres cuarto de pulgada sea para nosotros una llave que abra algo conocido y para ustedes un quebrado que ni en el pizarrón consigue su sosiego.

Cada quien comparte la ventaja ajena. Y el drama es el mismo: cazarse para casarse.

No todo el tiempo. Después de todo, la amistad desinteresada vincula con los mismos votos.

Pues sí.

Es un linaje, sólo que sin el tabú del incesto, afortunadamente.

El mundo empezó con Eva; luego Adán dio su golpe de estado. Creo yo.

Al cabo tanta tiranía mutua será domesticada en el mismo jardín.

Aleluya.

Ya casi llega el día, nomás falta que falte el Apocalipsis; es un hecho inminente, según cuentan.

Te creo. "Inminente" suena como "casi" y "casi" como "inminente".

Sí.

Qué bueno que la risa es de los dos. Aló. Aló.


La llamada se cortó. En vano intentó recordar los números. Era increíble que no pudiera conciliar el mismo azar que lo ponía en ese empeño. Mejor era marcar otro número cualquiera, uno que, por cierto, ya poco importaría memorizar de antemano, pues era poco probable que se repitiera un lance como el anterior. Lo más seguro era que sólo le colgaran, si acaso en virtud de un improperio. Así que marcó el nuevo número por seguir un ritual excedentario, casi se diría que a tientas.

Se me figura que los despabilados de este mundo nunca pretendieron ser discípulos de Tiresias. La profecía era ver lo que a tientas yo buscara.

También podrían ser los ojos de Santa Lucía. Al final las pestañas se caen por el camino o se las lleva el mar, las muy descaradas se roban los deseos.

Y con un guiño rinden lo que se llevan.

Una miradita tan sólo.

Por cierto, te hablo porque sigo el consejo de cuando todavía era un joven desaconsejado.

No se vale. Me arrancaste una carcajada. La juventud también es parecida a la ceguera.

Tan clarividente, después de todo.

Por fortuna. Hay recuerdos que se tornan desvaídos con el tiempo.

Clarividente también el Juan del Apocalipsis, ¿eh?

Juanes clarividentes abundan, o más bien son una clase aparte.

El del Jordán, por ejemplo, tendría un nombre para ese don.

Juan el Bautista.

Que a su vez teje un nuevo río

Exactamente.

Con qué profundo ahogo se ganarán su nombre los náufragos, o en dónde se ahorcarán los nudos marineros.

Supongo que en lo alto de un mástil... o en los aparejos de los muelles, aunque yo creo más bien que en los garfios de tu preclara pregunta.

O quizá se desintegran en forma de tildes. Cada vez que se muere un acento muchas ies le lloran y lo echan de menos.

El luto debe ir entre los hiatos y de faldón.

¡Ofensivos los ripios!

¡Bello día para usted!

Dormiré una pequeña siesta.

Un placer saludarle.

Igual fui y vine y no sé si en el trance me despido bien.

Prometo saludar mejor.

Prometa sonreír.

Prometí saludar mejor. Bueno, al menos recuerdo mi promesa. Eso sí que mejorará mis modales.

Lástima que no pueda verle su sonrisa. De cualquier modo maravillosa manera de saludar a una dama. Agradezco quitándome el guante y el sombrero.

Me place también que la dama lo consienta con igual denuedo.

la palabra fina jamás cansa, dicen por ahí. Y en cada trazo el arte consigue su aplomo.

¿Así que dibujas?

Figuras japonesas. Es más bien dibujo natural.

El sol naciente es tan oriental en el crepúsculo.

Sol creador y destructor.

También la comida frugal y casi a ras de piso, los dibujos impecables en sus colores planos, las Venus pixeladas en sus montes misericordiosos, y hasta el ardor de los kamikazes. El sable de los samuráis. Los dragones de papeles y los biombos tan insustanciales como su luz.

Me encanta ese paisaje que has pintado. ¿Has estado allí?

No, lo cual, por cierto, es mi único modo de ampliar la generosidad de tu pregunta.

Pero quizá la imaginación te dote de ese vuelo.

Mi imaginación le tiene miedo a los aviones. Y tú, qué dibujas, qué formas.

Figuras humanas.

¿Andróginas?

Mujeres y hombres en un espacio vacío; más tarde pintaré el escenario.

Con qué técnica rodeas a los que así esperan su entorno.

Dibujo a lápiz todo lo más, después pinto con acrílicos y remarco con estilográficas.

¿Es parte de una serie este trabajo que me dices?

Sí, un cortometraje animado.

Es decir; una viñeta tras otra... encuadres fijos y aislados. Seguramente con un globo meditabundo que los entrelace.

Exacto. Son dibujos grandes para poder moverlos con alambres y un poco de hilo.

Como sombras chinas.

Algo así.

Así que te gusta el teatro.

En el teatro se fisga a través del telón, así que ningún secreto se revela por otro medio y acaso adentro contienden a jirones todos los retazos.

Como en México.

  • ¿Vivías en México?

Por temporadas voy y vuelvo.

¿Y ahora?

Ahora estoy aquí al alcance de esta llamada. Ya ves como es el mundo.

Parece que vuelves a la elegante y presuntuosa Df. que trajeada de "smoking" entero hace de anfitrión.

Por los momentos me acompaña mi gato. Se llama señor.

¿En serio?

De veras.

Está bien... imagínate que además sea señorial y que le tengas que aludir con esa distinción: Sr. señor... va y viene como un eco, o como un gato, se debe decir mejor.

Pues sí.

Son unos animales con una divinidad atemporal y siempre recóndita.

Misteriosos.

Taciturnos.

Y con todo no se le siente caminar, sino que apenas se les ve caminar.

Levitan.

Como los vapores de un espejo, bastante premonitorio que se ericen contra sí mismos.

Señor es dorado.

Además presume sus quilates.

Como me sacas una risa. Pues sí. Tiene un alma vieja.

¿Un alma vieja, con patas de gallina y todo?

Con quintas patas de gato que marcan la arena del tiempo.

Buena imagen.

La imaginación es tuya. Pareciera que un bardo del siglo XVI te hubiese dictado los preceptos, o es tu espíritu antiguo el que se expresa.

¿Siglo XVI?... debería con ímpetu opulento colmarme de rubores, pero excederían con mucho mis excesos.

Demasiado barroco la verdad.

¿Así que también pintas?

Sí. En modestos esfuerzos, y en momentos de santa locura.

En la fotografía se reúnen las manecillas del reloj y en la pintura hay un trance (con santificada locura después de todo) que va develándose mientras el retrato dura en hacerse. Creo que ahora lo definí mejor.

Los dos encuadres son milagrosos.

Y en ambos puede perderse la mirada de una persona. Ambos son, en cierta medida, hijos de la luz.

Como ventanas gemelas que se espían.

¿Cuál fue el primer fotógrafo que retrato a las Meninas?

Lo ignoro

Quién entre los planos, sería la pregunta, porque no se ve a nadie en la fotografía.

¡Qué maravilla!

Ahora que estás en Suramérica, algunos ríos has visto, ¿verdad?

Sólo el de la Plata.

El agua en Sudamérica tiene una forma esencial que dimana, corre, se agita y vuelve en el gorgoteo de sus gotas.

Son memorables los ríos aquí. Ya lo he escuchado mucho.

Como para no olvidarlos nunca, ni que luego se cruce el Leteo. Hay un río cuyo nombre es el Casiquiare, vincula, por así decir, al Orinoco con el Amazonas por lo cual ya te figuraras el dilema por ser tributario de cualquiera de los dos.

Puedo imaginarlo. Supongo que más bien es un canal, o mejor dicho un vínculo primigenio.

También está el Paraná, el Magdalena, el Esequibo, el Uruguay... Son tantos y tan caudalosos que hasta el atlas anegan.

No has estado en Japón, según me has dicho. Pero has viajado, supongo.

Lo más lejos que he ido es a mis huellas. Pero en cada lance en la biblioteca me arremango los dedos, señorita, y allí sobre el mapamundi sí que soy un infatigable trotamundos.

Es por demás interesante encontrar nuevas rutas en este mundo tan ancho. Lo digo también porque hace un rato recibí una llamada de una amiga que no veo desde hace unos 5 años.

Aló. Alo.

Tiene la impresión de que las llamadas agotan un plazo fijo e inexorable. No es que quisiera pasar el día en eso, pero una llamada más, a la que por anticipada fórmula le diera un número escrito, sería en este punto algo que conlleva cierto interés psicológico, al menos las interlocutoras no desdicen cierta finalidad que al cabo tiene que reunir un propósito determinado o, más bien, una despedida para concluir la mudanza. Así que esta vez hay que anotar el número. Si se repite el milagro tendrá un conducto conocido para cada lance.

y qué me dices de Antígona

Sólo puedo decirte lo que me contó Eurípides, que era valiente.

Razonablemente valiente.

Y además tan griega después de todo.

Los vemos en lo capiteles, en las píldoras para dormir en un laberinto de piedra o en las escalinatas de las cortes.

Son muy visible desde donde yo vivo.

En el Egeo, en el Ponto... se me figura que desde la Estigia no se tendría una mala perspectiva.

No he estado en Estigia ni en su laguna.

Salpiquemos del Leteo un poco y olvidemos la guasa... Pero, dime, eres adicta a ese carácter que arrostra un destino infausto.

No, mi actividad favorita es la risa.

Entonces también te conmueven las cosquillas de una tragedia, pues no se puede admitir todo los grados de una mitad, sino por sostén de sus alfileres contrarios.

Resumiendo: la risa y el llanto siempre andan cerca.

Y a veces intercambian parlamento.

¿A quién lees ahora?

Leo a varios al tiempo que a muchos, en la literatura soy más promiscua de lo que literalmente sería; es una pena.

Cuando el libro es bueno y gusta, pues entonces no hay mejor acomodo que leerle hasta el final, así se interpongan escollos exteriores. Aunque bien es verdad que la afición a la lectura suele rodearse de adminículos y ritos para conservar su ámbito sagrado. Se me figura que es la fragancia de los libros, la sustancia repartida en sus páginas, las palabras inmutables en el papel que va envejeciendo y aquella promesa antigua (y a veces también moderna) de que no hay libro que aun por muy malo no contenga algo bueno, las cosas que materialmente más preciamos con cada libro predilecto. Finalmente, en una buena cama se puede tender uno el día entero a ser todo lo promiscuo que ello le deleite. Imagina de ese modo que he osado leer hasta tres distinto libros escrito por mí mismo.

Así que un caballero literato.

Caballero... Supongo que con la esperanza incluso de trascender una calvicie honoraria.

Pues el yelmo…

El yelmo de verdad... de visera hasta para un Sansón... Ahora se te oye lejos.

Debe ser porque ahora estoy triste.

Vamos, por qué. De repente.

De repente por el destino.

Lo cual abarca toda mi pregunta... Pero dime, ¿tan afligida así?

Bueno, transitoriamente afligida.

Lo dicho, hasta porque podamos entristecernos es como para estar alegre.

Eso sí es verdad.

Ves cómo se nubla el cielo, pareciera que va llover.

No. estoy ocupada en estar triste.

También para desperezarse salen las lágrimas.

En fin, qué aburrida es mi distracción de hoy.

Como para distraerte más.

Pues a eso me voy.

Con asomarse por la ventana basta. Un desmán sería defenestrase por el mismo quicio...

Sí.

Un saludo, me voy a ver una película.

Aguarda un poco. ¿Una película... a blanco y negro y en estrategia?

Ahora que lo dices, me parece bien.

Cuando repique el Jaque Mate, me cuentas.

Para contártela tengo que irme y no querrás mi ausencia, supongo.

Cuéntame del cielo, entonces.

Todo está dentro del mismo mundo.

Incluso el mundo, es verdad.

Cómo va la bolsa.

Vamos, por qué.

El campanazo de esta semana hizo tañer las campanas.

De qué fiesta.

Se sabrá cuando concurran los invitados con su gorrito festivo.

Pues no los conozco, afortunadamente.

Ni ellos se conocen entre sí, y a fe que poca confianza se han de tener para mostrarse.

Eclipses, fantasmas, ectoplasmas… inexistencia.

Ya ves que en cualquier Jordán se les pone un apodo.

Perdona, estoy en otra parte.

Tranquila, mujer, de cualquiera manera estás y eso viene a ser una certeza que no necesita excusas.

Bonita consideración. Gracias.

Supongo que tienes asuntos que atender, tan tenazmente como ellos se arremolinan alrededor... si son libros ya tendrán escrito lo que leerás.

Sólo es la forma. La época todo lo conforma.

Sería un anacronismo si no lo hiciere. ¿Todavía triste?

No.

¿Entonces?

Nada.

Bueno, esto dice más que tu previo monosílabo. ¿Tienes frío?

De pronto hace frío.

El frío calcaría nuestros huesos para abrigarnos un poco.

O calcaría nuestra alma.

Que es apenas más abajo que los huesos...

Pero los huesos no tienen lugar...

Si juntas sus fracturas en un omóplato rebosante, tal vez sería suficiente para encontrarle en la mesa… de un traumatólogo.

Bueno, también se dice que el esternón es el hueso del alma.

Pensé que era el fémur, según se sea diestro o siniestro. Es el que tiene el camino más largo.

Pero, qué dices, si el alma apenas pesa 21 gramos.

Sólo hablaba de cuán largo. Supongo que hasta lo incorpóreo tendrá una fórmula algebraica.

Los matemáticos saben poco sobre las almas.

Y con lo poco que saben parece que son una eminencia con sus manzanas.

Eminencia con fórmulas, pero no con abrazos.

Abrazan su profesión con ardor.

No con ternura...

No es acaso tierno coger el mismo fruto de otros paraísos. Oye, ahora se te oye más cerca.

Ningún matemático conoce el paraíso.

Nadie le conoce, por eso se le evoca tanto y tan poéticamente, que da la impresión de que aun con los martirios tendríamos la misma idea.

Dicen que las cifras no juntan las personas.

Huraños quienes estas cuentas lleven, pero también exegetas de las sumas.

Eso dicen.

La vida puede repetirse antes o después, entre estos extremos se puede hacer de profeta.

No es profeta quien no conoce el amor, ni el humor.

Dejemos esta diatriba más bien... Qué me dices de ti, veo que ya estás de un humor felicísimo.

Estoy bien, quiero estarlo. Razones para lo contrario tengo, pero mejor no hacerles caso ni darle oportunidad.

Me alegra, que te atengas a ti misma.

Bueno, es un ejercicio de bienestar.

Lo entiendo así. Se escucha un murmullo atrás.

Empezó a llover, pero me gusta. Oigo el ruido del viento en los árboles, y me gusta. Es como si entre las hojas hubiera muchas otras hojas que se hojean en un rumor. Es como una fiesta vegetal, y otra lluvia que cae desde el mismo árbol que se aquieta.

¿Relámpagos también? Me parece haber oído un trueno.

Todas las ramas que chicotean como relámpagos. Vivo en medio del monte.

Bajo el retumbo de un cielo. Aquí todavía no llega la lluvia.

Qué tal la vida en la latitud que habitas.

Con lluvia ahora, de fijo, lluvioso. ¿Y allá, no llueve aún?

Parece incluso que se está despejando, como una primavera de otra época y otro lugar. La primavera que despunta en sus capullos.

Y en su alergias.

Palmaria forma de difundir su poesía.

Con irritaciones varias.

Y estribillos encantadores también.

Y antihistamínicos.

Para un abrillantado abril.

Y de su liebre de marzo, peluda y muy proclive a trucos de chistera.

Otra vez los prodigios alegres de la tierra. Felicidades.

Pues sea buena la hora.

La nuestra.

No me interesa.

Tu desinterés tiene ya ciertas predilecciones.

¿Eso está mal?

Ni mal ni bien.

Hay mucha literatura que no es de mi gusto, aunque tenga que enseñarla.

¿Así que das clases?

Sí.

¿Sólo de literatura?

Sí.

¿Algún periodo particular?

No, literatura universal.

Que viene siendo tan singular.

O tan plural.

Como singular sea.

Bueno, yo dejé la poesía a los 18.

¿Fue precoz o tardía tu proeza?

Precoz.

Ahora soy una anciana.

Una elegante anciana que tiene el reparo en confesarse. Aló. Aló.

Otra vez. Pero esta vez insiste en el número, que suena ocupado. Entonces se le ocurre un último número que de seguro no iba tener suceso, así que para qué anotar, después de todo cualquier otra interlocutora no lo iba dilatar por más de un minuto, puesto que ya se le hacía tarde, y en un momento llegarían los otros con sus otros muebles.

Así que otra señorita.

  • ¿Cuál es tu nombre, ahora que me recuerdas que no carezco del mío?

¿Nombre? —apenas alcanzó a preguntar, como si la respuesta de pronto lo incriminara de modo irremisible.

Lo digo porque muchas serán las doncellas que has llevado a tu torre, pero aún estás sólo en esa torre.

No pudo aventurar una ocurrencia hábil y oportuna como otras veces, sino que al contrario se quedó mudo o, más bien, un silencio entrecortado le atería la garganta. No se dio cuenta si había cerrado los ojos o si una nube le vedaba en sus mismos ojos, pero de repente estaba cautivo entre musgosas piedras. Si se concentraba lo necesario podía entonces ver el teléfono en un rincón, la única cosa que reconocía más allá de su propia desnudez. Si se concentraba más, quizá incluso en cualquier número preferido, pudiera salvarse de su cautiverio. El teléfono estaba allí, es verdad, pero los cables pendían de un onceavo siglo ilusorio. Supo que el encierro era inexpugnable desde afuera. Supo que muy dentro de sí podía intentar el modo de escapar de sí. ¿Hacia dónde? Se preguntaba por primera vez en su vida. Nunca creyó que una mudanza se estrechara hasta ese punto, dejando apenas los alcances que el agobio restringiera. Podía esperar a que llamaran, como otras veces hizo, pero supo que después de la concentración idónea sólo él tendría el acierto de abotonar cada ojal de ese vacío. Tomó el teléfono por última vez, así nadie contestara, y antes de marcar, ya en uniforme riguroso, invocó una pequeña oración que sólo él podía escuchar en esa hora.








DE VISITA


Antes de ir a dormir se imaginó que el escándalo de los altavoces se filtraría de algún modo, ya les había escuchado decir a sus amigos puteros que las putas tenían que proferir sus vulgaridades al oído, pero a pesar de esas figuraciones, y quizás por ellas mismas, no hubo un sueño en el catre que le agitara sus ojos cerrados, apenas si durmió entre jirones. Se imaginó, más bien, que al menos de las grietas pudiese provenir un murmullo estremecido, cuando no lo que aquellas mujeres tuvieran por confidencia. Se había levantado en la madrugada para andar lo más del día como un sonámbulo, y justo llegaba al umbral sin oír otra cosa que las que hubiera oído de no haberse concentrado tanto en un acto venidero.

Tal vez ya habían entrado sus amigos bachilleres. Sin duda habían entrado. Todos beberían poco y aun así tratarían de duplicar las copas en su imaginación o en su clarividencia. Entró de la calle, y seguía sin escuchar nada, anduvo el pasillo iluminado con serpientes de neones, y extrañamente iba solo, nadie más se adentraba entre aquellas almenas, aunque la hora más concurrida no iba detenerse allí. El silencio parecía tener un origen que él compartiría en sigilo, si bien temía callar inexplicablemente. De cualquier manera, se figuró que era normal un ámbito preservado detrás de aquella puerta que lo esperaba en el fondo. Con razón no se escuchaba nada en el trayecto, y aun tenía que entrar como sus amigos para que todo le fuera, más que premonitorio, comprensible.

No tuvo necesidad de tocar, porque un tipo abrió desde el otro lado y salió como si escapara de un jardín cuyos frutos colmaban todo el cielo. Entró como si dejara el cuerpo afuera. Al principio las luces, que no excedían sus halos bienhechores, ahondaban tenuemente ciertas profundidades del espacio. Las mesas estaban todas ocupadas y muchísimas mujeres, casi desnudas, caminaban entre esos hombres que apenas podían diferenciarse por sus preferencias. Nunca había visto tantas mujeres como en un baño en el que cupieran todas. Nunca hubiera pensado que estar en el centro de una lujuriosa maquinación pudiera abrirle los ojos hasta el punto de mortificarle.

Sin embargo, las cosas empezaban a pasar debajo de los ojos. Se había olvidado de los altavoces. Estaba aturdido. Procuró una margen, acodándose a una de las paredes, mientras se recuperaba de la primera impresión. Extrañamente ninguna mujer le había importunado. Era improbable que sus amigos le reconocieran en medio de tantos rubores invisibles. Así que podía esperar un poco hasta que descubriera la mesa y entonces la conquistara entre los embates ajenos. Por increíble que pareciera no se escuchaba nada. Quizá una sordera le impedía los demás sentidos. Quizá se desmayaría como un tonto al que echarían afuera entre ciertas risas que no necesitan disimulos, seguido de tres doliente de los cuales se burlarían también.

De repente, un tipo salió de una puerta con unos cables en sus manos. De repente, comprendió que los altavoces no sonaban porque había una avería grave en el equipo. Los tragos seguían sirviéndose y detrás de la barra ya parecían reparar algo entre las injurias del dueño, por lo demás no había otra voz con una licencia parecida y hasta podía escucharse los tacones de las mujeres, mientras que de los hombres sólo un murmullo de roedores se guardaba de ecos femeninos. Era increíble que un silencio forzoso pudiera invadir como los brindis. Se contentó con saber que no iba desmayarse. Respiraba profundo y ya empezaba a notar las curvas preferentes. Notó también un entorno enrarecido, como si el aire se espesaba con el olor de las vaginas, de tantas como en su conjunto podían expedir una esencia indeclinable. En cada una de las ocasiones de su gusto solía atribuirse la facultad de oler las vaginas aun a través de la ropa y los desodorantes, pero ciertamente tenía que ser su imaginación la que echara mano de su primera experiencia, porque sólo a partir de entonces tuvo esa ilusoria certidumbre que justo entonces se aguzaba del modo más intenso.

Descubrió la mesa. Ya los amigos que le guardaban su puesto le hacían señas desde allí. Antes de llegar, una puta tan hermosa como aquélla que quiso y no pudo soñar finalmente se sentó en su silla, en la silla que lo aguardaba. Allí, con sus amigos bachilleres. Los muchachos se encogieron de hombros, mientras la mujer, sin advertirlos en absoluto, se maquillaba frente a un espejito. Ninguno de los muchachos se atrevía a nada, pero del mismo modo no iban a ceder. Empezaron a interrogarla como detectives más que como galanes, dándose una importancia por turnos. Él, a punto de llegar como un caracol baboso y lento, supo que iba ser ella. Era el único que traía suficiente dinero, y el único que había prometido una faena a todo trance. Ya no le importaba cuántas mujeres hubiera y entre cuáles se le obligara a escoger la suya.

Preguntó por el precio que ya sabía, y sólo esta plática pudo conmover a la mujer sin siquiera variar sus rasgos. Él no venía a regatear, aunque, por otro parte, tampoco tendría la propina que hubiera deseado para la ocasión. Él no se sentó y ella dejó otra vez vacante la silla que lo aguardaba. Ya tendría el sosiego de contar la proeza a sus amigos bachilleres, precisamente en ese mismo lugar que ahora quedaba vacío.

Después del trámite, siguieron a una pieza que abrió uno de los chulos. Una cama ocupaba casi todo el piso. La mujer cerró la puerta e inmediatamente se terminó de desnudar, aunque ya no tenía más nada que quitarse; él le siguió, acaso imitándola, pero algo rezagado en ropas y sudores. De repente, sonó el teléfono celular en la cama. No podía ser el suyo, que había dejado a propósito, sino el de ella que no iba dejar de atender lacónicamente, y como una afectada puta se imaginaba él. La voz, sin embargo, era otra.

Abuelita ya te dije que un rato va mami. Dale un dulce para que no se duerma el bebé. Tranquila, este fin de semana voy sin falta. La bendición abuelita.

¿Cómo era posible que una mujer tan puta, e indiferente según la misma medida, tuviera abuelita, mami y bebé a quienes referir una ternura que le desconcertaría a cualquier putero tan impaciente como él? ¿Cómo eran posibles esas palabras delante de un cliente, cuando ambos estaban desnudos y decididos? Era una puta. No se imaginaba que alguien así tuviera otros sentimientos al margen. ¿Cómo hacía con los billetes, acaso los repartía con cariño, mientras esa boca servicial también prodigaba besos tan fragantes? ‘Toma abuelita, toma mami… para el bebé’. Una puta tenía que serlo con el mismo rigor de su seña candente. Eran tantas cosas que le pasaban por la cabeza que ya temblaba como antes.

Tras colgar, la mujer volvió a sus movimientos sin proferir palabra alguna, con una profilaxis que repetía sus detalles.

¿Cuánto podemos estar aquí, antes que vengan a golpear la puerta? —fueron sus primeras palabras.

No se preocupe, podemos estar todo el tiempo que sea necesario.

Pero…

Hasta que eyacule. No tiene por qué preocuparse.

Pero afuera tendrán un plazo.

No más de media hora.

Trató de que esas últimas palabras le calmaran un poco, pero inmediatamente ella le preguntó, con la misma frialdad, que qué posición prefería para comenzar y para colmo agregaba que el tiempo aquí adentro lo pone el cliente. Así que apenas se cogieron en el primer enganche, toda la tensión dilapidó sus medios en un fin instantáneo. La mujer seguía, pero él sabía que fingir una prórroga iba ser más vergonzoso.

Ya.

¿Ya qué? No me digas que lo vas a sacar cada rato. Así agarro gases, dale normal hasta…

Ya. Está listo.

Se zafó como pudo, no tanto porque ella se demorara en su incredulidad (bastante rutinaria por cierto), sino porque los rubores apenas le permitían moverse entre sus calambres. Ya sentado en la cama, se imaginó que ella sólo podía burlarse de un putero contrariado y breve. No advirtió ninguna sonrisa, es verdad, pero sabía que los interiores de una mujer iban más allá de su perfumada vagina. Iluso el hombre que cree llegar muy dentro de una mujer sólo porque la penetra, pues de ese modo ahondaría en la superficie de un espejo nada más.

Veinte y pico minutos seguían transcurriendo del otro lado. La vergüenza de adentro ya era peor que la que le esperaba afuera, pero también sabía que sólo adentro podía cubrirse de tal modo que no quedara expuesto frente a los demás hipócritas. La mujer ya estaba lista para salir. Él trató de preguntarle cosas que ella no contestaba, salvo porque en algunas preguntas fue lacónica y sentenciosa.

De qué ciudad vienes.

De otra ciudad.

De cuál.

De otra.

Se imaginó que establecer una plática pudiera dilatar el asunto, aunque los silencios le fueran tan chocantes. Sin embargo, también se había vestido para insistir con una propuesta que no requeriría palabras de más, y que tal vez le salvaría a tiempo. Si la dejaba salir tan rápido, ya no importaría que él se perdiera en lo hondo de un burdel.

Espera, no abras todavía.

Ella por primera vez sonrió y fue como un cuchillo. Se detuvo en la perilla como si presintiera otra brevedad que fuera menester considerarse a tiempo.

Esperemos veinte y cinco minutos más. Más bien esperemos que nos toquen la puerta. Tú me dijiste que en media…

Cuánto tienes. Cuánto puedes darme.

No traje más, pero no fue poco lo que pague.

Lo justo, porque el tiempo fue tuyo.

Entonces se apresuró antes de que girara la perilla.

Espera. Te lo ruego.

Se sentía humillado, pero sabía que esta humillación iba redimirle en su potencia declarada. Después de todo, ningún semental de buena estirpe iba durar una eternidad para engendrar una prole que hubiera de sobrevivir a dicha eternidad. Era sólo que las mujeres son capaces de amargarle el egoísmo a sus varones, se decía, tanto que todos ellos no les quede sino asumir esa misma ley en beneficio del conjunto.

La mujer chasqueó el extremo de su sonrisa. Destrozaría algo más que un corazón y aunque era la fragilidad de un putero, el putero se lo iba agradecer íntima y sinceramente, tal vez ya no con recargadas maldiciones. Se sentó en la cama, junto a él, cogió el celular y se puso a leer asuntos, cuya ternura ahora él sí comprendía como las tentaciones de siempre. Sabía que callaría como un tonto, aun cuando tuviese una licencia que ni siquiera supo imponer desde el principio. Si al menos hubiera tenido la virilidad de exigir que no se le faltara el respeto con distracciones sentimentales. Mucho se había jodido en un mes para venir a pagar por una facilidad que se hacía de mala gana y para la cual era suficiente con abrir apenas una rendija por donde se oteara un sueño. Tal vez no le hubiera ido tan mal de alzar la voz en cada grito. ‘Tú puedes ganar más que este becario casi impúber, pero yo tengo el dinero que buscas en cada ocasión.’ Sin embargo, el tiempo transcurría silenciosamente, mientras él se daba cuenta que simplemente estaba sentado al lado de una muchacha que tendría su misma edad.

Por fin tocaron la puerta. Dijo ella que ya estaban vistiéndose y al rato salieron, sin despedirse, como dos imanes que se repelieran desde un mismo ombligo. El caminaban acalambrado, no quiso volverse a su madrina, sino que fue derecho a la mesa y a la silla que lo esperaba en su nombre desconocido y falso.

Sus amigos bachilleres ya estaban algo ebrio. Empezaron a interpelarlo entre lisonjas y así él fue recobrando un aplomo capaz de extenderse más allá de aquellos temblores.

Oye, te tuviste mucho.

¿Qué tal la puta?

A que es una diabla, ¿verdad?

Y cómo estuvo la faena, mataor.

Viéndoles a todos en el colmo de sus preguntas y sus brindis, entonces habló con una sonrisa que era sólo la espuma de una resaca:

Pregúntenme si la castigué.

De repente, estallaron los altavoces y en medio de ese samplegorio aquellos pormenores se mezclaban con las confidencias de otras putas.


















SEPELIO


Por ahí traen al hombre.



El dintel al conocimiento es no saber qué se hace, cuando sí se tiene certidumbre de un repentino inicio.



















LA PLANICIE


La sentencia de los tribunales prohibía poner un pie adentro. Sabían muy bien que a nadie le estaba dado tocar nada y que a nadie le convendría desacatar el límite de un pleito que ya iba para un mes. La acritud de los partidos era tal, y tanto la malicia de los partidarios, que aun las ofensas más soeces se comunicaban a través de bufetes rivales, cuyas fórmulas encontradas eran afines en cuanto a tono, grados y sospechas.

Sólo detrás de los alambres era posible ver la casa, aunque para esa inspección, igual de repartida en la prole, fuera menester llevar binoculares. Sucedía, eso desde luego, que cada quien evitaba coincidir con sus parientes, así que cada quien se había atribuido un turno que era inaccesible para los demás. Había ojos por doquier, eso lo sabían a sus expensas, divididos según las demandas en disputa y prestos todos a la mínima variación del paisaje. Si bien los vecinos parecían ausentes, ningún visitante se sustraía de una vigilancia a la que se le recelaba cualquier amago. Unos predios así amedrentaría a cualquiera, y no ver a ningún vecino parecía una trampa para incitar la codicia del más iluso.

Desde que llegó no había visto a nadie en el camino real. Se bajó de su carro con los binoculares. Se aproximó a los alambres mientras oteaba el camino de un extremo a otro. El silencio esta vez parecía provenir de vacíos que quizá susurraban en otras esferas.

No tanto por las púas, se contuvo detrás de los alambres. Ciertamente estaba prohibido pasar, y era increíble que una piedra inocua fuera igual de inadmisible. De cualquier modo, se podía ver al través de los prismas. La casa seguía intacta, en medio de los pastizales. Podía verse relumbrar bajo el sol. He allí el porche entre balaustres parejos; la mecedora de mimbre que pendía de sus cadenas; el templete de madera encalado. He allí las puertas y ventanas selladas por los tribunales. He allí el automóvil fabuloso que alguien condujo hasta las pérgolas para morir dentro de él.

Esta vez se concentró como nunca, al menos podía permitirse esa audacia. De cierto empezaba a ver más de lo que hubiera notado hasta entonces. Ya había pequeñas secuelas de la ausencia, como si de ese modo las profecías hallaran sus medios verosímiles. El automóvil, que era descapotable, quedó abierto a la intemperie. Un automóvil así no se le conseguía en centenares de kilómetros a la redonda. Sin embargo, era como verle en una estampilla postal, o era como verle dentro de un museo imposible. Los asientos se arruinarían entre grietas y el volante eclosionaría sin dar ningún fruto. La disolución de los elementos iba seguir un cauce ante la perplejidad de quienes no se consolarían con ningún delta cenagoso.

Era increíble que en el lugar donde la prole se había criado ya no pudiese entrar ninguno de ellos, precisamente porque ninguno iba ceder ante la ambición ajena, cuando la propia bastaba para entender la injusticia de un hecho así de compartido.

Al principio se buscó el testamento hasta debajo de las piedras, mas las horas pasaron sin hallazgo alguno. La busca infructuosa apenas recomendaría otros legajos. Entonces se pusieron en armas y requirieron abogados competentes, incluso porque les fuera menester arruinarse para conquistar lo perdido en la inocencia.

Extendió la mano por encima de los alambres, cuidándose del límite incorpóreo. Tendría como unos 8 años cuando corrió a ver la polvareda de un camión. No había nadie en casa, lo cual no era extraño a esas horas. Tampoco quiso la complicidad de nadie para salir de casa. De pronto vio el camión que tras de sí dejaba la estela. Seguramente se imaginó que era posible ver el chofer, puesto que en toda la mañana no había visto a nadie. Corrió, justo hasta donde le era permitido ir entonces, hasta donde le tocaba ahora ese recuerdo de la infancia, o tal vez hasta donde le tocaba ahora una forma nebulosa que más bien se había formado la noche anterior. Ya no lo tenía tan claro, pero igual persistía en esta parte del mundo, e igual tendría que devolverse por donde había venido, sin que ello le hubiera de conducir jamás a la misma casa.

No hubo transgresión. Nadie se atrevería. Caminar de espalda, y hasta con los ojos cerrados, no era muy diferente, apenas bastaba lo que no era invisible. Al alejarse así, supo que podía tropezar una piedra inocua, por ejemplo, y entonces caer con todo el cielo encima. Se detuvo. Abrió los ojos como si no bastara abrirlos. Se rascó la nariz. Se preguntó si las cosas iban a cambiar más adelante. También se preguntó si estaban cambiando en ese momento. Se dio vuelta y subió a su carro. Encendió el motor. Giró entre una polvareda que ahora le nublaba otros recuerdos parecidos. Eran cuatro kilómetro de tierra, hasta la autopista.

No veía a nadie, lo cual no era extraño a esas horas. Pero ¿y si en verdad no había nadie? ¿Y si sucedía que su turno le recortaba con unas tijeras, como si le podaran a semejanza propia? Al fin salió a la autopista. De pronto recobró el aliento. Era curioso que no se viera ningún otro carro; ni porque fuera ni porque viniera de ninguna parte. Recordó un calendario, cuyos 12 desiertos lo hendían carreteras desiertas. Pudo sospechar algunas cifras mensuales que se apuntan para la curiosidad. En ese mismo horizonte que recorría, podía acaso tomar una foto semejante para un trece avo mes. Otra vez una fogata que a la orilla del camino atizaban unos muchachos, sólo que entonces la disolución del humo era la única urgencia de cualquier origen.

40 kilómetros hasta el primer pueblo. Tenía que aparecer el pueblo, conforme el entorno se movía, conforme las ruedas no paraban de girar. ¿Y si a pesar del prodigio no encontraba a nadie? Ningún carro lo seguía, ninguno se acercaba de frente ni porque a 100 kilómetros por hora pudiera divisar otros 100 kilómetros por hora. Tenía que recordar algo de ese recuerdo o de ese sueño; tenía que esforzarse más allá de aquella dudosa procedencia. ¿Había visto el chofer del camión? El camión no se podía mover por sí mismo. Lo más seguro es que esa clase de gente existiera en puntos ciegos.

Sin disminuir la velocidad, sus manos temblaban sobre el volante. A nadie veía por los retrovisores. Se le ocurrió embestir a un lado y otro, como si lo hiciera contra puntos ciego. Tal vez una colisión entre esos ángulos le incorporaría al orbe, aunque despertara en un hospital o en un ataúd. ¿Acaso se malograba su razón? Intentó serenarse otra vez, pero los retrovisores seguían vacíos. Respiró profundo. ¿Cómo se le iba ocurrir que una carretera desierta rebasara sus márgenes de un modo tan arbitrario? ¿Cómo iba admitirse el apéndice de un horóscopo no menos irreal que sus designios? Sólo tenía que calmarse, no era la primera vez que regresaba sin compañía, procurando no dormirse en el camino. Para colmo la radio seguía averiada. Cómo lamentaba no haberla reparado antes de venir; y tal vez esto fue el primer síntoma que no pudo ni supo advertir en su momento. Los únicos instrumentos válidos y vigentes eran los de su consola a 100 kilómetros por hora
Aún daba tiempo de volver a la polvareda, acaso para transgredir la orden incorruptible. Igual que los otros, traía consigo las llaves. Pero ¿era posible devolverse, cuando tenía que disminuir la velocidad y aun frenar para un impulso inverso? ¿Cuánto tiempo le demoraría esperar a los demás, y luego convencerles de entrar juntos, si ya no iba ser lo mismo para nadie?

El asfalto corría por debajo como un río sereno. Los alambres pasaban. Pasaban los postes. No pudo más, y sin duda estaba en medio de todo lo posible. Tenía que ser así. Al fin lo supo. Por cada embestida, el punto ciego replegaba el mismo escenario inalcanzable, y aun cualquier otra explicación se escurriría del mismo modo.

Sólo quedaba salir de esa planicie lo más rápido que se pudiese. Derecho como se viera en el retrovisor de nadie. Directo como en su propio retrovisor. Dicho con exactitud, no quedaba más que agotar esa desolación sobre unas ruedas que al cabo se agotarían como la máquina; como él. Más y más. Más. Hasta recobrar un mundo tan populoso, el mismo de siempre, o tal vez más populoso. Era eso o estrellarse contra el fin de algo. Aceleró a fondo, el motor respondía sin aflojar en sus excesos. 5000 millones de habitantes para el año 1957.























OTRO CUENTO


De vuelta a la casa se encerró como antes. Abrió una ventanita bajo sus pies y esperó a que amaneciera.

























A GRITOS

La niebla empezaba a disiparse. Así que cogió el bulto de nuevo y echó andar. Era la segunda vez que visitaba el pueblo, pero de algún modo, quizá por la misma niebla, se le figuró que las calles se trazaban a partir de otra plaza, entre los flancos de otros páramos. Desconciertos así solían conmoverle mientras descansaba a solas, aunque por lo demás los lugares de cada visita se erigían de pronto, sin tener que apelar a las repeticiones de sus andariegos pies.

Aparentemente iba disiparse el cielo, la tenue luz empezaba a prodigar su influjo. Al caminar recobraría cierto vigor acalorado, como una locomotora cuyos impulsos ya fueran indispensables sobre el metal bruñido. No era poco lo que lo esperaba, una pendiente empinadísima de la que apenas pudo ver, mientras bajaba hasta la plaza, los adoquines de un pez inmenso. Ningún postigo se abrió en su camino, ninguna puerta se atrevió a tocar como no hubiera modo de palparla entre los algodones, e incluso allí no se oían los cascos de las bestias. Hasta el pequeño autobús, que lo trajo como único pasajero, había desaparecido, tal vez porque el chofer, achacoso y flemático, ya se conformaba con lo que no hubiera en adelante.

Quizás siempre fue premonitoria su primera visita. En aquella ocasión no consiguió más de lo que ahora ya podía atribuirse en ausencia de cualquier trato. Eran dos momentos diferentes, pero los pobladores se cerraban con una tozudez que parecía la del clima.

No obstante, el muchacho, que lo había visto venir la vez anterior, pudo reconocerlo; no tanto por el bulto que traía, sino por una barriga tan opulenta que de no ser la propia se le pudieran suponer varios dueños. Sabía a lo que venía. Así que lo esperó en la acera.

Buenos días tenga su merced.

Buongiorno, muchacho.

¿Viene a vender? Son telas, ¿verdad?

Telas son y las traigo a buen precio, pero éste es un pueblo fantasma.

Hasta los fantasmas se visten aquí, y muy a la moda se diría. Incluso hay un sastre, muy bueno, que es buscado por peregrinos de otros montes.

Io no le conozco

Es un sastre muy bueno, por lo demás perdería el tiempo con otras gentes, buscando en vano lo que no se la ha perdido. Es increíble que no haya oído hablar de él, aunque el hombre es una tapia que parece por lo mismo guardar sus propios méritos.

¿Así que diche que hay un sastre?

Uno que le compraría todo el bulto. Pero, eso sí, ya le dije, el hombre es una tapia. Sólo a gritos se pudiera hacer oír usted.

¿Y dónde vive?

Va llegar a la plaza, a mano derecha hay una calle sin salida. La tercera casa. Es un maestro italiano, como usted.

¿De veras?

De no ser tan sordo, tendrían una tranquila charla en su idioma, que evocaría el Vesubio.

¿Estará en casa?

¿Lo dice porque no ve a nadie del pueblo? De seguro a él sí lo consigue en su casa, como conseguiría a todos los demás en distintas tallas y recortes. Este pueblo cuando se encierra sólo sale de un traje. Además, tres lutos ilustres han eclipsado muchos agüeros.

Andrò parlare con lui. Moltograzie, bambino.

Pero con gritos, musiú, porque no hay otra civilizada forma.

El hombre volvió a bajar con sus telas. Era bastante promisorio el comercio. Podía venderle telas a ese sastre durante todo el año. El negocio pintaba muy bien y de seguro pudiera cosecharse una amistad patriótica.

El muchacho tomó un atajo, rebuscado pero incógnito. Llegó mucho antes a la casa del sastre, por el zaguán. Aporreó la puerta imperiosamente y al punto de que el sastre abriera le informó del advenedizo, diciéndole además que traía preciosidad de telas, que venía de Italia y que en su vida había visto un fajo tan rico y variado como ése.

Y viene para acá.

Sí, señore. Si viera que ya se iba, desilusionado de no escuchar a nadie. Pero cómo iba a escuchar algo si es sordo como una tapia. Sólo a gritos se puede entender con él.

¿De veras? ¿Y diches que trae muchas telas?

Sí. Estará por llegar. No cierre. Espérelo aquí y haga como si no lo conoce, querrá venderle de todo. Eso sí, a gritos si le quiere murmurar algo.

Dicho esto el muchacho se escurrió hasta los matorrales de un recodo, sin duda para no perderse la función operística que estaba por venir, y que en la Scala de Milán no hubiera de conseguirse mejor ni más apasionada. El sastre esperó al vendedor de telas en el umbral. Al encontrarse, ambos hombres se inspeccionaban mutuamente, como si cada cual tuviese que escoger el punto exacto de una sordera ajena. Era el sastre, por supuesto. El silencio, el letrero en la pared, lo pregonaban. Era el vendedor de telas, por supuesto. También el silencio y el ominoso bulto lo describían de talla entera. Empezaron los dos por la misma palabra y como cada uno escuchó del otro lo mismo en un tono exasperado, compartieron entonces aquella sensación que se les hubo infundido paralelamente. Las palabras eran a veces en italiano, otras en castellano y aun en una desesperación que no parecía carecer de otras palabras mucho más incomprensibles que todas las se pudieran decir para calmar a esos dos hombres. Aquella torre de Babel crecía como el humo de una hoguera. Las venas de los dos cuellos casi se saltaban como palabras de un Vesubio.

Se abrieron las puertas de los vecinos. Aparecieron los dolientes del último velorio, todos parecían venir entre las mismas ojeras de quienes no se entendían ni a gritos. Cundió el rumor de que unos musiús se injuriaban hasta la muerte. Algunos cizañeros estimularon la disputa sin entenderla demasiado, acaso porque no podían entenderla. Vino más gente de todas partes. El sol seguía avivándose y los hombres, tomados de sus solapas, no querían rendirse por ninguna causa. Ya poco importaba lo que dijeran y con qué gritos lo dijeran, el compromiso los tenía que reconciliar de algún modo, porque el interés parecía juntarlos hasta el destierro.

Finalmente, tuvo que venir el Jefe Civil, arrancado de su modorra, para encerrar a dos tapias entre las tapias más sordas del pueblo. Costó mucho separarlos, la verdad es esa, pero hasta el muchacho ayudó un poco.





CIENCIA FICCIÓN


Sería interesante, y de cuánto provecho sería, que esta biblioteca no se le confine jamás como el último rincón de los muertos, sino que, al contrario, en cada uno de sus libros se le pueda abrir siempre, igual que se abrirían sus otros libros. Es la última biblioteca cuyas páginas ya nadie recordará en los atajos de sus pies, la única de la que tengo memoria y sobre la cual callo secretos que yo tampoco tendría manera de predicar a nadie.

Sé que sus volúmenes ocuparían un lugar mucho mayor de los que ahora suelen construirse para albergar vacíos entre límites difíciles de imaginar. También se me ocurre que decenas de siglos hollaron de distintos modos las superficies más elementales. Pudiera citar un autor, digamos que apenas unas palabras en su idioma vernáculo, o hasta pudiera esbozar grabados con algún acierto, pero para qué (pero para quién) si los vacíos que se guardan muy dentro de lo hay es todo lo que la gente espera de este mundo.

Las vasijas ofrecen a la sazón otras formas que en conjunto irán reconstruyendo, así lo dicen, un mundo que hemos perdido desde siempre, y cuyo arraigo debe carecer de todas las flores posibles y de todos los asientos germinales. Ojalá algún viajante visitara este planeta, ya sin órbita, ya sin cielos ni atlas, porque si su venida consigue sitio ya no importaría mucho los umbrales de una triste evolución; una que excava poco a poco una tumba de la cual no sobrevivirá lo que se espera.

Varios vacíos se han dispuestos como burbujas contiguas. Todos piensan, y lo repiten como un mandato, que mientras se procure ensanchar vacíos no se corre el riesgo de una explosión, más bien detenerse en seco nos reduciría de un solo golpe a las cavernas. El equilibrio, no obstante, es fundamental, por eso una biblioteca inexistente sería en este punto también inadmisible.

Así como glorifico una biblioteca inexistente, se me ocurre que alguien vendrá un día cargando consigo la parafernalia de su aventura. Vendrá desde donde sí puede venir y llegara apenas entre los mismos repliegues de su sexo. Podré gritarle algo y sé que ese grito bastará para que los libros que no encuentro, y de los cuales no se atina inventario alguno, sean al fin inteligibles a los ojos comunes. La voz siempre será capaz de todos los registros que el silencio de hoy censura.

Si me descubren garabateando un petroglifo que pueda hendir vacíos propios, tal como se solía infundir cierta facultad en la mirada de esculturas remotas, entonces me arrebatarían del trance y tratarían de extraer todos esos volúmenes, sin duda de mis propias faltas y mortificaciones, aunque ni siquiera puedan sacar un apéndice para encapsularlo. No los culpo, porque sé que sus razones no son materiales.

Seguirán con sus celdas y sin sus mieles. El mundo no se puede visitar mañana; cada paso no encuentra su huella, pero con cada paso todas esas huellas se hunden hasta lo incognoscible. No son paredes inmaculadas las que vemos, verbigracia de sus formas sólo se les conoce un modo infranqueable. Nadie pudo nunca, eso dicen, regresar a una columnata que por despecho se derruyera. Cada punto del vestido sólo es posible en el ombligo de una desnudez cabal, que nos acalora, sí, porque la ilusión se repite en el esplendor de un instante repetido. Ni los seres que ahora viven, viven de verdad, aunque la muerte sea la misma. Los vacíos serán la única esperanza para no rendirse nunca. Sin embargo, yo más bien espero que cierta criatura advenediza me dé otra bienvenida, una a la que yo pueda corresponder con un grito como éste.














PANTALONES LARGOS


No quiero volver con el papá del niño. Cómo va entender la criaturita si tengo que explicárselo muchas veces, igual que a un huérfano. Se le parece mucho, es verdad, pero un padre así no tiene cara para que su vástago le mire con otros ojos. Además, ya ningún consuelo lo tendré por ofrenda. Me jura, y con el mismo énfasis, que no será como cuando tuvo a punto de malograrse el parto. Me jura que sólo el regreso lo hizo volver en sí. Me jura que una mujer malvada le dio un bebedizo, ay, como si nunca hubiera brindado con la misma copa. Me jura que hoy se arrepiente y que también se arrepiente de no haberlo jurado a tiempo. El primer día le hubiera perdonado todos estos años, es verdad, pero después de estos años ya sólo le perdonaría ese primer día. Cuando se fue podía creerme cualquier cosa, incluso le hubiera creído que un día como hoy se aparecería de repente, diciéndome lo que me dice hoy y lo que hoy me dice de mañana. Pero hoy es otro día y mañana está por amanecer. Si trata de persuadirme con similares encantos y promesas, será porque quiere fecundarme una y otra vez, en pos del mismo niño que abandonó en su nacimiento. Cierta fatiga inconclusa le hace urdir una vida de lealtades sospechosas. Seré madre de nuevo, por supuesto, pero no porque él se proponga forzar su régimen devoto, ni porque lo exalte fugas venideras, ni porque crea que es el único bajo mis pies. Ahí viene. Creerá que le diré que sí, así como si nada. Mi respuesta será otra, más oblicua que un no rotundo, y la conocerá por fin de frente, después de cinco años.





















AHÍ SE LO MANDO

Ahí se lo mando seco a ver qué le saca la pendeja. Lo hará trabajar como un condenado sin más que el sudor para apaciguar la sed. No es una idiota como para que la endulce un chocolate desabrido; tampoco es una crédula para fingir que todo lo cree. Detrás de la puerta, como una fiera al acecho, seguro le monta una celada de la que no podrá escurrirse. Ya le tiene prendido a su medida. Creo que a estas horas debe estar girando la llave el pobre diablo, como si con sigilo fuera capaz de una vena autoritaria. Se me figura que querrá hundirse en la cama sin siquiera mover un dedo. Pretextará un cansancio que si lleva consigo, uno que de ningún modo se sentaría a explicar ni porque así pueda sentarse un rato. Insinúa, seguramente desde lejos, que cualquier roce amargaría como la hiel. Omite la comida por razones que tampoco tienen que decirse, aunque por lo demás sean muy sospechosas. Bosteza, eso sí, como un viril león, pero ya nota que no puede librar el trance sin un arañazo de los míos. Dormir impunemente es imposible entonces, sólo un desvelo aceptable le puede evitar la pesadilla que tanto teme. De pronto resulta peligrosa la cornamenta que le puso a su propia mujer. De pronto llegará la noche a pesar de que el crepúsculo colme el cielo con sus mieles. Sabe que ya está dentro de su casa, bajo destellos de zinc, así que no hay ningún rincón donde pueda guarecerse. Si se impone un acto repetido, lo que justo va ocurrir, no le quedará más remedio que hacerse el fuerte. Durará más que lo normal, eso puede profetizarse hasta después que acabe todo. Hay que dejar que hagan y deshagan los tortolitos, porque olores de ajenas proezas tienen cierto vigor afrodisíaco. Pasan los minutos. Unos minutos más. En fin, se alegra de que las cosas terminaran dentro de ciertos límites favorables. Lo mismo no puede decirse de sus quemaduras. Ella se va al baño. El pobre diablo ya parece un angelito, ruborizado y sensible. Tan inocente al mismo tiempo, como si el único pecado fuera el de ceder hace poco. El sueño urge antes de sus manglares. Tiene ganas de orinar toda la noche, esto en verdad es así. Cuando le toque su turno irá a desaguarse como una yegua o más bien como una lluvia. Sin embargo, parece que algo no está bien. Él se comportó como debía, pero de seguro tanta ausencia prolonga un reproche. Ahí está. Después de todo sale su virgen de siempre, lleva una cara hecha de muchas caras horribles y apenas una gota en su mano; una gotita que la bruja tuvo que parir con los más retorcidos pujos de mujer alguna. El milagro no la hace feliz, por cierto, y él ya conoce su destino. De pronto se imagina tantas palabras providenciales, pero ninguna puede socorrerlo ahora. ¿Cuáles salidas son lúcidas ahora? Ahora mismo quisiera saber cuáles. No puede creer que las mujeres lleven tan maliciosos cuernos, pero en aquella mano quedaba lo que a él tanto le costó ofrendar con devoción y sacrificio. Casi se mea, pero cómo va el baño cuando el mundo con una gota se le viene encima. Ahí está de pie, estéril, sin saber ni cómo sentarse. Se lo mandé mudo y seco. Bueno, casi seco, para que por fin ella entienda mi mensaje, y, precisamente a través del emisario, no le quede duda del mensaje. Sí. A ver qué más le saca la pendeja.





















PONER LA SANGRE


Fui soldado en cada aguda bala. Fui mariscal en cada difunto romo. Padecí la guerra en la paz de mi silencio. Entonces callé como una piedra; y entonces no supe qué hacer con otra piedra, justo cuando nadie contestaba. Ya no puedo quejarme de no haber sufrido mucho. Son las profecías las que me alegran.

















ARENALES






















A RECOMPONERLE, PUES






















DIARIO DE UN DÍA






















8 PIES EN EL JARDÍN





















TEMPRANO AL SOL






















  1. Maniobra

  2. Pabellón

  3. Horario peculiar

  4. Piscina

  5. Minuto de silencio

  6. Rojo sobre rojo.

  7. Recuerdos ajenos

  8. No se aceptan devoluciones

  9. Anticuario

  10. Secuestro

  11. Duende

  12. De visita

  13. Sepelio

  14. La planicie

  15. Otro cuento

  16. A gritos

  17. Ciencia ficción

  18. Pantalones largos

  19. Ahí se lo mando

  20. Poner la sangre

  21. El cadete

  22. Arenales

  23. A recomponerle, pues

  24. Diario de un día

  25. 8 pies en el jardín

  26. Temprano al sol








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