IM SAPIENS

IM SAPIENS






























IM SAPIENS


1

Me despierto y llevo cierta veladura que no me deja ver. Es una telaraña que me atosiga como el sueño. Tuve que haberme enredado en ella, porque se me figura imposible que la hilaran, punto por punto, mientras dormía en este catre. La verdad no recuerdo haber dormido, tampoco una vigilia precedente, pero ya he despertado, eso sí. Poner los pies sobre la tierra; desperezarme con el más terrenal ahínco que a tientas se pudiese sostener; andar como cuando tuve que seguir a mis primeros pasos; esperar el desayuno de cualquier hambruna por venir. ¿Ciertamente puedo levantarme? Parecen tan ajenos, como las patas de una cosa invisible, pero son sólo mis pies, muy distintos de mis manos; con cinco dedos en cada pie, como cinco dedos hay en cada mano. Es así, son mis pies que arraigan dentro de ellos mismos. Mira las manos, tan frondosas cuando se abren; tal vez sí recogen frutos propios que no darían jamás, aunque sus puños sean tan pródigos en la usura o en los ases descubiertos. ¿Ya lo descubriste? Pues sí; cada pulgar cierra de través, acaso para sopesar un destino que de otro modo sería inasible. ¿Voy dando tumbos o abro los ojos? Decídete y deja de recobrar las primicias de otras auroras, que además no conoces, como tampoco conoces el rubor de otras primaveras. Mejor aparta las brumas del amanecer y échate al suelo, de prisa. ¿Qué tan rápido podría hacerlo una criatura diferente, tal vez una tan pequeña como yo? No lo sé.

El suelo es duro, a veces blando como la arena. ¿Cuánto habrá transcurrido desde entonces? ¿Desde cuándo? Sé que mañana podría despertar de nuevo. ¿Y si miro por la ventana? ¿Por cuál ventana? Allá hay una. No parece ser una ventana. Acércate, de cualquier modo ya caminas. Sigue, por qué no sigues. Del mismo encierro puede procurarse una grieta mucho más prodigiosa que la corona de estos tapiales. No es una ventana. Es un espejo. Allí se rehace lo que de veras hago y aun lo que dejo de hacer; es peor que la intemperie. Tengo dos ojos, dos orejas, dos agujeros en la nariz y una boca insondable como toda sensación del tacto. ¿Quién soy?

Quebraré ese espejo y me multiplicaré en la hazaña. De cada pedazo tomaré un espejo distinto y si otro impulso no me mueve en adelante, sucederá entonces que para cada día elegiré la porción que así elija. Cuando todo termine y los soles prevalezcan, pues sí, cuando ya no pueda verme en una astilla diminuta, ni a mi sombra le vislumbre ningún otro relámpago, al menos habré muerto entre mis pesquisas de siempre. Sólo quedará esperar, como deben esperar los muertos. Sólo morir, como ya no pueden morir los muertos.


2

Es una ventana después de todo. Ya no me importan los pedazos, que devuelvan al cielo todos sus rigores o todas sus estrellas, otra cosa harán de bruces que ningún miedo me infunda en adelante. Mejor cruzar el vano, salir antes de que el cautiverio me devore. No es una ventana muy grande, es más bien casi tan pequeña como mi cabeza, y tan oculta como pudo estarlo bajo ese espejo. Saldré así tenga que dejar mis esperanzas atoradas allí.

No fue tan difícil pasar al otro lado. Algunas magulladuras, algunos rasguños, es verdad, pero ahora tengo la certeza de que cualquier cauce de la sangre tiene un delta cenagoso, y no tuve que exceder ningún rocío para descubrirlo a tiempo. Camina. Al parecer nadie me vigilaba; nadie me atrapó lo suficiente. ¿Acaso fantasmagóricos vapores son imposibles ahora? ¿Era una tumba mi laberinto? ¿Quién puede resucitar de su propia tumba y además franquearle por el punto más fatal, cuando ni siquiera se puede rehuir de sus muros? Estás afuera, eso te convida a otros escollos que linden con un horizonte inaplazable. Camina. Camina, ya sabes que de frente, hacia donde ven los ojos. ¿Habrá abrigo más adelante? ¿Habrá qué comer? ¿Habrá de dónde beber? Si vives verdaderamente; si tienes frío; si tienes hambre; si te abrasa la sed; entonces sí, ocurrirá el milagro. Y he allí el milagro. Son luces encendidas por criaturas extranjeras. No debe preocuparme que mi idioma les parezca insólito y por lo mismo intransigente, pues el silencio traducirá las voces que ni a gritos se hagan entender, o apenas callo, que el silencio hable por mí de tal modo que yo también pueda aprovechar sus propósitos.

No les voy a contar de verdugos, que ya no sabría reconocer en ninguna arruga. Les pediré perdón, porque empezar con ese ímpetu exige una suerte recíproca, no sé si conveniente, pero en cualquier caso recíproca. Así que ve con esas criaturas. Tampoco le cuentes de enemigos ilusorios. No le amenaces. No le riñas. Comparte el fuego de sus teas y la noche sin luna. Camina y camina, como ellas también deben caminar al encuentro cotidiano y fijo.

Tuve que haber caminado demasiado. Tengo hambre, tengo frío, la sed anega lo que me aparta de cualquier orilla. Tales criaturas no estaban tan cerca como las vi. Entonces era tan sólo una profecía que ya recobra sus orígenes de nuevo. Ahora sí pueden verse al detalle, casi puedo tocarlas. Las huelo sin duda; las oigo también. Sin embargo, no parecen verme todavía, ningún atributo mío les conmueve aún. Acércate. Mézclate con ellas. Tienen una cara como la tuya, y se acicalan al espejo, y todo lo que hacen lo hacen en la duplicidad de sus facciones. ¿Te acuerdas de aquel espejo? Olvida todo lo que no recuerdas. Si fue malo o si pudo mejorar tus heridas. Otro es el principio, y está presente y delante de tus pasos.


3

Al menos sus sobras me nutren más que sus ayunos. No tengo que mendigar lo que así escojo en cada mantel. Como y bebo según esos rigores, sin importunar ninguna falta. Seguiré visitando cada estancia, cuando la calle me abrume con sus faroles apagados. No pretendo detener a las criaturas que se traben en cualquier esquina. No exijo explicaciones de ocasiones previas, que tampoco sabría cómo ofrecer a nadie.

Recién advierto que la desnudez nunca me azoró con la comezón de sus escotes. Tal vez alguna vez no llevé nada, pero ahora confirmo lo que antes carecía de toda urgencia. Estas ropas me fueron precisas desde el comienzo, tenía que llevarlas puestas en mi cautiverio. Ya veo que sin ellas mi invisibilidad sería, además, impresentable. Por cierto, todas estas criaturas se visten, incluso para actos que las descubren. ¿Cómo podía yo llegar sin siquiera una parra temblorosa?

¿Y si entro a una tienda? Nadie me reconocerá. Tampoco creo que nadie me persiga a estas horas y después de tantas horas. Antes que pedir un sombrero, le doy de trompadas a quién me lo hubiera vendido con mucha cortesía, a ver si me es menester de otro salvoconducto que no sea el anonimato. Pero cuál sombrero. Hay sólo dos clases para tanta diversidad. Lo mismo ocurre con las otras prendas. De inmediato noté que los rostros, que los volúmenes de aquellas criaturas diferían según los dos modos posibles en que las costillas son idénticas. Nada que conmigo le encuentre semejanza, puesto que aún no tengo los medios de una certidumbre propia. Sin embargo, sé que hay una cifra de la que ahora confirmo dos umbrales. Un sombrero para una hembra, un sombrero para un varón. Es esto, ¿verdad?

Cómo saber quién soy. Ah, quisiera saber al menos por cuál sombrero forzaría el trámite de una moda que no me interesa y de un dinero que no guardo bajo ley alguna. Saber si soy hembra o si soy varón, incluso por no demostrar más, va iluminarme en esta vida. Así que al fin pudiera abrirme un camino entre las demás criaturas. Cuánto me entusiasma tanta curiosidad, pero cómo averiguarlo, y según qué régimen. Los pies no me dicen nada, y ya están ateridos y ensangrentados. Las manos sólo podrían ir a oscuras del secreto. ¿La cara?

¿Qué hacen en esa tienda? ¿Son frutos los que completan en su medida? ¿Acaso los toman de un conjunto innumerable para después reunir una porción apenas? ¿Ese número se marca allí, con esas agujas giratorias? Parece un reloj que defiende lo que circunscribe. Por supuesto, el número hace la especie. Cada racimo tiene ciertos espesores como ciertas superficies. No es sólo lo que sobrevive en su exterior, es lo que se descubre adentro, ya dormido o caduco. Cuando se den la espalda paso en sigilo, como apenas puedo pretender de mis escándalos. Allí sabré que sexo me define y cuál es mi complementaria carencia que pervive en mí. Pondré mi cabeza sobre ese horizonte, y que las agujas proclamen, como profetas, lo que siempre ha sido mi verdad. Con mi propia cabeza debo comprender. Aquietaré mi cuerpo, como aquel sueño que ahogó mi memoria. Así, sin mover nada en absoluto. Sólo la cabeza sobre el plano, pero cómo veo las agujas si este mismo examen no me alcanza. No desesperes. No te muevas. He allí un espejo, como el de aquella ventana. Ahí se ven las agujas. Sí. Al revés, pero se ven. Los números al revés, pero se ven.


4

Ahí se ven las agujas; los números al revés. Sí. Ahora entiendo por qué sé de modas, por qué sé de calles y por qué de aposentos, y por qué me resulta un mundo posible en el lenguaje, e incluso por qué las agujas giratorias convienen una escala como ciertos relojes que defienden lo que circunscriben. Sin embargo, toda marca está de revés, tal es esa su virtud, y ni porque la punta aguce su función se pudiese averiguar una verdad detrás de todo ello. Si leo la cifra, será la cifra que puedo leer así. Mi cabeza tendrá un arraigo más leve en ese punto y mis pies pueden levitar dentro de sí mismo. Cómo saber, por ejemplo, si una hembra lo sabe cómo no lo sabe un varón, o viceversa. Ahora no sé nada, o sé aún menos de lo que me es lícito sospechar de cualquier atributo. La soledad es la única certeza de una condición que me es ignota. Dejemos los aparatos, extensiones vanas de un mundo que jamás comprenderemos. Cometamos un crimen más bien. Debe haber leyes también inexorables, tal vez vuelva al mismo cautiverio con redoblados cargos y ya no tenga que demorar en estas angustias ni preocuparme de fianzas que atenúen nada.

Hay criaturas decrépitas que apenas se mueven como si fingieran su decrepitud. Sinceramente cuesta creer que se llegue a tanto para seguir a más. Me parece que ya puedo aprovecharme aun de achaques ilusorios. Son tan precarias las huellas de estas hipocresías, que cualquier audacia puede congestionarles de verdad, entonces un empujón y viene el descalabro. Cometamos crímenes desde hoy. Eso sí, cuando me devuelvan al mismo ombligo, no volveré a quebrar espejos. Lo juro. Y escribiré de revés lo que tenga que escribir.1 Cometamos varios crímenes entonces. Son tan vulnerables estas criaturas, ya lo dije, que antes de nacer pueden tropezar con su misma muerte, y caer por tal estorbo como que nos le sienta de maravilla. Morir abrevia toda duplicidad, y mueren precisamente quienes estuvieron divididos.

Qué pasa ahora. Qué me pasa ahora. Todo me punza desde dentro. El hartazgo, y no el ayuno, obliga sus alfileres. Los brindis destilan lo que ya no admite más sorbos. Tal vez sean las agujas de otra báscula. Adónde ir. Ya ni los crímenes pueden distraerme con sus promesas. Debo darme prisa. Pero, hacia dónde. Debe ser esa gruta de dos puertas, ay, otra vez el dilema cruel. No puedo más. Cómo sudo. No es sólo el universo, es que no sé de qué manera se amplía una mitad. ¿Y si en lugar de matar a alguien le pregunto qué debo hacer, cómo debo hacerlo? ¿Y si atraigo a cualquier criatura, y si la seduzco para que ella según su forma resuelva en mí el vínculo que me une a mis necesidades? Aguanta hasta más no poder. Al llegar a ese punto en que todo viene, lo sabrás. No quiero morir, ya se me figura doloroso emprender ese camino sin siquiera ser el otro o ser la otra.

¿Y si me vuelvo? ¿Y si recorro el camino inverso hasta la celda? Sé cuántos pasos di. Podría reposar la cabeza con el mismo aplomo. Probarme indistintamente los sombreros que no pude comprar, que no quise robar. Comer y beber de los mismos manteles y, finalmente, ya adentro, como adentro mis pies, reconstruir el espejo que me preservaba de estos apuros. Ya no puedo moverme. No aguanto más. El dique se agrietará y el desborde arrasará con todo. ¿Y si te agachas? ¿Y si pujas desde aquí? ¿Y si dejas que las circulaciones resuelvan su acomodo? Tal si a punto de morir te dejaras caer, pero acaso para no morir; sólo como una piedra o como un roble. No puedo doblar las rodillas… Me retiene lo que me reclama en cada sobra. Tal vez nunca salí del catre… tal vez sí me adentro en mi única salida, en mis únicos pies, con mis puños insobornables… Tal vez nunca pueda hacer lo que todavía no hago… Tal vez me orine en un sueño sin saber cómo me oriné en la infancia… Tal vez sí despierte… Tal vez un poco más, como quien no conoce sino lo que ya sabía… Tal vez la misma criatura que ahora se deshace en lo que ya no hace ni puede hacer…

Tal vez… y otra vez tal vez…
















PSIQUIATRA


Empezaron por asustarlo desde muy pequeño. Dicen que en los montes todo prodigio sorprende de un modo remoto y que siempre se conciben las cosas según sus insustanciales dimensiones. En los montes hasta una espiga ya segada puede vérsele como una espesura terriblemente inabarcable. Se dice que hay fantasmas que pierden de sus pasos el camino y que adentrándose quién sabe en qué redondeles son por lo demás inoportunos. El remordimiento a ciertas horas, por ejemplo, puede reducir el espacio recorrido a un vértice del que se tema cualquier despeñadero. Así de la oscuridad se prefieren noches de plenilunio y de los días se prefieren estas noches.

El muchacho no era muy inteligente, tampoco era el más intrépido. Pero podía vislumbrar del aire tales cosas y de tal manera que sus ojos le hacían ver como un varón esclarecido. Sin embargo otros, no menos de quienes se asombraban, desde el principio le tuvieron por orate. En verdad no eran muchas las cosas que veía ni muy distinta la forma para verse más allá de cualquier espejo. Primero descubrió que ciertas sombras de los platanales se descolgaban como si cayeran de pronto los racimos. Después descubrió que no eran las sombras de los platanales, sino los arroyos de una figura sorprendente, inverosímil.

Al anochecer de un sábado colmado de aventuras, los niños fueron hasta el porche. Él, de la misma edad que los otros, era tan alto que parecía ya una silueta abominable, pero la imaginación de todos podía lidiar con este atributo. Los juegos no diferían mucho de quienes así los jugaban; él, eso sí, rezagado como siempre, iba y venía a trompicones, haciéndose un lugar que estorbara lo menos. Así proliferaron las risas y las toses hasta que se escuchó algo de los platanales. Casi todos los niños se metieron a la casa y sólo el grandulón y una niña muy vivaz quedaron firmes, con la vista perdida entre aquellos tallos.

Qué serápreguntó él.

Alimañas, ratonesun gato, me parecerespondió ella.

Y si no es un gato, después de todo.

Puede ser una culebra que ya haya matado un gato.

Mira, viene para acá.

¿Dónde?

Son como los plátanos.

Qué dices. Son sólo sombras bajo la luna.

¿Nada más que sombras llamas a eso?

Las divididas impresiones del fenómeno repentinamente se reunieron en algo terrible, justo cuando los demás niños, por entre la cortina de una pieza oscura, remedaron a ese silencio como si fueran una jauría de lobos. La niña se metió a la casa igual que los demás. Él, encallecido entre sus pies, lo alcanzó aquella ráfaga que pudo al fin formarse de un modo insustancial. Desde entonces, se asustó.

Tal vez nunca se hubiera asustado, de haberse guarecido a tiempo. Tal vez si los demás niños no hubieran pregonado un coro malicioso, justo en ese instante, habría sobrevivo invicto. Pero tal vez él era el que tenía que ser, hasta que ese susto lo transfigurara en un muerto impostergable y veraz.

Reducido por una densidad impalpable, empezaba a dar manotazos como si lo hiciera en un pozo apenas profundo. Hubo menester de varios parientes para llevarlo a la casa. En poco tiempo su arraigo era el de una encina cuyos brotes parecían a pesar de todo tenues. Arrancado de allí, lo adentraron en volandas. Los demás niños se arremolinaban entorno a un misterio que les remordía. Si bien nada decía de sus delirios, lo que decía era menos elocuente que los gritos insensatos de todo aquel tumulto. Se calmó al fin, como si el cuerpo fuera el lastre de sus ojos fijos.

Uno de los mayores fue por un cura, pero en el camino se le figuró que era más conveniente un médico. Al dirigirse a lo largo de otra vereda, reconsideró su elección, así que al devolverse se detuvo en un dintel especial, porque un faculto con sus hierbas podría arrebatarle aquel espíritu que tal estado le infundía a la criatura. Ni curas, ni médicos, ni chamanes conjuraron aquellos accesos que se repetían caprichosamente.

Llegó a mozalbete así. Mientras más crecía, que no dejaba de crecer, más tonto y retraído se portaba, pero no dejaba de asustarse. Sucedía como la primera vez, venía el susto y se asustaba, y luego entre manazas echaba a muchos al suelo antes de que le pudieran reducir. Sólo su abuelo, que sería también su benevolente custodio, podía calmarlo sin apelar a una tranca. Su abuelo sabía que curas y chamanes coinciden en todo lo cual difieren y que los doctores no cejan de improvisar hipótesis sentenciosas. A veces pensaba como un cura célibe y penitente, a veces como un chamán alucinado por el aguardiente y el tabaco, y otras veces era tan docto en ignorar algo que se mostraba sin límites reales.

Un día el muchacho se asustó como siempre, como si fuera la primera vez, y entre la fogosidad de sus manazas topaba alguna sustancia firme y a la vez lejos de lo que ordinariamente el mundo opusiera frente a él; con apenas el contacto reculó en el cese absoluto del ataque, tan esclarecido, tan temeroso de salir de un susto sobrecogedor, y sin que hubiera menester de una tranca que ya su abuelo ha mucho había dejado en un rincón. Aquella revelación, por decirlo así, lo apaciguaría durante unos minutos. Era como si al agotar los recodos de un laberinto de repente los puños dieran con la puerta reforzada. Era más que eso, pero aún no podía sino sentir el escozor de lo que ya estaba ausente. Al incorporarse sobre los acalambrados pies, echó andar hasta su abuelo. No sabía qué decirle de aquel sensorial escorzo. No sabía cómo contarle una cosa que para empezar apenas fue capaz de toparla brevemente, como si sólo fuera el apéndice de una mano supernumeraria. Pero caminaba hasta el abuelo, porque el abuelo le escucharía de tal modo que lo dicho no carecería de una resonancia cabal y por lo mismo comprensible. Tal vez en los oídos del abuelo iba entender lo que con esa esperanza se pudiera decir. Ha mucho ya sabía que era muy tonto, y lo sabía tan bien que podía confiar en la barba cana de su abuelo.

Mientras iba hasta su abuelo para relatar aquella virtud de un mundo insustancial, le sobrevino otro ataque, el segundo de un día, cuando era poco común (y acaso imposible) que tres ataques se sucedieran en pocas horas. La noche anterior fue a dormirse después de un susto prolongado, así que el abuelo le dejó dormir hasta muy tarde, porque al menos pasaría una semana antes de que otro susto conviniera su sorpresa. No sólo la frecuencia había abreviado sus caprichos, sino que en estas dos últimas ocasiones lo real no era menos imaginario que cuanto de veraz tuviera lo ilusorio.

El segundo ataque ya no sólo lo encauzaban los espasmos, pues el remolino no carecían de una dirección consciente; pues auscultaba entre jirones al fantasma. Empuñando sus puños, por así decir, iba al tiento como un ciego púgil. De pronto ciertos golpes fueron certeros como si abatieran las costillas de alguien. Y entonces él vio lo que en ese instante no hubieran podido ver otros ojos frente aquellos ojos. Pensó que sobre cada punto firme podía duplicar sensaciones incorpóreas, pero supo al fin que esas sensaciones eran la réplica de todos sus contornos.

Le pegué, taita, y entonces era así de alto, yo lo veía tan parecido, lo veía a los ojos como si me agachara para ver a los demás; lo veía de pie, igualitoEl fantasma soy yo, taita. Yo soy el fantasma.

El viejo le pareció que aquel relato era en todo punto inverosímil, pero a poco de escuchar sus repetidos detalles convino al fin que el asombro era el mismo, porque para que una fantasía tuviera tal vigor su arraigo ya no iba a provenir de una mente fecunda y desbordada, sino de una mente simple y pareja como la de aquel ser.

El que fuera un demonio, según los estragos en un cuerpo débil, explicaría para mucho una teología que por lo demás era incomprensible. Por otro lado, el que fuera un fantasma no iba a sorprender a nadie, salvo que ese mismo fantasma se le apareciera también a todos los demás. Por último, el que estuviera loco, qué variación iba a añadirle cuando cualquier criatura puede enloquecer, aun si con cordura tomara opuestas intenciones. Sin embargo, escuchar que alguien al fin se puede topar consigo mismo como se toparía con un enemigo pertinaz, ya era a lo menos una fábula que excedía estas tres clases, puesto que para cualquiera de ellas implicaba algo más que un espejo. En un espejo el demonio le hubiera imitado admirablemente. En un espejo el fantasma le hubiera descolgado garras y mordiscos. En un espejo la locura le hubiera aumentado sus ojos, mientras así le redujera la vista. Pero que a cada golpe se revelara su voluntad de tal modo que esa voluntad pueda obrar así, ya se daba porque el muchacho se consiguió consigo mismo, porque la repulsión de sus actos le dividía sólo en esos actos.

Aquel hombre, tal vez por decrepitud, se dejó convencer de lo que podía aceptar resignadamente. Supo que de cualquier modo iba a lidiar con el muchacho, y que ese muchacho sólo le heredaría una tranca que tuvo que esconder a despecho de otros parientes. No era que creyera aquello, sin embargo no era inverosímil que un anciano descreyera de todo, incluso de su memoria entera; por lo cual aceptaba que el mundo era no menos finito que cualquiera de sus innumerables partes. La muerte se avecinaba como cuando un cielo reúne sus rebaños, y entonces él, recortado en ese mismo cielo, con su barba cana, se sentía tan mortal que parecía invencible a la espera de un diluvio.

Ya no tenía que cuidar mucho a la criatura, porque volvía de cada ataque tan dócil como cuando iba, y porque los ataques se reservaban cada vez más a un pugilato breve y certero. Si se peleaba consigo mismo, se decía el anciano, no iba perder nunca, aunque por esta misma condición ganare todo. Un día la pelea ocurrió en las narices del anciano, no en la loma apartada ni entre los racimos de plátanos, sino donde pudo verla de modo que entre los golpes él librara el trance ileso. Descubrió que los golpes ciertamente se topaban contra algo firme, si bien era invisible y mudo. Esa materia, en la misma proporción, iba repeliendo lo que se podía ver, acaso un púgil cuya excitación duplicaba también su suerte. Después del ataque, el muchacho bajó sus brazos y contó que estaba exhausto, que no podía ver más, porque esa ceguera era, desde luego, un umbral de sus puños.

El abuelo le escuchó esta vez como si fuera otro muchacho. Supo que si se le empujaba contra eso mismo que lo repelía, aquella materia invisible por fin iba cobrar su forma, puesto que una fuerza marginal pudiera comprimir desde fuera una frontera más íntima. Se propuso entonces empujar al muchacho contra aquello, de modo que los dos hicieran visible al “otro”. El anciano buscó otra vez la tranca, ya enmohecida y amortajada por las arañas. La limpió, le labró una mueca para empuñarle, luego la lijó y barnizó con impecable esmero. Así la tuvo por días y noches, mientras seguía al muchacho desde su sombra. Nunca desistió incluso cuando aquellas tardes eran más lánguidas que las que alguna vez viera en sus muchos años. No dormitó más y sólo dormía mientras los demás soñaban. Se levantaba y de nuevo seguía, como un bobo, aquel grandulón a todas partes.

Una de esas tardes, bajo un crepúsculo funesto, el muchacho al fin se fue derecho a su rival. Primero el viejo lo atrancó por el cogote, más para dirigir los avances de aquella golpiza que para procurar un punto exacto, pero ya estaba muy viejo para lidiar con una bestia bronca y ágil, así que sólo escurrió la tranca hasta la mitad de la espalda, y apretujando su pecho por el otro extremo avanzó un poco. Creyó escuchar un golpe, pero sabía que su sordera podía confundirse fácilmente. Empujó y empujó, se escucharon varios golpes y como pudo el viejo estiró el pescuezo para ver si de verdad podía ver. Vio que un golpe se estrellaba en una veladura o que al estrellarse se formó una neblina como cuando en la oscuridad el humo de un tabaco profético de pronto se le recorta con el haz de una linterna. Empujó más, concentrándose sólo en ese tenaz esfuerzo. Empujó así no pudiera ver nada que fuera por entero visible. El ataque se postergaba como nunca, pero todo parecía contenerse entre la trabazón de aquella terquedad.

El viejo se le ocurrió que el muchacho podía blandir la tranca y que así atinaría mientras se le siguiera empujando contra una figura ya presente. En dos contorsiones inexplicables, ya estaban en esa situación. Cuando cayó el primer palo sobre la cholla, el viejo sintió que aquel calambre original también se transmitía a través de sus arrugas. Entonces empujó como nunca, como si apartara la lápida de su propia resurrección. Nunca antes había dejado de pensar en la muerte como entonces, aunque más bien la fuerza aplicada sobre aquel cuerpo era lo único que podía concentrar un vínculo de verdad. Escuchó un golpe seco y después escuchó lo que ya se oía en la profundidad de un cráneo roto. Flaquearon sus piernas. Su cuerpo entumecido resbaló de la espalda sudorosa. Sobre la tierra, ya se diría que prosternado por la fatiga, lentamente levantó el rostro más viejo, y por fin pudo ver completamente a la figura.

El fantasma, es decir el otro, era el muchacho, tenía sus mismas órbitas en las mismas cuencas, la misma desmesura de esos ojos en el resto del cuerpo, tal como si se hubiera descrito él hace ya unos días, y le corría un hilo de sangre tan roja como la que pudiera venir de aquella otra frente. Al acercarse, vio la piel curtida e imperfecta, cada diminuto grano, cada vello que se erizaba después del trance. Podía verlo como si lo hiciese con una lupa, aunque sin aumentar las desproporciones de la memoria. Pensó que también ese cuerpo tuvo que constituirse de lo que provino, y que el golpe no fue sino un accidente simultáneo. En verdad sus detalles parecían descender de todos aquellos ancestros remotamente combinados hasta esa acción. Y quién era ese abuelo que le estaba dado tal clarividencia. Sabía que existía porque había envejecido hasta entonces y porque ya no lo importaba envejecer más allá de aquel límite ni morir como un exceso de sus previos atributos.

La soledad los recluyó a ambos en un rincón, junto a la tranca, y apenas podían esperar por todo, como por una herencia. El anciano, no obstante, seguía prendido a sus ojos, y ya no se acordaba de lo que había dejado de ver. Se le figuró que el fantasma finalmente moriría. No se atrevía a tocarlo aún, acaso porque ya le profanaba con mirar. El “otro” murió, apenas al nacer. Al volverse, el viejo vio que el muchacho ya no estaba, y que alrededor no se veía ninguna figura en fuga. Las impresiones fueron arduas, ciertamente, pero no pudieron ahuyentar a quien tenía que yacer desmayado. Éste murió a expensas de la única vida que pudo coincidir con él y se hizo de la única forma que podían llevar los dos grandulones por separado. Uno estaba perdido e insepulto, pero el “otro”, el presente finado, ya no podía golpear a nadie para salvar a nadie más. Apenas una tumba, que hallaría entre palas ajenas, iba ser toda su audacia. El viejo no se levantaba aún. Cuando lo hizo sintió de pronto un golpe seco del que hubiera escuchado más o menos la misma profundidad de antes, si no se le hubiera privado allí casi de la misma vida.

Despertó en un psiquiátrico, quién sabe si contando una historia de la que nadie llevaba una cuenta, aunque los recuerdos se repetían también sin variaciones memorables. A cada trauma eléctrico, la cabeza congregaba una y otra vez los rigores de un desmayo que insistía para cada ocasión. Pero mientras se le asoleaba en el patio, pensó que a cada estallido aparecería en un patio poblado de fantasmas más vivaces que él, aun más vivaces que aquél que buscó su muerte bajo el vigor de quien así desaparecería.

La electricidad era horrible, la sentía correr incluso en el sueño, bifurcarse una y otra vez, hasta que el delta abría los párpados como en una pesadilla. La electricidad venía desde sí, desde lo hondo de su cuerpo ya caduco, antes que desde los cables se precipitara a esos electrodos. La electricidad le comprimía siempre contra aquel reducto, porque en cada sesión la tranca coincidía sobre dos frentes distintas. Nunca supo si en aquellos trances él era elotro”, el que se hizo el muerto, y no el viejo que tuviera que justificarse según vínculos atávicos. Con las descargas perdió sus escasos dientes, las uñas se mellaron como las garras de una bestia desesperada en el vacío, y otra vez ese golpe que siempre se hundía en el cráneo de un modo que no le permitiera saber si él era el otro, justo en ese instante repetido del cual ya no saldría jamás, aunque volviera tantas veces como el viejo que acarreaba más achaques de los que ordinariamente impedían sus costumbres. Después el patio, el cobertor, las dudas y el silencio. Cuando la electricidad parecía disiparse en sus arrugas, volvían los interrogatorios invariables, acaso una benemérita ancianidad que igual sería mortificada, y que por virtud podía distender las palabras de un modo señalado.

A los meses, supo que le electrificarían hasta que ya no invocara ese fantasma; y supo que las intensidades de los electrodos, y aun las pausas de eléctricos silencios, correspondían a ciertos detalles que los interrogatorios no reducían, pero también supo que sólo los extremos de la electricidad, en su paso indefinible, podían reunir para siempre a esos dos golpes como si ocurrieran de una sola vez, en una sola tarde, con la misma tranca, en cada una de esas veces repetidas con correas y bocados de cuero. Supo que no dejaría de contar lo que saliera de su boca, como si las palabras que se repetían fueran entonces susceptibles a los más leves registros. En el patio predicaba como un vidente cuyos dones eran renovados a costa de su misma lucidez. Por lo demás, el pobre anciano mascullaba oraciones al alma perdida de una criatura perdida, mientras a su alrededor todos reprochaban la versión de que era capaz un homicida desalmado. Testigos hubo que dicen haberle visto detrás del pobre bobo durante días, con una tranca que por misericordia y desgana otros parientes ya no quisieron blandir.

Una enfermera, mientras lo asoleaba, dijo:

Ah, viejito infame, quién lo diría, que mata y come del muerto.

Muchos pensaban que si los electrodos no le podían redimir, le castigarían tanto más, y desde luego merecidamente, cuanto en ese empeño no le redimieran nunca. Él mismo pensaba que sus verdugos eran encarnizados, porque de cierto conocían una historia que oirían indefinidamente. Cómo contar algo distinto, si la electricidad no variaba su curso desde los primeros tiempos. Cómo confesar un crimen irreal, si todos le ataban con correas y le amordazaban bajo el rigor de esos electrodos. Cómo rogar una clemencia que lo aniquilaría. Sólo podía ser ese hombre vituperado injustamente por todos o ser ya la piedra con la que él había tropezado al nacer. Ser acaso un puente que se crisparía a cada impulso, pero sin detener los impulsos eléctricos. Ser el que por ser lo que era morirá dentro de un psiquiátrico, sin más extensión que la de morir así. Ser precisamente aquél del que sus herederos ya se disputan la tierra como no se disputarían el cetro de esa tierra. Ser, entonces, el mismo que de encontrárselo en un ataque lo tendría que enfrentar hasta lo último, y él ya sabía que lo último era un psiquiátrico como éste y un desaparecido como aquél y quién sabe qué ignota tumba y cuántos fallidos electrodos.

Una mañana se le ocurrió una idea extraordinaria. Para no contar lo mismo, y sin embargo porque lo haría sin variación del cautiverio, el anciano procuró entonces explicar porque no le creían. Otras palabras iban a transformar el interrogatorio, y así los dos sujetos ampliarían el predicado de su discordia, al punto que también crecieran los medios de esa misma separación. La idea le vino con su sustancia. No era sólo porque tantos asedios le fueran un acicate, sino más bien porque al fin comprendió que nunca le iban a creer una historia que subyacería de la incredulidad ajena. Sin embargo, la paradoja milagrosa era que ya podía explicar a su doctor por qué las circunstancias encubrían una realidad original y porque esa realidad no excedería nunca esas formas corregidas. De tanto hervirle la cabeza sucedió que de los hervores se redujo una conjetura que fácilmente se entendía, o más bien él ya era, pese a todo, un muchacho como aquel muchacho, ya viejo y más tonto, si bien no tan alto, y con una joroba milenaria.

Verá, doctor, ustedes no me creen, porque yo lo empujaba; es decir, no era que el pobre bruto insistiera en un afán solitario, sino que también yo lo empujaba contra sí mismo. Lo empujaba, doctor, sin darme cuenta de que lo haría ceder sobre su propia línea divisoria. Ahora que ese esfuerzo no me dejaría al margen, porque yo contribuí más allá de un punto que por sólo se anularía con cada golpe. Doctor, yo mismo sentí correr por mis arrugas el calambre de aquella tranca. Ahora que al empujar yo ganaba facultades sensoriales, que también me incriminaría según las ideas que se puede formar un prójimo, justo por desaparecer un pariente entre toda aquella energía consumada. Cómo más iba juzgarse el hecho si muy dentro de guarda su verdadero influjo. Usted, doctor, no creará mi relato, porque yo sentí correr el calambre de esa tranca como siento que la electricidad precede a mis nervios.

Naturalmente que el psiquiatra no le creyó en absoluto y que con cierta frialdad anotó algo en su libreta. El viejo al ver aquellos ojos impasibles, donde quizá él se reflejaba como un borracho desafiante, cayó de nuevo sobre la silla de la cual no se levantaría más con vehemencia.

La historia se la ahogarían en su boca. Murmuró, eso sí, que él no era un asesino, que él no había matado al muchacho. Y luego una enfermera rolliza se lo llevó adentro. Las ruedas parecían girar sin completar ningún giro, pero el anciano, en su solio, veía como se acortaban las distancias que veía, y veía como el cielo podía tocársele si se anduviera lo suficiente. Las ruedas parecían girar sin completar ningún giro, pero él seguía sin saber adónde lo iban llevar, apenas empujándole, y quién sabe qué resortes se comprimían ni contra quién se acortaba un mundo. Ya era un objeto, salvo porque secretamente conocía esta cualidad. Un objeto como la tranca, como la silla sobre la cual él era un objeto, salvo porque secretamente conocía esta cualidad.

El psiquiatra levantó la cabeza y antes de vislumbrar una silla que se alejaba para siempre, o que para siempre volvía, se topó con un colega que acostumbraba gastarle bromas muy pesadas, las cuales más bien parecían venir de un loco.


Vaya que travieso son los que no se mueven.

A ese viejo —dijo mientras cerraba su libreta— no hay modo de que se le implanten fecundas ideas. Salvarle de la cárcel como que costará la cárcel a su salvador.

¿Ese viejo de la silla? Vamos, ¿no es uno nuevo?

Qué nuevo va ser. Le hice el ingreso hace meses.

¿Seguro?

Por supuesto, hombre.

Me parece que es primera vez que lo veo por aquí, aunque la historia como que ya se repetía en las visitas.

La historia la conocen todo.

La historia del profeta del patio. Pero nadie sabe si lo han traído. Por mucho locos que haya aquí, éste se hubiera distinguido de veras, y apenas hoy se te ocurre hablar de él.

Debe ser que no le hice los papeles, pendejo.

El papel aguanta todo, colega.replicó el otro y salió mientras silbaba.

El psiquiatra quedó mudo. Acaso trataba de recordar qué tanto pudo escribir para ese caso. ¿Era verdad entonces que las primeras notas se habían archivado entre otros documentos similares? ¿Puso lo primero que se le ocurrió sobre un loco que no se le podía prender? ¿Tal vez porque el papel lo aguanta todo, sucedía que alguien, a sus espaldas, exageró las primeras impresiones? De súbito, recordó su partida de nacimiento, fotocopiada una docena de veces y quién sabe cuántas más por el notario. Recordó los papeles de sus vacunas, las matrículas de los políglotas colegios, los exámenes cruciales en la facultad y, finalmente, el título enmarcado en la pared. Apenas respiraba, porque temía que esos papeles, azuzados por cualquier amago incidental, se desperdigaran entre tantos otros que él firmó en ese psiquiátrico. Pasó la tarde y él parecía una estatua enrojecida por el sol, vinieron las enfermeras y en vano lo trataron de persuadir de entrar al edificio. Vinieron los demás doctores y le hablaron de otros pacientes. Le trajeron un paraguas, pero el sólo movía los ojos azorados. Vino la lluvia y bajo la lluvia vino aquel colega a decirle que el viejo había muerto, que no era mentira que muriera después de tanta electricidad concentrada en una libreta, acaso quiso que el cúmulo de detalles le hicieran volver en sí, pero el psiquiatra creía que la lluvia deshacía sus papeles, haciéndoles ya del todo inteligibles, y que si se movía sin licencia ni salvoconducto ya no iba moverse nunca, como aquel viejo al que le redactarían una forma entre los márgenes repetidos de un papel frágil, al tiempo que amplio y condescendiente. El psiquiatra ni siquiera notó que la libreta sobre la cual puso sus últimas palabras, aguantaría también el puño de un loco más, que era él mismo.

















MICROBÚS


Explicaciones le conseguimos a las cosas cuando no queda sino investigar por qué pasan. Si te pones a ver, te darás cuenta de que lo dicho el viernes tenía mucho sentido, y que aún hoy me tocaría decirlo como si no hiciera falta repetirlo en absoluto. Sí, ya sé, pero es que tú dices una cosa y luego hay que hacerlo como lo dices, sin que quepa la menor interpretación posible. No me entiendes. Claro que te entiendo, ese es el punto, pues te explicas tan bien que además te atribuyes la licencia de los otros. Déjame ver. Tú dices que soy egoísta, que únicamente pruebo lo que ofrezco, pero admites, por otra parte, que comparto esto mismo de tal manera que los demás también lo pueden escoger cabalmente. Viste, ahí estás otra vez, siempre invades lo que no te incumbe y según un provecho que sólo tú reconoces. Mejor apartemos la diferencia y concentrémonos en lo que nos une, porque acaso no es de Dios que discutimos siempre. Mira, yo sé que tú te figuras malicias en mis consejos. No creo que sean consejos, más bien se me figura que aconsejas tomar tus mandatos por consejos, esto sí que se repite. El diezmo es de corazón. No te pido que me obedezcas, te pido, eso en primer lugar, que obedezcas a tu corazón. Sí, y qué pasa si por deslomarme más de la cuenta amanezco descorazonado. Yo tengo familia que mantener, no puedo pasarme los días esperando que las mismas piedras que me martirizan vayan a convertirse en pan. Si la iglesia tiene que construirse, por supuesto que lo haremos, pero en la medida de nuestras oraciones, no en la medida de nuestras blasfemias. Dios no tendrá la misma prisa de nosotros, así que lo mejor sería no rezagarnos en su ejemplo. Tú no me entiendes. Yo te digo que trabajes los domingos, y tú no me entiendes. ¿Sin paga quieres decir? Exactamente. Y luego dices que no te entiendo. Escúchame; yo quiero que trabajes los domingos con tanto aplomo como desinterés. ¿El día de descanso y sin paga? Sí. ¿Tendré derecho a librar otro día por ése? No. Entonces porque no trabajas el doble tú, eso sería una solución, al menos el pastor lo vería con buenos ojos, ya que todo lo ve pese a sus lagañas. Yo no podría trabajar por ti, como tampoco podría redimir tus pecados. Sin embargo, se me hace cometer uno capital, uno que precisamente ningún prójimo puede redimir en mi nombre. Cuando la iglesia esté lista y los sermones se escuchen adentro alabarás a Dios como el que más. ¿Como el pastor y como los otros que tampoco han puesto una piedra ni ligado ninguna viga? Dime una cosa: ¿crees en verdad que yo te exhorto en tu perjuicio? Recuerda que el domingo es un día tan sagrado que fue el regocijo de Dios. Eso es lo que veo; es decir, debería ser también el regocijo de sus criaturas. Lo que pasa es que tú siempre has sido bronco y rebelde. Es esto lo que te venda los ojos. Lo que me venda los ojos son las lagañas de los demás. Fíjate bien, me dices que debo trabajar el domingo. Todos los domingos, eso te digo, hasta que ya puedas trabajar según los otros diezmos de la grey. Entonces no me he perdido de nada. Así que el esfuerzo es igual al que me agobia. Te has perdido de todo, y qué tanto más te perderías si sigues perdiendo más. Ya no me importa que mi mujer se siga ufanando a mis costillas, de cualquier modo este es el último domingo que voy. No sé tú, pero para mí ya fue suficiente de domingos que me prohíben llevar la única ropa que me viste de verdad. Detente, no hables como un impío. Qué cosas más contradictoria que una iglesia procure cavar un templo sólo en los callos de sus mártires. Deberías escucharte, no sabes lo que dices; es que ni escuchándote a ti mismo llevarías otras orejas distintas a las del burro. Mira, yo no sabré mucho de escrituras, pero se me figura que no van descaminados los que no le pierden pisada al Apocalipsis, y al parecer eso esperamos todo, sea porque andemos o no lo suficiente. Escúchame para que entiendas: debes trabajar los domingos porque es el único día que puedes ofrecer de verdad. ¿Ahora si lo entiendes? Ahora escucha tú. ¿No crees que si Dios se tomó el séptimo día, es un despropósito que aun así todos ustedes me obliguen a un diezmo que debe ofender a Dios? ¿Ofender a Dios? Por supuesto, porque resulta entonces que quedaba mucho por hacer, cuando Dios se tomó su merecido séptimo día. Se dirá, entonces, que la obra no es perfecta y que además está inacabada y, lo cual es peor, se dirá que todavía hace falta de que un carpintero renegado se deslome arriba mientras lo que no hacen nada gritan aleluya abajo. No me entiendes. Ultimadamente, yo no voy a seguir de domingo en domingo, mientras otros sólo tañen la campana en la sombrita. No me entiendes. No me entiendes. Y si no vas el domingo, ay si no vas el domingo… ¿Qué va pasar? ¿No me pagarán lo que me deben? Porque entonces voy al ministerio y los demando, a ver si el pastorcito es más locuaz con abogados.


Mamá, ese es el señor, ¿verdad? ¿De cuál señor hablas, hijo? El que vino ayer. Debe ser el tipo del gas, Flora. Sí. Pero, ¿cómo lo sabes? ¿Lo viste? ¿No estabas en la escuela? Lo que pasa, mamá, es que en su salón hay una ventanita, ¿verdad, Pedrito? ¿Ya le dijiste de la tubería, mujer? Lo hice, pero parece que no es la tubería. Ese olor debe venir de al lado. Segura esa loca tiene una fuga que confunde con los pedos del marido. ¿Y por qué no le dices? Es peligroso para las dos casas. Yo no le hablo a esa puta, y ni que Mario se le ocurra dirigirle la palabra. Dile al tipo de la compañía. Es otra compañía. Además, dizque el marido trabaja con tuberías de alta presión. Lo que no sabe el marido es que incluso a baja presión trabajan otros, mientras él lo aguanta todo. Yo creo, más bien, que debe ser un ratón atorado en la cocina. Tienes razón, Flora; una vez Conrado consiguió uno que daba un olor parecido. Casi me muero del susto al verlo, era apenas más grande que una cucaracha, y ya sabes lo que me aterran las cucarachas. Es ése, ¿verdad, mamá? El que lleva la escalera. ¿Cuál, Pedrito? Aquél, Ángela, el que lleva la escalera. Yo no lo veo. Ya siéntense, a qué viene tanto alboroto, debe ser que nunca han visto a un hombre con una escalera. Ése no es, Pedrito. Cómo que no, si tú ni siquiera lo conoces. Siéntense que el carro ya va arrancar. Por cierto, creí que era tu cuñada. Cuñada lo fue cuando otros eran los cuernos del malasangre de Federico. No hay hombre más manso que aquél que puede dar cornada. Cómo tienes vaina, Flora. Claro que no es él; eres un mentiroso, Pedrito. Mamá, dile Ángela que no me diga mentiroso. No les dije que se sentaran. Está bien hecho que se dieran un cabezazo. Ahí lo tienen. A mí no me dolió nadita. Mamá, dile a Pedrito que diga la verdad. Se callan los dos. Oye, Flora, ese no es el tipo. ¿Cuál tipo? El que te mandó el papelito aquél. Qué papelito y qué ocho cuartos. Las facturas, quiero decir. Ah, ¿las facturas?


Es una salchicha ese mocoso. ¿Salchicha? Ya sabes, hecho de mucha sangre y a la fuerza. Ayer nos enteramos de que el gato lo había envenenado él. Y por qué no les dijeron a los padres. Qué padres se gasta: un borracho pendenciero y ladrón y una mujer que por boca tiene una cloaca. Pero cómo pudo matar el gato si se dice que tiene muchos gatos. No es de extrañar que con los padres que tiene haya salido medio locón. Matar un gato porque no lo pudo tener, no es de una persona muy normal que se diga. Albertico lo vio primero, y, claro, no lo pudo soportar y por despecho mató al gato, y hasta lo dice tan campante el desgraciado. ¿Qué lo mató? No, todavía sigue negándose. Que eso está bien, que es un castigo para el gato y para Albertico. ¿Lo puedes creer? Sí que le falta un tornillo al pobre. ¿Uno nada más? No sabes cómo estaba Albertico. Claro, si para él era una adoración el animal. Lloró una semana. Seguro quería vengarse matándole un gato al otro, uno atigrado, bastante gordo, yo misma le hubiera comprado el veneno para que no se quedara con la afrenta, pero esa gente es de cuidado. El hermano mayor es un bandido que está prófugo. Cuando tenía más o menos la edad de éste, hervía gatos recién nacidos en latas de leche. Eso tal vez explica porque el otro los ceba como un rebaño. Mala leche la de tener que convivir con esta gentuza. ¿Por qué no se mudan? ¿Adónde? Vente al barrio; la Maruja alquila una pieza con derecho a cocina y baño privado, entrada independiente y todo. ¿Ahora mismo? No es bueno que Albertico se críe entre esa gente. Si vieras que lo he pensado varias veces, después de que me dejara Juan, que quién sabe si ya conseguiría los cigarrillos; ojalá también consiga el cáncer a tiempo. No supiste más de él, ¿verdad? Y qué te dicen los parientes. Todos son unas porquerías. La suegra siempre le metía ideas, ya sabes que para ellos yo fui la perdición de Juan, como si el angelito no lo perdieran sus alas. Además mudarse ahora, justo a la mitad del año escolar es un caso. Yo les pudiera conseguir cupo a Albertico, ya sabes que el director se muere por mí. Sí, verdad. No te rías, que hablo en serio. El tipo es casado. Pero también es director. Además no estamos hablando de romances. Tienes razón. Déjame pensarlo un poco. Tómate el tiempo que necesites. Yo hablaré con mi vecina y le guiñaré los dos ojos al director a ver si lo duermo así.


Suba, señor. Baje usted, más bien, que ya viene bajando. Usted está mayor. Déjeme ayudarle. Baje si va bajar, yo más bien de aquí puedo ayudarle a usted, porque mis canas no son por sus años. Me llama viejo. Y quién llamó a quién primero. Señores si van a caerse a coñazos, salgan del estribo, si me hacen el favor. Qué baje, pues, yo aquí lo espero. ¿Es que tienes miedo de subir? Claro, como ya tienes los dos pies afuera. Se salen los dos. Cuáles dos. Será que se va salir uno y el otro que entre a ver si así sale. Miren he tenido un mal día para estar lidiando pendejadas. Se va arrechar por nada, en vez de darse prisa. Denle una patada por el culo a ese viejo para que salga de una vez y arranque. No ve que hay gente que va al trabajo. Dale, que este calor es de perro, y este perro perdiendo el tiempo con estos viejos de mierda. A quién le dices viejos. Ultimadamente yo no arranco y se bajan todo de esta mierda. Qué grosero. Paren, no ven que hay niños. Qué gente más desconsiderada. Siéntate gordinflona, y deja de joder. Ve a lavar las pantaletas. Debe ser que tus interiores no se guardan todo adentro. Cuidado. Ya. Ya. Esperen. Dejen que salgan los niños; no sean tan animales. Ah, se creen mucho porque pagaron al subir, creen que por eso tengo que aguantar tantas vainas. De aquí no sale nadie y usted venga para adentro que igual quería entrar, viejo pedorro. Completos. Es una pistola. Calma. Clama. Dios santo. Los niños. Es culpa del dinero, del miserable dinero. Por él vamos y venimos sin encaminarnos al paraíso. Pagamos el pasaje para movernos como bestias. Cállate predicador de acera. Una trompada. El que me quiebre un vidrio le pego un tiro. El que me pegue un tiro le pego otro. Dejen de lloriquear. La policía. ¿Por qué la policía no aparece? La parada ya está sola. Todo por un pleito de viejos. Es que no tienen mecedora en sus casas. Gordinflona, cállate. Me está doliendo la cabeza. Brutos, los niños se desmayan. No me llega aire. Por las ventanas tampoco se puede. ¡Cómo! ¡Qué vaina es ésta! Dame para ver si no se mueve. Es la caja, se trancó. ¿El tipo de la escalera? Pasa un tipo con una escalera. Griten todos. Oye, tú. Ayuda. ¿Es el mismo tipo que está al final y al principio de la escalera? Es un punto entre la sucesión de los peldaños. Un gato. Lo vieron pasar. También un gato. ¿Uno negro? Yo vi uno negro. Pruebe con la pistola, señor, o mátenos a todos. Es un sueño. ¿Tuyo o de todos? Cálmense; lo que pasa es que todos queremos salir. Hay que serenarse. Ah, por qué no salió este viejo de mierda. Es el mismo que quería entrar. ¿El mismo? Es verdad es el mismo, como el de la escalera, abajo y arriba del estribo. Calma, nenita. ¿Alguien sufre de asma? Una bombona para esta niña. No es eso, es que se acaba el aire. Ni siquiera por los vidrios rotos puede verse algo. Ya no más. Donde estamos. ¿Todavía en la parada? Y si nos movemos… ¿Hacia dónde? ¿Alguien sabe?


Ese microbús tiene una semana allí, papi. ¿De veras, hija? Yo no lo noté cuando subí. Pregúntale a mami. Pues sí, ya sabes que tenía tiempo sin ver a tu mami. Pero no es un microbús. Los microbuses son más pequeños. La cantidad de pasajeros que cabrían allí no podrían entrar en un microbús. Este es un autobús. ¿Dices que tiene una semana entre esos matorrales? Tuvo que haber caído desde el puente. No lo creo hija, porque el rastro (¿lo ves?) viene desde allá, hasta lo matorrales. La hierba lo borrará en unas semanas. Es raro que todavía esa mole esté allí, que no la haya reclamado nadie, que no se haya reseñado en el periódico, que el gobierno no la haya remolcado pese a que está a la orilla de la autopista, y si se rueda a la autopista. Qué raro. ¿Qué dices, papi? Nada hija, tal vez se le fueron los frenos y vino a dar hasta el fondo. Sabes, yo he visto gentecita adentro, papi. Pero no son como las que deben tener los radios, son tan altas como cualquiera de nosotros. ¿Gentecitas? Caminan se sientan. Parecen que no hablan. Hay un chofer, lo sé por qué es el único que toma el volante. Viejos todos. Deben ser mendigos y borrachos. Qué dices, papi. Esa gentecita no la veo ahora. Deben estar durmiendo. Mira; allá se levantó uno. Es el chofer, ¿verdad? Cómo lo sabes. Supongo que porque camina hacia el volante. Es verdad, no hay nadie que le quite el puesto. Debe ser muy madrugador, hija. Y si están viajando, papi. ¿Viajando? Como hace Manuel en la máquina de coser. Juegan a que el camino es largo y van para allá y para acá sin moverse nada y dando muchas vueltas a la manivela. Debe ser igual. Por eso están tan viejos todos. Por eso aparecieron de repente, por eso se demoran desde la semana pasada. Y los otros, ¿quiénes son? No lo sé. Fíjate bien, cuando dijiste microbús es porque la cantidad de pasajeros es la que cabría en un microbús. Eso ya es saber bastante. Se levantan todos, papi. Ya yo los he contado y son 21. ¿Viste, nena? Son más o menos los que cabrían en un microbús. Ajá. Pero sólo sé quién es el chofer. Los otros… Ah, pero allí hay sólo unos pocos. Todavía estarán durmiendo unos, o se habrán bajado otros. ¿Cómo se pueden bajar si todavía no llegan? Es como bajarse de la máquina de coser sin dejar el turno. Te prometo que mañana no estará ese autobús allí. Ahora vayamos que de seguro tu mami debe estar impaciente. Ya me imagino los reproches. Pero si mañana no aparecen, no sabré quienes son los demás. Entonces resolvamos hoy y después te voy a comprar un helado inmenso. Sí. Aquél de la barba blanca, el que habla con el otro de barba parecida, los dos están discutiendo cómo construir la iglesia a la que van; no se ponen de acuerdo porque falta mucho del camino y mucho de la iglesia. ¿Cómo la torre de Babel? Algo así. Aquella mujer, cuyos hijos se sientan adelante, de seguro va reclamar una factura del gas, su amiga de al lado cree que es otra factura. ¿Ésas, sentadas en el fondo, papi? Una le dice a la otra que se mude, porque un gato ya era mucho. ¿Cómo que un gato ya era mucho? Bueno apareció el gato envenenado por un vecino y están pensando que es mejor irse, pero tardan porque tomaron el camino corto. Aquellos que se dan de coscorrones con el chofer, parecen monos que quieren ir al zoológico, pero la verdad quisieran ir a otra parte, porque ya están viejos. ¿Y los otros? ¿Los que no se ven más? Los otros… bueno esos duermen ahora, son los que les toca dormir, tú misma lo dijiste, y mañana también desaparecerán con el autobús, tempranito, te lo prometo. Ahora a comprar un helado. Sí, papi, uno inmenso. Y a ver si tu mami no me hace repetir este cuento, que ya ni siquiera recuerdo cómo salir de él.






IMAGEN Y SEMEJANZA


Se ve que parece una bolsa suspendida en quién sabe qué vacío, pero estamos bajo el mismo cielo, un cielo vasto, tal vez azul y de cualquier manera tan profundamente hermoso. ¿Y si es una bolsa? Digo, porque para sostenerse en el aire y relucir como una gema tiene que estar hecha de plástico leve, traslúcido, abombado, con asas parecidas a las orejas de un conejo sordo, de esos conejos de algodón que apenas si pesan algo y que si comen es porque el ayuno también necesita de cierta materia comprensible. Mira. Sucede que se le ve venir, sí. No se aleja de mí, sí, porque su proximidad linda sólo con lo que le precede. Sí. Aunque es difícil de creer que algo no varíe su altura entre las ráfagas del viento. Veo que viene por el mismo plano en que se dilata la vista, ¿y si es una mota del horizonte? Es decir, puede que alguna anomalía, o más bien digamos que una seña original aún persiste a lo largo de una línea que nunca antes se le hubiera visto un grumo, una mota. Cómo se te ocurre. No es que le falten nudos a una larga cuerda cuya extensión infinita se reúne en el centro de todas sus tensiones, porque más bien es poco probable que entre un nudo y otro se altere algo, cuando precisamente en cada nudo se altera todo. Venimos entre dos nudos, así que sólo abarcaremos, como videntes, nuestro destino. Sospecho, sin embargo, que esa bolsa viene atada de un lastre que no se desprende al final de la memoria, sospecho que apenas se elevó como si no se despegara de nadie. ¿Y si es una cometa? Porque un chico puede retenerle así sin aflojar mucho en el cordel. ¿Es que no ves que sigue, que no se para más que en su figura inmóvil? ¿Es que no sientes el mismo viento que llega entre tropiezos y arrebatos, acarreando lo invisible a revolcones? ¿Acaso un vuelo puede anclarse como una isla? Además, para que un chico pueda llevar la cometa así, es porque en lugar de volarle le lleva de máscara, encubriendo este prodigio para no verse del mismo modo que se viera en un espejo. Sí; eso tiene que ser. Como la tierra es caprichosa se traga el cuerpo antes de quien viene, y sólo la cara, como la espuma, se congrega encima del bocado. Tal vez ríe, pero viene. Tal vez llora, pero viene. Tal vez piensa en pensar muy poco, apenas como para no quedarse en blanco, pero viene. Viene de tan lejos, porque lejos es allá, de donde trae su cara hecha de todas las cosas que pueden ser comparadas con su cara. Debe tener dos ojos como un profeta que se duerme después de soñarse hasta el cansancio, o debe tener un ojo como el tuerto singular de una historia no contada por Homero... o simplemente ya no tiene ojos, porque una vez que a tientas los hubo perdido, no se devolvió más entre el fuego de una década milenaria. No afloja el paso, si bien camina como Jonán en la ballena; ya se aproxima, bueno no ha dejado de acercarse, si bien a lo lejos se nota que llegará. Pero ¿quién puede ser? No conozco a nadie que venga a estas horas a mi encuentro, tampoco estoy buscando un testigo de esta soledad que sólo a mí me atañe, y que tanto me ha repelido desde la infancia. ¿Quién viene? Porque si viene es que se ha ido de algún mapa arrugado sobre la mesa de otro cartógrafo, es porque lo esperan mientras se demora en volver con otro mapa que alguien más calcó furtivamente; es porque sigue y sigue y viene. Para que un espejismo se desarraigue a cada paso, tendría que perecer en cada paso hasta deshacerse en su follaje entero, como sus frutos lo hacen antes del mordisco pecaminoso. Más bien la bolsa se hizo cometa, se hizo máscara... y cuando le alcances a distinguir, cuando le tengas en tus narices (por decirlo con cierto aire respirable), pues verás que ni era bolsa ni era cometa y que sólo algo que no fuera nada puede tener tantos detalles verídicos. Camina. Sólo camina hacia donde vayas, y va suceder con el tiempo que tus huellas sabrán abrirse paso en tus pies, como las arrugas se abren camino entre tus pulgares opuestos. Camina que la distancia es larga, porque cuando es larga sabes que la profundidad de lo que te espera está por encima de tu cabeza, no como un sombrero, sino como cuando apenas con la desnudez erizada te calientas en invierno. Ahora cabecea. Va de los pies a la cabeza un calambre insospechado. El bulto cabecea, como si pensara en un engranaje diferencial, ciertamente piensa la cabeza que al fin recobra su cuerpo del bocado. Es una persona por fin. Una persona de verdad, como yo. Alguien que viene caminando, como yo, y que ya se pregunta por mí, como yo. Sube y baja sobre un cuerpo que aparece y ya no desaparecerá, ni porque tenga que impulsarse sobre los apoyos necesarios. Es alguien cojitranco; ya no es el que se le viera tan parejo en el horizonte. Sube y baja. Se alza y cae. Se encarama y desciende en la sucesión de lápidas disparejas. Cuando esté tan cerca, cuando nuestros hombros se toquen o se eludan, haré como que no le veo, como que no advierto su defectuosa complexión. Veré adelante como si nada, o más bien como si es normal verle desde mis propios defectos y dilaciones. Entonces no discriminaré a nadie, dado que soy la misma criatura que algún día cerrará sus ojos, cuando los sueños no me desvelen más ni los amaneceres interrumpan mi último crepúsculo. ¿Acaso no se sabe, aunque incomprensiblemente, lo que se ve? Después del silencio, nada nos dice más sobre la gente que las costumbres para ataviar, hendir, mutilar, resaltar, perforar, vestir o preservar un cuerpo universalmente dotado por la naturaleza. ¿Es acaso la clarividencia de un recién nacido desnudo e invicto? Aquí viene, sin detenerse en nada, como si le persiguiera nadie. Cómo me mira, con qué horror me mira. Cómo deja de mirarme. Cree que le desprecio. Sí. Por qué cree tal cosa, si yo miro al frente y lo hago sin detenerme en su cojera; por qué, si sólo de espaldas a lo que detrás dejo sigo y me persigo, además según las medidas de mis derechos con tanta abnegación conquistados. Por qué se hace tales ideas, si también pasará a mi lado sin detenerse en sus remilgos. Por qué, entonces, si hombro con hombro coincidiremos un instante como compatriotas de un solo abrazo, sí, de uno muy especial que sin embargo no nos daremos nunca, en ninguna fecha y en ningún lugar. Mírale con el pretencioso ahínco de su cojera. Casi se diría que entre cabriolas ha llegado desde donde no se baila nunca. Me mira, fijamente; lo sé. Con odio me mira. Como si lo despreciara, me desprecia. Cree que yo le ignoro porque me enorgullezco de un acto tan vergonzoso e injustificable para los dos. Se dice, quizá, que yo exijo una satisfacción por mi apostura. Se imagina que suelo parecer respetable a pesar de las situaciones más ofensivas. Al fin estamos de frente, bueno, a unos veinte pasos que divididos son diez. A unos diez pasos exactamente que divididos son cinco, y luego dos y medio para el primer quebrado que se garabatee en el pizarrón. En fin... un punto imposible entre tantas mitades que no se juntan. Cree que además soy un lisiado, que necesito una limosna para agradecer tanto infortunio, pero no... aún no precisa que sólo sobre sus pies puede divisar asedios similares. Haré de cuenta que no me entero, que le trato como mi igual, porque en verdad soy su igual, y que tampoco soy menos en ser igual al otro, ni por vergüenza ni por orgullo. Pasó, y sin creer en lo que yo creía. Pasó, más bien a razón de sus prejuicios. Por arriba por abajo. Simplemente pasó, reptando como una serpiente. Agazapado y luego en el zarpazo. Sin verle, porque apenas como un bulto remoto le noté, sentí que sus ojos se clavaban en mí, eso sí, pero sin verme con buenos ojos, pues su vista seguro siguió de largo y bien pudo perderse en el horizonte opuesto, donde una bolsa plástica no se levante mucho, porque se ve que esto es lo que alcanza su corta vista. Cuánta gente hay que se comporta como si la compasión los hiciera estrategas inmejorables, y en la primera batalla se acobardan o quedan tullidos para siempre. No sé qué pensó de mí, pero parece que igual me despreciaba, de seguro cree que yo fingía una normalidad tan anormal para una situación que le ha tocado vivir toda su vida. Es fácil creer que la sobrevivencia puede salvar a cualquiera y en cualquier caso y en cualquier momento. Parecerá que venía cojeando sólo por condescender con mis tropezones y de pronto casi se descalabraba. Parecerá que nos dábamos de puntapiés mientras duraba la finta pasajera. Se pensará mucho que este encuentro nos ha lisiado bajo unos semáforos ficticios. Se figurara que sigue caminando así para que no se note que nos parecemos en la mirada, porque cuántos otros sí se burlarían como no puedo burlarme yo, como no me burlaría jamás, aunque este noble semblante parezca tan hipócrita. Ay, si al menos hubiera alguien que se riera de los dos. En cierta forma, espalda con espalda, nos repelemos, porque sólo de esta manera sobreviviremos al encuentro. Nadie se dará vuelta. Nadie volverá a verse, eso sí, nadie; ninguno de los dos. El camino de cada cual no nos reconciliará nunca. Qué bueno que una esperanza cotidiana nos asombre siempre, a nosotros y a las demás criaturas de la caprichosa tierra. En cierta forma, los ojos se acostumbran a mirar, adondequiera que se mire y al través de todos los cristales y debajo de todas las vendas; la facultad, sin embargo, es la misma con que nacemos todos, aun si se nace ciego, naturalmente porque se cerrarán los ojos cuando la noche llegue.









MOLAREJA


Perder la primera muela a los 27 años es un acontecimiento tan incontrovertible, no importa desde qué reducto se le haya de examinar. No descuento que a muchas personas en el mundo les haya pasado precisamente eso a través de siglos innumerables. Es verdad que los calendarios difieren en todas las épocas y que la fe reúne distintas mitologías en cada rincón del cielo, pero sólo durante el curso de soles y lunas prosperan y declinan civilizaciones de todo tipo, que aun por sus peculiares orígenes se orientan todas según las mismas profecías.

Perder la primera muela a los 27, debió ser desde el principio como si el tiempo empezara a desdentarse en la boca de todos. También es verdad que después de la primera infancia se mudan dientes, y es posible que la mazorca nueva se desgrane por un accidente prematuro. Sin embargo, ninguna circunstancia podía ofrecerme una idea tan universalmente clara de algo así, que no fuera mi propio padecimiento; y es que antes de ir al dentista con el propósito de aliviarme, supe que no me faltaba nada en mi boca y que con esa certidumbre podía abrir cualquier atlas en cualquier parte del mundo, y que igual leería en un idioma u otro la historia de los demás, o también me podría morder la lengua antes de proferir un agravio que de regreso me abofeteara.

No es que fuera el mismo joven de unos años, pero al perder mi primer molar se descompletaría una sonrisa duradera. Una de las ventajas de hoy es que aun el ayer se le puede preservar de modo genuino, así que era muy probable salvar la muela y reconstruirla según los moldes más adecuados, conservando, desde luego, su raíz. Ir al dentista, en cualquier circunstancia, me sería la última de las acciones pertinentes, llevada a cabo por la urgencia de un malestar que apenas pudiera tolerarse.

Yo anduve con un dolor de muela por meses, en otros tantos meses anteriores las caries tuvieron que progresar hasta los confines de un reino que se excedía en sus caprichos. Sentí que el dolor, incluso, estaba más arraigado que la muela donde se producía. Esto no nos engaña, porque los nervios van y vienen como los electrones; es decir, en el cauce de los electrones. Quise ver el agujero, descubrirlo en su forma regular. Parecía tan hundido desde su borde, como si un haz de alfileres abisales se les pudiera aguzar adentro. Tomé una de las cerdas de un pincel, y por atinar en el agujero la hundí lo más profundo que pude, de seguro se dobló ahí mismo, como una trémula espiga, pero el dolor se despertaba sin siquiera hurgarle demasiado. Inmediatamente fue como si un relámpago viniera de un insomnio que estaba por venir, y desde entonces el dolor, allanado a sus pulsos regulares, no me dejaba dormir.

Fui al dentista en una carrera, no sólo porque el dolor me apremiaba tales pasos, sino también porque una inflamación complicaría el asunto. Las explicaciones del procedimiento eran en todo punto terminantes, razonablemente repetidas a muchos otros pacientes, pero desde el mismo momento en que la anestesia disgregara sus impulsos sabía que un torbellino, arremolinado por la fresa, iba a complicar ese dolor, que acaso han sufrido otras personas a los 27.

Las caries habían avanzado mucho, eso me lo dijeron, pero con unas tres o cuatro sesiones sobre el sillón se salvaría la muela. Antes, es verdad, había que horadarla hasta donde fuera necesario, y luego extirpar los nervios desde sus raíces, para restaurar al fin la forma según el bocado de siempre. Indolora la muela, pero frágil para siempre. No quise. La polémica se postergó bastante, pero nada me convencía de algo que iba resolverse de un tirón. Tras agotar las persuasiones de un formulario, accedieron por fin a mis demandas, y de un tirón precisamente arrancaron la primera muela, a los 27.

Desde luego vino una efusión de sangre, una mordaza por horas, acaso unas gárgaras de salmuera y, desde luego, las píldoras según el régimen prescrito. El alivio, sin embargo, fue total una vez que empezó a cicatrizar la encía. Me sentía invencible, ya sin la muela que tanto me había mortificado. Con el tiempo supe que esa condición iba ser permanente, pero que la había obtenido a mis expensas; es decir, ya no era la misma criatura de fauces invictas. Sin importar la dieta que eligiese, ni los términos de ayunos piadosos, mis mordiscos no completarían la misma cifra de antes. Sentía incluso vergüenza de reír, era como si ya carecía de ese derecho. Cerré la boca cuando temía más de lo que hubiera temido alguna vez; aprendí a callar en muchas circunstancias que otrora me hubieran convidado a la elocuencia, y no es que mis silencios fueran mucho menos elocuentes que antes, más bien en una boca cerrada podía ampliar esa ausencia sin arraigo y podía hacerlo con todo el espacio disponible.

No era la primera persona que perdía una muela, pero para perderle, como se pierde un guijarro en la orilla, había trascurrido un breve lapso, un forcejeo con la profilaxis de rigor, que no obstante fue precedido de muchas y muy dilatadas vicisitudes, como las caries de cirujanos remotos que nada supieran de bacterias. Sin avergonzarme podía ver únicamente a quienes transigieran conmigo en virtud de sus piezas faltantes, y esta hermandad me dotaba de cierta reciedumbre, aunque prefería verlos reír como monos insensatos que obrar con el mismo desafuero.

No sé cuántas piezas le falten a mi calavera, cuando otro muerto le rescate del osario. Sé, eso sí, que desde hoy me asusta lo que en otros desdentados echo de ver. Me pregunto si la dentina, frisada en la forma más arbitraria de la muerte, se corromperá en algún momento; por ejemplo, cuando el sol se desparrame en su más amplio ardor o después de que la luna ya se haya alejado para siempre.










CORRECIONES


Hay sueños repetidos, por nombrarles de algún modo, que interrumpen muchas veces el sueño de una noche. Un sueño de estos fue el que lo mortificó durante las horas en que debía descansar de un largo y arduo día. Soñó, o creyó soñar mientras así soñaba, que su esposa dormía a su lado, lo cual en ese momento era verídico y palpable. Soñó que ella dormía como desde la primera vez que se durmió en el vientre de otra mujer. Esto era exactamente así; ella dormía como desde entonces. Soñó que muy pocas veces el trance de dormir la alteraba, pero que la peor pesadilla de su mujer la iba padecer justo mientras dormía plácidamente, en un sueño que estaba a punto de ocurrir en ella. Por decirlo de algún modo, también esto era más que verosímil.

El esposo soñó que ese sueño femenino por fin venía, que llegaba desde lejos, quizá desde un antepasado remoto que nadie hubiera imaginado siquiera en la Biblia, y que de cualquier manera ese sueño la iba matar sin permitirle ver el mundo físico que le rodeara en el preciso instante. Sucedía, sin embargo, que en lo último él se despertaba, o más bien un sobresalto lo marginaba a los jirones de un hecho nebuloso que no se daría sin su correspondiente y súbita aparición. Desde el principio no podía evitar que el sueño lo atrajera a la misma tensión precedente, incluso como cuando lo repelía, pero después de varias interrupciones percibió al fin que podía modificar lo que soñaba y que tales recesos se dilatarían si las correcciones obraban en el sueño de ella. A cada vuelta notó que no sólo iba postergándose el plazo fatal, sino que al cabo nada pudiera darse esa noche, la noche en que soñaba él, así que con obstinación quiso salvar a su esposa de todas las demás noches.

Sin embargo, supo que lo que soñaba fraccionadamente era un episodio repetido, y que si se repetía en cada vuelta era porque tuvo una forma cabal desde su mismo origen, como un tirabuzón. Sólo le quedaban las correcciones para salvar a su mujer, así que a cada vuelta recomponía todo hasta creer haberlo hecho todo, o al menos haber hecho lo suficiente. Toda la noche la pasó en este desasosiego, tanto que sus mismas vueltas en la cama casi despertaban a su mujer. Cuando no pudo más, cuando ya las correcciones parecían incluso repetir desde el otro lado la pesadilla, se levantó por fin como si el despertador ya hubiera repicado a la hora señalada.

Se quedó con los ojos fijos un rato, y luego se atrevió a ver lo que se le alcanzaba alrededor. Era sólo una pesadilla. Su mujer, en efecto, seguía a su lado, durmiendo plácidamente. El reloj estaba a punto de repicar en ese momento, y de súbito repicó según la costumbre. También como siempre la mujer despertó, y al ver a su marido despierto de antemano, sentado con cierta perplejidad infantil, le habló igual que si le hubiera hablado al mediodía o después de una copiosa cena.

Qué te pasa, hombre, parece que aún no despiertas.

Tuve un sueño… No era precisamente un sueño, porque el sueño era nada más el estado en que podía concebir aquellos rigores.

A ver, cuenta.

Bueno, pasaba que un sueño te iba matar, uno soñado por ti. Yo, que esto sabía, quise hacer todo lo necesario para evitar esa amenaza, y por suerte podía hacerlo, porque en el preciso momento quedaba al margen de lo que ya era algo repetido.

Luego, ¿volvías?

Sí. Corregía el sueño afuera, mujer, y volvía. Al principio no supe si pasaba algo en verdad, pero podía corregir muchas cosas, incluso cuando ya supe que el episodio se repetía indefinidamente. Ay, no sabes la noche que pasé; como si una infección de azogues y sangrías no me dejaran dormir ni despertar.

El sueño era quizá creer que podías corregir algo.

Pero podía hacerlo todo el tiempo y de tal manera que... sí, porque eso era lo que me mantenía fiel a ti.

Me sorprende que prefirieras una salida como la que te expulsó de allí, cuando con despertarme se acababa todo. Me despertabas y punto.

Estaba durmiendo.

Durmiendo a mi lado, por cierto. Bastante pesadas son tus manos como para creer que una pesadilla las ablandará. Además, dices que quedabas al margen y volvías. Al margen era como para despertar y luego despertarme a mí.

Se quedaron en silencio un rato, después la mujer agregó:

No sé porque el despertador suena hoy, se me figura que lo pusiste a propósito.

¿El despertador? —pregunta su marido, sin entender mucho su pregunta.

Vuelve a dormir. Ya me amargaste la mañana con este canto. Corrígete tú, y sueña cosas que cualquier chica quisiera que su hombre soñara.

¿Soñar? —pregunta, también del mismo modo.

No darse cuenta que si las correcciones concurrían al mismo punto era porque alguien podía contar tu sueño, porque lo calcaba de tus ojos cerrados. Claro, como te dormiste en el sueño no pudiste anticipar esa jugada, y henos aquí para burla de quién sabe qué clase de desvelados.

Era sólo un sueño, mujer. —quiso restar una importancia que aumentaba con cada reproche.

Ah, luego si era un sueño, pues bastaba con despertarme, porque para despertarme tendrías que despertar primero, lo cual era más que un sueño; pero, claro, mejor era poner el despertador con alevosía y después soñar pendejadas mientras una digestión de buey te acunara el hambre. Ahora mejor duérmete como Dios manda, que el día es un Sabbat.

Y si duermo, no por fisiológicos estímulos, sino a propósito.

Pero ya la mujer dormía profundamente como para postergar cualquier punto repetido. Por el contrario, él sabía que sus ojeras le delatarían todo el día y que de sus ojos abiertos y enrojecidos los demás calcarían también la sangre de un desvelo.






I GRIEGA


Se descubre un planeta mui lejos; i es el asombro del mundo. Lo más lejos que pudiera concebírsele un hallazgo así. Sucede que ese globo tiene la misma densidad que aquél desde cuyos prodigios se descubre. Sucede que se mueve alrededor de una estrella tan brillante como la que ha dividido los días i las noches. Después de una eternidad se le alcanza a ver de mui cerca. Tiene mares i peces, animales i plantas (tal como se le supusiera todo el tiempo), es tan fragmentario en su conjunto, tan verídico en sus vacíos i llenuras, pero es el mismo globo que antes se dejó en su órbita doméstica. El mismo con su misma luna. El mismo al que no se volverá jamás. He allí sus telescopios i sus doctores perplejos otra vez, en aquel día ya olvidado. He allí el fin por fin, tan inconmovible como siempre, desde el mismo momento en que todo así empezara.













SOLO


Vamos, hombre, atrévete. No te vayas. Ve a su camerino. Su estrella es guía irrevocable. Lo has planeado durante un mes. Le dices que la admiras, que la has seguido de recital en recital y que hoy estas flores son eternas… Cómo se te ocurre que voy a presentarme cual imbécil, hablando de eternidad como en un velorio y trayendo conmigo algo tan efímero como no lo serían mis rubores. Tienes razón. Improvisa entonces, igual que ella debe improvisar en los ensayos. Me tomará por un ensayo de hombre. Esperemos la siguiente función, así ninguna superstición tendrá vigencia alguna. Tengo una corazonada que en otro teatro, en otro país, con otro idioma y yendo acompañado podré hacerme notar de un modo conveniente. Ocurrirá que tal vez un día, en otro teatro, en otro país, con otro idioma, y acompañado por todo el público presente le consigas casada y tan famosa como de costumbre. Adelante, así tropieces, porque al fin ella sabrá que existes, que ya no eres un sueño que irremediablemente te duerme. No puedo. Y si me echa de su altar, a quién le rogaré misericordia… No puedo. ¿Otra vez el solitario piano, cuando todos se vayan? ¿Otra vez es eso, demiurgo espabilado? ¿Otra vez como siempre?




Vamos, hombre, atrévete. No te vayas. Ve a su camerino. Su estrella es guía irrevocable. Lo has planeado durante un mes. Le dices que la admiras, que la has seguido de recital en recital y que hoy estas flores son eternas… Cómo se te ocurre que voy a presentarme cual imbécil, hablando de eternidad como en un velorio y trayendo conmigo algo tan efímero como no lo serían mis rubores. Tienes razón. Improvisa entonces, igual que ella debe improvisar en los ensayos. Me tomará por un ensayo de hombre. Esperemos la siguiente función, así ninguna superstición tendrá vigencia alguna. Tengo una corazonada que en otro teatro, en otro país, con otro idioma y yendo acompañado podré hacerme notar de un modo conveniente. Ocurrirá que tal vez un día, en otro teatro, en otro país, con otro idioma, y acompañado por todo el público presente le consigas casada y tan famosa como de costumbre. Adelante, así tropieces, porque al fin ella sabrá que existes, que ya no eres un sueño que irremediablemente te duerme. No puedo. Y si me echa de su altar, a quién le rogaré misericordia… No puedo. Entonces… ¿Otra vez el solitario piano, cuando todos se vayan? ¿Otra vez es eso, demiurgo espabilado? ¿Otra vez como siempre?


















CÓMO ESTUVO EL VIAJE…


En el retiro de la terraza, al borde de los acanalados pretiles, se veía el cielo que parecía conservar los espirales de la noche. Un cielo de madrugada, de una madrugada que iba renaciendo sosegadamente, como si no la precedieran otras horas parecidas o como si ningún gallo remoto le hubiera de perturbar más adelante. Apenas se escuchaban las carcajadas de quienes brindaban por el regreso esperado. Todo parecía distante, porque lo que se movía allá lejos no excedía los límites de aquellas bocas.

Había regresado después de algunos años, pero una vez allí, justo entre quienes se arremolinaban en derredor de los festejos y las menciones, sentía que su presencia estaba al margen. Se sentía más bien ausente; acaso una sensación general iba reivindicando ciertas memorias que solían volver por divididos caminos. Era cinco años después de la última vez. Según las posiciones expectantes, la soledad era capaz de desbordar la sangre de todos. Unos decían haber procedido de tal o cual forma, patrióticamente pudiera decirse, como si no les bastara el lugar exacto de cada acontecimiento. Así que en el curso de una extranjería que les congregaba desde sus ángulos distintos, todos se reencontraban como en una clase de fin de curso. Todos en general ostentaban logros egoístas, que al parecer sólo era posible predicarlos allí y en ese momento preciso. Sin embargo, no pocos se cortaban al referir una anécdota cualquiera, que aun por ser singularmente graciosa les era transferible a los demás como una vergüenza común y compartida.

Los brindis ya enturbiaban los ojos. Se repetían los asuntos en la combinación de sus propugnadores y se picaba cada bocadillo como si a cada trago se hubiera de comer cierta porción permitida. Las charlas en los corros se animaban hasta el desparpajo de las risas y los asombros, y si de pronto un silencio emergía como un témpano, era porque la amplitud de esas olas se allanaba hasta la prominencia de esos picos y no porque en las orillas se mojaran algunos audaces. Esto era lo que venía a la terraza, lo que se podía oír en los pretiles, lo demás eran nieblas de la noche, las nieblas más bien de un amanecer bajo el cual una ciudad callaba sin siquiera decir mucho, sin siquiera devolver esos ecos.

No podía creer que desde allí se divisaran unas ruinas y que la arqueología fuera la ciencia del exilio, pero allí lo podía ver todo de nuevo. Cuántas esquinas que hubo doblado antes de que la cabal masa se aglutinara de esa manera tan comprensible y a la vez esquiva. No sé atrevió a recordar, acaso porque pudiera contener la memoria como se contiene la orina hasta cierto límite del decoro y la urbanidad. ¿Y si se perdía? Es decir, si bajaba entre la borrachera de los demás para recorrer ciertas calles según el cauce de ciertas huellas ya olvidadas. ¿Y si tomaba una vasija rota por otro brindis ya caduco? ¿Y si se detenía a leer los petroglifos fluorescentes de algunos fantasmas sin tener que lidiar entre sus codos? ¿No era capaz de caminar hasta que el sol colmara ese mismo cielo insaciable? Pero era mejor ver desde allí; era en todo caso una virtud absoluta ver todo desde allí. Nunca pensó que alguien pudiera interrumpirle, porque esa posibilidad sólo era verificable con el acto y ese acto venidero y cierto se daría finalmente.

¿Tan lejos de los demás? Pensé que sólo habías vuelto y que la extranjería se había quedado en el extranjero. Pensé que tu pasaporte ostentaba nada más que los sellos propicios y cosas como ésas.

Qué dices; si estoy entre los demás. Heme aquí. Es sólo que no me contentaría mucho tener que alegrarme con una sonrisa permanente.

Bueno, de cualquier manera todos están tan contento del regreso que parecen no notar tu alegría. Si vieras que ya sólo hablan de que han entristecido muy poco, aunque al final no les quede sino brindar por ti, cuanto que por ti han venido.

Brindo por eso también.

¿Sin una copa?

Con la misma copa que traes.

La toma de las otras manos, bebe y la conserva entre sus nudillos.

Sabes una cosa —agrega tras la pausa.

Qué cosa debo saber —indaga, al tiempo que enciende un cigarrillo.

Después de todo, regresar no es estar en el mismo lugar por un derecho gratuito, hay que conquistar cada palmo y con tal arrojo que se puede no avanzar mucho sobre las huellas que nos traen.

Se te oye como si con los mismos años de ayer fueras mayor que mañana.

Eres tú quien dramatiza, como con aquellos besos efímeros.

Sin embargo, ahora, justo ahora, sí que estás entre nosotros, y hasta se pudiera decir que a punto de besarme te encuentras entre nosotros.

Se puede uno acostumbrar a las bienvenidas si así de bien nos vienen —dice, volviéndose al vacío.

Luego, ¿es cuestión de costumbre tanta extrañeza?

Sólo lo extraño, porque ya no es igual ver a la misma gente de antes. En cambio, tú… —agrega, pero se corta mientras busca incorporarse.

¿Yo sí soy igual?

No hablo de ti, que jamás pude conocerte, más bien lo tuyo es lo que difiere de todo; es algo muy distinto para decirlo así.

Algo como qué.

Algo que, para empezar, no se repite.

Entonces, ¿por qué estamos otra vez a solas, lejos de los demás, en una madrugada densa, con las luces de una ciudad enterrada en su frío?

No es justo que me lo preguntes a mí nada más.

Tampoco es justo que evites responder precisamente tú, que lo sabes tanto como yo.

Hablas de lo que ya pasó.

Pero lo hago como aquel vidente que no puede tener un arraigo más verídico que lo que ahora ve.

Luego, cómo me ves tú, dado que me ves después de estos cinco años.

Que cómo te veo. Esa sí que es otra pregunta, diferente en todo, salvo en su respuesta.

Así que yo debería saberlo también.

A lo menos deberías saber que yo conozco todos esos detalles que recuerdas.

Vuelves a lo de antes.

Vuelvo a ver con menos ojos.

Cuántos son menos —dice, escurriendo la copa por encima del pretil.

Si contamos los ojos que se han perdidos, entonces sólo quedarán ojos para eso —contesta, achacando la mitad del cigarrillo en el pretil.

De mi parte, puedo decir que te extrañé, en aquel tiempo no supe cuánto; ahora sí sé que lo hice tal como lo hago ahora.

No volviste por mí, supongo.

Tampoco me fui por ti.

He aquí la coincidencia, y de coincidencias milagrosas están hechos los desencuentros.

No me parece que nos repela una ley mutua.

Más bien yo diría que somos genios recíprocos, por eso la desgracia de cualquiera nos disminuye, pero por eso también la voluntad nos impele a aniquilarnos mutuamente. La paradoja reside en que sólo así somos quienes podemos ser.

No hablemos de nos entonces, no de la misma forma.

Hablemos de los demás. De cualquier manera, vuelves a tus vínculos naturales.

Si te refieres a esta gente, les estimo sin duda.

Pero no les quieres.

Hay que ser demasiado egoísta para querer a mucha gente encantadora.

En tu caso, definitivamente sí.

Porque no hablamos de lo que los otros hablan. Se me figura que esa elocuencia nos comprometería menos, y nos dotaría además de modales provechosos.

¿Quieres decir, hablar sobre lo que da igual callarnos en una sobremesa intrascendente?

Siempre pones palabras en mi boca, como cuando me besabas.

Yo no te comprometo a más de lo que tus labios dicen. Sin embargo, es verdad que tú puedes decir, en cualquier momento, lo que yo no diga.

Qué forma de decirlo, tan brusca después de todo.

Qué forma de escucharlo tienes. Si me permites más, yo creo que esperamos demasiado para dilatarnos con otras cosas y según otras ocasiones.

Empecemos por ahí.

Que es como terminar sin salir de ahí. Cuéntame de tus primeros años entonces. Así que has leído mucho.

Sí, ciertamente traducir es leer de tantos modos que la mejor salida siempre es imposible. Lo que sin duda pasa con la Biblia, ya ves que si un exegeta advirtió en un vocablo griego una raíz aramea o que el otro le desdice en inglés ramplón… en fin, todo se repite de distintas formas y sólo porque los siglos se suceden los unos a los otros.

Como algún día todos esos escribas lleguen al Apocalipsis, coincidirán de manera rigurosa.

Creo que se acabará el mundo antes, y nos quedaremos con la desazón de no haber visto demasiado.

Veo que esta niebla aún te conmueve, tal vez porque nada en ella procura diluirse —esboza una nebulosa sonrisa.

Sí —dice, sin apartar la profundidad de su mirada— He vuelto como tú, distante, con incredulidad de todo, pero aun por estos medios tan conocidos no llego a ti.

Entonces discutamos sólo lo que cotidianamente nos parece. Es un buen consejo que te tomo. Más bien cuéntame, porque ya sé que ahora no traduces, sino que escribes la receta de otros traductores.

Por lo cual se me llama aquél que escribe.

Con célebres virtudes, por cierto.

Con ciertas mañas se diría.

Allá podías escribir lejos de tu imaginación, entre los extraños de otro idioma.

Ciertamente estaba en medio de mis ambiciones solitarias, aunque también supe transigir sin dejar mi pupitre.

Antes no te conformabas con nadie, por decirlo de un modo íntimo, y luego con el tiempo…

El anonimato, sin embargo, le conocía yo muy bien, especialmente porque su densidad me permitía bucear hasta el fondo. En cambio ahora, ya ves cuánto me aburre los ensalmos de un tropel que excede mis selectos gustos de aquellos tiempos.

De cualquier manera escribir te habrá aligerado notablemente.

Te equivocas respecto a la literatura. En la literatura no se puede hallar ninguna liberación que no esté escrita de antemano, porque lo dicho recorre los mismos impulsos originales. Sus círculos sólo prosperan a través de la tiza con la cual se dibujaron esos círculos. Las palabras moldean la materia que ellas mismas encarnan en el arte. La pintura, por ejemplo, sí puede disipar ansias en los mismos trazos que se ven, de tal modo que pintar muy a menudo puede aliviar mucho sin siquiera excederse en el pincel. Ahora dime, ¿qué me confiesas de tus pinturas? Me enteré que brotan de ocultos colores y que esos colores parecen ser tus secretos.

Pues yo aquí, tratando de hacer de tripas corazones. Por cierto, ya veo que con eso también se pintaría un cuadro admirable. —agrega con ironía confidente.

De tripas corazón… A quién se le ocurriría esa frase, ¿verdad? es tan buena que tuvieron que sacarla con el mismo sacrificio.

Se rieron y después se tocaron por primera vez en cinco años.

Qué simpático lance el tuyo —repone entre risas.

Luego, algo te gustó, porque por el contrario bastante simpática sería la ironía.

En esto también tú te equivocas. Por cierto, ¿todavía frecuentas el oído con el mismo gusto? —se anticipa, para no forzar la sensibilidad de veinte dedos alrededor de una copa.

Digamos que he aprendido mucho más de la música que de la literatura, porque la música no la podré dominar jamás. Al no ser sabios en nada, podemos por fin aprender más de todo.

Bueno, en cualquier caso, tu forma de escribir es contrapuntística, se diría que prometedoramente barroca.

Vaya que no sé si el elogio (viéndolo por fortuna así) me adorne, y además con un rubor que ya muy empalagoso lo sería.

Así y todo me gusta lo que escribes, para empezar no me mencionas en absoluto.

Lo cual es más que un elogio, porque te evite según tu estética y también, debo añadirlo así, porque yo hubiera salido sin mucha gracia en todo los episodios pertinentes.

Digamos que estamos a mano respecto a tu obra.

¿Y respecto a la tuya?

Bueno, en ella es otra historia, porque en todos esos cuadros podemos presumir de permanecer invictos, inmóviles, en el mismo jardín y a punto de comer del mismo fruto; aún lejos de profetas advenedizos.

De pronto la pareja recogió sus brazos como si la tempestad se desanudara de esos brazos. Tras la pausa, la conversación se bifurcó caprichosamente, sin duda para volver a sus mismas raíces.

Allá, en primavera, había chicos que pagaban a ciertos guías, jóvenes también, para escalar los tejados. Seguramente peregrinaban debajo de un cielo menos profundo, aunque por lo mismo más ancho y generoso. Subían a despecho de residentes y policías, resbalaban o reptaban entre los arañazos de una travesía precaria, tal vez para ver una ciudad de azoteas desiertas que se extendía por todos partes. Una ciudad más allá de sus calles, más allá incluso de las únicas escaleras que conducían hasta esos picos. Se veían a veces, en las madrugadas, aquellas criaturas que subían a besarse o prometerse venturas sobre los techos de quienes aún dormían.

Supongo que eran perseguidos con obstinación.

Como hubieran perseguido la lluvia.

Me imagino el cáncer testicular en los nudillos de tantas señas obscenas.

No te creas, el vacío suele empujar con esos agravios impotentes. Supe de quienes se desprendieron hasta morir a ras de los adoquines.

Imagínate hasta dónde son capaces de llegar quienes apenas pueden dar un paso más. Al borde de la juventud, está todo, la vejez incluso.

Si la gente descubriera lo maravillosa que es la vida, ya no le importaría morir algún día ni mucho menos le importaría ser mortal en cada instante, porque sólo sin esa preocupación mundana sobrevivirían como sus dioses, y así no hiciera falta rezar para que ellos sean lo último que vean.

Eres tú quien ves el vaso medio lleno ahora.

Brindemos, entonces, brindemos en el contrapunto de esas copas.

¿Aunque esa copa no la humedezca un trago? —replicó, mientras señalaba el cristal apenas transparente.

A pesar de esta copa vacía —insistió sin aflojar la copa.

Ya parece que los brindis de otros comienzan a marearte. Deberías tomar una copa por tu cuenta, y probar así un trago que se escancie en tu nombre.

Vayamos con los demás. Ya no sé qué preguntan a cada rato, porque de seguro, así como se ve, ya no preguntan por mí. Míralos tan lejos.

Entonces vayamos, que la reunión nos convida con sus antorchas.

Vayamos, pues, a donde están todos.

Por cierto: ¿cómo estuvo el viaje?


La pregunta venía del mismo viaje, no era la pregunta repetida hasta el cansancio, traía consigo el acopio de las valijas y aun el combustible consumido por ese avión, y rugía al aterrizar como si fuera el mismo vuelo de imperceptibles horas. No era nada más la vuelta, desde un aeropuerto a otro, era la amplitud de una pregunta, cuya anticipación ya se extendía a lo largo de un lustro. Nadie dijo nada que tuviera que agregarse, y fueron a reunirse en el prolongado brindis de ese amanecer. La pregunta quedó suspendida, sin reclamos de ningún origen, como puede estar las agujas de unas cuantas horas en el cielo. Era la llegada, era la partida; eran esas dos bocas que no volverían a tocarse, como casi lo hicieron antes de esa pregunta (tan diferente en todo esa pregunta, salvo en su respuesta).








NOVELA


Soñé que no podía conciliar ese mismo sueño que soñaba, y que las horas eran tributarias del insomnio. De repente, crepitó el catre que agotaba en una vuelta, y de repente, al despertar, ya me había dormido hasta las tres.

























SENTIDO PÉSAME


¿Ya guindó la vieja? Coño, pero si la iban a dar de alta.

Los gritos se difundían espaciosamente a lo largo del corredor. La luz de la tarde alargaba sus barrotes oblicuos al través de la celosía del fondo. El aire apenas se movía como si con cordeles colgara desde el cielo raso, y afuera los árboles reverdecían por última vez en la resolana.

Es otro. Ya sabes, el muertito que acaparó el lanza de Pedro —explicó, recostado a la pared, con los brazos cruzados y los ojos fijos en la ranura de unas baldosas.

Por supuesto —repuso el otro, pues la condición inmóvil de su rival revelaba de antemano no sólo una resignación implícita, sino muy especialmente la ecuanimidad que se le podía ver ante la desgracia.

Esa vieja es mía —le replicó de repente—. Yo pagué por los informes —agregó, incorporándose.

¿Cómo te atreves a hablar de ese modo? ¿No te da vergüenza? Imagínate que alguien nos escuche. No quiero imaginar siquiera que algo así pase, porque nos tendrían por desalmado y me partiría el alma un insulto como ese, de veras. Por otro parte, no estaría nada bien que el doctorcito te escuche, será una tapia el hijueputa, pero aquí también las paredes tienen oídos. Estas cosas no se ventilan a voz en cuello, señor, si es que no lo sabía.

Otro grito inconsolable se desgarra a lo largo del corredor. Los dos hombres razonablemente esperan a que se disuelva en el silencio.

Porque no me dejas la vieja. He pasado casi un mes en blanco. Pedro y tú me tienen jodido, no importan si en el hospital mueren muchos, porque igual es como si se hicieran milagros. Coño, no sean tan avarientos, ¿acaso no fui yo quien los traje al negocio?

No es algo que tengamos que compartir contigo, pero, si lo pones así, nosotros traemos la competencia necesaria. Deberías agradecer eso. ¿Acaso no ves que ahora la gente escoge cojines para los ataúdes, tan blandos que sólo así lo soñarían sus dormilones? Eso es calidad en el servicio y dinero que se recibe por ella.

No sabes cómo están las vainas en casa. El negocio se sostiene con deudas formidables. Ayer nos cortaron la luz —agrega bajando más la voz, con vergüenza.

Si te sobran velas de los velorios, cuál es el problema entonces; no faltará con qué alumbrarte.

No te burles.

No, si yo no me burlo, lo que pasa es que tienes mala cabeza. Con el despilfarro que llevas hay que ser muy rico para al menos ser pobre.

Despilfarro dices, cuando mi único lujo ha sido precisamente la pobreza.

Te apuras demasiado, hombre. Para esperar, sí señor, hay que hacerlo con calma. Las cosas cuando van a suceder lo hacen de tal modo que eligen todos los detalles. Fíjate, esos alaridos me erizaron la piel, yo ya creía que por salir a desayunar al cafetín me iba a quedar en ayunas, y no sabes la harta que me pegué, a crédito, pero el musiú sabe que yo soy hombre de fiar, y heme otra vez aquí, ya muy repuestico, y entre vosotros. Porque mejor no tomas algo de café, que buena falta te hace, hombre —agregó al tiempo que le extendía un vaso a medias.

Esa vieja es mía —dijo sin recibir nada—. Tú sabes que yo la descubrí.

El asunto está en convencer a los dolientes, y lo sabes, no en decir quien la vio primero —dice y sorbe del café—. En este punto, hasta tú podrías ganarme de mano, así que de qué te quejas, parece que fueras tú el que más tuviera que llorar a la noble anciana. Buen servicio harías de plañidero, lo que pasa es que elegiste un negocio más grande, y para esto hay que tener mucho más que el aplomo de llorar por todo.

Hagamos una cosa. Déjame la vieja y yo no te escamotearé ningún otro muertito que llegue de hoy al lunes. Te la verás nada más con Pedro, y este fin de semana se ve que viene muy nutrido.

Hagamos una cosa, que lo decidan los otros, como siempre los demás deciden por nuestros servicios, yo no tengo problemas en seguir siendo altruista.

Eres un carroñero —lo dice con una amargura que le hace rechinar los dientes.

No me digas que por estar en ayuno la dieta tuya es muy distinta.

No será distinta, pero modales sí que tengo.

Oh, qué modales para decirlo. Calla —le da un codazo que lo enmudece en su resentido enojo.

Vienen los camilleros y el doctor, también algunos hijos que estaban en el vestíbulo y que al notar la alarma siguieron el rastro a pesar de los porteros. Todos entran a la habitación. Nadie quiso salir de las otras habitaciones para averiguar el tumulto; ni porque ya estuviese para dar brincos ni porque apenas prolongaran una visita de cortesía a un familiar del que ya se estaban despidiendo.

Carajo, cómo se le tiene miedo a la muerte; es que ese miedo no deja vivir a nadie. Ya ves, creen que es de mal agüero asomarse cuando todas las habitaciones tienen un número en la serie.

Déjame la vieja, te lo digo en serio.

Y vas a seguir con la tirria, que tú sí jodes.

Es que me urge… —y se corta al no poder completar la idea de un modo comprensible.

Lo dices, porque se te figura que como es muy vieja, tiene mucho más parientes. El funeral será muy pródigo. Habrá que buscar sillas hasta para los tataranietos y eso sin contar los bocadillos y las bebidas. Las tarjetas, a la memoria de la matriarca, tendrán la mar de fragmentos de la Biblia, casi como otro tomo de la Biblia. El obituario debe ir hasta en ciertos periódicos extranjeros. La misa tendrá limosna de las que ya no hay que pedir limosna. Y ni que contar las flores… Uh, qué de flores; habrá hasta para enamorar una plañidera buenamoza sin que le mortifique a despecho de qué sale el elogio. Es que vas muy avisado. Sabes también que a la finada se le velará más de una noche, por lo cual hay que preparar el cuerpo como una momia. Sabes de sobra que hay que hospedar a muchos dolientes. Eres un tipo muy codicioso. Yo, en cambio, espero que la suerte me repare algún fulgor para mi estrella.

Cuál es el problema, en todo caso me merezco ese premio, porque mucho he hecho yo por la señora.

Verdad, eso sí es verdad, y eso que no eres doctor, porque, si no, ya cobrarías por los informes —le vuelve a codear con picardía—. Son cien años que tiene la señora, tu bien sabes que de ésta no va salir, caerá en cualquier momento, pueden morirse cien generaciones antes de que se muera, pero ella caerá en cualquier momento. Esa es toda tu prisa —agregó maliciosamente, mientras le codeaba de nuevo.

El otro trata de alzar la voz, pero se da cuenta que hay que seguir murmurando como ratas que se disputan un bocado, así que con amargura se reserva de proferir otro argumento en ese instante.

Se abren las dos hojas batientes. Se escucha el trillar de la camilla sobre las baldosas, la viuda que ahoga el llanto en sus copiosas lágrimas, los camilleros que con rutinarios pasos tiran de los tubos, y el doctor que rubrica un folio en la carpeta mientras se rezaga de los demás. Sigue la camilla en el traqueteo de las baldosas. Allí van los muchos hijos, que en derredor del enfundado cuerpo exponen una diversidad de matices. Adelante, junto a la viuda, acaso como si fuera el doliente más lúcido en el pesar, va Pedro que promete que el hombre dormirá como un lirón, que ninguna matadura le hará el sueño eterno y que si despierta no será por una pesadilla. Cuando pasan frente a los otros, Pedro avisa con ademanes algo que debería entenderse en el oficio. Los dos asienten, como si al margen encomendaran el alma del finado. Pasa el cortejo. Al final del corredor, la camilla dobla por uno de las esquinas y se pierde. El doctor, que ha dado algunos pasos entre sus apuntes, se espabila y sigue ya de prisa sin determinarlos en absoluto. El corredor está más tranquilo. La luz sigue menguando según sus sucesivos grados y de otras habitaciones al fin se asoman los que se atreven a salir para irse sin volver atrás. Se acaba la visita. La enfermera pasa la revista de rigor y otra vez, desapercibidos para todos, vuelven a la contienda.

Esa vieja es mía —insistió con los puños cerrados y los ojos vidriosos.

Pero si es tuya aprovecha que aún está viva, tal vez hasta la den de alta. No te dará hijos, pero tampoco tendrás suegra, y si la tienes el negocio no es malo si es doble, pues, en este caso, a quién van a preferir para el entierro.

No se volvieron a cruzar palabra en el resto del día. Por las razones que cada uno pudiera tener, los dos estaban decididos a resistir toda esa noche. Fumaban afuera del hospital, sorbían café como si abrevaran de un profundo pozo, merodeaban por los jardines sin descuidar el oído y a veces se topaban los dos en la misma celosía de ese corredor inexorable. La incomodidad era mutua, pero las reservas de esa circunstancias eran las de cada quien, acaso porque sólo uno prevalecería llegado el momento. Fue una noche larga en la que ninguno de los dos quiso allegarse a otro consuelo distinto al inminente. Se supo de ambulancias que trajeron muertos o de pacientes que in artículo mortis recibían la extremaunción, nada de lo cual los aludía de ninguna manera. En algunos casos, tenían incluso que esconderse o sugerir, por interpuestas personas, el teléfono de Pedro. Un par de veces vinieron los ayudantes de Pedro sin ser la tácita guardia de éste.

Según los informes debía morir la anciana en unas horas, era poco probable que sobreviviera a una vida tan dilatada, cuando precisamente entonces estaba a punto de morir. No cabía una arruga más en ese cuerpo recogido, así que todo desborde iba ser para el otro mundo. Allí, y en esas horas, sólo podía tratarse asuntos de dinero: el costo total del servicio y probablemente hubiera de ventilarse el pleito de una herencia ya infinitesimal, o quién sabe si no era tan infinitesimal.

Los dos no sólo sabían que la criatura era más mortal de lo que alguna vez prometiera al nacer, sino que extrañamente después de una centuria aún no estaba afiliada a ningún servicio funerario. Esto, sin duda, era un dato precioso que se coló en los informes, lo que por otro lado justificaba un carácter resuelto, lúcido y firme hasta lo último. Por lo regular, los jóvenes, cuya audacia les fuera aparatosa, carecía de los consabidos contratos, pero no era poco común que la gente en general esperara a que alguien muriera, acaso para ver dónde se cavaría la tierra y bajo el rigor de qué términos se haría, ya que de cualquier modo ningún cuerpo iba quedar insepulto. En muchos de esos casos Pedro y los otros dos trataban de persuadir a la gente de ventajosos funerales, que además tenían la ventaja de contratársele in situ; es decir, sin que se tuviera que exceder los límites naturales de esos duelos.

Sólo una hija, ya bastante mayor como para parecer su hermana, la asistía en su lecho mortuorio. La acongojada mujer, como los sepultureros, aguardaba por los demás parientes, que al cabo serían muchos, y, según sus correspondientes plazos, puntuales todos ellos. Poco habían transigido con la mujer, aunque lo intentaran en diferentes y muy obstinadas ocasiones. Los dos sabían que mejor era envolver a la mujer antes de que llegaran los demás. Partir con ese palmo ya recorrido, dotaba de convincentes prerrogativas. Sin embargo, la habitación, como los baños, era inexpugnable para cualquiera de los dos. Sólo los corredores se vinculaban a esa ambición que ambos tenían en común y sólo en los corredores al parecer iba decidirse la disputa. Pero sucedía que la mujer salía o entraba en momentos igual de inaccesibles.

La noche pasaba afuera, como si a cuenta gotas se filtrara del cielo, o más bien como si de aquel luto provinieran esas horas. No vieron las aglutinadas estrellas, sólo las luces de las habitaciones concentraban la atención de los rivales. Llegó la madrugada, fría y hasta la profundidad de los huesos, como si detrás de ella no se hubiera de asomar el sol en muchos años. Dado que en la madrugada suelen ocurrir muchas defunciones, se allegaron los dos a la celosía, sin mirarse, sólo miraban al través de ella. Ninguno iba ceder y ninguno se iba precipitar en falso.

Amaneció por fin ya con el sol presente. Se suponía que a la mañana iban a empezar a llegar la mar de familiares venidos quién sabe de qué remotos lugares. Así que se tenía que ser muy elocuente para sostener una oferta entre muchas y contradictorias opiniones. Llegó la mañana y nadie más vino. Pasaron las horas y era la misma centenaria mujer con su octogenaria hija al pie de la cabecera. Era como si el ayer se repitiera en ese nuevo día y como si el profético porvenir hubiera de plagiar lo conocido al no tener la imaginación de otros riesgos.

Almorzaron los dos en el cafetín, cada cual según lo que debían al musiú. Sin embargo, lo hicieron en la misma mesa, que era el único lugar sobre el cual podían comerse algo a esas horas sin distraerse del juego. Bocado a bocado, habían de terminar juntos, y después habían de parase al mismo tiempo. Caminar uno al lado del otro, con una desconfianza que los soldaba casi de modo indivisible. Los dos se figuraban que la suerte iba variar.

Llegó otra vez la noche, y la señora nada que moría. Los informes, sin embargo, no se equivocaban al referir lo mismo, porque en cada hora había mucho menos que una hora y así se le iba socavando a la mujer, perdiendo ésta lo que al cabo ganaría sólo en el vacío. Habían pasado siete días después de su centenario y de algo estaba segura la humanidad, que la señora no viviría otros cien años, porque vivir un año más era como nacer a través de todos esos años vividos, atravesarse hasta un parto que no la ayudaría en su esfuerzo y que si la alumbraba la deslumbraría hasta el vértigo y la muerte. Llegó la tarde, y la señora ya estaba tan mal que parecía que sus males aventajaban en mucho a la muerte, lo cual explicaría la demora de una circunstancia ya consumada en sus individuales dimensiones.

Los dos decidieron otra noche en vigilia, como un velorio que enlutaba sus ojeras. La noche, desde luego más lenta en sus engranes, los trituraba con sus mataduras. No hubo donde más tenderse, porque cada uno sabía que el otro no iba dormirse si su rival lo acogía el sueño. Pedro ya había enterrado una docena y estos sólo podían caminar como fantasmas. Hombro con hombro, se sostenían en la premeditación de una definitiva zancadilla. No se habían duchado en muchas horas. No se habían afeitado. No se habían lavado los dientes. Al tercer día inspiraban a todos una sensación que horrorizaba. Pero tenían fe de que en el momento oportuno, cuando tuvieran que disuadir con sus ardides, iban a recomponerse al instante.

El doctor al verlos merodear como salivosas hienas les arrinconó:

Me hacen el favor y se van de esta mierda inmediatamente.

Doctorcito lo que pasa es que la viejita no tiene más dolientes —le dijo muy cerca de su oreja—. No respondo por él, pero a mí sí me duele que se muera y yo no esté aquí, imagínese, cuando hasta ahora no he faltado en nada —agregó.

¿No fue a ti que te di los informes? —repuso el doctor confidencialmente al otro.

Perdóneme, fui indiscreto.

Si viera con qué indiscreción lo fue.

Cállense los dos, que me comprometen. Más bien hagan igual que Pedro, gánense el día como un buen cristiano.

Me gustó más su primer sermón, doctorcito, y eso que tuvo por apóstol a este soplón; seguro entonces era más sincero.

El doctor enrojeció como si la sangre se hubiera recogido para ese sólo propósito. Se recompuso como le fue menester y alcanzó a decirles con rabia, pero sin alzar la voz:

Si la vieja pasa de hoy, no volverán por ella mañana.

¿Es un ultimátum?

No le hables así al doctor.

Así nos escucha mejor, ¿verdad, doctor? —de pronto sube la voz.

Cállese, estúpido, que no soy sordo —replicó, mientras oteaba a lo largo del corredor.

Es que éste me dijo que era una tapia —repuso, dándole un codazo a su compañero.

Se hará como diga, doctor —trató de emendar el otro, sin apartar la mirada de una ranura.

Ya saben. Si no es hoy no va ser nunca. Ahí está Pedro, después de todo.

El bueno de Pedro —agregó, con despechada semblanza, sin apartar la vista de la ranura.

Y si usted, doctor, digamos que la ayuda, como hace un padre con la extremaunción. Liberarla como el viento, naturalmente no el mismo viento que quepa en una jeringa.

Qué dices, infeliz. Se me van inmediatamente —dijo y se dio vuelta entre los temblores provocados.

Se calienta mucho el doctor, para ser un hombre de fríos sentimientos —alcanzó a decir, pero la agudeza ya estaba muy embotada por el trasnocho.

El otro lo amordazaba el silencio y la vergüenza. Sabía que quedaban horas y que a pesar de sus propias contrariedades él era capaz de persistir como el otro, no sólo con la misma tenacidad, sino con la misma vileza que le horrorizaba.

Ya en la tarde, lograron dividirse, o más bien pudieron conseguir otro impulso a través de divididas astucias, hasta concurrir otra vez al mismo corredor. Cada uno trató de decir algo, pero tan cansados estaban que tampoco aquellas dos bocas excedieron sus cicatrices. De pronto se abrió la puerta y la mujer salió hacia el baño. Ninguno pudo adelantarse, cada individuo parecía encallar entre las materiales extensiones del otro, como dos púgiles que no caían porque los golpes seguían sosteniéndoles.

Te propongo una solución. Lo que de buen grado nos dicta la providencia —al fin dijo, entre bostezos profundos—. Cuando la mujer regrese, le hablamos los dos. Ya sabes: que si son cosas de la vida; que hay que agradecer que llegó muy lejos, acaso para tener la dicha de ir al más allá; que no se reniegue ni se llore, porque hoy en día muy pocos hermanos hay de matusalén, que la muerte es parte de la vida, y que la vida eterna nos resucitará de entre los muertos, y vainas por el estilo; ya tú sabes. Después le damos nuestras tarjetas y si va ser esta noche, entonces que decida el azar. Nos vamos a dormir, a soñar que estos trasnochos fueron apenas una pesadilla, y tal vez a uno de los dos lo despierten, porque en un momento así la gente apela a lo que oportunamente se consigue. No hay que preocuparse de Pedro, que debe estar tomándose unas vacaciones. Además, él sabe que mis muertos se respetan. Qué dices.

Está bien —apenas pudo decir el otro, pero sabía que no era lacónico porque su conformidad postergaba el mismo argumento.

Si va ser mañana, pues mañana vendremos con mejor ánimo, y ya entre bucólicos silbidos nos disputaremos otra vez el velorio.

Bueno, ahí viene. Procedamos de esa forma. Porque el doctor…

El doctor es una mierda, que se caga con nomás verse al espejo.

Ahí viene. Habla tú primero.

Le abordaron con una cortesía tan sutil en la alternancia de sus ofertas, que la mujer recibió las cartulinas de ambos como dos ases de los que era posible decidir una suerte solitaria, pero efectiva. Había permanecido tanto tiempo sola en el dolor, abandonada por los dolientes de su madre, que esas criaturas (extenuadas, desaliñadas y ojerosas) parecían transfigurársele allí con una humanidad bastante cálida, e incluso les veía más piadosos de lo que alguna vez fuesen las enfermeras, curas y doctores.

Por fin se fueron a dormir. Se dieron un baño, comieron con frugalidad lo que escogían del plato ya servido. Se tendieron en las camas respectivas. No dieron muchas explicaciones a sus mujeres, sólo decían que tenían un sueño, y ese sueño era dormir hasta que les despertaran a medianoche. Uno durmió sin rebasar el cauce. El otro daba vueltas en la cama y de vez en vez se detenía en una grieta, que de pronto cicatrizaba como las mismas ranuras entre las baldosas. Uno durmió toda la noche, en la misma posición en que se tendiera. El otro dormiría poco más de una hora entre los jirones de una fiebre que le aviva los ojos.

Llegó el amanecer. Se apearon como si un vigía pregonara de pronto otro horizonte. En ayunas se fueron al hospital, porque la incertidumbre de que el rival ya hubiera ganado el velorio les daba a ambos el sustento de cualquier aventura. De cualquier modo, los dos sabían que ya no vendrían supernumerarios parientes. Que en lugar de muchas sillas y bocadillos, habría una sola ración para una sola silla. Era de entenderse que ninguna herencia convidaba a nadie, por lo que el servicio, según las estimaciones ordinarias, vendría a ser casi una caridad, tal vez ni siquiera se pagarían a plañideros. Sin embargo en este punto, ya poco los movía la codicia, cuanto que sus resortes originales y concentrados eran de otra índole. Ninguno se dejaría vencer del otro, aunque para ese fin tuvieran que obrar según vergonzosas formas que cada quien trataba de monopolizar a despecho ajeno.

La primera noticia los reunió otra vez en la puerta del hospital. Según la enfermera, la señora había amanecido mejor que nunca, hasta cierto rubor había en sus mejillas.

Esta vieja como que para morir necesitará del mismo plazo que le llevo vivir. Para que veas que no soy malo, te cambio la madre por la hija, porque como siga esta última las privaciones que no tiene la primera, el velorio será otro… aunque viéndole bien no habrá quién lo pague —agregó, para luego codear a su compañero con complicidad.

Déjate de joder. Y mejor dime cómo vamos a entrar.

Acuérdate que tiene las tarjetas.

Pero eso fue para dormir. Ya estamos otra vez a mano y será a pulso que vaya a resolverse el lance.

Pero parece que no dormiste nada. Deberías verte al espejo, luces muy desmejorado.

No vayas a creer que tus piropos van achicarme.

Entonces qué vamos hacer, chiquitín. Yo al doctorcito ése no le tengo ni así de miedo. Es apenas un bocaza que no da para el arranque, y lo que es más, ese hijueputa no está de guardia hoy.

De todas maneras hay que ser prudente. Aprovechemos las visitas, entre ese tumulto, que hoy sábado es muy nutrido, podemos frecuentar a la señora, que decida ella, como tú dices. Te ganaré con un golpe de mano.

Más bien yo te ganaré de un solo golpe. Pero igual me gusta la idea.

Al entrar entre los visitantes, los dos notaron que había una alarma, que la alarma convocaba a dos enfermeras, y que esa alarma provenía del mismo corredor, justo de una habitación especial, especialísima por ser la de aquella ruborizada mujer. Al poco rato un doctor se dirigía con la misma prisa y según esa dirección. Los dos se abrieron paso entre la gente, pero hasta cierto umbral que los trascendía, porque sólo así podían al cabo esperar. Aguardaron en el corredor. La gente entraba a la visita, recorría el corredor a lo largo de las baldosas; algunos volvían a salir de las habitaciones para coger aire nada más, otros entraban después de desperezarse. Se traían sábanas limpias y de fragancias tan florales. Se les cambiaban flores a ciertos jarrones y no faltaban los que furtivamente se aprovechaban de algunos manjares intactos. Esta vez las conversaciones eran desparpajadas, se diría incluso que un alborozo colmaba el corredor. Nadie se preocupaba de que el hospital los hubiera congregado a esa hora, porque esa hora era una fiesta de sábado, un Sabbat para el cual la mejor ofrenda era no parecerse a sus sepultureros.

En lo que concernía a aquella habitación, lo más seguro es que entre sus rincones ya estuviera muriendo la señora centenaria. No hubo gritos como antes, pero la muerte allí ya no necesitaba de imperiosos pregones, o sucedía que el murmullo general proliferaba más estruendosamente. Sin duda estaba muriendo; los dos sabían que en ese caso apenas les quedaba un margen para no equivocarse.

Al salir la hija, los dos la acometieron como fieras.

Y cómo está la señora.

Y cómo sigue.

La mujer recogió su semblante en un pañuelo y lloró apagadamente. Adentro se encargaban de avivar aquellos rubores de tal modo que no muriera bajo el rigor de esa venturosa estrella.

Supe que hace ocho días cumplió cien años, debe estar muy orgullosa. Mire que no la debe orgullecer menos sobrevivirla.

Es lo único que tengo.

También parece que es su única herencia, digo, porque habrá heredado usted una longevidad que será un premio en la otra vida.

No se preocupe, estará bien —se interpuso el otro.

No creo que nadie se canse del descanso eterno. Por otro lado, ya decidió, porque usted sabe que estas cosas mundanas es mejor no dejarla para última hora. Es algo odioso, pero de qué otra forma podemos enterrar a nuestros muertos. Toda la vida buscamos un cielo en la tierra, y al parecer sólo cavando lo encontraremos.

Si se fija —intervino el otro, sin flaquear en su desventaja—. Yo le propongo que después de velarle le llevaremos en un ataúd que no he querido cedérselo a nadie, puesto que ha sido mi privada ambición. Usted sabe que todos corremos con el mismo destino, nos queda, si somos juiciosos, compartir lo que nuestras penas dejen. Tengo la carroza, en un santiamén conseguiré las flores. Apenas a la vuelta de la esquina, todo se resuelve. No se preocupe por el lote, heredé hectáreas, porque sabrá usted que el negocio mío es de familia. En fin, ya todo está listo y a su merced.

Él lo dice para darse importancia. Cómo va estar todo listo, si falta que usted lo esté, ¿verdad? Venga, no sea tontica —agregó, cogiéndole del brazo—. Ya sólo podemos hacer esto que yo honradamente le prometo, hágalo por ella, que ella se merece este último y humilde homenaje. El servicio será irreprochable y no hablemos de costo ahora, ni de ataúdes, que aun por presentarlos como propios no traen buenos agüeros. Unas firmas nada más, y cerramos el contrato. Aquí.

Aquí más bien —se atrevió a superponer sus legajos.

La mujer, aturdida, más octogenaria que nunca, iba y venía entre las palabras de esos rivales. Hasta que de súbito ocurrió, de un solo golpe, un golpe venido casi de la nada, pero con una formidable concentración. Fue como un tambor en la espesura, en el plexo solar, y a mediodía otra vez regresaba el eco inaudible. Un soberbio codazo que lo hizo retroceder sin aire. Se le nubló el tumulto. Sentía que se moría, y apenas le quedaba aliento para sentir lo único que le estaba dado en adelante. Pensó en su ataúd, por fin al alcance de su derrota. Quiso pedir ayuda como quiso avergonzarse oportunamente, pero nadie se fijaba en él. Sólo iba para atrás, muriendo. Nublado. Vio al otro, vio en él que ningún rastro de desvelo le perturbaba. Se sintió más carroñero, porque esta impresión ajena postergaría su fin.

¿Todavía le quedan dientes? —preguntó el otro a la mujer.

Sí —dijo ella, como si la misma candidez le alumbrara de pronto.

¿Se los ha visto?

Sí.

Apenas coronan las encías, ¿verdad?

Chiquiticos —dijo, y achicó un pellizco en el vacío.

Usted se imagina cuántas arepas habrá molido la pobre. No hay que ser egoísta cuando se ha tenido todo. Así es la vida, unos se mueren primero y otros después, no nos podemos ir todos juntos, precisamente cuando nacemos para morir en algún instante —agregó, al tiempo que le puso los legajos entre sus temblores.

El otro se quedaba reducido, sin aire, privado. Cayó de rodillas. Vio que estaba solo. Quiso ver a Pedro, pero ya no veía a nadie. La anciana, después de todo, firmó, frente al penitente rival ya vencido. El mundo prefería otro ataúd y él desfallecía como un enamorado en mitad de ese corredor, sin más dote que una inminente viuda a quien mantener.

















CAL


Dame tres libra de cal, mano Quilino.

Cal viva, mano Polo, y de la buena —se apresuró obsequiosamente el pulpero, con ese silbido recortado que parecía fruncirle la boca—. Faltaba más; yerbe en el agua al nomás echarle.

Que sean seis libras entonces —repuso el otro, sin distraerse de su cometido.

Seis libras y una ñapa. Y si quiere más, me dice —dijo el pulpero con su zalamería de siempre—. No hay maicito que no lo haga aflojar la concha en un santiamén —agregó, mientras en punta de una cojera iba hacia el saco de cal, moviendo lentamente unas nalgas gordinflonas como si fueran muslos.

Qué bueno que sea de la buena, porque si viera, mano Quilino, que estaba buscando de la mejor.

De la mejor que se puede conseguir para cualquier vaina. Vivita para lo que venga, mano Polo —insistía como solía hacerlo para elogiar sus cosas.

Está bien. Póngale otras dos libras en lugar de la ñapa.

Después de sopesar la cal y vaciarla cuidadosamente en una bolsa de papel, volvió hasta el mostrador con aquella misma diligencia que ya ahondaba un cauce en sus costumbres.

Le hace estornudar a uno con nomás verla —dijo y puso la bolsa sobre el mostrador como una pluma, acaso para no suscitar una niebla de la que igual se ufanaría.

Se ve que es así —advirtió el otro, y de un brusco agarrón cogía la bolsa, al tiempo que echaba las monedas de una suerte igual de brusca.

Antes de que otras palabras fueran dichas para confesión o indagación de un propósito ignorado, se escuchó otra vez el flequillo del dintel que se destrenzaba como cascabeles. Entonces entró Humberto, que venía siguiendo a Apolonio desde lo alto del recodo. Le había visto dar de patadas a la hierba del camino, proferir maldiciones y elevar juramentos de venganza antes de mandarse hasta la pulpería. Sabía a lo que iba, porque también había visto al pulpero, unos minutos antes que el otro, bajar atareado desde el mismo recodo, como uno de esos muñecos de cuerda que habiéndosele retorcido mucho la clavija anda hasta apaciguarse en sus alivios. Para Humberto el comercio que en ese instante presenciaba ya se lo había figurado después de ver que los dos hombres, sin saberlo, se buscaban el uno al otro.

¿Va pelar maíz, mano Polo? ¿Tiene comilona allá en la vega? Creí que ya había cosechado. —indagó Humberto.

El mismo pulpero esperaba una revelación que ha mucho le impacientaba, pero para cuya sustancia se había reservado todo lo más.

Qué maíz, Don Humberto. Vine a buscar cal, cal de la buena como dice mano Quilino, para borrarle el culo a un hijueputa.

Humberto, aunque nunca reía, siempre se le subía las risas a los ojos, que cobraban de pronto un brillo especial cuando la broma ya le era del todo imaginable.

Yo no creo en esas vainas, pero eso dicen. Como la cal que vende mano Quilino es muy viva, puede que si sea cierto. Vamos a rajarle la cagalera a ese perro. De seguro es el sabueso de Maximiliano.

Malaya fuera un perro. Aunque sí. Un perro tuvo que haber sido el que se cagara en el camino.

La verdad yo no vi nada en el camino real que no fuera boñiga, mano Polo.

En el camino de las cuchillas, Don Humberto.

Ese es un atajo que ya casi nadie usa, pero igual vamos rajarle la cagalera a ese cagón.

El pulpero se quedó como su pierna mala. Sudaba como si tuviera que contener otra vez lo que le había puesto en ese lugar.

Nomás son perros, como dice Don Humberto, para que perder la cal ansina —alcanzó a decir.

Cómo que perros. ¿Acaso no fui yo el que se embarró?

Ya nos estamos demorando mucho. He oído decir que mientras más pronto se le eche la cal mayor es la ulcera, y con eso sabríamos qué tan viva es esta cal y sabríamos, sobre todo, quién fue el que vino a cagarla así, tan de repente. Venga con la cal.

Permítame, Don Humberto —dijo Apolonio, arrastrando la bolsa del mostrador.

Salieron los hombres hacia el recodo. El pobre pulpero, que todavía tenía los pantalones subidos al ombligo, les siguió entre saltos que más bien parecían cabriolas de tanto como era menester el esfuerzo para alcanzarles.

Para que ponerse a perder el tiempo, como su merced dice, Don Humberto —gritaba ya muy detrás, y es que no podía ir al paso de los otros, pese a que la misma cojera lo propulsaba vivamente.

Don Humberto, esa no son cosas para llegar a tanto —seguía dirigiéndose a él, porque se ilusionaba que la razón prevalecería si el razonamiento era convincente.

Humberto, para no destemplar la guasa, detuvo a Apolonio antes que se le fuera la mano con la cal. Casi sofocado el pulpero al fin pudo alcanzarlos.

Yo… yo… yo siendo vos no le echaba, mano Polo —dijo mientras resoplaba como un buey reducido en el tranquero.

Cómo que no le va echar. Échele, para que se le raje la cagalera a ese hijueputa.

No lo haga, mano Polo —y le detuvo la mano como si pretendiera disuadirlo con cualquier acto indispensable. Ya no le importaba a quién convencer, si al menos uno pudiera duplicar el verdadero alivio.

Échele. No sea aguado.

No lo mande, Don Humberto. Quién sabe cómo iba ese pobre cristiano.

Y por qué no fue al monte.

Verdad, por qué no lo hizo en la orilla; tenía que cagarse en el camino.

Échele.

Esperen. Si es por los tres riales, yo se los devuelvo, mano Polo.

Apolonio viendo que un desesperado pudo sucumbir antes de llegar al caserío, ya se lo pensaba para echar la cal.

No sea aguado, mano Polo. Échele. Acuérdese de la embarrada. ¿Acaso el olor no le refresca la memoria?

Yo siendo usted no lo manda, Don Humberto —dijo con cierta dignidad que provenía de la urgencia.

Humberto por primera vez asomó una sonrisa al ver que el pulpero se desencajaba como si ya no pudiera aguantar más.

Y porque no lo iba mandar, si él fue el que compró la cal. Cal de la buena, que decís vos.

Pudo haber sido un amigo suyo, mano Polo. O uno suyo, Don Humberto, que depuso allí.

Con más razón entonces. Échele, que después se untará sábila, eso es bueno también para las hemorroides.

Apolonio que prefería el silencio entre esas alternativas, finalmente pudo decidirse, pero justo cuando iba echar la cal, el pulpero Aquilino de un solo pujo se mandó:

Ultimadamente fui yo.

¿Vos? —preguntó Apolonio, deteniendo la cal a tiempo.

Yo, mano Polo.

Y por qué no llegó a la pulpería.

Es que hasta ahí me llegó el brío, Don Humberto.

Humberto, para no reírse, recordó otro episodio que también era para cagarse de la risa. La vez aquélla en la que un compadre suyo, ya en el camino real, le sorprendieron en cuclillas, nada menos que la novia con la que se iba a casar y los padres de ésta. La respuesta de su compadre entonces no precisó otra salida para un vínculo sagrado que postergar un plazo para siempre, aun por mucho que hubiera sido el amor que se prometieran los dos. ‘Aquí, echando una cagaíta, si gustan.’





























BIENESTAR PRIVADO



Yo ya la veía venir. Iba ser una de esas refriegas resueltamente heroicas, cuya estampa un filatelista la buscaría hasta el fin del mundo, incluso si le fuera menester el mismo forcejeo para arrebatarle entre rivales de su especie. Es curioso que en un bar, apenas en un bar de los suburbios, se apelotonen los borrachos como si guerrearan por un diferendo marítimo. Es curioso como ciertas disculpas cunden según los impulsos de un antiguo testamento. Es curioso que hasta quienes se interpondrían para evitar contiendas sean capaces de instigar a sus partidarios. Es curioso, en fin, que cualquiera golpee a cualquiera en un bar, y que cualquiera se ofenda de cualquier injuria dicha con la resonancia del alcohol. Pero es verdad que en un espacio así de estrecho las pasiones abaten, tal procuran la medida del capricho, fuerzas que naturalmente se les oponen.

Yo había tomado muy poco, aunque los tragos ya me provocaban esa sensación misteriosa de no haber bebido lo suficiente. Nadie me acompañaba a la mesa, porque con aplomo había despachado a cuantos quisieron coquetear conmigo. Así que justo debajo de las escaleras, en un ángulo de la estancia, podía ver a mi alrededor como si lo hiciese desde un atalaya. Prefería la música esa noche y no el dinero que viniera con esos hombres abominables. Prefería fumar mucho y beber muy poco, y, desde luego, prefería esa música que sólo parecía progresar a través de sus disonancias.

No me fijé en las otras mujeres. Sólo la mujer, cuya voz lenta y grave dilataba versos, llamó mi atención, al punto de que sus ojos invisibles me deslumbraban como astros. La recuerdo en el centro de la escena, con su vestido rojo, entre músicos enanos que sudaban para no diluirse en sus salivas. Lo otro llegaba a mí más por sus silencios que por aquello de lo cual se escucharan tantos ruidos.

Suelen referir que las mujerzuelas (dícese sobre lo que se dice en nuestro nombre) somos agudas y afrentosas cuando una venganza nos azora, puesto que por lo común más que el agravio nos conmueve los medios de nuestro mismo destino, pero se dice así que la tensión de esta cualidad nos rebaja en el último instante, cuando ya todo nos ha perdido entre los méritos que vilmente cultivamos. Se equivocan quienes pagan por figurarse ideas tan estrafalarias, a riesgo de creérsela en el mismo altar; se equivocan, incluso, las mujeres de quienes vienen a pagar una parte de aquel mismo sueldo que tanto las enorgullece a ellas. Las "mujerzuelas" no pertenecemos a los tratos que nos malogran; ni por una condición generalizada convidamos nada más por dinero; tampoco son muy distintos los alfileres aplicados a la brujería, a los recortes de una moda inmemorial o a las pullas de otros dedales. No hay por lo demás el germen pendenciero que se nos atribuye especialmente, atribuyéndonos además una suerte que nos persigue y nos rodea acaso por la urgencia de desbordarlo todo. Por último, las tales mujerzuelas no somos menores, cuanto que fuimos dotadas de las mismas sutilezas que las vírgenes y viudas conciben solas, y porque la mitad de nuestra desgracia reside entre quienes osan escupirnos con orgullo.

No sé cómo empezó la refriega, pudo ser por un brindis turbulento o por una de esas nalgadas que procuran prenderse como garfios, y que por esas cosas de la vida regresó en el redoble de un carrillo barbado y veleidoso. Tal vez, ahora se me figura que una causa posible pudiera ser la propia, algunos de mis desaires simplemente proliferaron más allá de mí, hasta ese acto compartido. Lo cierto es que casi pudiera decirse que la refriega se dio entre un parpadeo y otro. Al despabilarme, ya veía como se cruzaban los puños y como la trayectoria de muchos proyectiles complicaba el aire. La cantante seguía con su despecho, pero los músicos ya no le acompañaban, y de pronto ella misma desapareció como la nota más grave lo hizo en medio de tantos gritos de mujeres y borrachos. Se veía correr sangre y esa sangre evocaba aquel espléndido vestido, que ya no se veía en el cuerpo de una mujer desnuda y triste.

Yo, entre las pliegues de unas luces mortecinas, resguardada por la escalera cuya ascensión era siempre lujuriosa, podía verlo todo desde un punto impenetrable. Aquel ángulo era el único himen que he de conservar invicto. La verdad es que desde el comienzo supe que estaba a salvo, que nada ni nadie me iba herir y que esa condición me permitiría la libertad que más me conviniera. Entonces, me sentía tan alegre, por decirlo de algún modo memorable. La alegría cosquilleaba muy dentro de mí, es verdad, como si se prolongara para siempre. Sentí como nunca que esa espuma podía desbordar una sonrisa de la cual sólo yo podía regocijarme. Era tan bueno ver como los demás se mataban entre sí y como todos los estragos ocurrían al margen; como si a diferencia de aquellas criaturas yo fuera la única inmortal.

Pero era sólo mi bienestar privado, el mismo que embargaría a cualquiera de esos rivales, si en lugar de morir a trompadas se escondieran a ver como otros los redimen. Es el mismo bienestar de un rapazuelo al que por una riña ajena no le van a castigar; el mismo que un general disfrutaría si lejos de la guerra su prestigio creciera entre rumores. Así como cuando el cielo se cierra en un diluvio y sabemos que ya estamos bajo un techo cuyos ruidos nos arrullarán con gozo. Claro, sería más fácil para mucho decir que mi alegría era la de una mujerzuela cobarde, cuando precisamente el cielo me infundía el valor de ser la misma recién nacida de siempre.


Qué alegría que los policías se demoraran una eternidad. Qué alegría de ser una diosa intacta en el milagro ya presente.









PEQUEÑA HISTORIA DE TODOS LOS DÍAS


Todavía me cuesta creer que haya envejecido, pero pasó al punto que me parece increíble. Poco hacen los afeites cuando el porvenir nos calca a razón de nuestros días. Ni las caras ajenas nos recomponen la sonrisa que perdimos y ninguna saliva nos vuelve a aplacar la sed de nuestras bocas. También es verdad que los años sólo progresan entre profundos parpadeos, y sucede que de súbito se vislumbra la superficie que nos refleja, sin que entonces importe mucho el espesor con que lo hace. Dirá usted cómo no lo advirtió cuando podía ser su profetisa (que hasta caminar pudiese sobre las aguas), pero para envejecer no tenemos más méritos propios que los que prolongan nuestras arrugas. Ahora estoy más vieja de lo que hubiese estado en cualquier edad, y tal vez con muchos años menos. No es que anhelara una lozanía incorruptible para siempre, pero amanecer de pronto, como en un parto, y ya no poder asir el bastón según ningún reflejo, y después notar que el reloj (ya sin cuerda) lentamente coincide con el mismo punto que aún une a sus agujas, abrumaría a cualquier ser humano medianamente humano. Si usted, por ejemplo, de un golpe imprevisible se consigue en un estado tal de decrepitud que apenas no lo puede creer, entonces creará, por creer en algo, que ya no me lee como antes, quizá porque soy demasiado joven para escribir justo lo que aquí usted sigue escribiendo. Escribe y escribe hasta que, después de todo, como si nada, yo le deje de leer. Así es hacerse viejo. Tiene razón, me dirá después de pensarlo muy poco (con cierta ligereza cotidiana), o tal vez con juvenil irreverencia le remede yo a usted. Así es hacerse viejo. Parece increíble, pero es así de fácil; y es así como se muere, cuando ya no quede cuerpo para sobrevivir al cuerpo.



























LES IGUALES


A


El pene es un clítoris deformado.


Va seguir este viejo baboso. Da risa como sonríe, parece que quiere alegrarse algo. Pero esa sonrisa no le alcanza ni para entristecerse un poquito. Si supiera lo idiota que luce. Ay, qué viscosidad de mofletes y unas patas de gallos ya desdentadas de espuelas. Cuánto le brillan los ojos rebosados de cataratas, hasta salpica la espuma. Viejo pedorro. Cómo se atreve el desgraciado. Se allega como si quisiera pegarse con el favor de sus mismas babas. Qué asco de viejo. Debería hincarle un codazo allí, y dar de voces para que le saquen a patadas de esta vaina. Patadas más viriles de las que pudiera dar el perro por estirar su pata. Cómo lo disimula todo. Con qué inercia soterrada lo hace. Cómo se figura un papel de abuelo comedido entre cada frenazo del autobús. A galanes así no les perdonan otros hombres si nosotras le azuzamos contra ellos. Igual que una jauría, se le comerían vivo. La manada cuando actúa por mandatos de honras perdidas nos devuelve la esperanza; dura poco, es verdad, porque en cada casa todos se dan una importancia que sí que nos importa mucho. ¿No ves? Como que el mal de ojo le hizo recular. Qué se creía, que iba intimidarme con su ternura de violador frustrado.

Señorita, tiene algo en la boca. Allí… una miga, creo.

¿Insiste? Hay que ver que los hombres ni por seniles conservan sus formas, siempre se deshacen en sus impulsos o más bien nunca pueden concentrarse en un fondo que los conmueva, porque se diluyen en cada esperma proyectado. Sí va creer este viejo que me voy a limpiar la boca, porque dizque tengo una miga. Ya quisiera verme limpiando la boca, corriendito, con vergüenza, el muy cabrón, como si ya me hubiera colmado una saliva adulterada. Vamos a consultar al espejo. Que sea mi propia imagen la que dicte el régimen. Nunca me faltan pintalabios, aun para lances así. Ah, ¿verdad que no te lo esperabas, viejo de mierda? Creías que sólo por decirlo, como si nada, me ibas a poner en una situación irreflexiva. Ni que carecieras de espejos, cabrón. Era de esperarse. No había miga alguna. Quedó cortado, como la mala leche que lo añeja en vano. Se ve que huye, casi despavorido. No de vergüenza, por cierto, más bien sabe que conmigo lo que puede buscar es un codazo. Así son los varones. Si les ofende una mujer apelarían al desagravio que sólo les concede la imaginación de violarlas como cobardes. Pueden llegar a ser muy temerarios, es verdad, cuando se dan de trompadas en un delirio alcohólico o cuando sacan bichos debajo de las piedras, pero apenas algo tan sutil como un espejo en el momento preciso los confunde mucho. Una palabra infligida como un alfiler furtivo les puede abrir una tajadura que no las temen sino en la guerra. Y la voz, cuando ya no es dulzona, le empalaga hasta el hastío. El hombre es barbáricamente valiente, por decirlo así. En una carga de caballería; en una reyerta a cuchillo o para matar alimañas en los montes. La mujer, en cambio, es civilizadamente valiente y acaso por lo mismo menos cobarde que el hombre (para resistir dolores, para la paciencia de las edades ajenas y las facultades de la medicina cultivada, para sobrellevar los rigores de la vejez y los infortunios de toda la vida con la entereza de sobrevivir la parte más mortal de la especie). La violencia nos trastoca a todos, pero la peor parte la llevaríamos nosotras si ellos trascienden a sus armas, por lo demás las pausas y las preferencias nos conciernen a nosotras. Recuerdo a mi hermano mayor. Éste es un recuerdo que me refresca mucho la memoria. Esos recuerdo de la infancia que parecen venidos de otro mundo, como si pertenecieran a un orden prenatal, yo diría. En fin, es sorprendente como un hecho cotidiano, y tal vez hasta cubierto por fugaces musgos, puede al cabo revelar cómo funcionan las cosas en el mundo. Yo tenía como 7. Creo que siete. Si era 7, él tendría entonces unos 9. Me lleva dos años fijos. Pongamos que tenía unos 7, y, desde luego, él unos 9. Recuerdo que me hizo rabiar por algo que no tenía ninguna importancia. La verdad ya no recuerdo ni cómo empezó la disputa ni si en ese punto era necesario tal alboroto. Recuerdo la pelea, eso sí. Una desigual pelea, por muchas razones. Principalmente, porque él era más fuerte que yo, así que según eso no debía pegarme, acaso como yo en vano intentaba hacerlo con todas mis fuerzas. Cada vez que le daba de patadas o de puñetazos, que parecía como un trompo de pura rabia, él corría o me detenía en las palancas de mis propias flaquezas. A veces se encaramaba en un murito, de cualquier modo se las arreglaba para esquivar mi furia. Esto me arrebataba más, y él, sabiendo que le estaba prohibido tocarme un pelo, consiguió en su misma ventaja la vía para no quebrantar la ley, lo que incluso le daba la oportunidad de mofarse por cada intento mío. Ah, cómo quería propinarle una paliza con mis propias manos. Seguro podía provocarlo hasta que la violencia de tal empeño ya no fuera nada más la mía. Darle y darle. Tal vez por tratar de sacarles los ojos lo enceguecería hasta un punto muy clarividente. No. Nada de eso. Se me iba apagar la calentera y sólo quedaba resignarse. Pero ocurrió algo tan simple. Un estorbo que traía consigo, en cada paso. Al interponer sus palmas por cada golpe, pude verlo a él como si fuera una guacamaya. Con el culo parado al tiempo que retrocedía en el acomodo de sus pies torcidos. Él mete los pies como los bizcos meten los ojos. Sabes, así. Seguro nadie lo notó. Tranquila, nadie te vio. Mientras no veías más allá de tu nariz, nadie te vio. Aunque aquél pendejo cree que fue un espasmo. Aquélla fea, que por envidia no me aparta los ojos, se consuela al fin, pues de seguro cree que tengo uno de sus muchos defectos, siendo tan bonita como para no tener ninguno. Mira cómo te mira, sin hacerlo más allá de su nariz, por cierto. Bueno, mete los pies, y punto. No voy a repetir la metáfora para complacer a un público averiguador. Entonces yo le dije que parecía una guacamaya, y empecé a remedarlo metiendo más los pies, y para colmo repitiendo sus palabras como una guacamaya, remedándole. Todavía recuerdo que ya no era tan fuerte. Oh, estaba muy dolido. Con mis puños nunca le hubiera pegado un golpe como aquél. Desde entonces, se escondía hasta de mis amagos. Yo alzaba los puños y ya ambos sabíamos que apenas bastaba con eso. Quizá yo era más fuerte de lo que alguna vez se imaginó que podía ser él. Eso era antes, por supuesto. Cuando nos peleábamos por cualquier vaina. No tenía por qué durar toda la vida. Ahora somos como gemelos, como siameses, esas criaturas dobles que comparten desde la gestación vínculos fundamentales. Es un tipazo. Si no fuera por esa lagartona que tiene, yo no tendría más motivos para reñir con él. Sí, muy santica ella. Y el tonto de Alfredo que ya está verde de tanto comer verdolagas. Lo que me recuerda, ahora que me pongo memoriosa, que todavía queda un trozo de pastel de carne en la nevera. Se lo voy a llevar, porque si sigue así, tan estricto y recto, el pobre no tendrá más carnes que las que no se puede comer en su casa. Y una carne tan correosa como ésa es peor que comer verdolagas. Uh, está muy débil para ser gemelo mío. No vaya creer la lagartona que su debilidad le hace a ella invencible. Tengo unas ganas de arrastrarle de los pelos que no me las quita la pelona. Muy culito apretado, que mírame y no me toques. Es por eso que este hermano mío le tiene por santa, y como tanto ayuno lo hace tan casto ella entonces aprovecha de darse unas ínfulas de virgencita. Ay, Alfredo, como me dé pie, la dejo coja, o más bizca que tú. Ya sé que la perra me tiene por puta, pero no se imagina que las putas, además de verdaderas, nunca son imaginarias.


Puntual como un clavel. ¿Cómo estás, Julieta?

Nerviosa, Sol. La verdad ya estoy arrepentida. No creo que sea una buena idea.

Pero qué dices, mujer, si necesitas la plata.

Así no.

Entonces, cómo. Porque a los hombres sólo con su semen se les puede sacar lo que atesoran dentro de sí; ya sean buenos sentimientos o plata. Además, no vamos a coger, esa condición es innegociable, así la pusiste. Ricardito me dijo que el tipo nada más quiere vernos desnudas, nos huele el culo y se hace una pajilla; ese es el trato.

No sé… cada vez me suena más sucio.

Vamos, Julieta, lo estoy haciendo por ti. No te vas a quedar mal a ti misma.

¿Y si pido prestado?

Es mucha plata para deberla con esos intereses, al final quién sabe qué más tengas que hacer. Por cierto, a quién se le pedirías, al rufián que ha conseguido todas sus mujeres por ese medio. No seas tonta, Julieta, la plata pasa de mano en mano, pero ni siquiera así existe. Hay que ser tonto como para dejarse acorralar por ella. Se busca lo que se necesita y punto.

Estoy acorralada.

No, si tomas el sartén por el mango. Sabemos lo que vamos hacer y hasta donde lo permitimos; más allá todo es ganancia, incluso la experiencia.

Tienes razón, lo que importa es salir con la plata.

No tienes por qué preocuparte, Julieta, vas conmigo y el taxi esperará a que salgamos. Ricardito dice que el tipo es un cliente cuyas modales no exceden su hábito.

No lo sé. Tú eres muy bonita, Sol. Cuando te vea desnuda se pondrá cachondo y querrá coger con ambas.

El trato es el que te dije. Cuando se transige de esta manera rara vez se violenta lo dicho, porque se sabe que del otro lado los puños no son como las nalgas. Si se pone más cachondo que espere a su mujer.

Qué cosas, ¿no?

¿Quieres más plata?

No me digas que tienes otro negocio por el estilo. Con éste es suficiente. Es justo lo que necesito para el hospital. De todos modos, te agradezco mucho, Sol.

Cálmate. No dije eso. Ofrecerá dinero si quiere algo más, puede que ocurra, para que te voy a decir mentiras. Sin embargo, sólo con dinero convenido ellos saben que se pueden dilatar los plazos y las condiciones.

No. Ya estoy decidida, vamos a lo que vamos y nos venimos sin mirar atrás.

Cómo quieras, pero vamos.

Ah, una cosa, y si la gente del barrio se entera.

Vamos a dónde viven los ricos, quién coño lo sabrá. Nos bajamos adentro de la casa y allí mismo nos volvemos a subir al taxi. Aquí tomamos el autobús del otro lado, y listo. Tú no tienes marido, de qué coño te preocupas.

¿Y tú, Sol?

Es verdad, hace mucho que no hago esto, pero la malicia nunca se pierde cuando se aprendió tan joven.

Qué dices; si eres una muchacha todavía.

Bueno, dejémonos de piropos.

Entonces, sigamos adelante. Y que sea rápido.


Es una casa grandísima, Sol. Tiene hasta su propia glorieta. ¿Ves?

El tipo debe de estar forrado.

Con razón paga lo que paga, por lo que paga.

Esta gente lo que paga es discreción, por lo demás roba. Pero qué caso tiene diferenciar el nudo, más bien vayamos adentro, que hoy tenemos anfitrión.

Puerta franca.

No te dije. No tengas miedo. No pasará de cinco minutos.

Increíble. ¿No es el mismo vegete del autobús? Qué pequeño es el mundo cuando tantos pervertidos lo aprietan con ligaduras. Este viejo… Sí, el mismo viejo. Tal vez por sus manías frecuenta los autobuses. El reconocimiento es mutuo. Ahora si se fía de su sonrisa, claro como está en su casa. Lo que no sabe es que la sonrisa le sienta peor cuando se alegra con ventaja.

A lo que venimos, señor. Las migajas son suya y que en su boca queden, la plata nuestra. Así que adonde prefiera.

Aquí mismo. Qué desconsiderado, no esperarlas desnudo.

A desnudarse, Julieta. Acuérdate que para tener a tu hijo te desnudaste.

Ojalá que también para bañarme cuando llegue a casa.

La plata primero. Toma, mujer.

La plata.

Así está mejor, que comience rápido.

¿Puedo oler?

Siempre y cuando no toque.

Lo mejor para un silencio como éste es callar. No hacerse muchas preguntas. Debí decírselo a la pobre de Julieta que le debe estar retumbando la cholla. El viejo tiene cara de que no aguanta mucho. No llega a dos minutos, ni que cambie de tempo.

Oye, si ya vas a acabar, allá por favor.

Ah. Ah. Ah.

Qué te dije.

Qué manera de perder la plata.

No lo murmures; díselo de frente, ¿verdad, señor?

Díganme lo que quieran.

Viejo puto.

Lo que quieran.

Mejor vistámonos, Sol, quiero irme ya. Se me figura que pierdo también la plata.

¿Tan rápido?

La prisa es suya, señor, lo nuestro es volver de cada paso.

Quisiera otro polvo contigo, flaca. Un polvo de verdad.

Entonces éste era de mentira.

Quiero decir adentro.

Adentro nada. Ya se cerró el trato, y nos vamos.

Pagaré lo que digas.

Ya lo creo. Pero igual nos vamos, señor.

Sí, mujer. Vámonos.

Al menos apriétame aquí un poquito, que se te ven esas uñas tan bonitas.

¿Dónde? ¿En los huevos?

Sí.

Es usted un huevón. Eso de apretarle los huevos a un huevón es una tarifa extra, ¿lo sabe?

Supongo. Pero aquí está la plata.

Espere a que nos vistamos. Bien.

Que venga a mis tetas esos billetes. Y usted, viejo cabrón, con las manos atrás.

¿Así? Una apretadita con tus uñas.

Una apretadita nada más, que conste.

Una, no importa.


Se ha demorado el autobús, ¿no? Qué raro. Vamos a sentarnos allá más bien. Con eso conversamos un poco y me fumo un cigarrillo. Si viene el autobús, no importa; ya vendrá otro y luego otro. Y a ti qué te pasa. Estás como un papel.

Es que todavía no se me quitan las ganas de vomitar. Es la plata más asquerosa que he contado en mi vida.

No seas exagerada. Creí que estabas pálida por el susto.

Eso me cagó de veras. Pero ahora considerándolo todo en su conjunto siento vergüenza más que cualquier cosa.

¿Viste la cara que puso el viejo? Ah, sí. Por fin te sale una sonrisa.

Debo reconocer que eso puede distraer de vez en cuando mi vergüenza.

Quería una apretadita, ¿no? Con una uñas muy bonitas y cuidadas, ¿no? Pero de seguro nunca pudo imaginarse que le tomara al pie lo que de pie tanto suplicaba.

Qué patada le metiste, mujer. Oye, y si el viejo es vengativo.

Tú crees que va quejarse de esos gritos. Se inventará cualquier enfermedad y lidiara con ella sin levantar polvo. Créeme que poco le convendría ventilar esa agresión. ‘Vinieron unas putas y me reventaron las bolas, oficial, de veras querida; eran así de altas.’ Imagínate.

Pero puede pagarle a alguien para pegarnos un susto.

Ricardito le conoce todo, así que cualquier contrapunto sería para él un escándalo. ¿No notaste la cantidad de retratos que tiene de su mujer en la sala? Un hombre así de cursi tiene que hacerse el cursi hasta para dormir. Ultimadamente, tal vez hasta le cogió gusto; ya ves que no era muy cuerdo.

Así que era verdad lo que todo el mundo dice.

De que soy una puta. Pues es mentira. Una puta es aquélla que nunca se compromete por el dinero ni por los favores que recibe, al contrario de lo que la gente cree. Se acuestan con cualquiera que paga ese deleite, pero no son generosas ni siquiera con ellas mismas. No dan besos. No disfrutan. Igual que tú, Julieta. Tú vendrías siendo el modelo clásico de una puta.

No te rías, porque eres así de mala.

Sabes que no soy mala. Te quiero muchísimo. Sólo te doy a entender que las apariencias no revelan mucho y hasta lo obvio no debería ofendernos demasiado. Te voy a contar algo que no le he dicho a nadie. Una vez, en el patio de casa, sorprendí a mi padrino oliendo mis pantaletas. Al principio me daba risa, imagínate tenía como unos trece, pero después vi que aquel hombre casi se desmayaba en cada suspiro, parecía un enamorado.

Qué depravado.

Si vieras lo tierno y hasta galante que se veía.

Eres muy especial, Sol. ¡Cómo lo pintas, mujer! ¿Y no lo descubriste delante de todos?

No tenía que hacerlo, nunca abuso de mí. Jamás le noté una palabra fuera de lugar, y siempre se portó según la promesa del bautismo. Así que en nombre de qué lo tendría que poner en evidencia. Pero se me ocurrió un negocio.

Le cobraste por…

No; cómo crees. Si él no me faltó el respeto nunca, de qué otro modo iba yo a corresponderle. Ya sabes que mi ropa es impecable en cualquier circunstancia, desde muy pequeña cuido esmeradamente de mis cosas. Así que tendidas al sol, aquellas pantaletas eran inmaculadas como mi propia virginidad. Yo me dije, si este tipo se da un gusto con un trapo blanco, cuánto no pagaría por unas manchas verdaderas. Así que le sorprendí en el patio y antes de que el tartamudeo le diera una salida, le propuse el negocio. Le vendería mis pantaletas sucias y él me las pagaría en silencio, sin otro favor añadido. No deberías sorprenderte, Julieta, los hombres siempre son así. Están clavados a su propio sexo. Mortificados en un sólo punto de su espacio. No pueden pensar en más nada que no sea en coger, o apenas en escoger durante cada trance ese camino. Otros agobios tienen que ser demasiado fuertes para prescindir de ese vigor inquebrantable. Nosotras no es que no sintamos una urgencia equivalente, a mí me encanta arder con ese fuego, sólo que tenemos la serenidad que nunca nos demora.

Eres más de lo que la gente dice.

¿Quieres un cigarrillo?

No, gracia. Ahora no se me antoja.

Parecerías muy puta, ¿verdad?

No jodas, Sol.

Putica, por cierto, me han llamado desde el colegio. Más las mujeres que los hombres. Cuando un hombre no puede frecuentar la mujer que apetece, entonces la llama puta con una sinceridad que conmovería a esa misma mujer, por lo demás los hombres llaman putas sólo para fanfarronear de sus proezas. En cambio, nosotras… Ya sabes que las mujeres nos llamamos puta sólo por envidia.

Con cuánta verdad hablas. Pero no todos los hombres serán así.

Todos son así, querida. Al menos que por una deficiencia no puedan concebir el deseo o que verdaderamente prefieran otro ardor con el mismo ardor, o lo que es más raro, que un ascetismo los eleve de sus huevos. Te voy a contar otra cosa que no saben lo que me llaman puta. Tendría como 16 cuando me escapé de casa. Ya había perdido la virginidad en el colegio, con un profesor al que le terminé enseñando lo que yo debía aprender sobre la primera vez, y desde entonces en cada ocasión posible me daba el mismo gusto que quería dar a otros. Fui a parar a un burdel. Allí conocí a Ricardito. Entonces era curiosa y sabía, eso desde luego, que en una casa así podía tener cubierto todo, ya sabes, mientras que consiguiera otras cosas qué hacer o mientras me acostumbrara. No duró mucho, porque las mujeres recogidas de oprobios ajenos son muy pendencieras, y créeme que los clientes apenas son un motivo marginal. Nunca me amedrentó nadie, pero así y todo me colmaron tantas contenciones que igual se disgregaban en los efluvios del burdel. Eso sí, en una semana vi de todo: jóvenes apuestos, tullidos desgraciados y hasta viejos que se gastaban la pensión nada más para meter los dedos. La mayoría venían para hacer lo que nunca propondrían a sus mujeres, otros para humillarse delante de quienes vituperaban en público o también para humillar privadamente a quienes obedecían como esclavos. Todos se tragan sus bolas al nomás entrar al cuartucho; se cagan, Julieta, aunque nos tiren la mierda a nosotras. En fin, rendidos o no, todo es un desahogo efímero y recurrente para ellos, del que no se pueden librar nunca. Este es un fuego que no se les apaga nunca. Es más, ¿quieres saber qué es lo que piensa un hombre que camina de la mano de su mujer?

Qué dices.

Déjame probarte.

Qué haces.

Ven, levántate. Dame la mano.

¿En serio?

Yo soy tu esposo. Vamos. Caminaré con mi cigarrillo en la boca. Y guardaré silencio mientras te haga sudar la mano.

Estás loca.

Te voy a demostrar que piensan los hombres, y puede que se te pase el asco. Ya vas a ver qué te cagarás de la risa. Con eso caminamos un ratico. Son unas pocas cuadras.

Tienes una cosa, Sol.

Vamos. Dame la mano, Julieta.

Está bien.

Caminemos. Caminemos. Dizque voy en silencio, porque estoy muy cansado. Dizque tú entiendes que es mejor no atormentarme con cosas que poca importancia le voy a dar en este momento. Ah, esa gorda si está buena, debe dar unas sentadas gordinflonas.

Cállate. Mira como nos mira la gente, Sol.

Ya no pensarán que somos putas. No te preocupes.

Esa gorda si se devuelve nos parte la cara.

Ni que fuéramos mochas, mujer. Además, soy tu silencioso esposo, así que déjame guardar silencio.

Está bien. Esto me divierte mucho, y me quita el mal sabor de boca.

Esa viejita todavía aguanta un polvo. Qué tetas, hombre. A esta flaquita la pongo a chupar hasta acabarle en la garganta. Qué emperifollada la señora, debe tenerla rapadita. A esta perra me la cogería como un perro. Mira qué culona. Fea. Fea, caballero. Qué importa. Torcida y todo le entra derechito. Si esta chiquitica me paga con el mes, todavía me quedan los intereses anuales. No te rías, que tú no sabes lo que pienso, porque si lo supieras me hubieras quemado por infiel.

Mira estos zapatos, Sol. Son lindos, ¿verdad?

No soy Sol, soy tu esposo. Y no me interesa si los zapatos son bonitos. Te escucharé sólo para que no creas que no te escucho. Ah, qué putaza. Se ve que viene de un lance que le dejo bastante insatisfecha. Se le ve que es una demonia. Por Dios, si es mi mujer que se refleja allí. Ah, cuando llegue a casa me la cojo y con eso me desquito de las demás.

Coño, Sol. Ya no me hace gracia.

Bueno, es para que veas lo que ellos sufren. Ser cautivo de ese afán los hace todo unos caballeros, como ves.

Los hombres siempre tienen muchas ventajas. Guardarse lo que sólo les basta en los actos, es un derroche que no tenemos nosotras.

Excepto por mear parados y por la fuerza bruta, todas sus otras ventajas son adquiridas precisamente por la fuerza bruta. Sucede que al principio la fuerza fue el medio expreso para la mayoría de los fines. El hombre simplemente se aprovechó de esa circunstancia, manteniendo el régimen hasta donde la misma fuerza es incluso capaz de persistir en el desmayo. Sin embargo, no hay fuerza (por muy original que sea su linaje) que venza definitivamente a la astucia, porque acaso para pensar se necesita de las dos mitades del cerebro, porque acaso para nacer se tuvieron tantos abuelos como abuelas.

Tienes razón.

Es encaramándose en nosotras que se creen superiores. Tanto más se elevan una mujer cuanto mayor sea la ambición que la sojuzgue.

No veo como una mujerzuela tenga mejor ocasión que las demás mujeres.

En esto te engañas. Te lo digo yo que estuve en un burdel. Una mujerzuela, como también suele llamársele, pueden entrar a cualquier lugar, como un hombre. Puede mear delante de quien sea, puede embriagarse con similares énfasis, frecuentar distintos compañeros tanto porque quienes pagan espera que les cobren, y además brindar en medio de cualquier plática y en virtud de cualquier otro exceso. La mujer más vituperada y prisionera, tiene la misma holgura que la que el hombre se atribuye. Puede detenerse en el curso de un bordado laborioso, por ejemplo, o también puede vociferar aunque le cierren la boca muchas veces de un trancazo. Todo lo cual son licencias masculinas, que le permiten al hombre una percepción más física para el arte.

¿Para el arte? ¿De qué coño hablas, Sol?

A los artistas hombres se les abren más las puertas de un laberinto que es, como la inteligencia, una dimensión femenina. Dicen que el cromosoma “Y” sólo les da la bolas para atribuirse la genialidad de Eva.

Y a qué viene esto.

Finalmente, te voy a contar otra cosa que tampoco saben los que me llaman puta. Empecé a escribí en el burdel. Unas pendejadas, niñerías de una mujerona quizás. Pero podía escribir en presencia de una diversidad palpable. Y no es que en los aposentos del patriarca no se pueda largar la pluma.

Ahora te desconozco. Yo creía que la literatura era uno de los oficios más afeminado de los hombres, pero, en fin, que eran cosas de hombres.

Tanto se ha dicho que hay una literatura eminentemente masculina al tiempo que otra eminentemente femenina. La mayoría de las veces la misma literatura descubre que no existe tal cosa. Es verdad que hombres y mujeres se distinguen por las sutilezas de la escritura y no tanto por la hondura de los temas, en lo primero se nota la periferia de donde se puede venir, en lo segundo se descubre que todos los caminos conducen al centro de las dos mitades. Algunas escritoras dicen que no pocas veces les han alabado porque escriben como hombres, haciéndoselo notar con mucha convicción. Tal vez si les prodigaban uno de los mejores elogios que ellas hayan recibido, porque escribir de manera que se pueda figurar uno que los registros opuestos a la condición intransferible de quien escribe, ah Julieta, eso es, en cualquier caso, una hazaña no menor, especialmente en la narrativa. En el teatro cabe esperar una virtud así, dada la diversidad de la compañía en escena. Respecto a la prosa, la gente es capaz de notar que le sorprenden, sin duda porque todo el tiempo se escribe sin alejarse de la propia voz.

Me dejas con la boca abierta.

Muy vibrante la charla, ¿eh?

Y también reveladora.

Sí, pero vámonos, que ya es muy tarde, y tengo que pasar por casa de mamá para recoger a los morochos. No sabes lo rozagantes que están, Julieta, son una dulzura que provocan comérselos a besos.

Qué bendición.

Sus nombres comparten sus letras. Un Anagrama.

Eso es cuando ciertas palabras se forman por el orden de las mismas letras, ¿verdad?

Exactamente.

Claro. Sí, ahora lo veo.

Se me ocurrió cuando supe que eran morochos.

No sabía que escribieras, Sol. Esto sí que es un secreto.

La verdad creo que nunca escribí lo suficiente. Fueron apenas dos semanas. Imagínate. De cualquier modo, ahora sólo escribo las notas que le dejo a Fulgencio, las cuales no creo que éste estime muy poéticas. Ya se estará preguntando, por qué no he llegado todavía.

Cómo haces para que tu marido no se dé cuenta de nada.

Y de qué tiene que darse cuenta. A ver, tú.

De que sales sin que tengas que salir.

Si salgo, es porque estoy adentro; eso basta para cualquiera, máxime si se vuelve siempre.

Tienes razón. Pero la gente habla, y de seguro le deben llenar la cabeza con chismes.

Mis gritos son diques para sus orejas. Además él sabe que como se distraiga de mis notas, no le faltarán anónimos que le apesadumbre, y quién sabe si hasta una notica final.

Eso se llama maltrato, manipulación.

A los maridos hay que tratarlos a las patadas, Julieta; no darle ocasión de que usen las patas más que para huir.

Y si se caen.

Le caes con su propio peso.

Es como amaestrar una fiera. Algún día pueden volverse.

No te creas. Si vieras lo dócil que últimamente está su mansedumbre. Ahora que él sabe que volvió Ricardito, no alcanza a ver que una amenaza del pasado es apenas mi presente coartada. Puedo andar con el que quiera, si así fuera el caso, e incluso la castidad la elijo al amparo de lo que tanto teme.


Ver televisión hasta tarde; sólo por esperarla. Hasta cuándo con Sol. Cómo es posible que los niños estén despiertos a estas horas, quién sabe en qué cocina, hablando quién sabe de quién. De mí, seguro, de lo pendejo que soy. Seguro debe estar donde la suegra. Debería ir. Pero si voy, ¿te puedes imaginar el escándalo? Seguro ya viene por allí y si me adelanto no me quedará el modo de dar un paso. Es increíble. Se la pasa arreglándose las uñas casi todo el día o luciéndolas como una gata melindrosa. Si no fuera por los niños.

¿Y los morochos?

No pude traerlos, ya estaban dormidos. Mamá me contó que se portaron de maravilla. Comieron bien. Están bien. Mañana los recojo.

Vamos a buscarlos.

Ellos están bien; ya te lo dije. No voy a que cojan sereno por darte gusto.

Entonces, por qué no le trajiste más temprano. Ves la hora que es. Además, qué se supone que fuiste hacer afuera, porque no veo que traigas nada.

Hoy fue un día, ay, de esos días vacíos que te doblan el lomo. Así que no vengas a llenarte la boca con quejas.

Pero, qué dices, Sol, mira como está la casa. No hace falta decir nada. Hasta las plantas se han secado. El reguero de los niños no tiene ni pies ni cabeza.

Si te parece que la casa hay que acomodarla, no veo porque no la puedas hacerlo tú.

Si lo podría hacer, claro. De hecho, lo hago más que tú. Pero sabes que mi trabajo es duro, que cuando llego apenas puedo encaramarme a la cama. Y qué consigo, a ver, Sol.

Consigues una mujer que no es de hierro.

No quito que los morochos te den guerra, pero por lo demás nada parece apartarte de tus uñas.

Tampoco veo que te despegues mucho cuando te hinco las uñas.

Eso lo inventas tú.

Entonces, ¿prefieres otros arañazos? Porque por despecho los míos pudieran resultar mucho más apasionados.

Es muy tarde para cazar una pelea.

Así lo pensé. Voy a ducharme mejor. No estaría de más qué hagas lo mismo esta noche.

Ahora que me bañe le llevo la pieza del pastel a Alfredo. Subo en una carrerita, antes que la lagartona lo meta a la cama como un mentecato. Sé que la va recibir como un milagro de su mismo ayuno. Eso le pasa Alfredo por creerse lo que ella cree. Lo ponen a rezar y ya no hay modo de pedir clemencia.


¿Qué coño pasó aquí? Deja ese televisor de mierda y párame bolas, que te estoy hablando.

¿Qué te pasa, mujer?

¿Por qué no te lames también la salsa? Toma con todo y bandeja, tragaldabas. Grosero.

Estás loca, como me vienes a tirar eso encima.

¿No te comiste todo? Pues era hora del postre.

Era lo único que había en la nevera, qué querías que hiciera.

Qué trajeras algo. No dices que tu madre cocina de maravilla.

No metas a mi madre en esto.

No, si ellas es la que se mete en todo.

Y qué dices tú, porque esa pieza era de tu hermano.

Tú lo dijiste; era de mi hermano, y aun así te tragaste lo que no era tuyo. ¿No y que la receta de la suegra metiche no tenía comparación?

Qué te ha hecho la viejita.

No me hables de la viejita que hasta pierdes el garrote cuando le sigues a todas partes. Qué coño le voy a decir al pobre Alfredo. Seguro lo mandarán a dormir con manzanillas.

Entonces, ¿ibas a subir a estas horas?

A la hora que me dé la gana, pendejo.

El cuñado se puede valer por el mismo, no y que es gemelo tuyo.

Ah, sí. Mira que habla el hijo único.

Estás locas. Cálmate. Cálmate. Me vas a descalabrar. Coño.


¿Te pegó?

Quedé perpleja. Cuando lo tenía vencido como siempre. Se levanta de pronto y me cruza la cara el muy cabrón.

No te puedo creer. ¿Y le respondiste?

Me fui para dentro, qué querías. Ya no me atrevía ni a usar los sartenes. Además, si me encerraba a llorar iba doblegarlo por el medio en que tenía que indemnizarme más. Pero por más que acrecenté las lágrimas, no escuchaba ningún remordimiento del otro lado. Cuando salí, ya se había ido. Pasó la noche afuera. Pensé que se llevaría los morochos y como una loca amanecí en casa de mamá.

Entonces, ¿no fue por los morochos?

No. Tampoco ha llamado.

No te dije, Sol. Se te fue la mano. Querrá la Manuela aprovecharse. Acuérdate que fue su novia de toda la vida.

Uh. Esa mujer se ve más enferma que un hombre con gripe.

Sí; está muy ojerosa, quién sabe qué coño tiene.

De cualquier modo, ya saben todas que ese hombre es mío, y la que se atreva la escojo yo antes.

Cuidado. Tú misma dices que a los hombres no hay despecho ni rabia que le melle la paloma.

Por supuesto que los hombres son galantes con las mayoría de las mujeres, porque con casi todas se imaginan una aventura. Las mujeres, por el contrario, somos encantadoras, a qué no Julieta, pero precisamente para que la mayoría de los favores no impliquen el acto consabido. Esta regla sólo la trasgrede un enamoramiento insólito o los anzuelos de la prostitución. Así que ellos se joden, aunque mucho quieran joder. No te extrañe que por una indiferencia o por un insulto de nosotras los hombres prefieran un desagravio terminante, que no pocas veces se figuran. Los huevos fue lo único que consiguió su término en ellos. Son tan inacabados en todo, que a nuestras costillas creen lo contrario.

¿Incompletos dices?

Mal que les pese. Y aun así, sé cómo redondearle un cero a mi marido. Tampoco creo que se atreva ninguna a sonsacarle otra cifra.

Siempre hablas como si no tuvieras niños varones, que, por cierto, son tu adoración.

Es verdad; ahora que lo mencionas. Los niños fantásticamente se imaginan que serán adultos. Pero una vez que se es adulto resulta difícil imaginarse siquiera que se fue niño. Entonces la infancia se le considera una encantadora variante de la especie. No lo había pensado así, pero tienes razón.

Yo no dije eso. A veces me sorprendes, porque pierdes el tiempo con tantas malicias, cuando eres tan brillante, mujer.

No vamos a volver con la charada. Ahora tengo que ir por mi marido. Ya se me ocurrirán otras notas para otras ocasiones en que escribirle ya sea mucho.


B


El clítoris es un pene atrofiado.


Yo por mal esposo prefiero llevar los cuernos que otros por cornudos llevan.

Así que es mejor ir a tientas para no perder los ojos.

Qué dices, hombre, si duermes con una mujer no te distraigas. El encanto está en no distraerse en nada, ir derecho a lo que nos convida la naturaleza. Sin embargo, la mujer le agrada que se le seduzca todo el tiempo. Si no te distraes en el propósito, como ya dije, ocurrirá que las cosas van a darse por convenio mutuo. Entonces aparecerán las mentiras indispensables; no tanto porque las circunstancias las imponga, cuanto sí porque mentir es un don preciado del que hay que sacar el mayor provecho. Yo he conocido muchas mujeres, como ya sabes, y en ninguna he visto que se repita una complejidad en su conjunto. Esa virtud es original en todas y por lo mismo compartida del modo que nos excluye. ¿Cómo crees, entonces, que se puede prescindir de las mentiras?

Ellas deben saberlo así y no con menos mentiras pueden urdir su plan.

Mentir no es poco, pero no hay que ceder en cada avance, porque bastante malo sería permitir la iniciativa femenina, que no es la de mentir, por cierto. Es algo peor; algo de lo que no hay modo de fiarse nunca.

¿La verdad?

Qué simplezas, compadre. Estoy hablando de no saber nunca si se ellas mienten ni hasta qué punto nos asoman alguna veracidad.

Entonces, nuestras mentiras son como los gritos que lo acallan todo.

Algo así. Habría que ser más que un mentiroso para invadir sus silencios.

Qué criaturas más extrañas.

Lo único para lo cual las mujeres no son raras es para lo imposible.

Te imaginas una banda de mujeres que tomen un tipo afortunado para violarlo entre todas, una vagina detrás de otra como un túnel promisorio. Así no sería ni malo ver la luz al final. El pobre no se quejaría más que de una libertad prematura. No tendría ese rehén más que acostumbrarse a algo tan verídico como su misma suerte. Ninguna postal de Estocolmo ensancharía el horizonte.

Ah, no. Sería de ilusos creer que las mujeres violan como quisiéramos; te sugiero que no te figures ideas muy románticas al respecto.

Sí. Parece tan sombrío lo que esconde sus eclipses.

Déjate de pendejadas. Sólo te digo que imaginarse lo que dice el vulgo no es muy original. Las mujeres, compadre, son tan civilizadas que la brevedad de cada polvo nos importa más por lo que ellas piensan que por nuestro egoísmo satisfecho. Será con la fuerza entonces que aun el gallo pataruco pueda ser permanente en lo fugaz. Cosa abominable ésta de que la fuerza trascienda sus impulsos.

No lo había pensado así.

Escucha. Cuando estudiaba en la ciudad y era dueño de una casa. Aquella casa, cuyas escrituras nunca se pudieron resolver. Sí, una casona de vacíos fantasmales. ¿Te acuerdas? Bueno, me tocó cuidarla un tiempo, hasta que tantos vecinos vinieron con los chismes y entonces aparecieron parientes de todas partes. Algunos porque querían participar de esas aventuras y otros para seguir disputándose un derecho imposible. Lo cierto es que mientras pude vivir allí hice y deshice a mis anchas. Amanecíamos con borracheras mitológicas. No había juerguista de la facultad que no se hiciera un lugar en aquel lugar. Cómo recibía una pensión y ya trabajaba por mi cuenta, podía dilapidar hasta lo que no tenía. Viví con mujeres que me querían e incluso con quienes me llegaron a detestar sin que por ello me dejaran. Amé unas cuantas de un modo más que amoroso. No faltaron, por supuesto, aquéllas que apenas pasaron una noche o apenas un ratico, las que huyeron despavoridas o las esponsales más empecinadas. Hubo de todo. Si supieras que los cepillos y las escobas juntaban cabellos de todas las clases posibles, teñidos en todos los matices imaginables, como si se recogiesen los despojos de una peluquería. Era yo el que tenía que asear la casa entera, porque de lo contrario me iba demorar un régimen monógamo. Sacaba hebras de todos los rincones, de las cobijas hasta de los ombligos de recién llegadas. No sabes los escrúpulos que tiene que atemperar un soltero. En fin, mujeres bonitas, feas, gordas y flaquísimas, descuidadas o emperifolladas; unas muy putas, otras pacatas o melindrosas. Algunas me enseñaban mucho, mientras me mostraban todo lo que querían mostrar en cada acto, y a no pocas inicié o les infundí un carácter. Ser el dueño de un derroche atrae incluso a los más envidiosos. Mientras más mujeres traía a casa más querían venir. Vinieron amigas que estrecharon más sus lazos, también amigas que se enemistaron para siempre, y no me vas a creer que algunas rivales que se repelían con encono pudieron al fin pactar acuerdos en mis eyaculaciones. De cualquier manera, es imposible mantener la paz entre mujeres. Ellas no son como nosotros, que con caernos a trompadas puede que libremos los resortes. En lugar de extender cualquier espada, siguen contrayéndolo todo, porque es allí, sólo en la tensión, donde el zarpazo es formidable y cotidiano.

Aunque nunca faltan mujercitas afrentosas, que con uñas y dientes amedrentan más que con injurias.

También eso he visto, pero no así como lo dices. Una pelea entre mujeres, no es que sea raro, sucede que ellas aun en ese trance todo lo arrastran hacia dentro. ¿No ves cómo se tiran de las mechas? Van derecho al cogote, como si supieran que pese a todo tienen que pegarse la una contra la otra. Sabes, a veces se me figura que las mujeres sólo pudieran cosechar la amistad en sus hombres, pero, por paradojas de la vida, nosotros somos incapaces de tener amigas, especialmente cuando cualquier acercamiento nos revela las tentaciones de siempre.

Qué vainas se te ocurren. Quién diría que un mujeriego como tú pudiera adentrarse en el misterio femenino.

El misterio femenino no lo visita nadie, no importa que tan adentro se llegue.

Qué dices, si siempre tuviste una suerte con las damiselas. Todavía me acuerdo que ya a los 13 fajabas como un condenado.

Pues cómo crees que iba ser tan requerido si quedarme en la superficie fuera la ocasión de un espejo. No te voy a mentir que siempre tuve una desenvoltura que nació conmigo, o más bien desde el comienzo supe que las mujeres prefieren a quienes no tienen miedo de ellas; esos sí que son valientes, capaces de traer las fieras más recónditas del orbe. Como los perros, las mujeres perciben a los cagados y lo hacen cagarse más sin siquiera tirar su tarascada. Hay muchas más cosas, claro que sí. La admiración, por ejemplo, es indeclinable. Si una mujer pierde la admiración por su marido, éste puede olvidarse de su honra. Le hará cornudo o le faltará de cualquier otro modo delante de quien sea. Las mujeres no respetan a los hombres por lo que dicen, sino por lo que hacen, y en este punto no queda más que ser heroico siempre, así tengas que golpearlas porque se dan de narices con cualquier cosa. Una mujer se avergonzará si su hombre no puede resolver, por fuerza o por grado, una tarea varonil, y cosas así encontrarás a montones.

¿Así que recomiendas ser galante e industrioso?

Ser galante, sí, ser pendejo ni de vainas. Industrioso, eso sin dudas. Mira, compadre, si las tratas como un devoto, perdiste, porque no verás otros pujos que los de sus aureolas, y con ellas te madrugarían más que con sus ortos. Por otro lado, casi siempre es mejor no halagar a una mujer con ella misma, poniéndole en su mismo altar, pues, salvo que se consiga el punto, hay dos cosas que detestará de eso: la condescendencia fácil y el horror de verse duplicada como sus arrugas al espejo. Si no quieres dejar a una mujer singular no le dejes, es lo mejor, dile cualquier cosa y búscate tantas otras como todas ellas cierren ese vínculo.

Son consejos de quien no tiene ninguna razón para desconfiar de su mujer, porque…

Porque su mujer es tan bonita, y tan… cómo lo diría. Dilo, no tienes para que ruborizarte, hombre.

Quise decir muy virtuosa. Es una mujer muy buena, Zeus.

Sí, ella es muy buena; no porque sea buena, por cierto, sino porque yo soy tan malo como me pintan los maledicentes, que, si no, ya llevara otros cuernos, y anduviera en las mismas lenguas, pero por cornudo. Con las mujeres no hay que dormirse, ellas están despiertas siempre.

Pero así, como se les trata, resultarían que son menos.

Ah, no. Cómo se te ocurren que van a ser menos, si nosotros para poder ser más nos enorgullecemos de ser mujeriegos. Las mujeres, compadrito, son poderosas, siempre lo han sido, y ay de aquél día cuando las cosas cambien. Son las únicas divinidades sobre la tierra. Lo divino sobre la vasta tierra, fragantes entre todos sus humores, milagrosas por sus milagros. Cuando algún sabihondo predique que hay que evitar la mácula de una mujer con su regla, por favor, no vayas a creerle ni porque se desangre en su prédica lunática.

Para ser una divinidad no dejas de arrearle la mano a tu mujer.

Bueno es la única divinidad a la que tengo acceso todos los días, aunque, tienes razón, tal vez me desquito como un impío. De cualquier modo, no hay que dejarles coger patio. Si le largas la cuerda, no tienes oportunidad en el alcance. La mujer sólo es capaz de vulnerarla el miedo y el despecho. En lo primero señorea el que sabe infundir el miedo, en lo segundo, el que sabe aprovecharse de migajas y excesos ajenos.

En esto último no falta el aprovechado que consuela con lujuria.

Ves. Eso me pareció siempre bajo. Ninguna mujer he conquistado de ese modo.

Mujeres, qué difícil y comprometidas criaturas.

Las mujeres son la mitad más al medio de la especie. Mitad de la que se puede conseguir más jugo; por eso todos los días me alegro de ser hombre.

Por eso la golpeas, supongo, ya que no le escribes sonetos.

Ellas son más listas y nosotros tenemos la ventaja de no entenderles. Las mujeres son una vaina seria. Nunca las comprenderás del todo, y si pierdes el tiempo en ese trámite no vas a coger más que calenturas y despechos. Con las mujeres mejor ser hombre que quebrarse la cabeza. A qué no.

No lo sé. De cualquier manera, todavía no me arriesgo al matrimonio. Y no es que de soltero tenga más aventuras que tú.

Compadre, viva con una mujer, y descubrirá de repente que sólo por buscar otras se puede estar con una.

Y hablando como los locos, qué pasó con la de anoche.

Anoche pasó.

¿De veras?

Y no me vas a creer una vaina.

¿Cuál?

Llegué a casa después del ruedo. Estaba de visita la suegra, y no sé qué coño le pasó a Clara, pero de repente se excusó y metiéndome en el baño, se me vino como una fiera. Quería conmigo como una loca, al notar un olor imperceptible, supongo. Si no fuera por su madre, quién sabe qué sería de mí. Al principio creí que me había descubierto en la movida, y que no me quedaba más que defenderme como el ofendido, pero las cosas fueron dándose hasta que ella por fin recobró la cordura. Se incorporó de repente, me miró sin avidez, como para mitigar la vergüenza, y me dijo no sé qué cosa de la suegra, que de seguro ya perdía la paciencia allá en la sala.

Extraño, ¿verdad? Lo común hubiera sido el reproche.

Y no veo por qué tengan que reprochar nada. Las cosas que uno sabe, y que tanto les pueden gustar, sólo se aprenden afuera. No hay mujer que tan adentro no lo sepa, ni mujer que deje de saberlo.

No se te escapa ninguna mujer, ¿eh?

Ni una, compadre. Las diferentes bellezas pueden parecer (y de hecho son) tan parecida cuando se habla de lo bello, precisamente porque la diversidad de esta virtud se congrega en lo uno. Cuántos pendejos, que con facilidad a los pendejos se les coge de sus mismos anzuelos, son capaces de descabezarse por un El Dorado de mujeres hermosa, como si los espejismos no provinieran del barro original. La verdad es que en cualquier lugar se pueden conseguir tantas criaturas agraciadas como sean posibles sus atributos, porque la biología obra, cómo no saberlo, según proporciones universales, y porque todas las ramas prosperan desde el mismo tronco. Yo te digo una vaina, compadre. Yo voy a diestra y siniestra. El que sólo bonitas escoge, apenas poquitas coge.

Entonces, qué pasó con la actriz. No era ni fea.

Las actrices son las que mejor hacen el papel de putas. A fe que sí.

¿Entonces, era por eso?

Cómo crees. Es que no soporto que se coman las uñas.

No jodas, Zeus. Te echas de un bocado aquéllas que te comen vivo y ahora resulta que no soportas a ésta, porque dizque se come las uñas.

Ya ves; también tengo los defectos que me adornan.

Así que el gran Zeus lo puede amedrentar una mujer.

Una mujer que se coma las uñas día y noche. No sabes cómo me da grima ver que alguien se devore sus propios pellizcos.

No sea huevón, compadre.

¡Cómo!

Lo decía amistosamente.

Así que los amigos ya se llaman con palabrotas que antes eran injurias. Tal vez se escuche algún día que cualquier 'hijo de puta' es un hermano del alma, aunque quién sabe si del mismo padre...

Coño, Zeus, tienes razón.

¿El teléfono?

Sí.

Adelante, amigo soltero. No se disculpe y siga.

Si mi compadre entendiera las mujeres, con lo inteligente que es, preferiría hacer de bruto, porque mientras más se pretenda obrar con inteligencia más nos sumergiríamos en su medio, irreparablemente. Pero ni jota cuando se trata de ellas. Prefiere ir de putas cuando se siente galante. Me imagino con qué decoro ha de tratar a las mujerzuelas. Viéndole bien, no hay mujer que no sea puta, ni hombre que no sea putero. Ellas por putas piden lo que ellos por putero sienten. No sé por qué en lugar de damas y caballeros no ponen putas y puteros, así todo el mundo cagaría a su modo y a su gusto y sin tantos remilgos ni vergüenzas.


Nunca una mujer fácil se me había hecho tan difícil. Ayer estuve cerca. Una bandeja de mariscos entre vapores clandestinos, el taxi y justo en el hotel, adentro ya, con anteojos y pañoleta, la muy puta se arrepiente. Coño. Entiendo que tenga ciertos escrúpulos, es la mujer que se consiguió mi compadre, vive al lado de la barraca nuestra. Hizo migas con mi mujer. Es muy arisca y nerviosa, sí, hay que reconocer que esta cualidad también le adorna a la condenada. No es muy simpática que se diga, pero con esa timidez incita el gusto. No te creas, es una de esas mujeres que a ojo se ve que hay que verlas desnudas; una de esa mujeres que se tapa sólo para eso, para desnudarse. Ya se me empinó otra vez. Pero cómo hago para cogérmela, si ella ya se hace la comadre y no sé si le teme más al remordimiento que al gozo. Mejor voy con mi mujer. Ya mañana se me ocurrirá algo. Qué dices, si pasa de esta semana no habrá piropo que la conmueva, ni porque le llames putica de mi alma. Déjame ver. Hombre, olvídate del capricho. También está mi compadre de por medio, recién casado y tan entusiasmado de tener una descendencia. Dejémoslo así. Hasta ahí está bien, por lo menos una chupadita conseguiste. ¿Te acuerdas, en plena boda? Que si el liguero, que si un hilo del vestido. Hay que ver que las mujeres son astutas. Ah. No. No. No. Cada vez que me acuerdo nada se me olvida. Ya que llegaste tan lejos, lo mejor es ir un poco más allá. Pero, cómo hago, porque en verdad no estoy dispuesto a ceder en este punto, ya me ha calentado bastante como para preferir una ducha helada. Ella teme que la vean, que se destape un escándalo. Ahora que está encinta cualquier sensibilidad le previene de todo y así teme que se confunda su embarazo con una mínima sospecha. Dice que en toda ceguera no faltan grietas. Tiene razón. Pero tener razón en estos menesteres es como para no cometer locuras nunca. El compadre no viene hasta la otra semana, y está tan enamorado que una esposa adultera le atará más. Ojalá le vaya bien, bastante se merece el cargo, por cierto. A ver. Ya sé que no aceptaría ir a otro hotel. El mirador le resultará premonitorio. Una estancia ajena, con retratos ajenos, no le será acogedora ni porque la coja con esos testigos mudos. En ninguna de las barracas, eso desde luego, aquí no faltan averiguadores por doquier. Qué difícil me la pone. Increíble que una cama me desvele. Aquí estoy, dándole vuelta a la mujer en vez de manosearla. Y ella al lado tal vez durmiendo, tal vez soñando, tal vez haciéndose una pajilla. Qué se yo. Aquí mismo; del otro lado de la pared. Piensa como ella, hombre, quizá así des con la solución. Así vas a dar con la solución. Por supuesto. Entonces lo mejor debe ser no alterar las costumbres ni las formas. Dividir en apariencia un punto conocido, para lo cual hay que estar en dos lugares al mismo tiempo. Ella diría: tiene que ser aquí en las barracas, donde todos los trabajadores viven con sus mujeres; a los ojos de todos es que podemos ser invisibles. No faltan cornudos resignados ni alcahuetes beligerantes que convivan entre nosotros. Es verdad. Las barracas comparten un traspatio, pero hay otras barracas en las terrazas superiores. Las barracas comparten una pared. Por supuesto, una pared. Ella diría que una pared es suficiente, no importa que sea lo que nos divida ahora. En una pared, por ejemplo, se puede abrir una puerta, o más bien un pasaje. Ella diría que hay que construir un mueble en su pieza que coincida con el de nuestra pieza. Cuando Clara se vaya a cuidar a la suegra, yo pasaré al otro lado en cada ocasión precisa. Ella diría que hay que poner manos a las obras. Mañana le digo que tuve su idea y que ella se le debe ocurrir otra vez lo mismo. Este fin de semana construiré el mueble. Me llevo el esmeril y mientras todos estén afuera corto el vano y ensamblo lo demás. Eso es lo que hay que hacer. Una idea mejor no se me hubiera ocurrido si me conformaba con dar de cabezazos contra la misma pared. Las mujeres son clarividentes, hombre. Las mujeres son una bendición que nos promete todo. De puro pensarlo… De imaginar ese olor que viniendo de una mujer que guste es tan agradable y voluptuoso… Ay, ya estoy empinadísimo.


¿Qué te parece, compadre, el mueble?

Qué decir si no hay nada que no puedas hacer.

Y mira qué amplio es este compartimiento, querido, sólo para ti.

Cómo es posible que le muestre la puerta secreta. Yo que hasta me esmeré como un ebanista y está puta que no movió un dedo con qué sangre fría menciona los detalles. Hay que ver que las mujeres son brutas para todo, menos para ser inteligente. Pobre de mi compadre. Un hombre así de veras no merece esta suerte.

Clara se queja, porque apenas por el nuestro se puede pasar desnudo. Dizque no cabe nada, ni el uniforme; pueden imaginar lo exagerada que es.

No es eso. Ya ven, el exagerado es otro. Me gusta mucho como les quedó. Pese a lo amplio, no sobresale mucho.

Verdad, Clara, parece una puerta.

Sinceramente es idea suya. Cómo más la pude concebir así.

Este mes el niño duerme en la cuna y la misma cuna tiene debajo sus gavetas.

¿De veras, Clara? Tengo que ir a ver. Julián y yo todavía no nos decidimos por la cuna.

Y hay que darse prisa, porque ya el campeón viene en camino.

O la campeona, nunca se sabe.

Cómo vienes a echar la sal, Clara.

Cómo que sal. La sal de la vida, querrás decir.

Lo que pasa, comadre, es que siempre he pensado que para encabezar la prole mejor es un primogénito.

Ah, compadre, ya no estamos en tiempos de Matusalén.

Lo importante es que la criatura venga sana.

Dios te oiga, Clara.

Y al mueble, compadre, qué más le falta.

Venir a echarle una pinturita de vez en cuando, querido.

Sí. Supongo que algo de barniz.

Mucha gracias, hombre.

Cómo puede reírse mi compadre, cuando su inocencia me aflige tanto. Qué sangre fría tiene esta puta para calentarse.

Aquí, entre nos. Ahora que estamos solos. Compadrito, cuide a su mujer. No se le vaya más la mano. Se acuerda que usted me dijo que cuando consiguiera esposa iba comprender como funcionan las vainas. No sólo las comprendo, que eso ya sería bastante, sino que las practico al contrario de lo que antes me enorgullecía. Roberta me ha cambiado mucho.

¿Eso se supone que te ha enseñado tu mujer? Porque a mí me enseña una cosa muy diferente, algo que por lo demás me excita.

Reflexiona, Zeus, porque al cabo todo llegamos a envejecer. Hombres y mujeres. Y arrugarnos después de henchidos pechos no nos daría ningún respiro para morir en paz.

Ya los cuernos te encorvan, caballero; eso es lo que pasa.


Qué coño haces ahí sentada. No escuchas que el niño te está llamando.

Sólo balbucea.

A ver qué coño lees.2

¿Es lo que leo? De cuando acá mi mujer se pone a leer estas vainas. Qué cree que puede tomarme por idiota. Pero mira todo lo que dice. Aquí no sólo está cogiendo patio la señora; aquí está cogiendo calle, señor, y como no te avispes se la cojera otro.

Así que con panfleticos.

Es para un resumen.

Y de cuando acá tienes que resumir estas cosas. Párale bolas más bien a los oficios de la casa, en vez de perder el tiempo.

Es sólo un trabajo, para una tesis. Estoy asesorando una tesis.

¿No es suficiente lo que hago yo? ¿No te parece suficiente? A ver, dime.

No es sólo por el dinero. Lo que pasa…

¿Qué es lo que pasa entonces?

Necesito hacer algo.

Y claro, como ya me desafías con los hechos, te quedaba resumir este papelito. Cumple tu papel más bien, que bastante grande ya te queda.

Pero tú me conociste trabajando.

También desvirgada, y no por eso te voy a compartir con el prójimo.

Es que…

Te traigo el mundo a la casa y siempre te quejas de que no sales de casa. Mejor cállate que mis mordazas no son de algodón.

Ah, ¿ése es el mundo que me traes?

Y créeme que no querrás salir, no te conviene.

Ven, nené. Ven con mamá.

¿Ya ves como pones al niño? Mejor me voy y cuando vuelvo te quiero ver durmiendo. ¿Verdad, nené?

Sólo eso me queda. Recuerdo esa radiografía en la pared. Enmarcada como un diploma, el único del que se me permite enorgullecerme. La radiografía de una mano, de su mano, con la que no poca veces me ha golpeado. Qué premonitorio ardid, ¿verdad? ‘Para conocer a la radióloga me inventé una cosa en la mano. Me mandaron por una radiografía, y qué creen, he aquí a mi mujer.’ Las palabras más sonoras en mi boda. Desde que estamos en la barraca no me pega, pero con cada promesa ya viene el golpe, y a veces prefiero el golpe a que se aguante con esos puños. Ahora veo todo en esa radiografía de una mano sana. Un destino que los rayos X no pudieron discernir en su momento.


Señora Florista, en fin, quiero un ramo que sea muy hermoso. Es para alguien muy especial. Esta encomienda tiene que ser la que más le enorgullezca a usted, porque el arte está en la gracia como la miel en su dulzor. Sé que cada flor ocupará su lugar preciso. Así que sería maravilloso que estas flores puedan prometer a la primavera el esplendor que ellas sostienen en lo efímero.

Cuánta galantería. ¿Para enamorar o para reconciliación?

Quisiera enamorar, es mi anhelo, pero si la intención no conmueve, acaso por ser tan temeraria como sincera, entonces que la fragancia de tantas flores implique la reconciliación.

Qué lindo. Disculpe; es que pocas veces hay hombres tan sensibles. La mayoría pagan las flores sin exceder el trato o excediéndose en las cursilerías de siempre.

La mayoría se enamoran, así de simple, pero porque no les queda más remedio.

Eso sí. Lo veo a diario. ¿Y qué debo anotar en la tarjeta?

Me gustan tus flores, son tan tuyas que sólo así podría regalártelas.

Qué frases. ¿Prefiere hacerlo de su puño?

Preferiría que lo escriba usted; así lo leería mejor. Cuando la letra es clara las intenciones son como las flores.

Es muy afortunada, hay que decirlo. A qué dirección se enviarían.

No se preocupe, ya me he entendido con el recadero. El sabrá acortar el camino.

Muy bien. En un par de horas estaría listo el ramo.

Tómese el tiempo que necesite.

De cualquier manera, quedará deslumbrada. Se lo aseguro.

Ojalá su sonrisa sea premonitoria. Bueno, ahora tengo que irme.

Cuando quiera vuelva por más flores.

Por todas la flores que sean necesarias.

Hay que esperar un poco. A que las flores vuelvan a florecer ya cortadas.

Qué haces por aquí, Zeus.

Encargando unas flores, compadre.

Me imagino que para Clara. Ya era hora, hombre.

¿Vas a seguir con la joda?

Entonces, para quién.

Para la florista.

Cómo.

Es una viuda muy bonita. Aunque le sienta de maravilla el luto, ya verás que por otros medio daré en el blanco.

Definitivamente, tú no cambias. Deberías halagar a tu mujer en vez mancillarle en cualquier ocasión y con las hermanas de su misma desgracia.

Mira, ya sé que tú mujer de un tiempo para acá me tiene ojeriza. Lo he notado de muchos modos, no vayas a creer que yo soy de piedra. Así que no me extraña que te ponga en mi contra. Mejor dejémoslo aquí, porque me apenaría mucho perder un amigo por un lío de faldas.

Dejémoslo aquí, porque ya no tienes un amigo. Tiene razón Roberta; eres un egoísta que poco me conviene tener por amigo.

Cómo te ha cambiado esa víbora, parece que incluso te hace bien hacerte pasar por malo. Ultimadamente, si es así, que se le va hacer, espero no ser tu enemigo, porque con esa consejera que tienes, ay compadre, te iría peor.

Sabes que no soy peleonero, y que siempre, pese a todo, honraré la amistad que alguna vez tuvimos.

No honres un coño, que lo que queda atrás no queda en ningún otro lado.

Qué se cree este huevón, que porque la mujer le corona lleva cetro. Eso es lo que pasa al no empezar desde el principio. Las mujeres obran mejor en solteros rancios.


Qué pensativo se te ve.

¿Pensativo? Debe ser porque no estoy pensando en nada. Así uno parece un filósofo.

Deberías agarrar un libro de vez en cuando, Zeus. Los libros no muerden.

Cómo ha crecido esta niña, y cuánto desparpajo y gracia.

Los libros no muerden, es verdad, muchacha, quizá porque son ellos los que echan sus anzuelos. Aunque un libro sobre cepos promete.

Pues sí.

Y de qué trata lo que lees.

De un cornudo.

¿De veras?

Oh, sí. Uno que no lo desengañaba nadie.

¿Deberías leer esas cosas?

Están escritas, ¿no?

Pues sí.

Tía está adentro. Te estaba buscando.

¿Hace mucho que saliste de la escuela?

Como una hora, pero el libro está bueno.

Mejorará si lo cierras; no son cosas para una niña.

Eres tan anticuado, Zeus. Y no soy una niña.

Si vieras que yo a tu edad era muy moderno.

¿Entonces?

También lo moderno pasa de moda.

Qué gracioso eres.

¿Dijiste que Clara me estaba buscando?

Uh. Hace mucho.

Ya se le marca el monte de venus. Qué pícara. Que acogedores matorrales.

Por qué tanta urgencia. ¿Pasó algo con el niño?

No, cómo crees. Lo que pasa es que ya no puede con los cuernos.

¿Qué coño dices?

Tu compadre le fue con no sé qué chisme.

A ese huevón le voy a partir la cara.

Qué dices, si ya se fue. La mujer lo sacó, porque dizque no podía parir con tantas angustias y con vecinos que le echaran mal de ojo. Va tener una niña, ¿lo sabías?

¿Y Clara? ¿Y el niño?

Te estaba buscando, ya te dije. Lo que pasa es que no te encontraba. El niño está con abuelita.

¿Llora?

Ya sabes que por cualquier cosa tía se echa a llorar inconsolablemente. Pero no te preocupes, Zeus, quién puede creerse ese cuento. Yo no me lo creo.

Esta putica busca algo, pero preciso ahora. Mejor veo qué coño pasó adentro y qué la sobrinita siga con su libro. A ese huevón se las voy a cobrar todas, hasta los cuernos.

Oye. Clara. ¿Adónde vas? ¿Y esa maleta?

Déjame ayudarte, tía.

¿Qué coño hacen las dos?

Que ni se atreva a seguirme. Le voy a dar un portazo antes que me levante la mano. Ahí viene. No importa. Lo único que dejé fue esa radiografía, que procure allí sus propias enfermedades. Ya no escucharé más consejos de parientas: ya no más condescendencias, ya no más voracidades para entretener su apetito. Ahí viene. Ahí va la puerta entonces.


Adónde buscar esta tiíta, si voy dando tumbo con mi garrote, y de lazarilla su sobrina. Déjate de vainas. Mejor apurar el paso. A rastra me la traigo, así la tenga que destetar otra vez.


C


Venir a escaparse de casa. Le encontraré. Le cazaré como cuando nos casamos, y ya verá que las cosas van a ser mucho más parecidas a lo que no cambiará nunca. Que no se crea que esto se quedará así: como si nada. No. Pero, ¿adónde pudo ir? Ya han pasado unas horas. Mucho le ha durado el berrinche. Ahora se supone que nadie sabe nada, como si le dieran cobijo con esa excusa. Ya verán todos que cuando le agarre, no importará mucho que las excusas vengan a rogar, aunque fuera un poquito de piedad. Entonces no habrá parientes que se interpongan, a menos que a través de ellos pueda aumentar el castigo. Ya verá que no juego. Qué se cree, que puede desatender la casa, porque la intemperie le descubre un cielo azulito. Que se ponga a creer en pendejadas y verá como se moja. Cuando le consiga… Ay, cuando le consiga, le encontraré hasta sus secretos, y que sean sacrificios nada más y no pecados, porque estos últimos se los cobraré con mis intereses de siempre y sin deducir una fracción del capital. A la vuelta sabrá lo que es un hogar. Pedirá perdón, que si lo hará. Es que le voy a…

Qué belleza de homosapiens.3

No lo puedo creer. Esto es increíble. Primera vez que me dirigen el mismo piropo y además a dúo, en una armonía muy graciosa. De dónde habrá salido esta criatura. Hay que reconocer que es una belleza de homosapiens, quién sabe a quién busca, pero no deja de mirarme. Deberíamos guiñarnos un ojo, para ver que más miramos con los dos ojos que queden abiertos, o qué soñamos con los otros dos ojos que…


Huir. ¿Huir de quién? ¿Huir de quien me hace huir? Enfréntale. Cuántas veces escapaste, para ahora que le dejas no hallar ninguna salida que te traiga con bien. Ya no es lo mismo, ya lo sabe. Todos tenemos de todos y si alguien cree carecer de una porción es porque también se cree menos. Si he de irme, será para no detenerme. Cultivaré la amistad en donde los enemigos no me hostiguen. ¿Volver a tener otros hijos? ¿Con quién? Y si vuelves. Y si exiges respeto según las condiciones de estas circunstancias. Ya no te puede avasallar, pues le has demostrado que todo es diferente. Que a partir de hoy el ayer se queda en el pasado, y que si al amanecer se aclara es porque en el cielo no habrá indicios de ninguna pesadilla. No sé. Todavía dudo. En un mercado, entre la variedad de las especies, se duda en cada acierto. Pero mira qué manzanas. Como en un jardín. Se ven tan enteras. Tan jugosas. Tan apetecibles. Como si no les hubieran cosechado nunca. Pendientes del mismo árbol. Que la vida fuera así, y se pudiera alcanzar así. Y esta mano. La mano de una criatura impávida, como yo. ¿Acaso nuestras manos comparten la manzana que escogimos? No la suelta. No la suelto. ¿Y si pudiera durar el momento? ¿Y si fuera inalcanzable el momento? ¿Y si nos enamoráramos sin dejar el momento? ¿Qué semilla prevalece en el interior como la raíz en la tierra? ¿Qué se preguntará? ¿Qué le respondería yo? No la suelta. No la suelto. Nos encontramos, eso es verdad.






















INCESTO PROHIBIDO


Todo empezó cuando por fin iba salir del liceo. Un reclusorio, por decirlo así, donde los muchachos pasábamos lo más del año sin siquiera ver a una muchacha. Era de noche, muy de noche, ya como a la medianoche de esa noche, porque las horas que venían apenas empezaban, si bien ya bastante tarde querían repicar temprano. Estaba en casa, en mi cama, tratando de olvidarme de aquella litera. Con un desvelo cuyo ardor se consumía lentamente, quizá porque las breves vacaciones de Navidad acabarían al amanecer, cuando al canto de un gallo peleonero tenía que uniformarme y volver sin falta.

A veces acurrucado, de súbito en un estirón, o retorcido en una y otra forma volvía a cobrar esa espuma desde el fondo. Entonces decidí precipitarme a una desnudez que iría anegando mi cuerpo como si fuera un calambre, porque las imágenes de imposibles turgencias juntaban mis manos en un gozo reparador y al fin catártico. Sentí que para dormir me tensaría hasta aflojar en la viscosidad de mis efluvios. Cuando ya yo era de mis manos, como mis manos eran de mis brazos, me interrumpió una incertidumbre que sólo podía proliferar afuera. Recuerdo que ciertas voces ya venían de sus remotos alaridos y que el escándalo crecía como una orquesta a la que imaginativamente se le iban sumando sonidos mucho más complejos, pero sin duda menos elocuentes de lo que pudiera uno imaginarse. Pensé que ya dormía y que las turbas de una pesadilla pululaban con sus antorchas. Se me figuró que todas las imágenes estaban dentro de ese orden cerrado y que sólo podía despertarme humedecido como un algodón inocuo. El desvelo, sin embargo, había durado hasta esa misma impresión, por lo que al despabilarme escuchaba precisamente la premonitoria arenga que había oído venir de tan lejos. Me vestí debajo de pudorosas cobijas y traté que mi exaltación se rebajara para concentrarme en lo que me había interrumpido. De pronto se escuchaba que golpeaban el soportal de casa. De pronto los ruidos se juntaban a las voces, y era como si abatieran la última barricada de un último reducto detrás del cual ya no estaba a salvo.

Se abrieron las puertas entre la perplejidad de quienes las abrían; entraron los otros ya hechos jirones de sus mismas garras. Al parecer nadie podía entenderse aún, cuando el desafuero de todos retumbaba en todas partes. Lo que si noté, casi desde que entraron, es que se me aludía muy a menudo en virtud de maldiciones recargadas. No me atrevía a salir, porque tal vez era el único que aún no había salido y eso me infundía un miedo que me asustaba mucho. Entre las voces, la más grave solía quebrarse en doloridas inflexiones. Era mi tío que parecía dar topes a los muros y mugir con desespero. Se escuchaban las pantuflas debajo de talones iracundos. Escuché que de aquellos pasos que no excedía su circuito, se acercaban unos pies a mi pieza. Eran los pasos de quien vino para que no vinieran todos. Era el golpe repetido con prisa sobre la puerta. Como si nadie viniese y como si nadie tocase, puesto que la expansión de aquel alboroto me alcanzaba por encima de los obstáculos. Eché pie a tierra, descalzo, ataviado con un pijama de algodón inocuo.

Abrí la puerta o la abrieron (todavía no estoy seguro), pero al salir fui cogido y luego arrebatado y otra vez, entre arañazos y pescozadas, giré entre lo contrario del vacío, y fui y vine tantas veces en tantos momentos, y en medio de distintas voces apenas pude enterarme de lo que ya todo el mundo sabía con vergüenza. La mujer de mi tío estaba encinta y las cuentas no darían nunca, porque un viaje promediaba otros plazos al cornudo. Y sucedía que ella, como si nada, reseñó mi paternidad entre un vasto silencio que ni las viriles amenazas acobardaron. Yo era el padre, el que tenía apenas 16; precisamente yo, que sólo había visto figuras en páginas furtivas. ¿Acaso el padre de una criatura igual de inocente que yo?

Poco pude argumentar en mi descargo, porque toda la parentela horrorizada me acallaba con sus gritos. También casi a gritos quise gritar para defenderme de tantos gritos, pero el llanto me ahogaba, mientras un agua de manzanilla ahogaba a mi ultrajado rival. Al principio se me ocurrió que la mujer quería encubrir un verídico adulterio por confesar lo inverosímil, igual podía elegir a mi hermano, tal vez a otros primos aun menores que yo; de todos modos mucho la codiciábamos desde que la presentó el tío. Cuántas veces no me desnudé por ella y con cuánto furor esas veces no me ilusionaron hasta el final. Sin embargo, antes de que llegara el tropel, yo ya no me hacía más ilusión que la de unas turgencias imposibles, y hasta con resignación invoqué un acto sagrado sólo para no desvelarme mucho. Y de repente sucedía que yo era el padre de un hijo expósito y que la mujer sólo esto confesaba como si fuera verdad.

Oprobiosamente fui echado de casa. También se acabó el reclusorio antes de que aquel gallo pendenciero emitiera su retrasada profecía. Llevé conmigo lo que había guardado en todas mis vacaciones y llevé el único amuleto que no se me olvidó en ese trance; todo lo demás quedó atrás. No sólo lo que dejara, sino especialmente lo que me quitaron como se les quita condecoraciones a un general invicto. A merced de mis propias huellas, fui y vine en trechos caprichosos, sabía en cualquier caso que me estaba alejando para siempre; no porque tuviera que guarecerme de un cielo profundo y frío, más bien porque para comprender mi culpa había de concebir mi pecado.

Ciertamente era inverosímil que aquella adúltera inventara lo inverosímil, pues traería peores estragos que los que se pudieran imaginar de sus circunstancias. Desde el mismo momento en que se supiera todo, según así se relatase, sabía que con mucho menos indulgencia la iban a tratar a ella, y que las habladurías le mortificarían más encarnizadamente. No sólo era el sobrino a quien le tendió un lecho, sino que esta criatura aún se desnudaba bajo sus pijamas de quince años. Tenía que decir la verdad, porque se arriesgó a la verdad. Esa verdad me era incomprensible, es verdad también, porque apenas si había pensado en ella, después de que embates ajenos me azoraran hasta el vértigo.

Tras pensar más de lo que alguna vez pensé en mis retiros, concluí por fin que esa criatura sí podía ser mía. Yo estuve por un tiempo abrasado de una fiebre impenetrable, en cuántos sueños no la lamí o cuantas veces no desperté con su olor enrevesado como una hiedra salvaje. Un febril mozalbete, me dije, podía con galantería ser un desmemoriado que volviera de su amada cada noche, para soñar tal vez que no la tiene, acaso porque se cumple repetidamente el imposible, y después en esos sueños soñar entonces que con inocencia la lame. Alguien que así despierte, irá y volverá hasta que una preñez le recubra y le sorprenda. Pero ¿cómo era que del deleite sólo pudiera devanar una resignación antes que el mismo ardor de la aventura?

Al aclarar el cielo sentí que los huesos entibiaban. Muy dentro de mí había de adentrarse una certidumbre, hasta el punto de que sólo siguiéndola podía caminar al frente. Supe de inmediato que tenía una mujer e hijo que me esperaban desde ayer, en el mismo hogar que sostendría con aplomo. Lo más seguro es que mi tío estuviera llevándose todas las cosas de un sitio que ya no pagaría una vez que lo hubiera pagado todo. Lo más seguro es que con secuaces interpuesto se perdiera para siempre, y que ella estuviera viendo como aquellos desarraigos llevaban consigo las amargas primicias que despuntarían sólo en la memoria. Nada de lo que hicieran aquellos forzudos la iba a redimir de otras cargas, pero precisamente allí yo la desagraviaría, y precisamente allí la conservaría a mi lado, resguardada y desagraviada de un mundo impío.

Fui hasta el aposento que habían rentado en una pensión solariega, donde las ventanas de las piezas se dividían entre las celosías del patio. No recordaba que a hurtadilla me escurriese más allá de esas celosías y tampoco, al ver filtrarse la luz por entre los rombos, podía recordar escapes casi mágicos, o más bien mágicos dado que no los recordaba siquiera. Al entrar me topé con un forzudo que llevaba sobre sí una cómoda, y luego el patio se despejó como las ondas circunscritas del silencio. Sentí las miradas de muchos, pero no alcanzaba a ver que nadie me mirara. El escándalo invocaba testigos que únicamente detrás de ocultos ojos podían ver. Era muy probable que según ese don repartido todos me vieran venir, incluso antes de entrar por el portón, pero de igual manera al cabo iban acostumbrarse a verme regresar todos los días. No me detuve. No venía nadie más del aposento, no iba nadie en busca de otro mueble. Nadie mientras me detuve a ver a nadie. Caminé otra vez dispuesto incluso a enfrentar a mi tío, pero pude entrar sin ver a nadie más que a ella sobre un diván encarnado. Majestuosa. Tenía que concebir a mi primogénito, porque estaba allí como siempre, idéntica, como cuando la lamía mientras la soñaba bajo mi lengua.

Tan nervioso estuve de descubrirla allí, que no me fije en lo insólito de una travesía que empezaba a rayar mi cuerpo, pues nadie trabó el cauce de mis primeras arrugas. Así como llegué, ya que no tan tangible como el aire consumido, pude haber copulado tantas veces sin percibir sino ese sueño que sí recordaría como el único camino de regreso, y como el camino que me trajo por fin a mi mujer. Hela allí, me dije, sola y encinta. Sobre el único mueble de un naufragio, como si fuera otro sueño. Mientras me acercaba a ella, me pareció ver que un pariente, más envidioso que cualquier otra cosa, me torcía una mirada detrás de la celosía, pero apenas fue la despedida tenue y muy lejana de una época que terminaba en esas horas. Escuché que otros pasos se allegaban a la puerta. Anticipé que venían por el mueble sobre el cual ella permanecía recostada; no iba permitir que nadie profanara su gravidez por fuerza de ningún embarazo ajeno. Sabiéndome el dueño del aposento corrí a la puerta, la cerré de un golpe e hice pasar el dinero que había de cubrir el diván según los plazos pertinentes. Al fin estábamos juntos, como cuando nos juntábamos en el mismo lecho. ¿Podía ella, en esa intimidad, recordarme los detalles tal que mi vigilia calcara a la memoria ignota?

Prosternado ante ella, que aún no decía nada, mirándola fijamente a los ojos, rogué la misma iluminación de aquellas ocasiones. Con lágrimas quise escuchar de su boca lo que no iba de decirme en años, quizá (me decía entonces) porque la ofendía que aquellas preguntas pretendiesen las respuestas ya fecundadas en el tiempo. La vi intacta, la recorrí con la misma vista codiciosa, pero por mucho que me detenía en sus eternos ojos no dijo nada. A ella no parecía apurarla las vueltas de ningún reloj mío, porque sabía que ese instante juntaba sus agujas en un ángulo preciso. Viviría con ella, ya esto ella sí lo había aceptado de antemano, y por convivir con ella yo descubriría en su cuerpo las curvas firmes de aquellas veces, aprendería a copular como antes y de la mano de mi primogénito extendería mi progenie como un patriarca bíblico.

Así que a la vuelta del casero, que venía a rescindir el contrato, yo propuse otro que ella tuvo que firmar en mi nombre. Una vez en casa, en nuestro hogar, tuve que pensar en sufragar los gastos de la vida diaria. Aún tenía dinero de mis arduas vacaciones, aquellos billetes sin ajar que obtuve uno por uno, pues con ironía fui el más diligente e ingenioso ayudante de mi tío, cuando los trabajos se retorcían sobre arraigos de Babel.

Al principio, proscritos, vituperados por todos, fue difícil conseguir algo qué hacer. No había terminado el liceo y tal vez creían que cualquier otra precocidad acarreaba una ofensa semejante. Hasta que llegó un arco que ningún constructor se atrevió a levantar. El despecho había devorado a mi tío y los pocos que se escogían a despecho de esa ausencia, sólo podían replegarse a la fortificación de las bases. Levanté el arco con apenas una leve grúa armada a propósito, y al punto de aparejar las piedras todo quedó suspendido como el aire. Afamado por una proeza sin igual, vinieron muchas empresas arduas que encallecieron mis destrezas adquiridas, al tiempo que el ingenio heredado del mismo linaje se aguzaba mucho.

En casa las cosas no habían variado desde que la viera a ella recostada en el diván. Vinieron los muebles, la cuna y los demás lujos infantiles, pero ella engordaba sin transigir conmigo. Pensé, como poco supiera al respecto, que en su estado no se debía admitir trato con el varón y esperé todos esos meses. Sin embargo, una vez nacida la criatura y transcurridas unas semanas interminables, tampoco pude acercarme más de lo que me acerqué al diván. Vivía con una mujer, pero era como ver una mujer en la calle. Me lavaba y planchaba la ropa, me servía el plato caliente, todo eso desde luego, pero no podía descubrir en ella ningún misterio femenino, ninguna intimidad, y menos el misterio y la intimidad de ella; nada me estaba dado más que en aquellos remotos sueños que curiosamente no iban a volver en ninguna de esas noches.

Una mañana, ya ofuscado por la constante negativa, fue al piso superior de una casa cuyos balcones remataba por aquel entonces. Tenía ya casi los 18. El desasosiego me recorría los nervios y en muchos martillazos atiné en desportillarme las uñas. Era como si ese día temiera de mis garras al tiempo que debía aguzarles con los más fieros métodos. De cualquier manera, me tomaba las pausas necesarias para instruir a los obreros o para dividirlos al margen de mi rabia. Allí, en uno de los balcones podía asomarme, serenarme un poco y ver a otros cómo los azoraba una prisa que me era del todo ajena, pero ocurrió lo contrario en esas vidas que con otras costumbres seguían su curso normal. Ocurrió la escena del incesto prohibido.

En la casa del frente vivía una señora mayor, de cuyos hijos ya crecidos dos vivían con ella. Tenía otra hija con marido y prole que traía de visitas efectos muy diversos. De los que cohabitaban allí, la hija menor llevaba ya niño en brazo, seguramente abandonada por el tunante que le engendró la criatura, y el mayor de los hermanos era un hombrón de corto ingenio que hacía los mandados de la casa. Ese día, cuando me asomé al balcón vi que la mujer no trajo a su marido y que casi a empellones hacía reconciliar al nieto con su abuela. Ciertamente lo traía para que se lo cuidaran, entretanto ella resolviera quién sabe qué incógnito asunto sin su marido. Cuando la mujer al fin se desembaraza de ese muchachito remolón, viene su hermano de la calle, trastabillando entre juegos con el sobrino, y de pronto, al incorporarse los dos hermanos, casi se dan de narices. La perplejidad del hermano mayor se alisó con naturalidad, como si esperara, y de hecho así lo hacía, que el saludo, ordinariamente tenue e insustancial, lo tocara al menos. La mujer, por el contrario, se detuvo horrorizada ante la boca prohibida. Noté que esto era la primera vez que pasaba entre esos parientes. No era que la fraternidad estableciera leyes inflexible, porque incluso el tabú del incesto hubiera sido un acicate afrodisiaco, lo que sucedía es que la soberbia madre del sobrino no podía transigir con el profeta de una trunca descendencia. Al fin reaccionó la mujer y apenas al paso evitó la boca que la saludaba, como si lo hiciera con asco.

Aquella escena me crispó hasta las uñas. Me decoloré hasta el fondo de otros colores inverosímiles. Abandoné el balcón con un vértigo que me repelía y me atraía entre muchos espinos. De un giro y una carrera, entré a las escaleras. Bajé como un arroyo cuyo cauce iba más bien por dentro, y de salida, sin ninguna explicación a los obreros que me interpelaban, regresé a casa hecho una bestia. En todos esos meses me formé de tal modo que los músculos pudieran llevar a cabo cualquier embrutecida ambición. El trabajo ininterrumpido, en pago de ninguna caricia, me había convertido en un monstruo. De cualquier modo, era ya el hombre que iba ser y así debía repetir la virilidad de una pijama remota que no me avergonzaría más. Iba a tomar a mi mujer, sin importar cuánto se opusiera ella. Los siete años que me llevaban los iba sobrar por fuerza, y a la fuerza de cualquier edad tendría hermanos mi primogénito.

Al entrar en casa vi que ella me esperaba decidida a resistir con un cucharón de palo. Me di cuenta que resistiría el ataque que fuera, hasta donde le fuera posible, porque tal vez desde el principio estimó que todo se había conjurado contra ella. Supe por fin que aquellas demoras que me repelieron desde siempre eran el plano general de lo que pasaría en ese lugar y en ese momento. No me amedrentó aquella anticipación exquisitamente urdida, porque pensaba, apenas esto pensaba, que la fuerza repetiría la hazaña. La lucha fue sorda y difícil, no hubo un grito en la espesura. Y al fin entré entre los laureles de quien rendía. Era como si aquellos sueños tan remotos tuvieran de súbito olores intensos, sustancia suave como la miel y acaso el sopor de un despertar maduro. Ella al fin lo dijo, lo que se había aguantado con tanta vergüenza: ‘me violaste’. Me detuve sobre ella, ya no invicto, como tampoco virgen. Las palabras las comprendí inmediatamente, pero al repetirlas supe que las decía como una consumación, ya no como un sueño ni suave ni oloroso ni remotamente soñado de la cama en que salí. Supe que la criatura cebada a esas tetas que por primera vez yo profanaba, la estuve engendrado en ese momento y en ese lugar, al lado de sus tres meses de desarrollo y mientras el transmitido bamboleo le arrullaba en su cuna. Con perplejidad advertí que aún no sabía si era niña o niño aquella criatura que se le escuchaba llorar adentro del cuarto. La fiebre se detuvo también, también el llanto, también la mirada eterna, y el silencio de repente se detuvo, como se detuvo en él también la música.





















UNA DE LA TARDE O TAL VEZ OCHO AÑOS DE EDAD


Ir a clases a mediodía, y el sol que ya no se le alcanzaba a ver entre sus rayos. No hay manera de dibujar los rayos verdaderos, pero si unas líneas amarillas salen de un círculo amarillo, cuando uno está en primer grado, entonces sí que puede parecerse mucho al sol, hasta donde ese parecido no se conozca mucho, porque qué sabemos del sol. No se puede ver el sol de frente, arriba de nosotros, a mediodía, con los ojos abiertos por un buen rato, y mucho menos con una lupa. Dicen que quedan ciegos los que ni así pueden verle una curva sobre su forma redonda. Hay que ir al colegio, eso sí, para aprender que el sol es una estrella, como las que se ven de noche cuando el sol ya se ha ido sin salir de donde está. Hoy la maestra va ponernos a sumar quebrados. Hoy vamos a volar cometas a las tres, yo traje una azul celeste para ver si se pierde en el cielo. Sería raro ver nada más el cordel y sentir que la invisible cometa tira del cordel, como el mismo viento que la lleva muy lejos. Hay que darse prisa. Llegar antes de que el portero no deje entrar a nadie más. El colegio está en lo alto. Subir y subir. Arriba, desde la malla de alambre, se pueden ver los caminos de quienes salen a la hora de la campana. La maleza rodea por todos lados como si no hubiera modo de salir, aunque siempre se entre a la misma hora, por la misma reja. Sé que la cometa volará, porque es azul y tiene una forma muy parecida a la de un avión, además en lo alto todas las cosas suben. A las tres, cuando termine la segunda clase, detrás del sol… entonces, al patio todos. A comer lo que traemos, a estirar las piernas. Las niñas prefieren decirse sus secretos a la sombra, y les tienen tanto miedo a los bichos que parecen que se esconden de ellas mismas y ya no tanto de lo que le pongamos encima de sus cabezas. Saben todo lo que sabemos nosotros y por eso parecen saber más, o precisamente por eso sí saben más. No sé si habrán quebrados que nos dividan, aunque la verdad ellas seguirán diciéndose sus secretos en secreto, mientras nosotros buscamos lo que no se nos ha perdido. Una vez encontré una rana tan grande que parecía un gato, un gato hasta en las orejas y en los bigotes. No croaba, sino que ronroneaba; y casi me sacó los ojos con sus uñas. Es mentira, pero es verdad que la rana era tan grande como un gato de este tamaño. Así. Conseguimos cada animal, que corremos el riesgo de que la naturaleza nos devore. En cambio las niñas son tan fuertes en su mundo, sin sobrar sus modales, que sólo las pelusas pueden espinarlas. Las niñas vuelven a sus tareas con la facilidad de saber qué respuestas deben ser respondidas, y no creo que nosotros nos diferenciemos mucho al respecto; por lo demás las niñas son tan distintas, pero Luisa es una niña igual de solitaria que yo, como si así nos tocáramos de verdad. Sus cejas se ven de cerca como sólo es posible imaginarlas de muy lejos, y sus ojos son dos ojos como el dos es dos; es difícil compararles con algo más en este mundo que no sea su propia mirada. Si hay una cosa que le haga daño, es porque todo le puede salvar. Si hay un secreto que no conozca, es porque sólo lo guarda ella. Es intocable, como si no hubiera nacido nunca y de pronto fuera Luisa y no otra niña ni nadie más. Sé que le gustan las cometas azules, las que nadie ve en el cielo; sí, como yo. Hice esta cometa sin pensar en ella, no sé en qué estaba pensando, pero ahora sí sé que la hice para Luisa. A las tres, a la hora del recreo, todos en el patio o alrededor del patio. Aquí el viento no lo detiene ese vacío que ya se trepó por encima de todos los árboles. El viento sigue y sigue. Yo he visto como a una pluma no se le puede ver más, porque no había modo de que caiga de su leve forma. La campana. Otra vez la campana. No veo a Luisa todavía. Ya empezarán los quebrados a trillar en el pizarrón, a dividir la tiza entre los garabatos de todos nosotros.

Hoy no vino Luisa. Por qué. ¿Estará enferma? La maestra no dice nada. ¿No lo sabe aún? Los demás se sientan en sus pupitres de siempre y abren sus cuadernos como si nada. Nada es igual ahora. Ella no verá la cometa cuando ya no la vea nadie, cuando ni nosotros dos la podamos ver. No volaré la cometa. Ya no es lo mismo. Que otros la hagan pedazo o la lleven más allá del cordel que añadan. Este calor me acalora como si lo hiciera ayer, cuando hacía mucho más calor que hoy. Esta goma de borrar huele a borrones hechos para un examen reprobado. Estoy preso hasta las tres y tampoco va ser lo mismo que a las tres el viento se lleve hasta los huracanes de por medio. Ya no es lo mismo que salga de la escuela hoy, después de que… Sólo quiero que abran la puerta; ver qué tan lejos puedo ver por el momento. Si es la pluma que al fin cae lo que más se ve en el horizonte o si la ceguera puede dilatarse más allá de lo invisible. Ver acaso el patio vacío bajo ese sol que no se vacía nunca. La puerta se abre. Milagro. ¿Será ella? ¿La dejó pasar el portero a estas horas? ¿Qué la retuvo entonces? Ah, es la brisa nada más. Qué bobo soy. Luisa no vendrá hoy, porque nunca vino. Debe ser eso; así de simple; así de cruel. Pero la maestra la nombra ahora y nadie levanta la mano. Quisiera levantarla yo, pero ni eso es suficiente hoy. Cálmate. Mañana será otro día. Mañana sí vendrá Luisa —presente—, y entonces le diré que es muy bonita, le daré algo más que una cometa hecha para este pasado que ya se me hace eterno, y le diré que puede decirme siempre lo que no pueda decirle nunca. Mira las palomas en el patio. Son como diez, pero se cruzan de tal manera, y con tal apetito, que puede ser menos o tal vez más que diez palomas... en fin, tantas que son tal vez exactamente las palomas que pican en el patio las migas que dejó el turno de la mañana. Nadie puede tocar a esas aves ahora, ni siquiera hacerlas volar como un incendio bajo el alto sol. Nadie, porque todos estamos adentro y Luisa no vino. Y si salgo ahora que la puerta se abrió y que nadie quiere cerrarla. ¿Y si Luisa de pronto viene, como si hubiera venido más temprano… y entonces las diez palomas vuelan como diez avos de una sola paloma o de tres, o de siete, o de nueve, o de once palomas irreducibles?







DROSOPHILA MELANOGASTER


Es del vasto reino de los Artrópodos, con algunas de cuyas criaturas habrán lidiado de vez en cuando. Hexapoda, que tiene seis patas. Díptero, que tiene dos alas. De la familia Drosophiladae. Del género Drosophila. Especie Melanogaster. He aquí, pues, la pequeña mosca de la fruta, como le conocemos normalmente. ¿Por qué la Drosophila Melanogaster, cuando los guisantes ya daban buen caldo? Si han leído lo que les he mandado a leer, sabrán que esa pregunta tiene una respuesta evidente. Por otra parte, su manipulación resulta muy práctica en todo el proceso. Tiene un ciclo biológico de unos 12 días. Su dieta es sencilla, como se imaginarán. Qué dije de comer en clase... Por favor... Bueno, consta apenas de 4 pares de cromosomas, que pueden notarse en las glándulas salivares de las larvas. Y, lo que nos interesa mucho, la especie es capaz de una diversidad de mutaciones que se aprecian inequívocamente, a través de varias generaciones. El ciclo biológico consta de cuatro etapas diferenciadas. El huevo, que al trasponer el oviducto será fertilizado en la placa vaginal, donde el macho deposita su esperma. La larva, que después de la eclosión del huevo se alimenta vorazmente. La pupa que se pegará a una superficie seca hasta que se convierta en el imago o individuo adulto. Las hembras tienen un abdomen puntiagudo y más grande, con una sucesión de anillos oscuros. Los machos tienen un abdomen redondeado, pequeño, con anillos que se fusionan aquí. Estos cuentan, en el primer segmento tarsiano, de un apéndice quitinoso que es conocido como el peine sexual.1 Normalmente la Drosophila Melanogaster es de un color amarillo pajizo2; sus ojos normalmente son rojos y muy redondos. Sus alas tienen cierta nervaduras y el borde, redondeado, normalmente se estrecha aquí. No se agiten, muchachos, ya tendremos la oportunidad de verificar la clase al microscopio. Hay una especie de púas quitinosas como se ven en el perfil de la lámina, se les llama quetas. En fin, las mutaciones se descubren, como ya saben, en todo el fenotipo, pero son de mayor interés aquéllas que, además de ser muy obvias, se podrían seleccionar y combinar con facilidad. Nosotros trabajaremos con las mutaciones presentes en sus ojos, que van de los ojos más claro, sin pigmentación, a la de los ojos más oscuro, pasando por distintos grados de coloración. Hay otras muy evidentes en las alas, cuando son enroscadas, atrofiadas de algún modo o con variantes en las nervaduras. Desde luego las mutaciones son transmisibles a los descendientes.3 Ya pueden sentarse. A partir de la semana que viene, no entrará al laboratorio quien no haya traído la bata rotulada con su nombre. Así que de nada servirá que se busquen cualquier otra a última hora. Para la siguiente clase uno de ustedes, y ya veo que la alumna Antonieta…

¿Yo?

Sí, usted, señorita, que por lo que se ve no deja de repasar sus notas. Usted nos va traer un primer cultivo, del cual vamos a seleccionar las distintas sepas de nuestro estudio. Preste atención. Tomará un frasco de vidrio, como de este tamaño, lo lavará muy bien, y colocará adentro trozos de frutas. Al cabo de cierto tiempo aparecerán las moscas, no por generación espontánea como ya sabemos. Así que cuando la población sea numerosa, cubrirá el frasco con esta gasa estéril que le doy, asegurándose de que no se abra. Lo traerá el lunes y en otros frascos, con una levadura especial, procederemos a cruces particulares. Se van a seleccionar hembras y machos según ciertas proporciones.

Pero cómo agarrar las moscas sin matarles, profesor. Sólo moscas muertas he podido ver con mi lupa.

Entonces su curiosidad, caballero, no es más amplia que su lupa.

Quiere decir, bobo, que sólo así puedes ver.

Mira tú, cómo quien no dice nada, y eso que eres una mosquita muerta.

Silencio. Silencio. Por favor. Hay dos formas de narcotizar a las mosquitas de modo que se puedan manipular bajo ese estado. Con anhídrido carbónico y con éter, esta última sustancia es la que utilizaremos nosotros.

Profesor, ¿hay que traer el cuestionario resuelto para la próxima semana?

¿Piensan que después de esta clase los cuestionarios quedarán en blanco? De la página 22 a la 27. ¿Alguna otra pregunta?

¿Cómo sabremos si los hijos ya tienen padre?

Silencio. Silencio. Sí. Es importantísimo que las hembras sean vírgenes4, de modo que los cruces estén garantizados según la línea parental y así en las generaciones siguientes. ¿Cómo lo sabremos? Se preguntarán todos. Vamos a escoger las hembras antes de su maduración sexual. Cuando estén en la etapa de pupa o más bien cuando no hayan alcanzado todavía la coloración de su estado fecundo. Pero no se me adelanten, que los detalles, a su tiempo, se les averigua mejor.5


¿Para qué pides ese frasco, Anto? Una pecera, ¿verdad?

Es para un experimento de biología.

Ah, el de la mosquita, claro.

¿Cómo les fue a ustedes?

Eso fue el año antepasado. Apenas recuerdo que pasé, y ahora veo que es un bonito recuerdo. Escogimos moscas, o algo así, como quien escoge guisantes. Son impresionantes los ojos de esos bichos. Al microscopio todo luce impresionante.

¿No recuerdas más?

Quien sabe más de esa clase es el que le tocó llevar el frasco. Ah, pues sí, luego me dices cómo les fue a ustedes. No creo que Sansón tenga energía de explicarlo tantas veces. Por eso siempre el frasco para otros...

Aquí tiene, señorita.

¿Cuánto es?

No se preocupe. Todo sea por la ciencia.

Muchísimas gracias.

Gracias. ¿Por qué no me pediste ese frasco?

Supongo que debía conseguirlo vacío. Es sólo un frasco vacío. Se puede conseguir en cualquier lado.

Tienes razón.

Pero éste está muy lindo, ¿verdad?

Pues sí. Parece una pecera, ya te dije. Pero déjame ayudarte con eso.

Gracias.

Este silencio ya repite lo que me dirá. Es inminente que lo sepa, que me lo haga saber.

Ya conseguí la casa, Antonieta.

¿De qué casa hablas?

Los padres de un amigo mío, que son Odontólogos, estarán 5 días en un tal congreso. Así que ya tenemos un lugar para estar juntos. Ya ves, no hay que esperar a la muela del juicio.

¿Cómo se te ocurre que puedo relajarme sobre las sábanas de otras personas? No estamos preparados todavía, además... Dame más tiempo, por favor.

¿A qué tiempo te refieres? Ah, sí. Seguir sólo con besos que no llegan a nada.

Pero, ¿cómo dices nada? Entonces, ¿es nada lo que sentimos, lo que nos junta cuando nuestras bocas se juntan?

¿Y qué crees que sería lo que nos junte de un modo más profundo, algo menor a lo que ya das un poder sobrenatural? Por supuesto que para mí son importantísimos los besos; vienen porque ya estamos encaminados.

¿Me puedes acaso obligar a lo que sólo por gusto puede gustarte?

¿Puedes acaso privarme de un gusto que no te atreves a disfrutar? Vamos. ¿Por qué insistes en que tu propia mortificación me lastime?

Callaré hasta que vuelva preguntar. Entonces sabré de sus intenciones. Entonces conoceré mi propia pregunta.

¿Qué dices? Será sólo un rato... Un rato que nos unirá más, eso sí.

¿Cuánto durará perder la virginidad? Supongo que para ti será un rato.

¿Te hace más mujer conservar tu himen?

¿De qué himen hablas, cuando ya no recuerdas a quienes ya olvidaste? Sí. Tienes razón; puedo enorgullecerme de que me pidas lo que ya tú no puedes darme, por eso te lo daría de verdad, hasta para compensar tu falta.

¿Me recriminas un pasado que tú me hiciste olvidar con devoción?

¿Me recuerdas que este porvenir lo impone precisamente ese pasado?

¿Así que todo proviene de mi pasado, hasta del pasado de mis abuelos? Es eso, ¿verdad? Por lo visto no puedo apelar a mis propios deseos, que ahora me abrasan de verdad.

¿Deseas más de lo que amas? Porque si es así, no me amas de verdad.

Te amo. Te lo he demostrado de todos los modos posibles.

Menos del modo que deseas, ¿eh?

¿Me llamas egoísta, entonces? Acaso no te convido al mismo sueño. No a dormir conmigo, sino al mismo sueño.

Tanta insistencia me acobarda. Así no podré dar ningún paso con mis piernas.

Tanta huida me vuelve un temerario. Así no podré seguir tu paso. No me perdonaría hacerte daño. Puedes esperar a otro, estás en tu derecho.

No es por otro que te hago esperar. Espero por ti. No te adelantes, que espero por ti.

Los padres de mi amigo vuelven en tres días. Tú decides. Una oportunidad igual no la tendríamos en un colchón propio, y lo sabes.

¿Me das un ultimátum? ¿Es con esos términos que amas?

No sé de qué hablas, porque amarte desde lejos o apenas tocándote como una flor me ha deshojado mucho. Tal vez por eso pienses que ya soy un desalmado.

¿No pueden mis labios aliviar lo que agravan?

Sí, por cierto. Será un ratico. Aquí, a la vuelta. Nadie nos vería, y así puedo esperar otras semanas.

Dame el frasco. ¿Ves, bruto, cómo son todos los hombres? Tienen el cuerpo metido en ese lugar del cuerpo. Si tuvieran la misma sensibilidad que los conmueve, pedirían perdón por ser así.

Si pidiéramos perdón, como dices, no lo mereceríamos de ninguna manera. No tiene caso discutir más, porque mi amor por ti ya no me pondría palabras amables. En este punto, mi despecho te haría menos daño, mucho menos del que me hace a mí. Adiós.

No lo dice en serio, pero la urgencia es verdadera, y yo ya no me podría enamorar por primera vez. ¿Qué podría perder si no lo pierdo a él? La virginidad no ha sido una conquista propia, en cambio perderla con el primer amor es una ganancia que no tiene segunda ocasión en el mundo. Él mismo ya no podría ofrecerme lo que tome de mí. El rastro es mío y de nadie más.

Espera.

¿Debo esperar como antes?

Espera dos días. En dos días.


Es increíble que en apenas unas horas tuviera una colonia así. Deben estar durmiendo. Es tan tarde. Es medianoche. Ya estoy lista. Sólo falta que amanezca, que se haga de noche otra vez y que vuelva amanecer. Entonces me vestiré como nunca, acaso porque voy a desnudarme frente a quien lo convoca el mismo propósito sagrado. ¿Y si ocurre que duele, que no puedo soportar el dolor, y entonces lo que iba darse se trunca de pronto? Me afligiría mucho que el dolor me paralizara en el sitio escogido, o que me empujara sólo a placeres ajenos. No habrá rudezas, me lo prometió. Algo de su pasado es tierno. Lo único rudo será la espera, tal vez un insomnio que me espabile hasta que pueda despertar con él. El trance en sí mismo no debe durar mucho para compartirse a partes iguales. Tal vez un poco más que el de las moscas. Este lunes también tengo que llevar el frasco. Entonces habrá millares de huevos por doquier. La cópula es breve y la brevedad se disemina en estos huevos. ¿Y si quedo embarazada? Sería algo muy complicado, por cierto. No puedo quedar embarazada, porque según los días de mi ciclo no estoy ovulando. ¿Y qué sabes tú si dentro de lo que sabes hay un ovario prolífico? Soy virgen, y las vírgenes son propensas a quedar encinta, siendo la primera vez un buen comienzo. Ambos somos imagos, tenemos ya la coloración de nuestra madurez sexual. Las alas de nuestro amor ya se han extendido en su lozanía. La luna sigue orbitando nuestras cabezas, y para cuando entregue este frasco de vidrio ya habrá dentro de él un nuevo comienzo que veremos repetirse con diversidad de mutaciones. Después de la clase de biología, entonces el encuentro. Dime: ¿qué es lo normal aquí? Los ojos rojos, supongo. Los que ven por nuestros ojos, supongo. Ah, esta tardanza... estas mismas dudas, que seguirán hasta el momento oportuno, me parece que ya influyen en la especie. De seguro alguien se le ha concebido según estas demoras; en una remota cueva; bajo un puente de piedra; en el pescante de un coche del siglo XVIII, entre germinales cerezos que ya son centenarios. Quizá yo y mi vigoroso amante por separados corregimos nuestras propias ansias, hasta el punto de nacer para ellas y para todo lo demás que nos junte o nos separe. Y todavía faltan unas cuantas horas para la cópula. En dos días nacieron los de antes, en dos días nacerán sus descendientes. Si tanto me preocupa una prole, que sea la que de mí provenga. Concéntrate en el acto venidero, el que vas a consumar con tu novio. Ése es el que te incumbe ahora. No importa que quedes embarazada, pues estoy dotada de esta misma facultad que me trajo al mundo. Pero, ¿y si quedo embarazada? Tengo 15. Será un escándalo. Un Orfanato terminará de parir a mi hijito. Nadie me perdonará; ni siquiera él, cuando el perdón, como el feto, tendría nuestros genes compartidos. Nacerá con la mitad de su patrimonio y con la mitad de mi matrimonio. No. No. No. Si la virginidad me ha conservado hasta ahora, procuraré conservar lo que ella hubiera conservado para siempre. Me lavaré una vez acabe todo. Ah, sí. Más bien por anticipado pondré mi maternidad de excusa. Sí. Tal vez eso lo disuada, que el producto del acto sea lo que obstaculice el mismo acto. ¿Y tú crees que en esa situación, ya desnudo los dos, hay pudor por donde devolverse? Cualquier freno será un acicate. Cualquier beso de despedida me tomará cautiva. Y si escapo, me repudiará. Para salir de mi promesa tendría que quebrarle las bolas en los dos sentido que implique su despecho. ¿Por qué le das tantas vueltas? Entregarse reforzará los lazos del amor. Ya no estoy segura de que su embeleso perdure después de que me haya desflorado. La virginidad es el mejor afrodisíaco para los hombres... y después necesitan artificios que los alejan cada día.

Hija... ¿Estás despierta?

Miraba el frasco. Creí que la gata...

Ay, hija...

¿Qué pasa, mamá?

Una tragedia. Acaba de morir la tía abuela.

Qué dices.

Llamaron del hospital. No sé, no entendí muy bien. Un paro.

¿No había venido para curarse? ¿No decían que estaba bien? Entonces, ¿para qué le trajeron?

Yo también pensé que era mejor dejarla donde había vivido toda su vida...

Ya, mamá.

Cómo puede pasarnos esto.

Tus lágrimas, madre, me conmueven hasta el llanto. Yo que iba llorar de felicidad me ahogo antes de llegar al agua bendita.

¿Le velarán en la sierra? ¿Tendremos que irnos ya?

No. Ya dispuse todo para que sea aquí. La prepararán lo suficiente para que lleguen todos.

¿Aquí? ¿Hasta que lleguen todos?

Esto igual es grave. Su muerte es grave; lo que la mató sólo es grave porque su muerte es grave. Estar de luto ahora, cuando todo se aclaraba.

Ya la traen. No hubo necesidad de autopsia.

Y, sin embargo, me han abierto para eso.

Cree que saco partido del luto. Se imagina que le telefoneé para no darle la cara. Ya me dijo que no habrá prórrogas. Cuando los amantes hablan de plazos es porque su amor tiene un límite desconocido. Pero, ¿acaso la muerte no nos demuestra ahora que hay que apresurar la vida? Quiero ir; ya estoy decidida. No tengo por qué convencerme de lo que estoy segura. Pero, por otro lado, no puedo abandonar el velatorio. Apenas conocí a la finada, es verdad. Era tan vieja que no me explico tanto alboroto. Deberían darle vivas como no le dieron mientras vivió, y sepultarla sin más. Con el perdón de su memoria, no tengo que recordarle para siempre, y la tendría que recordar precisamente así, para siempre, si olvido el compromiso con mi novio. No es justo que tenga que llorar por una muerte que me hace daño y que ya aborrezco. Si salgo sin justificación alguna, se me indagará hasta que el silencio me avergüence. Si puedo escapar... Si vuelvo alegre, tendré que disimular mi alegría con tantas lágrimas que al cabo todas ellas amargarán mi gozo. No importa que la sazón del mundo acrecenté mi caudal. Iré. Me escaparé, a la vista de quienes me persigan o me repudien. Ah. Si me quedo, como la mayor de las dolientes, a mi dolor le pondrán un nombre muy distinto, sin saber que es el mío. Estaré a la cabecera de un duelo que me amordazará con mortajas ajenas. ¿Qué decido en esta encrucijada? El amante no es menos cruel que la difunta, pues con toda su virilidad exige lo que sin vigor ella ha conseguido. Qué hacer. Correr a sus brazos, desde luego. Salir por la ventana. Llevar el luto como máscara y así escurrirme con feliz astucia. Mejor llevar ropa aparte, porque me desnudaré sin malos agüeros. Ah, pobre de mí, estoy atrapada en mis impulsos. Decidida, pero sin poder decidirme aún. Pregúntale al frasco de vidrio, ya no está vacío como antes. Qué hacer. Echar andar el frasco, vuelta y vuelta, hasta el borde de la mesa... La mesa ciertamente tiene un borde del que he visto caer otras cosas, y la circunferencia del vidrio no acaba nunca. Si se puede imaginar un sistema infinito, va ocurrir entonces que ni empieza ni termina lo que abarca todo, e incluso la misma imaginación sería suficiente para que no se complete nada, ni más adentro ni más afuera. Cualquier punto entonces siempre estaría en el medio de esa vastedad. Esa mitad universal sería el ángulo de cada ángulo, en tanto es el ombligo de lo que tenga ombligo. Es como si nada naciera nunca. Por eso tenemos la impresión de que una cosa se repite de muchos modos, y que hay los modos de recordar algo que requiere cierto esfuerzo que no se puso para olvidarle. Por eso se dice que hay fuerzas escalares u otras mínimas. No es que haya una similitud posible, sino, más bien, el umbral es el mismo para todo. Por eso las paradojas. ¿Cuál sería la explicación más simple? ¿No sería acaso la que lo explique todo? Por eso nos eclipsan nuestras dudas. Fíjate, la estrella que vemos en una galaxia distante no me desgarra en el mismo centro donde puedo romper este telescopio ahora, y, sin embargo, ocurre lo que no tiene modo ni espacio ni tiempo ni otras dimensiones para ocurrir. Yo estoy con mi amante, aunque una indecisión nos repele el uno del otro. Mi vagina está donde está su pene. Alégrate de eso. Pero ¿qué pasa si no pasa nada? Lo que es más, que pasa si nada existe; si existe nada. Adónde dejas la nada, niña, ya que también la mencionas tanto. Ah, la nada, porque cierta nada pasará para cuando lo decida todo. Cómo crees que algo menor se me iba olvidar. La nada existe sólo porque no es, porque ella recrea en sí misma lo que no existe. Entonces otra vez lo que percibimos, tal cual lo creemos percibir, la estrella en una galaxia distante; el telescopio roto en mi habitación; los ojos, normalmente rojos... Entonces él, mi amante, del otro lado del teléfono, reclamándome que es mi novio, al tiempo que ya deja claro que no lo será, y simplemente porque se repite lo que nada existe. Otra vez aquí. Todo separado. Otra vez el insomnio. Otra vez el velorio venidero. Otra vez su pene en su pene. Otra vez mi vagina en mi vagina. Otra vez estoy a punto de decidirme. Sin embargo, otra vez y siempre la mitad de las mitades en todos los puntos. Ahora que estoy más decidida que nunca, no puedo avanzar más. El mundo es como es; la nada, como existe. Sí, con estas relaciones, tal vez incestuosas, hay algo en lo efímero que siempre nos recuerda la eternidad. Dejemos que el frasco ruede. Rodará hasta el borde de la mesa. Tal vez nunca caiga al suelo. Tal vez los huevos sigan con sus padres, en cada vuelta preservada. Disfrutemos de esta licencia que no se agota aún, porque aún no me decido y el dilema es doble y por lo mismo cuádruple, y de otras dieciséis vertientes, 256 por 256... Si se rompe el frasco, es porque mis esperanzas son igual de frágiles. No temas, Antonieta. La fruta volverá a reunir el jardín, y la Drosophila Melanogaster no notará ningún cambio, ni porque lo transmita a sus descendientes; ni porque coma sobre astillas de vidrios las frutas prohibidas. Invictas criaturas. Vuelta y vuelta. No tengo por qué decidirme mientras todo gire. Podría pasar la vida en esto, y nadie podría culparme. Somos como moscas, dirán, pero con otros pares de cromosomas.

1 Peine sexual: para este profesor calvo y poco agraciado.

2 Amarillo pajizo: Masturbación hasta la anemia.

3 Transmisible: Yo creo que la castidad de unos también es capaz de influir en la descendencia de otros. Atreverse, o no, debe consentir resultados especiales.

4 Es importante, por eso se nace virgen.

5 Huevos: Una hembra es capaz de poner alrededor de quinientos huevos en su edad fecunda, cuántos sería capaz de poner al morir.




























DRAMATIS PERSONÆ


La gente se engaña con los sueños. Todo el tiempo dicen que se sueñan cosas raras, y la verdad uno nunca sueña cosas raras. Sin duda que para soñar hay que dormirse hasta el punto de que todas las variedades provengan de ese cauce, y que ya concentrados los vigores sea posible despertar con el recuerdo.

Ayer tuve un sueño interesante; no raro como ya dije y ni siquiera peculiar, porque de seguro que a nadie le sorprende algo que no se haya repetido. Sin embargo, esa originalidad debe ser muy probable en la memoria, tal vez por algún influjo premonitorio.

Soñé que estaba desnudo, frente a un espejo más solitario que yo. El espejo me duplicaba con cierta exactitud, por lo cual me hallé en el espejo desnudo y solo. La imagen era tan veraz, o al menos el erizo de mi desnudez me recorría dos veces. Tan veraz, he de repetirle, que pude concentrarme en mí mismo, sin atender, eso sí, los márgenes de aquella superficie. Tanto me observé que al fin pudo ver que me observaba, y fue sólo entonces que en el examen descubrí que tenía entre mis piernas una vulva pequeña, pero carnosa.

El hallazgo no podía creerlo, pues era una bendición verle reflejada precisamente allí, donde debía estar mi pene y mis testículos. Así que a tientas de lo que veía en el espejo, me toqué. Era, en efecto, una vulva; carne de mi carne, vida de mi vida. Al abrirla entre los dedos descubrí que los demás órganos seguían sus funciones en el concierto de esa realidad. La alegría me hacía llorar. Me acercaba al espejo y seguía tocándome de muy distintas maneras. Tiraba de los labios con fruición, quería incluso lamerlos. Las cosquillas me incitaban más vivamente, pero cuidé de no ajar la orquídea. De cualquier modo, era un hombre tan feliz, que ni siquiera me pregunté si mis viriles partes seguirían ausentes o si era menester recobrarlas algún día.

Desperté con una sonrisa húmeda. No quise incorporarme. Tampoco tenía qué temer de aquella virginidad. Sabía que había despertado, pero aun así quise prolongar aquel recuerdo en la misma cama. Al no poderlo sostener más en su vigor, me pregunté si alguna mujer había soñado que tenía un pene con su pendiente escroto. Me pregunté si el hallazgo también le había hecho muy feliz, al regocijarse de su amuleto femenino. Ya del otro lado del espejo, para luego despertar, otra vez, como yo















BEBÉ DESCOMUNAL


No es que se le dijera para mal hacer, pero por aquel entonces pesaría ya lo que pesaba un novillo. Amaro, por supuesto, con su zalamería de siempre decía que era un encanto, muy bien criado y todo lo demás, porque tenía mucha gracia aquellos rodetes de acemas. La madre era gorda y alta y aun así sufría lo suyo para sostenerle en brazos, como si en cada ocasión le tuviera que parir otra vez.

Lo más seguro es que Amaro se cuidaba de no propinarle un mal de ojo a la criatura. El esmero de sus palabras obedecía en parte a este temor. ¿Acaso no es una lindura?— decía mientras le pellizcaba los mofletes. Una vez le cogió del corral para condescender con sus mismas opiniones, y arreglándosela como pudo apenas sí le alcanzaba el silencio para no pegar el grito. También se le vino la sangre a la cara, pero eso no lo hubiera notado nadie en comparación con las rozagantes mejillas del muchacho.

La mujer, muy ufana, daba por asegurado todo. Ciertamente una madre así, pues además tenía una sangre pesadísima, podía enorgullecerse de que su hijo fuera tan rollizo como alguna vez lo fue ella. También sucedía, por otro lado, que aún faltaba contratar a los obreros, indicar el alcance de todas aquellas reformas y fijar la paga que hubiere menester, todo lo cual iba por cuenta y gusto de la madre. Esto era quizá la otra circunstancia que hacía de Amaro un lambiscón sin remedio.

Sin embargo, lejos de los encomios se le notaba bastante contrariado al pobre. Era difícil imaginarse que un niño de unos meses ya tuviera la complexión de uno de cinco años, y, lo que ya era un fenómeno, que un niño de cinco años fuera así de gordo.

De cualquier manera Amaro se las ingenió para no echarle un mal de ojo inadvertido. Era una tarea aquello, hasta sudaba mientras iba forzando tantas sonrisas naturales. Casi le recitaba sonetos cada vez que lo veía y no hallaba qué bendiciones encomendar a un rosario. Incluso se hubiera dicho que a nada más eso iba, en vez de aparejar las piedras del frontón. No intentó cargarle más, eso sí, porque se le podía ver como aumentaba de peso y esa sola sensación ya era bastante pesada como para comprobarle otra vez. Eran preferibles las piedras, porque al menos se convertirían en pan.

Después de mucho tiempo, Amaro contó que acababa de ver al bebé descomunal. Ya había crecido y era apenas tan menudo y tan pequeño como cierto enano de una corte imaginaria. Por supuesto que Amaro pensó que era un mal de ojo. Pensó que tal vez a él mismo se le fue la mano con tanta hipocresía, y que eso tampoco estaría bien, pero también pensó que por aquel entonces era fácil imaginar que sería un gigante, así que las formas presentes no podían provenir sino de las exageraciones más proféticas; es decir, que ahora le era tan normal, o más bien común, verle de ese modo.




SACRIFICIO


Justo ahora se le viene a ocurrir lo que ya sus propias ambiciones desfigura. ¿Acaso no ha hecho su papel estos dos años? Cuando menos en el papel todo atributo reúne su esencia intransferible, que no es otra sino la misma que nos incumbe en cada eslabón; es decir, la de criar a quienes justifican nuestras costumbres heredadas, y criarlos según nuestras costumbres heredadas. Pero, por supuesto, tenía que ponerse a lo que todo macho exige como su dominio natural. Justo ahora, cuando los niños ya le llaman papá y procuran de él lo que todo vástago de su padre amoroso espera. Ahora que parecía un eunuco dócil como para envejecer así, y ser además el abuelo más orgulloso que se le pudiera halagar en su condición… Ah, justo ahora. Ciertamente ha sido un padre para ellos; el padre que no conseguí en los hombres que apenas engendraron a mis pimpollos. Y ahora que ya somos una familia a la que me dedico con vigor, viene de súbito este deseo que tanto temí al principio. Sí, justo cuando por fin éramos una familia como cualquier otra, sin que cualquier otra familia nos influenciara con sus modos, justo entonces ocurre lo que no debía ocurrir jamás. Creí que ese peligro había pasado, que ningún otro parto me iba abrir en dos, precisamente por tener el varón y la hembra que multiplicarían mi linaje y aun la tenacidad que ahora se busca subvertir cobardemente. Así de facilito, como si con berrinches cierto nené malcriado consiguiera chantajearme. Sí, se supone que tengo que darle príncipes. Eso seguro se lo mete la bruja de su madre y todo ese racimo de cabrones. Te imaginas, Rosa, darle un hijo al padre, a ese padre que es singular sólo porque lo conseguiste a tiempo para la crianza de tus niños, no para apéndices carnales. Es que es una cosa seria, Rosa. Los maridos dan más guerra de las que sus paces imponen. Justo ahora que ya no me importa excusar su impericia en cualquier lance viril, viene a salirle el macho. Ni que fuera un patriarca al que su esposa tuviera que acrisolar barbas en el Antiguo Testamento. Qué vaina más jodida. Ahora que no me importan las bromas que mi mamá gasta a sus expensas (que si por voluble, que si por mentecato) se la quiere pasar de sabihondo conmigo… Ay, es tan agobiante esta situación, Rosa. Qué maridito más desconsiderado. Se cuenta y no se cree. Justo ahora. Me parece que ya había pasado el peligro, que la misma convivencia con hijos ajenos le habría de someter como corresponde, quizá porque así padece lo que no envidiaría en favor de una suerte propia, tanto más cuanto que por ajena la vive con el mismo empeño. Si no fuera por mis hijos, este hombre no me tuviera acorralada ahora; desde hace tiempo lo hubiera despachado con una patada por el culo. Es que viéndolo bien, así de seco como suena, si no fuera por mis hijos este hombre qué padre iba ser jamás. Si me parece adorable, es por mis hijos. Si me hace reír, es por mis hijos. Si accede a la cópula obsequiosa, en fin, es por mis hijos, no porque vaya arrogarse otro derecho que a la larga me mancille o la corta le haga acrecentar sus pequeñeces. Incluso es probable que hasta enclenque resulte una prole de tal padrote y no muy agraciada, por cierto. Pero qué ocurrirá si insiste, ya sea por grado o más bien porque prefiera un coup de main que seguir parlamentando¿Te ríes, Rosita? Ni semejante pesadumbre te quita lo vainera. No te preocupes, mujer, sabré marearlo en cada una de esas vueltas. Muchos logros de mis muchachos los distraerán oportunamente, porque se le ve muy orgulloso cuando le tienen por padre de mis hijos, a qué más pedir. Pide más por sus parientes, porque a través de sus demandas siguen ellos llamándome puta. Dirían: he allí la que tiene un hijo de uno y de otro, que un hijo de esa manera, con tantos medios hermanos, le toca al pobre diablo por pendejo. Y en este alboroto qué partido toma él, que es mamá la que le tiene ojeriza. ¿Has visto? Bueno, no es que lo diga así, pero se nota que quiere gritarlo cada vez que pueda, y, lo que es peor, parece que lo callara cada vez que se hace el mudo. Jodida es la familia suya que lo tiene a menos porque está conmigo, ¿acaso hubo mujer que lo hiciera un hombrecito? Conmigo cría a mis hijos. Trabaja para traer el pan a casa, tanto como yo. Y tira como si se hiciera pajillas de quince años. No cambiará un bombillo, ni sabrá para qué sirve un destornillador, pero ya quisieran tener un padre así muchos hijos expósitos en el mundo. Alguien que les ayude a hacer las tareas, que los lleve al parque, que les lea cuentos, que no les pegue, que los acaricie sin que el vínculo exalte una lascivia. En fin, un padre al que llamar, por primera vez, papá. La suegra sí que debería agradecerme el favor que de mis intereses emana. Pero qué van a agradecer estos necios. Más bien yo, pese a todo, sí que soy muy agradecida. Ah, pero una cosa es ésa y una muy distinta que se me haga doblar con nueve meses, no tan ingrávidos después de todo. Si se cree muy capaz, que vaya él mismo a parir su primogénita criatura, no digamos en nueve lunas, que ni en una eternidad lo haría por mucho que la engendre. No le digas nada, haz como si no le hubieras escuchado. Te ahogas en un vaso de agua, en el mismo que te apagaría la sed. ¿Cuándo le has escuchado alzar la voz de verdad? Entonces, actúa como siempre, como si nada de lo que ya hubiera dicho te aluda de algún modo. Cuando ya no le puedas dar hijos, entonces te lo agradecerá. ¿Y si no pasa así? Puede que no pase así. Recuerda que los hombres dejan hijos sin advertir obligaciones en el lance, pero cuando quieren tenerles no hay cómo quitárselos de encima. Excusarán sus infidelidades, eso sí, con la misma falta que reclaman, aunque irónicamente se esmeren en no fecundar rameras.


Nunca pensé que me hubiera de dar tanto trabajo sostener mi aplomo. Ni la castidad lo disuade, siendo ésta, además de un condigno castigo, obstáculo completo para sus aspiraciones. ¿Cómo rendirle, cuando puede abandonarme en serio? El muy desgraciado lo haría sin pensar dos veces. No se atrevería a cambiarme las pastillas, porque sabe que el placebo me haría abortar de cólera. Simplemente se iría, a regañadientes, sin armar escándalo. No se volvería a considerar estos dos años, aun cuando declare un bien común con su despedida. Qué egoísmo. Qué ingratitud. Lo obtuvo todo fuera de su tribu y ahora escucha los consejos de esos mismos hijueputas. No son pocas las ideas que le meten los cabrones. Que si es joven. Que cómo no va tener hijos. Que si esa puta no da más hijos, búsquese una virgen entonces, muchachón, aunque ésta se los dé a mares y sin su ayuda. Tantas especies parecidas ya lo azoran y lo irritan como cualquier incidente cotidiano. No necesita alzar la voz para irse, y, por otra parte, cuánto tendría yo qué clamar por su perdón, desgarrándome como una viuda a la que sólo el luto le puede iluminar algo. Quedarme sola con mis hijos. Justo ahora, cuando la crianza sería tan difícil, porque también tendría que explicar la ausencia de un padre postizo. Salir a la calle a qué. Qué esperpento se encontraría a la vuelta de cualquier esquina. No vaya ser que por poner un bombillo admirablemente el ejemplar también nos eclipse los ojos de vez en cuando. Cuántas ponzoñas conocí a través de los embelesos más dulzones. Si es por tirar, no te preocupes, Rosa, pues no necesitas guiñar los ojos en la casa. No parece tan fácil. Enfrentar las cosas como vengan, mientras a brazo partido se pierda el brazo que no se dio a torcer. No. No. No. Contestar qué clase de preguntas, mientras los niños sigan indagando con tanta curiosidad como despecho implique un abandono. Creo que no me queda más que ceder. Él no esperará a la menopausia para convencerme. Se iría esta misma semana, si no justifico la presente ovulación. Pero qué dices. Ya lo tengo. ¿Y si haces que se lo das, y sucede que no puedes dárselo por razones orgánicamente encubiertas? Es una estratagema estéril, Rosa, aunque fuera cierto. Ya se acabó. No hay más salidas en el horizonte ni artificios pirotécnicos que nos conmuevan otra vez. Dale un hijo, Rosa, qué más da. Lo verás tan feliz como niño con juguete nuevo, y, lo que es muy conveniente, no habrá manera de que vuelva amenazarte con la orfandad. Entonces tendré el control de todas las represalias venideras. Por último, si sale enclenque, si sale fea la criatura, ya no importa mucho, porque mis hijos tendrán, además de un medio hermano comprometido, un padre de veras. ¿Qué nombre ponerle a quien en nombre de este sacrificio venga al mundo? Ya se verá en el calendario cuando llegue el momento. Mejor escoge la ropa más adecuada, mujer, para ir a desnudarte.





















LÍNEA 2


Favorablemente había llegado a la parada de autobús. Por fin, después de caminar durante horas. El recorrido lo hizo variar de impulsos, y según las alternativas se hubiera figurado, allí y acá, los alcances de una criatura que acecha al punto de que por dentro es con igual vigor acorralada, aun cuando los descansos, tal los hubo apenas por sentarse, le mortificaran esa sed que entre sorbos quería regar sin las prisas de su mismo apuro. Sustraído de sus apetencias, que no aplacadas en cada ocasión, quiso volver quizá por donde ya venía la noche, y tal vez así partir desde donde podía volver.

Antes de llegar a esa parada había pasado dos paradas sin determinarles mucho, o en la determinación de esa serie de recodos. Seguía caminando, ya sin eludir a otros transeúntes, porque intentos mutuos de seguro iban a postergar su caminata, cuando en algún momento mejor sería detenerla tan verídica como convenientemente. Desde lejos, al divisar el breve cobertizo, supo que ésta era la parada. Ya ni siquiera la fatiga, ni los ademanes inexpresivos, lo podían azorar de ningún modo; sólo la esperanza de tomar los autobuses necesarios le instigaba en su serenidad.

Ciertamente la parada era una dimensión aparte. Al principio se contentó con saber que en unos minutos tomaría el primer autobús y que incluso por permanecer de pie, arracimado en el pasillo, tendría la ocasión de conseguir aquel acomodo que disfrutan los viajeros cuando vuelven a sus camas. La cola para tomar el autobús rebasaba los bancos. Así que tuvo que esperar de pie, fuera del cobertizo, como si también afuera pudiera recogerse en el centro de aquella isla. Esta primera sensación se le figuró más que premonitoria, aunque todavía sin saber en virtud de qué.

Ya eran como las seis de la tarde, de un viernes, primero de mes en el compás de una luna nueva. Era razonable que pasaran ciertos autobuses repletos antes de que pudiera embarcarse en uno. Pasaron tres, uno detrás de otro, como engarzados. Nadie se apeó de los tres y ya era imposible que se subieran más. Algunos desertaron de la cola, por lo que tuvo donde sentarse. Un gustoso hormigueo le recorría las piernas. El alivio podía durar indefinidamente, mientras estuviera a punto de embarcarse. No llevaba qué leer (y es que a propósito bajó sin un libro), tampoco entonces le importaba distraerse con sentencias ajenas, cuando eran las apetencias las que se iban grabando en su memoria. A los quince minutos vino otro autobús del que se apearon seis pasajeros. El chofer, levantándose de su sitio, se las arregló para que sus arengas tuvieran efecto y así pudieran subir diez pasajeros más. No pudo subir a ese autobús. Él y un señor quedaron en la parada.

Vino otro autobús cuando al fin llegó ella. De pronto él no supo de cauces previos ni de nerviosas terminaciones, tampoco se le ocurrió que tenía que subirse después de que otros, según su turno, se subieran. Sólo la perplejidad de verle aparecer a ella, de que ella viniese esa tarde, justo a esa isla desde la cual eran posible las demás costas, le podía conmover tanto, que acaso su voluntad desde entonces era concurrente y ya no una dilapidación disgregada de manías y espasmos viriles. Supo que en el principio puede empezar todo, pero es indispensable que haya un término comprendido en la extensión de ese punto. La paradoja, si no la comprendía en su simplicidad, lo había de excluir como suele inferirse que los azares dictaminan veras. Por otro lado, ¿perderle por las cortesías de su galanteo no significaba una formula muy irónica? No era la respuesta la que pudiera pregonar una diversidad de modos felices, pues postergar esa pregunta, como cualquier otra, daba la amplitud de los sucesos, tal que se descendía de antepasados voluntariosos y que ese arraigo persistía dentro de la tierra como fuera de la tierra. Sin pensar cuántos iban en el autobús, ni cuántos hubieran de subir más adelante, le cedió el paso a ella, porque si sucedía que sólo era posible que se subiera alguien más, que al menos ella lo hiciese por la misma buena ventura que su presencia traía entre la indistinta y populosa raza. Ese autobús, sin embargo, no abrió sus puertas, y siguió tras su pausa inmutable, sólo los apretados vínculos y las sensibilidades repelentes de dentro involucraban al chofer.

Allí, ninguno de los dos —dijo ella, sonriente, incorporándose, y él también sonrió a pesar de que su sonrisa le ruborizaba más.

En su hombro colgaba una cartera grande y entre sus manos traía, en dos envoltorios transparentes, una docena de suspiros o más bien unos ponqués recubiertos con colores suaves. Llevaba prisa y se notaba que solía subirse unas cuantas paradas más abajo, tal vez donde incluso se podían elegir los puestos. Él volvió a los bancos, haciéndole un lugar a ella. Se lo advirtió, pero ella estaba tan pendiente de un venidero autobús, que otras señales remotas no le convocaban aún. Mucho le apremiaba que la demora de ese autobús fuera sucedida por otros igual de abarrotados. Detrás de ese lugar vacante ya se había extendido una cola. Ella seguía al borde de la acera, porque cuando viniera el autobús ya podía subir el estribo a través de la repetida licencia de él. Como no se veía nada reparó los envoltorios y tal vez concluyó que había de preservarles entre los codazos de otros pasajeros.

Ahí viene otro —dijo él, después de levantarse por primera vez para echar un vistazo a lo largo de la calle, y volvió a su sitio.

En ese momento habían llegado unos mayores dispuestos a hacer valer su preferencia, y sin que hubiera necesidad de aquello tomaron sus lugares adelante, así que ella, cruzando una mirada cómplice con él, se sentó a su lado para esperar, ahora sí, esa ocasión indiscutible en la cual ambos pudieran embarcarse. Llegó un hombre altanero con las piernas mutiladas, de ropas curtidas y de ciertas costumbres andariegas, haciendo rodar su silla entre tumbos y reproches. Que si no había alguien que le ayudara a subir, como fuere, por la puerta posterior del autobús. Que si sí cabía, porque además le cabía lugar; y al tiempo que repartía miradas recriminatorias viró la silla de espaldas al autobús, dando por sentado un auxilio que ya se le iba figurando que viniera sólo desde adentro del autobús. Ciertamente en la cola había dos hombres, y es que sólo la generosidad que le infundía ella desde el primer momento pudo moverle a intervenir con altruismo, incluso porque tales peticiones, tan ásperas y soeces, en la mayoría de las circunstancias le hubieran parecido inadmisibles. Poco le hubiera importado sustraerse de un esfuerzo colectivo si tampoco le importaría testimoniarlo, aunque lo viera sin ocultar sus ojos. El otro hombre y él, desde abajo tomaron la silla, alzándola hacia el estribo, al tiempo que otro hombre arriba, resoplando por el disimulado esfuerzo, tiraba de la silla. Él no supo si concurrieron fuerzas subsidiarias, porque apenas las ruedas giraron por encima del estribo soltó la esquina.

Se sentó junto a ella, cuando el autobús reanudó su marcha. Pasaron ciertos minutos intrascendentes, por decirlo así, hasta que con la misma naturalidad de una semilla bajo sus prodigios bienhechores, empezaron a indagarse los dos, y sucedía que las posibilidades de tomar los autobuses a distintas horas y lugares, por ejemplo, los hacía tan elocuentes, como si empezaran a compartir el mundo desde el cual vinieron a encontrase. Los mismos silencios intercalados tenían entre las palabras una gramática que complementaba a éstas en sus etimologías, certezas, matices y acepciones. Empezaba a oscurecer alrededor de los faroles encendidos y los dos siguieron hablándose como si estuvieran sentados a una mesa singular. Ya eran como las siete y a medida que avanzaran los minutos iba ser más difícil tomar el autobús, hasta que, como bromeaba él, sólo quedaran los que hubieran de acompañar al último chofer.

Del otro lado de la calle los autobuses bajaban cada vez con menos pasajeros, dada la relación inversa de la ruta. Él le dijo que en el metro era preferible ir al extremo contrario para poder volver holgadamente, según así se extremaran los destinos y premuras. Claro que para alguien que temiera a la oscuridad de un túnel y al silencio de la locomotora, le iba resultar tan agobiante la experiencia que cualquier tumulto después de todo le era preferible. Los dos convinieron tomar el autobús que bajaba entonces, y resueltos a ese lance cruzaron la calzada justo para subir y elegir puestos contiguos. Pasaron las dos paradas anteriores, las que él declinó, y las colas eran más nutridas e incluso desordenadas, como si cada quien procurase un lugar por fuerza de sus mezquinas intenciones. Dadas las circunstancias, parecía que tenían que bajar mucho más, quizá hasta la parada que solía frecuentar ella. Sin embargo, sucedió que hacia la tercera parada los dos vieron venir cuatros autobuses en fila, como los vagones de un tren cuyas luces interiores a la vuelta ya se habían encendido. Se vislumbraban dos hallazgos prometedores, por una parte los autobuses sucesivos y por la otra una parada que no excedía sus composturas en el banco. Mirándose se dijeron mutuamente que era muy probable que en unos de esos autobuses hubiera sitio, lo suficiente para que todos aquellos pasajeros del banco entraran y aun ellos dos como en el cuarto autobús. Al parecer habían enviado más autobuses de los que ordinariamente tenían que venir. Si hubiera de esperarse más, después de tales autobuses, no iba ser mucho.

Al bajarse y cruzar hacia la otra acera, fueron detrás de la cola. Pasaron los cuatro autobuses, de los cuales sólo uno tenía puestos. La verdad hasta se podía ir en una sedente apostura, pero no era de la línea dos, que ambos esperaban desde hacía más de una hora. Simplemente lo dejaron pasar, porque de embarcarse era menester otro autobús para tomar el definitivo. Sucedió, sin embargo, que la mayoría de quienes constituían la cola abordaron el autobús. Para los dos era como estar en la otra parada, en la misma parada, según los mismos lugares y al principio del mismo tiempo. Entonces ya no había de qué preocuparse, porque allí mismo iban a tomar el autobús que pasaría a determinada hora y en razón del espacio indiscutible. La conversación fue dándose con los silencios complementarios de siempre; pocas preguntas, pocas respuestas y sin duda un entendimiento mutuo que los reunía para cualquier riesgo y, desde luego, para entenderse mejor de lo que ya era tan explícito, acaso iban a embarcarse en el mismo autobús, aunque tuvieran que despedirse en paradas diferentes e ir a habitaciones distintas y dormir tal vez en rigor de una doble noche vigorosa.

Se le figuró a él que en cualquier caso había de defenderla y que aun si tuviera que defender a un prójimo intratable, porque ella le infundiera ese ánimo, habría de hacerlo entonces con vigor o con oportunas sutileza y, desde luego, con generosidad. Esa noche era valiente, comedido, altruista, inteligente, amable, y no es que no lo fuera de ordinario, pero lo que pasaba ahora es que la tolerancia hacia las cosas, las gentes y los hechos era la profundidad de todas aquellas capas suyas. Ni el sarcasmo, tampoco la intimidad de guardarse terribles ironías, le encubrían otras intenciones, puesto que su semblante era por primera vez tan transparente en sus formas manifiestas.



La noche de aquellas calles ya comenzaba sus mudanzas. Otros transeúntes, contados entre sus costumbres nocturnas, y tan divididos en sus vigores divididos, empezaban a pulular por las aceras o se daban a transigir en algunos umbrales, sin duda con una afinidad que del mismo modo les separaban como los guijarros de distintas cuentas. Por las paradas aún había muchos pasajeros como si se guarecieran bajo un ángulo de la lluvia. Desde luego todos aguardaban el turno de regresar a sus casas al igual que los demás viernes. Aunque en casi media hora no había pasado otro autobús, la cantidad de pasajeros iba declinar en adelante, de las paradas de abajo se esperaba que cada vez se embarcara menos, lo cual iba sucederse en grados, horas y paradas. Para los dos sólo era posible la espera, la de ellos, porque era posible también la paciencia de una redonda certidumbre.

Ya empezaban a salir borrachos de las cantinas. Unos tres borrachos, por cierto, cruzaron hasta la parada y se pusieron al frente de la cola. Las voces altisonantes y los ademanes azorados eran tan insolentes entre los tres que nadie se atrevía a discutirle la ventaja que habían usurpado. En ese mismo momento vino un autobús. Cuando se detuvo, los tres borracho apoyaron los puños en las puertas. Un hombre joven reculó al ver que era inminente una disputa. Él hubiera hecho lo contrario, e inclusive se hubiera atrevido a defender sus lugares delante de aquellos borrachos pendencieros, pero se abstuvo por la misma razón que lo impelía a una temeridad inusitada. Por supuesto que cualquier defensa debía fortificar su situación como una almena inexpugnable, lo cual había de sostenerse según medios que concentraran los resortes hasta un punto en que su liberación mantuviera los márgenes invictos. Sonrió al ver que uno de los borrachos convencía a los otros de tomar un taxi, en otra calle, quizá después de otras copas. Ya lejos los borrachos, los comentarios en la cola eran tan condescendientes, o tan severos, como si se maravillaran de haber librado el lance.

El autobús seguía inmóvil, sin abrir sus puertas. Era el autobús; todavía se demoraba un poco, pero era el autobús. Abrió las puertas de atrás y se apearon unos tres pasajeros y luego una señora algo mayor que ya desde dentro daba tumbos en pos de una bolsa extraviada. Al caer a la acera inquiría por la bolsa: que la había dejado allí, que si alguien la había visto, que en un rato no pudo habérsela llevado nadie, porque apenas la dejó allí, sobre el banco, para montarse en el autobús y de inmediato recordó haberla dejado, así que se bajó precisamente para encontrarla allí, donde tanto podía señalar un lugar vacío. Todo lo cual era un anacronismo de abigarrados esplendores, porque procuraba una bolsa que decía haber extraviado en una parada previa. Algunos de los de la cola se lo advirtieron, hasta que le aconsejaron que tomara el otro autobús, al cruzar la calle, pero ella todavía azorada, y de seguro conciliando fervorosamente la esperanza de encontrar lo perdido, supuso que era mejor caminar calle abajo, de cualquier modo era un par de cuadras. A poco de entenderlo así, se fue. Atrás, en la cola, la gente se incorporaba de nuevo, porque tal vez se abrirían las puertas, aunque tal vez se incorporaban sólo para ver hasta que ajeno punto avanzaba la cola.

Se abrieron las puertas. Pasó ella y tras ella pisó el estribo él. Estaban adentro, y había en los dos un logro que compartían con sonrisas y miradas. Detrás resueltamente entró el joven que había reculado por los borrachos. Mientras subía iba diciendo que mejor era irse de pie que esperar allí sentado quién sabe si para no levantarse nunca. Él sonrió al encontrar las razones del joven bastante locuaces como en algún momento lo fueron con el mismo impulso silenciosas. Lo bueno es que los dos ya estaban adentro y que las puertas se cerraban tutelarmente y que el autobús echaba a andar invicto. En la medida que iban sucediéndose las paradas; en la medida de que en cada una de ella se podía, como del mismo modo se debía, desplazar hacia el final del pasillo, los dos se fiaron de sus atracciones mutuas. Ella, entre otros embates, se había adelantado un poco. Una mujer rolliza se interpuso entre ellos y se ofreció amablemente a llevar uno de los envoltorios de ponqués.

Él la seguía con la vista y al cruzarse las miradas se sonreían ambos. Cada vez que ella se escurría entre otros pasajeros, haciéndose de un lugar en cada avance, la mujer, que llevaba los otros dulces, a la sazón de su obligatorio apego también abría espacio, como si por convidar esta ajena maniobra ella le ofreciera a él la holgura de seguir cerca, y así la seguía en cada paso adelantado. Ambos sabían que frente a la puerta trasera, en la amplitud de esa sección, podían seguir conversando y acaso celebrar más calmadamente una proeza excepcional.

Un borracho discutía, pero era tan inofensivo en sus juramentos que los dos se rieron, porque de seguro al pobre hombre le tocaba venirse temprano, tal vez muy a su pesar, de una de esas cantinas. Nada podía importunarles entonces. Todo era tan seguro y propicio que tenían que conocerse finalmente. Ella esperó a que aquél hombre profiriese su parte. Era como aquella licencia de ceder un lugar preferente en la cola o era por eso mismo la compensación femenina y masculina de una especie cuyo arraigo está dentro de la tierra como fuera de la tierra.

Sabes, escribo. Cuentos todo lo más he publicado, hay algo de dramaturgia y aun la peculiaridad de una vasta novela. Pudiera decirte algo, quizás intrigarte con algo que merecidamente leas. Y entonces hoy hay como para escribir un cuento que tú ya conoces y que lo reconocerías bajo el rigor de su literatura. Pero no tengo pluma para anotarte ciertas señas y bibliografías, además carezco del teléfono, cuyo número sí puedo anotarte, porque se me figura que no pasará una semana que tendré el teléfono.

Ella sin preguntar nada sin decir otra cosa distinta a una pregunta y hasta se diría que sin un silencio de más, puso el envoltorio de los ponqués en la mano de él, y éste lo recibió tal que una cosa y otra se hizo en un sólo tránsito y vigor, que era entonces el de ambos. Ella procuró un bolígrafo de su bolso y como no se asía de nada, y el autobús estaba en movimiento, él acercó su mano izquierda al hombro de ella cada vez que le autobús cabeceaba, de suerte que si hubiera menester agarrarla lo hiciera de inmediato en su socorro, sin darse cuenta, por otro lado, que él tampoco se había asido a ningún accesorio firme. No hubo frenazos ni arranques bruscos; el autobús era un ámbito especial en el cual los dos podían juntarse, porque después de todo se pudieran asir el uno del otro, tal que se encontraran siempre en el contacto compartido. Después de sacar el bolígrafo, y en vista de que no había un retazo de papel, ella extendió su mano y le convidó a que le dijera lo que al cabo ella escribiría de una mano a otra.

Todo era tan natural como si estuvieran solos y el mundo siguiera en sus movimientos sublunares. Escribió referencias deletreadas. Ella pidió su nombre mientras seguía escribiendo el número de teléfono y todo parecía escribirse en su mano, precisamente en esa mano, se ilusionaba él, había escrita por la otra mano una historia sostenida y a la vez profética. Tan clara las letras, tan oportunas las erratas y tan convenientes las arrugas, que los dictados de los dos podían escribirse siempre para recordar la boda.

Cuál es tu nombre —decía y extendía la mano y juntaba los dedos para escribirle en el espacio justo. Él al ver que la mano tenía muchas líneas sonrió diciéndole confidencialmente:

Puede que ya estemos escribiendo aquí lo que desde hoy se me figura que se leerá algún día, el cuento y todo lo demás —dijo al oído que ella acercaba como si estuvieran solos. Al entender perfectamente lo que le decía, ella le devolvió la sonrisa. El autobús fue deteniéndose de a poco, sin ningún sobresalto, y los pasajeros que iban apearse en esa parada empezaba a circular como larvas laboriosas. Todo alrededor se notaba: los humores, los murmullos.

Al frenar el autobús, como si lo hiciera desde cierta inmovilidad, sus puertas se abrieron para que saliera una creciente incontenible. Era el último andén, antes de la estación principal. La gente fue bajándose. Y los dos por primera vez se sintieron incómodos, enmudecidos, tal vez en medio de una espesura ajena. Ella todavía con el bolígrafo en su puño. Él quizá temiendo lo que no se hubiera escrito dentro de ese puño. Los dos esperando una venidera despedida, la inevitable primera despedida.









CUELLO DE TREINTA AÑOS


No había visto una lluvia así desde aquella noche cuyas horas también trajeron consigo la sangre que anegaría a su memoria para siempre. Esa lluvia la recordaba muy bien, no sólo porque no recordaba que hubiera escampado después de tantas gotas, sino porque cada vez que llovía solía imaginarse que el agua tardaba en caer del mismo cielo, como la sangre de cada mes de seguro no iba manar de otra fuente. Guarecida al igual que habían hecho los demás transeúntes, vio como de súbito dejaba de llover, y la verdad es que la mañana ya no era lluviosa en absoluto. Lo que no dejaba de ser raro, porque después de tanta agua (todavía escurriéndose de los aleros), el aire de repente era insustancial como el frío contenido en él.

¿No te dije? Era cosa de que lloviera como lloviódijo su marido, que hasta entonces se había reservado, según ese silencio que nadie quiso compartir con otros, y que por callarlo confiere un recogimiento a quienes se salvan de una tempestad.

Cómo pudo dejar de llover en seco.

Cuando la lluvia cae a cántaros, los cántaros se vacían. Mira, ni una gota. Venagregó, al tiempo que le extendía la mano desde la acera.

Ella iba en sandalias. Hacía frío desde temprano, pero al salir no se imaginó que iba llover, y además de ese modo.

Vamos, mujer. Baja ya.

Ella no quería bajar. Ya muchos se habían desgajados de sus rincones, y a lo largo de la calle se empezaba a ver como algunos la cruzaban de prisa o como otros se prolongaban en las aceras.

Vamos. No te vas a meter a una creciente.

La calzada no albergaba más de lo que ya era escaso, en sus márgenes se escurrían los arroyos sin exceder las hendiduras del drenaje. Por decirlo así, ninguna furia tenía donde depositar sus volúmenes, y las corrientes obedecían según los límites de cada impulso.

¿No vas a bajar? ¿No me digas que el agua puede mojarte tanto?

No es eso.

Pero no entiendo cómo no bajas.

Tanta agua tiene que ir a algún ladodijo, y miró el pavimento desde donde su marido le convidaba.

Ah, es por las sandaliasinterpretó éste, al ver también los pies de su mujer. Te prometo que no se te meterá el agua. Escogeremos la parte más angosta de cada salto.

Es mucha aguadijo, con cierta desconfianza que ya le parecía premonitoria.

Pero qué más agua puedes ver.

Ella desvió la mirada hacia los flequillos del alero, como si desde una isla viera el último rizo de la espuma.

Si es porque no quieres coger un resfriado, te preocupas de más. Ya estamos aquí y con seguir aquí no va ser diferente.

Sabía que su marido tenía razón, porque, después de todo, las precauciones que ella no podía explicar estaban al margen de este sentido común. Intentó bajar los escalones, pero en ese momento vio que un autobús seguía de largo, sin frenar en la parada. Ya no había nadie en la parada y nadie desde adentro había pedido esa parada. Los ojos de aquellos pasajeros veían una pecera detrás de los cristales, y lo hacían con tal perplejidad que ciertamente parecían peces ojones que del otro lado percibieran un mundo submarino. Esta impresión la hizo recular. El diluvio ya no estaba en las gotas, pero era inminente en lo que ya no estaba. ¿Cómo podía siquiera insinuarle esto a su marido?

Ella sentía que una lluvia no iba repetirse, salvo que las gotas fueran las mismas. Temía por su sangre, temía, entonces, de un parto prematuro que no se vislumbraba aún y que por lo demás ella ha postergado con excusas, pero cómo explicarle eso a su marido, si ni siquiera el misterio de una mujer inmóvil era obvio para nadie, además ya tenía treinta años y llevaba un cuello de tortuga, acaso porque hacía mucho frío, pero especialmente porque era menester ocultar su propio cuello bajo una metáfora elegante.


¿Dónde está tu marido?

Qué te pasa, mujer.

¿Pasó algo?

No me digas que...

Nada. No es nada; sólo soy viuda de mi condición.

Es porque cumples treinta, ¿verdad?

¿Eso es?

Pero, ¿por qué lloras así? Si vieras la reunión que te preparamos.

Debe ser que no lloraste.

Pues lloré, y mucho. En mi cumpleaños treinta parecía una veinteañera inconsolable, pero eso fue hace más de un año. Por eso veo que lloras vanamente, y sucede que llorar es abrirle cauces a las lágrimas tan hondos y tan largos que un diluvio no los abriría peor. Yo, por ejemplo, si cumpliera otra vez treinta, ay, no sólo no lloraría... es que no sabes, además, cuánto me alegraría.

Luisa tiene razón. Imagínate yo que muerdo los cuarenta, y hasta con mal de rabia los muerdo.

Se ríen porque soy yo la que les sigo, porque detrás de todas no me quedo tan atrás.

Te despides de la inmadurez, es tan simple, por eso te conmueves.

Hablas así, porque ahora me aconsejas, porque el consejo me concierne de verdad.

Calma, mujer. Parece que se te hubiera muerto alguien muy cercano. No está bien llorar así, justo cuando celebras que estás tan viva como cuando naciste.

Tan viva como para sentir que muero.

Tan viva como para sentir incluso que mueres. La sensibilidad es vida y la vida termina donde empieza lo insensible.

Así que brindemos más bien por tus treintas.

Ustedes no entienden.

Cómo no vamos a entender si somos mujeres.

Es verdad; tus quejas son tan egoístas.

No es sólo los treinta, con sus treinta velitas que ya parecen un incendio, pues también veo que he esperado demasiado para tener un hijo, y aun así no estoy segura todavía de que la maternidad me convenga alguna vez.

Te conviene, créeme. Porque nosotras tenemos un plazo fijo.

Cómo le dices esas vainas.

Es natural.

Yerras de medio a medio; porque ni con reglas se puede medir el ombligo que llevamos todos.

Tampoco con goteros.

¿Los hombres saben estas cosas?

No sé; ellos no lloran cuando se hacen viejo.

Claro que lloran, pero son tan cagados que lo hacen detrás de culos ajenos. Y tú, por favor, deja de llorar así, que parecerá más bien que nos echas en cara tu valentía.

Qué tienes en el cuello. No me digas que ya notaste las arrugas, ellas te ahorcarían si les atiendes demasiado.

Pues sí. Es el cuello, son las manos, es el culo, son las tetas, es la barriga, son los pies

Pero qué dices, si aún cabes en el mismo vestido que te regalé a los veinte. Eres la única de nosotras que no ha subido de peso; eres la única que siempre se ha visto regia.

Luisa tiene razón. Además, imagínate que nosotras, ventrudas, con estrías, cascarrabias, estériles, tuviéramos que consolarte, qué consuelo entonces sería el de nosotras.

El tuyo al parecer es el denosotras, porque cómo te has arrogado la ventaja de diluir así tus defectos.

Luisa, lo digo porque ya no somos las de antes, en cambio ella...

Bueno, ya estuvo, no se van a poner a pelear porque lloro.

Es verdad, poco te alegraría tener otro motivo de llanto.

No te quejes tanto, mujer, ya verás que a partir de ahora vas conseguir una mayor agudeza para todo. La vejez es sabia, porque su savia proviene de arraigos juveniles. También es verdad, hay que reconocerlo así, que pasadas ciertas primaveras no sólo se nos encorva el esqueleto. Oigan, ¿no se les figura curioso que la gente abomine de la decrepitud, cuando la única forma de prolongar la respiración en este mundo es seguir envejeciendo? Qué impertinencia, como si hubiera otro camino. Igual a la paradoja de los hombres. Hablan de nosotras todo el tiempo, que si somos inferiores a ellos, que si no aguantamos lo que ello, que si no somos tan discretas como ellos, que si no tenemos el juicio que ellos a pesar de las calamidades tienen, que si no nos asiste la misma templanza ni la misma gracia que les concede las escrituras; en fin, que si aquello y que si lo otro, porque es muy sabido que somos diferentes en casi todo. Es que incluso para ofender a un enemigo apelan a las madres, abuelas, hermanas, tías, sobrinas, primas, cuñadas, suegras, nueras, ahijadas, pupilas, maestras, empleadas, nietas e hijas.Tienes la regla, hijo de puta, o qué coño te pasa.Pero sólo un ser que ellos ven inconcluso puede completarlos de un modo que así no quepa la menor duda de que son hombres, porque la virilidad que más precian reside principalmente en que consigan el favor de las mujeres, y que en cada caso sean tan cumplidos. Rehuir de una riña, los ofende por cobardes, pero puede que vivir con esa afrenta no los mortifique demasiado, en cambio cuánto los reduce el rechazo de una dama a la que tampoco consigan por otros medios. En lo primero no perderían sus bolas e incluso se pensaría que por no perderlas también las pueden preservar, pero en lo segundo sólo a su despecho tendrían la misma certidumbre. En fin, nunca entendí porque nos denigran demasiado, si después de todo somos tan importantes para que ellos nos igualen.

Tienes una cosa, Luisa, pero dices la pura verdad.

Ah, entonces ya volvieron las sonrisas.

Debería traerte un espejo para que vieras lo radiante que eres.

No; un espejo no. Pero ya acepto los regalos.

¿No vas a esperar a la fiesta?

Porque los regalos te esperan allí.

Bueno, ya que los exiges, y que se ha mezclado con esta conversación, te tengo un suéter que me regaló mi tía, y que debo admitir que nunca me quedó. Es una belleza de suéter, tejido primorosamente. Como hace frío te va sentar de maravilla, ya verás que cuando el clima cambie y no haga falta llevarlo bajo el sol, entonces no te vas acordar de que tienes un cuello de treinta años.


Me prometes que no voy a mojarmedice a su marido.

No es una ciudad que conozca demasiado, pero andando se va muy lejos, y a medida que el agua corra no quedarán más que pequeños charcos.

Ella le extendió la mano y una vez que se cogieron descendió los escalones. Afuera caían una gotas tan menudas que parecía corpúsculos filtrados de las nubes. No había dejado de llover en seco, como se le figuró, pero esa densidad apenas podía mojar. Fueron hasta el cruce. La calle, de un solo sentido, la recorría pocos carros. Era domingo por la mañana, como la siete de la mañana. Esperaron a que la luz del semáforo cambiara y cruzaron.

Para llegar a la terminal tenían que subir desde la tercera cuadra. Entonces caminaron hacia esa esquina, sin prisa, sin demoras, con las manos entrelazadas. Ella pensó que era mejor haber subido por la misma calle y luego doblar en la avenida. De cualquier modo el resultado sería el mismo; pero se guardó sus objeciones. Más bien ésta era la ocasión que esperaba para probar a su marido. En virtud de ser su hombre, había de cuidarla. Al menos eso lo escuchó siempre, como se dice que las mujeres tienen un plazo fijo y cosas así. Por supuesto que él tenía que tantear el suelo antes que ella pusiera sus pies. Un hombre que bajo la intemperie cumpliera con su rol, merecía la descendencia de su mujer y aun después de cualquier Apocalipsis tendría nietos por los siglos de los siglos.

Cruzaron las dos calles siguientes sin estorbos, pero al llegar a la esquina y doblar hacía la izquierda se consiguieron con una laguna encrespada por el paso de los carros. Era una laguna cuya color oscuro le daba una profundidad inverosímil, brillaba como el aceite y parecía tener esa misma viscosidad. Ambos se detuvieron. Ella esperó a ver qué resolvía el otro. Supuso que era mejor devolverse, escoger la calle original y subir hasta la avenida, pero tampoco en este punto quiso sugerir nada. Nada se decían ella en el silencio de los dos.

Mientras esperaba la resolución de su marido, supo que era preferible no devolverse, pues el hombre debía resistir los riesgos que la intemperie le pusiera en el camino, y así preservar a su mujer de todos esos designios. No es que fuera sumisa al respecto, porque su carácter al fin le ofrecía el mismo desquite de la naturaleza, o más bien sucedía que había sido tan lúcida al recorrer la misma dirección de las demás generaciones.

Ciertas olas iban estrechando la acera, pero siempre había una margen para caminar en seco. Al principio él dudó y después dio el primer paso. Sólo era caminar en procura de un suelo firme, porque su mujer siempre sabría cómo seguirlo. En lugar de preferir indicaciones superfluas y ajenas, era mejor caminar en virtud de que a cada paso hallaría el modo de dar el siguiente, por lo que su mujer, detrás de él, en todo momento iba tener la ventaja de los dos.

No sólo era una laguna, esa calle estaba arruinada en distinto puntos y las mismas bocacalles que concurrían a ella habían estrangulado la corriente por doquier. Devolverse o procurar otra calle por donde se pudiera entrar no era descabellado, pese a que ya se había ido muy lejos en todas las figuraciones posibles. Lo otro sería divagar mientras el agua adelgazara, porque con el tiempo iban a aparecer escollos de concreto y porque tal vez algunos tarugos arrastrados por la corriente emergerían también como aquellos escalones del principio.

La travesía ya era bastante difícil en sus alternativas. Primero saltaba él en un tramo muy bien escogido, precisamente porque podían saltarlo los dos, y luego saltaba ella con la misma promesa del otro lado. A veces ella se preguntaba por qué no la tomaba en volandas para vadear los arroyos más nutridos. Quiso proponérselo, no obstante advirtió que ello resultaba una exigencia, y tal vez del mismo modo un despropósito, cuanto que por su peso les ofendería a ambos. No era gorda ni el un debilucho. En lo que concernía a ella debía pesar más o menos lo que pesaba a los veinte, pero ya lucía un cuello de tortuga para los treinta y no aquél vestido que todavía le sentaba bien, sino más bien un suéter que igual le sentaba bien.

Yendo y viniendo, entre salticos, carreras y pausas dilatadas, se las arreglaron para avanzar a la terminal. Faltaba sólo una cuadra para cruzar la avenida y el agua era ese espejo muy fino que ella ya podía ver sobre el asfalto. Unas ruedas pasaban sobre otras ruedas que eran las mismas y que entreveradas como engranajes hacían andar a los dos carros sin que ninguno dejara atrás al otro. El mundo se le figuró tan parecido en ese momento que cuando su marido cumplió su promesa, ella sintió desfallecer por primera vez en ese mundo. Era el primer mareo del primer mes sin luna.































COBARDE


No había mucho que decirse en un instante en el que el silencio hacía tañer las campanas de barro bajo la viga del corredor. Así que los tres callaron justo detrás de lo que podían decir, pero los tres esperaban la ocasión de palabras ulteriores, porque esas palabras, mientras aún se repitieran sin cobrar su forma, podían ser de cualquiera de los tres, cuando no de ninguno de los dos rivales. Todo estaba puesto en su lugar como el polvo sobre el que no conseguía asiento cualquier otra suspensión. Nadie iba venir a esa hora y si los gritos despertaban a alguien de una siesta soporífera, sería para andar como en un sueño donde todo ya se hubiera consumado. No sólo era un aire quieto y un papagayo entumecido en su jaula, era un entorno que se preservaba en sus adustas formas de siempre. La disputa, sin embargo, no se detenía en ningún espejo, por muy imperturbable que éste duplicara el globo. Ni había intenciones que no hubieran de manifestarse al cabo de evitarlas hasta lo último.

El cantinero pensó que si no suavizaba las palabras de un matarife pendenciero, sucedería que los dos hombres (porque no era que el otro compadre lo redujera amenaza alguna) se habrían de batir a muerte en su pulpería. No pudo decir nada. Su intervención, aun por neutrales conveniencias, más bien iba a convocar un testimonio judicial para dividir en vano aquel encono; así que prefirió servir las copas a quien se le largaban puyas y esperar al margen de otros hechos que sí transcurrirían más allá de la bebida puesta en cada lado. Esperar que el miche nivelara las cosas hasta el punto de que el brindis reconciliara a los hombres, por ejemplo. Ciertamente, era posible, pensó él, que si los hombres obraban según las venganzas de sus mayores tuvieran que contenerse, porque ¿acaso muchos ahijados ya no redimían a padrinos remotos?

El cantinero supo que sólo él iba callar en adelante, porque detrás de un desvencijado mueble apenas encallaría como si la marea de pronto se adelgazara bajo sus pies. El pleito, lo supo así, iba zanjarse de una u otra forma, y ya no con un abrazo compungido. Era verdad que quien bebía a sorbos no era el mismo que bebía a cántaros, pero de seguro con una ofensa más los dos se iban a levantar para batirse mortalmente.

No es que los de la Alameda sean muy hombrones —dijo el compadre del que se decía que había matado a muchos, con el sombrero ancho y redondo, mordido atrás entre su lomo de cebú y el tapial contra el que se recostaba—. Son puros cuentos que se inventan sus hombrecillos, que por pan hasta pasan hambre y que por hacerse sus criados se figuran tan libres —agregó, mientras con un dedo le daba vuelta a las púas de una de sus espuelas.

Qué compadre tan vainero, es que se pone muy jodedor cuando bebe —apenas dijo el otro, en un murmullo, mientras reunía los pulgares en el borde de la copa.

El cantinero se quedó frío al ver que la ofensa había desarmado a un hombre que incluso ya carecía de medios para excusar su propia condescendencia. Vio la frente sudorosa, y tal vez se figuró que bebería mucho menos, porque los temblores de sus manos sólo se contendrían en una copa inmóvil. ¿Hasta cuándo iba durar esa eternidad? ¿Cómo era posible que resistiese otras palabras si las respuestas apenas variaban en sus modales? Era inimaginable que saliera de ahí, porque algo más fatal que lo que evitaba habría de marcarle para siempre, tal vez el hierro vivo de una vergüenza. Pasaría el tiempo. Anochecería, pero no podía postergar su escape ni porque sus palabras se repitieran hasta el final.

Había perdido las mejores tierras en un litigio encarnizado y las demás propiedades de la Alameda se consumieron en el despilfarro y la rapiña de sus parientes. La herencia, que era poco más que una vega anegada por caducos sembradío de café, no daba su alcance y él no era hombre para aprovecharse de ruinas tan enfáticas como ésas, así como hasta entonces no había sido hombre que le amedrentara nadie. Tiene que ser eso, se repetía para sí el cantinero. La desgracia puede acobardarnos hasta el punto de que no se quiera matar ni para salvar la vida; o tal vez los dos habían bebido lo suficiente como para ser quienes en verdad podían ser en esa disputa.

De cualquier modo, la cobardía destilaba sus gotas como el alambique había destilado lo que allí se bebía. Un ciclo interminable parecía recorrer otros serpentines, pero no había como profetizarse lo que ya estaba pasando. El cantinero, avergonzado de ver lo que veía, a tientas volvió a llenar la copa hasta rebasarla. El miche se escurría por el tablón y goteaba desde los bordes como si fuera lo único que pudiera caer en ese instante. Tal vez no se iba a derramar sangre, tal vez ninguna gota de sudor correría desde donde ya estaba, y tal vez por eso el miche era el único líquido que discurría en ese ámbito cerrado. El mundo estaba afuera, afuera los hijos de los dos hombres, también las mujeres que frecuentaban y todas las cárceles indulgentes del vasto mundo. Adentro era todo lo que podía verse allí. Dos hombres enfrentados y otro detrás de un mueble inconmovible.

Dizque no arrastran la ubre, que van arrastrar si no se levantan de donde andan.

Venirme a meter donde mi compadre se echa el miche. Este hombre no me puede ver así, porque con lo vainero que es se la juega pesado —agregó confidencialmente al cantinero.

Ya se va, aunque no por donde vino —dijo el otro y puso la daga sobre la mesa.

El cantinero ve que el hombre aparta la última copa, cuya excepción ya no interesa a nadie. Entonces, muy ceñido al mueble, le solicita, con la misma cortesía que lo rebajara tanto, un favor indispensable; uno que no pudo pedir en su momento.

Más bien pasame el pescaito, Fulgencio, que me voy, porque quién aguanta a mi compadre como beba un poco más. Tan vainero como siempre. Vos lo conocéis, y yo no tengo esa vena.

El cantinero ya lo sabe todo, el cobarde saldrá corriendo sin olvidar nada. Si bien no saldrá invicto, se las arreglará para trasponer el chinchorro y en seguida, tal vez agachado aún, sortear la mesa y así perderse por el dintel de ese encierro. Ciertamente se le figuró que hasta era sensato el lance, porque lo otro era un pleito del que no iban a salir los dos vivos, y por el cual él tuviera que ir a la prefectura. En cierta forma a los tres les convenía zanjar el asunto de ese modo; y tanto más al cobarde.

El cantinero toma el envoltorio de hojas de cambures que se había caído del otro lado del mueble, y con igual perplejidad se lo pone entre las manos. Ya empezaba a imaginarse cómo saldría aquel hombre de su redondel y si en verdad se lo iba permitir el otro, que ya entrechocaba la daga con sus espuelas.

Sin embargo, de súbito, entre el pescado curtido en sal, desenvaina un machete muy filoso con el que se abría paso en la espesura.

Ahora si estamos parejos, mano Quino —dijo, al tiempo que blandía la hoja firme. — Vamos a ver de a cómo son las medidas del sastre, que este machete corta kaki de a medio y de real y medio también.

El otro pudo escuchar las campanas de barro del corredor, porque las ventajas previas ya le reducían al catre. Era de repente un tullido tan sensible y débil.

Después de blandir el machete, con la zurda tomó un extremo del chinchorro que atravesaba la sala, le ciñó al horcón, y de un solo tajo cortó la soga.

Verdad, Fulgencio, que ahora no nos estorba nada, y ya uno de los dos aligera el paso.

Seguía inmóvil, todavía recostado sobre su lomo de cebú. Los ojos casi le saltaban de sus enrojecidas raíces. No se atrevía a empuñar resueltamente. Supo que el pleito, iniciado por él, lo iba terminar el otro sin disminuir las condiciones, ya no se iba postergar otras puyas que no fueran la que acabaran todo. Temblaba. No osaba pararse. Y si su filo no caía de la mano temblorosa, es porque también iba ser su bastón, tal vez el último que le vedaría el paso a una vejez sensata.

El cantinero tampoco pudo moverse de donde se movía, y por fin supo que la muerte era un hecho comprensible que al fin iba darse bajo el mismo techo donde alguna vez supuso algo distinto.






















FUGA


Después de dar vuelta a la esquina y no detenerse hasta la otra esquina, supo que ya le había dejado muy atrás. Al menos eso quiso figurarse, porque había caminado tanto y el cansancio ya era tanto que de seguir así le iban a coger no muy lejos de donde estaba. Sucedía también que a lo largo de la calle sólo se veía una que otra figura, con las manos enfundadas en sus impermeables y casi siempre cabizbajos. Esperó, inmóvil, y ya no se veía las solapas cuadradas ni el sombrero marrón, así que era muy posible que sólo se le persiguiera para probar su aplomo y que unas horas después se le emboscara definitivamente. Debía salir de allí, pero el mismo horizonte despoblado le franqueaba.

Desde que le echaran de ver, no consiguió un tumulto donde hundirse, ni ningún recodo lo bastante generoso como para disimular sus propias bisagras. Era caminar y caminar, incluso a tientas, mientras hubiera el modo de que la ventaja al fin fuera provechosa. Así anduvo veintiséis cuadras entre los mandobles de sus dudas. Se diría que cada avance era sólo una posibilidad mucho más viscosa que la anterior. Tal vez sin seguir una dirección definida ya se hallaba libre, finalmente de pie, pero en un punto tan escaso como sus propios pies.

No le habían visto en meses, y de pronto sucedía que un sábado cualquiera, en una esquina cualquiera, alguien le notaba entre millares de individuos, y entonces otra vez la persecución. Pero ¿acaso no lo pudo explicar todo? Todo al parecer estaba claro. En cuatro semanas las cosas iban recobrando sus pausas e impulsos regulares, y de pronto, sin que siquiera le amedrentara a través de una llamada telefónica, tenía que darse prisa, y de veras tenía que hacerlo, porque devolverse en explicaciones era por lo demás inconveniente. No parecía que le fueran a escuchar otra vez, tampoco otras palabras rendirían más de lo que nunca les satisfizo a nadie. Era verdad que no podía presentir quiénes se empeñaban con mayor encono ni quienes atenuaban sus propias opiniones, pero de cualquier manera ya había alguien que de seguro iba noticiar la fuga.

Anochecía. Sin saber adónde ir, aún no daba un paso; ni siquiera descansaba una pierna en recargo de la otra. Así estuvo unos minutos como si quisiese prolongar una eternidad que le conservara allí. Mientras no tuviera una razón por la cual moverse podía sentirse invulnerable, o, dicho con más exactitud, sólo una existencia inanimada le permitiría moverse dentro de ese mismo círculo. Sin embargo, había mucho sobre lo cual pensar desde que el mundo se le volviera tan hostil. Era plausible que un policía le interrumpiera, por ejemplo.

Si bien se veía menos gente, la soledad no iba ser un atributo del que pudiera confiarse. Ya contaba con cierta emboscada que en cualquier momento sobrevendría, luego estaban las patrullas con sus luces cegadoras y también, eso desde luego, quienes suelen poblar la noche. En este punto, recordó el hotel que quedaba al cruzar la calle. Era como una quimera; como si por fin apelara a la memoria, cuyos recuerdos infunden sensibilidades que sólo pueden darse en el presente. Seguir cualquier rumbo marginal dejaría un rastro que después de todo iban a interrumpir en seco. Así que milagrosamente el hotel era un refugio en medio de ninguna delación. Dormir en una cifra; amanecer una vez más. Salir tan temprano como lo permitiera el secreto, tendría que abrir sobre esa misma nada otro mundo ya provisto de todas las demás puertas.

Sabía de ese hotel. Sus materiales constitutivos eran evidentes para cualquier transeúnte, pero ya esas formas concentraban un rigor tan ilusorio. Con un nombre inventado rentó una habitación. Ya lo irreal empezaba a ofrecerle otras esquinas. Subió, giró la llave y entró en la habitación. No se detuvo a precisar detalles que de cualquier modo iban a parecerles innecesarios, porque si los vínculos interiores le conferían una invisibilidad se debía a ella en cuanto se servía de ella. Sin descalzarse se echó sobre la cama y al punto se durmió. Después de tanto agobio, acaso el sueño al fin encontraba también su cauce.

A mitad de la noche, un estropicio le despertó bruscamente. Se incorporó sin saber nada de lo que ya había sabido todo, y al poco rato, en cuclillas sobre la cama, empezó a ver que la oscuridad ya no carecía de remiendos evidentes. Aquella habitación, y aun el edificio entero, eran inexpugnables para sus perseguidores. Lo supo, justo sobre esa cama.

Ciertamente no podía adivinar los orígenes de ningún escándalo, tampoco cuál fue aquella prédica que en definitiva consiguió medios tan propicios. La incertidumbre atropelló todas las conjeturas que eran capaces de formarse allí. Lo más seguro era que los carros siguieran intactos afuera, que las fachadas de los edificios se deterioraran al mismo ritmo de siempre, porque después de despertar no se escuchaba ninguna emergencia sobrevenida, ni alarma alguna congregaba o disgregaba a los noctámbulos. Los ruidos del hotel eran secretos y tan naturales después de todo. Estaba a salvo, sí, pero aún faltaba para amanecer.

Se contentó con saber que cuando se despierta así ya los nervios han liberado todas las fuerzas contenidas. Se volvió a acostar. No le costó dormirse. Al igual que la primera vez le bastó esa superficie para llegar a lo insondable. Así que durmió a sabiendas de que iba despertar en algún momento, de que volvería al mundo para burlarlo más adelante, cuando tuviera que salir por donde entró. Tras dormir lo suficiente, despertó sin que se esforzara para ello y sin que al parecer ninguna matadura abreviara lo que le hubiera alargado la noche. Sin abrir los ojos aún, desperezándose en la oscuridad, sintió que su cuerpo se había regenerado. Era como si no hubiera tenido que huir de nadie.

Abrió los ojos y aún era de noche. No tenía un reloj a la mano, tampoco lo había tenido en meses. No importaba ver al través de la ventana, pues la luna seguía inconmovible y la firmeza del cielo no parecía haber variado mucho. Pero, cómo era posible, si el sueño había sido tan reparador, además había soñado tantas cosas que abarrotarían vigilias inauditas de inauditos soñadores. Quiso numerar un sinfín de sueños, pero de pronto no se le venían más que jirones incoherentes. De pronto sólo un sueño. Soñó que la cama era blanda y que los almohadones los abultaba plumas de ganso. Descubrió, allí mismo, que la cama era poco más que un catre y que la única almohada no era tan sustanciosa.

Primero con estupor, después con la sospecha de que algo bastante raro estaba sucediendo, fue al borde de la cama, porque era preferible apearse de ella y abrir la puerta o al menos asomarse por la ventana. Ocurrió, sin embargo, que por más que se acercaba al borde no había modo de hacer pasar el cuerpo hasta el vacío. No era que la cama se hiciese más grande; apenas con extender sus extremidades cubría una diagonal según en cada ocasión sostuviera ese propósito, pero indeclinablemente esos bordes coincidían, punto por punto, con sus propios bordes. Tuvo miedo. Más miedo que el que tuvo cuando le perseguían. Desde allí alcanzaba a ver dónde podían estar las llaves, en el rincón opuesto de la habitación. Veía también los otros muebles como islas imposibles; ya los ojos se habían habituado a las repeticiones de esa misma oscuridad. Se le figuró con horror que esta costumbre pudiera ser más que premonitoria.


De ese modo no había como salir de la cama, ni porque fuera dura ni porque se le hubiera soñado con plumas de ganso. Era como si se pretendiese adentrar al mundo hasta conseguirse todo lo que quedara afuera; lo cual reuniría una cicatriz tal vez confiable si la concentración de todos los vigores y todas las sustancias redujeran los plazos a un ombligo incognoscible.
Por fortuna, se acordó de aquel estropicio. Otra vez la memoria. Aquello que no conociera nunca le hubiera sacado de la cama y seguramente le hará saltar de la cama, al día siguiente, para salir de ahí, aun cuando tenga que refugiarse dentro de esas paredes otra vez. Si no podía dormir, porque no tenía sueño, entonces esperaría a que amaneciera. Así que abrió los ojos, reguló la respiración, pero no se escuchaba nada; ni siquiera sus propios ruidos. Se le figuró que la sordera era peor que la costumbre de sus ojos. No quiso desesperarse. Se contuvo y esperó a que al fin amaneciera.























PERFUME


Por fin había conseguido la talla que buscaba. Ya le dolían los pies de ir de tienda en tienda, y aquella sola posibilidad, extendida con alfileres en un corcho del aparador, le aliviaba mucho, como quien después del piélago vislumbra una cresta en el horizonte. No era difícil imaginarse que si dentro de la tienda no tenían esa talla, al menos quedaría los ejemplares del aparador, y de ser necesario rogaría para que le indemnizaran cualquier falta. Era lo que de fijo había buscado toda la mañana. Si había algún detalle, porque sucede que las prendas en exhibición esconden para sí lo que tampoco exhiben de las demás, lo admitiría de cualquier manera, aun cuando el detalle fuera un escote en cierto lugar cerrado. Ya se imaginaba que un agujero así pudiera encaminarse en el mismo tratamiento del uniforme.

Al pasar para adentro, lo cual hizo como si lo hubiera hecho antes, de inmediato una dependienta, que justo entonces se desocupaba, le atendió con la solicitud previsible de todas las demás tiendas.

Buenos días. ¿Qué desea, señor? —le decía, mientras lo convidaba al centro de la estancia. —Pase, por favor. Dígame —agregó, sin aflojar en los modales.

Buenos días, señorita. Estaba buscando un uniforme, como el de la vitrina. ¿Tienen esa talla?

¿Esa talla exactamente?

¿No me vaya decir que ya se acabó, señorita? Lo he escuchado en tantos lugares esta mañana, que se me figura que esto no termina nunca.

No se preocupe —dijo la muchacha, sonriendo—. Todavía tenemos todas las tallas.

A él no le importaba las cifras ni las fracciones decimales, tampoco en las ocasiones previas hubiera pretextado un regateo, pero ya sabía que el hallazgo no estaba en oferta, y que inclusive era bastante probable que fueran unos mercaderes careros, cuya mercadería era preferible a estas horas y a razón de estas horas. Allí, por primera vez en el periplo, pudo concebir esa urgencia ajena, que ni así le bastaba para disimular la suya.

Sucede que casi todo el mundo deja las cosas para última hora. Como mañana empiezan las clases, pues ya ve usted que las tiendas no se dan abasto. No sabe la cantidad de zapatos que hemos vendido hoy.

¿Todavía queda 36? Así, como estos.

Con este modelito, todavía quedan del 36 para arriba. De resto los modelos que quiera en cualquier número, aunque esos modelo no sean los preferidos de las niñas.

Bien. Quiero las piezas de la vitrina; esa talla, quiero decir. Medias altas y un par del 36, si me hace el favor.

Espere aquí. Siéntese. Debe estar cansado.

Se sentó en una butaca acolchonada en el centro de la tienda. El único lugar posible. El lugar era asediado con los mismos impulsos y requerimientos. La verdad él estaba muy cansado, casi dolorido se pudiera decir. Tenía más de 80 y una aventura igual podía acalambrar hasta su mano agarrotada.

Pasaban los minutos y la dependienta no aparecía. ¿Le habían olvidado como un escollo en medio de aquella movilidad que empezaba a infundirle pánico? Quiso levantarse en procura de quien le había atendido, o en procura de cualquier otra que se le viniera encima, pero no podía siquiera intentarlo sin temer de los espejos. Ahora había espejos. Ahora los notaba. ¿Qué otra cosa podría amenazarle con una duplicidad parecida? Pues ninguna otra lo iba hacer de tal manera. Sólo había que esperar, sin moverse de allí, porque en todo caso tendrían que atenderle. Pero, ¿qué pasaría si mientras estaba esperando se acababan las prendas que exigió desde el principio? Tenía que hacer algo, aunque para ello no moviera un dedo de su mano agarrotada.

¿Es todo, señor?

Se sobresaltó al escuchar la voz de la dependienta, que vino como detrás de un silencio al que ya se había acostumbrado. El temblor le estremecía aquella piel sin descorrer arrugas, pero de pronto se notaba que una sonrisa, y la vivacidad de sus ojos seniles, afloraban por todas partes.

Disculpe —dijo, incorporándose, al tiempo que la dependienta ponía el uniforme, junto con la caja de zapatos, sobre una butaca que recién se había desocupado.

Le sirve. Verá: tiene la camisa, la falda plisada, las medias altas y el par de zapatos que me dijo.

Sonrió de nuevo, esta vez como un niño que le hubiera costado toda una vida serlo así de inocente y cándido. He allí el conjunto, después de todo, tal como lo buscara en tantas calles. La dependienta al verlo tan contento del hallazgo se enterneció y no pudo evitar inmiscuirse.

Debe ser una nena muy aplicada, ¿verdad? —él la miraba sin poder asentir, sino con todo lo que era una afirmación implícita e irreprochable.

Seguro está muy orgulloso de ella —agregó la dependienta, sin conseguir un monosílabo que silbara del mismo modo que aquella respiración anodina.

Al ver que el viejo iba desdoblando y luego doblando escrupulosamente el uniforme, se preguntó, por qué a este abuelito le mandaban a buscar lo que la misma nieta ya podía comprarse por sí misma. No era que no lo pudiera comprar, al menos si viniese con su abuelo, lo más probable es que el uniforme iba empacarse para un regalo inesperado de parte de un abuelo querendón.

Una vez que la ruma fue acomodada, él se levantó sin siquiera advertir la proeza en ninguno de los espejos. La dependienta también con agilidad, y sin tener que extenderse en otras condescendencias más allá de sus obligaciones, tomó las cosas y las llevó a la caja donde él pagó.

Estaba contento. Sin embargo, ya tenía que ser a la mañana siguiente. Todavía le quedaba un día, y hoy no podría tenerse de rodillas ni siquiera sentado; ni que imaginar de dar un paso que no lo llevara a descansar un poco. Esa noche durmió sin interrupciones. La apnea, si ocurrió, tuvo que ir hasta el fondo y volver más fresca que un pez.

Se levantó. Se dio un baño. Pasó la hojilla con un temblor que amaestró por décadas. Se vistió como en un ritual. Desayunó una tontería que hubo preparado antes de ir a dormir. Volvió acicalar su calvicie de memoria, desdeñando el espejo. Tomó lo que comprara el día anterior, y, envolviéndole en un papel oloroso a pastelería, ató alrededor cintas de seda. Se le ocurrió, así como nada, telefonear antes de salir, pero le ganó las supersticiones. Había pasado más de cuarenta años con todas sus manías como diques y de repente quiso coger el teléfono tan temprano. Mejor era seguir como lo planeara. No iba despedirse de nadie, para qué, ¿acaso conciliaba un agüero? No iba a justificar su soledad de siempre bajo el rigor de nadie. Tenía más de ochenta, pero muchos de sus mayores murieron con una longevidad que incluso los sobrevivía a todos.

Era la primera vez que pensaba en la muerte, y por lo mismo sintió que vivir sin alterar su rutina podía matarlo de veras. Deshizo todas esas ideas, de seguro eran cosas de viejo y como ya estaba muy viejo le llegaron en un momento inoportuno. Tenía la muda entre sus manos. Tenía una ilusión venidera y desde siempre puntual. Salió, pues, sin mirar atrás, sin ir más de prisa, pero, al acercarse al dintel propiciatorio, quiso rodear la cuadra e invertir el sentido de su trayectoria.

Cuando nomás entró, y le reconocieron entre las penumbras de dentro, escuchó un alarido terrible que se negaba a cualquier explicación. No podía ver nada aún, porque iba a tientas, aún encandilado por el refulgente mediodía. Sabía, presentía, que era algo grave. Escuchó el portazo y el fulgor del traspatio atemperó su visión vanamente, porque sólo personas extrañas se cruzaban de un lado a otro, con risitas que no disimulaban ninguna codicia.

Fue hasta el fondo, ya temiendo que un luto inexplicable le abrumara toda clarividencia.

No quiere ni verte. No preguntes por qué. Ya sabes cómo somos las mujeres.

Quiso atribuirle una justificación a esta justificación, pero en todos los años de vida no se hubiera imaginado que una mujer se escondiera así.

¿Le pasó algo? —preguntó con cierta inocencia.

Quién sabe, pero a ti, señor abuelo, no te quiere ver ni en pintura. Ayer se mandó una borrachera que sólo vomitaba tu nombre, señor abuelo.

Él sudaba y el paquete que traía consigo absorbía buena parte de aquella destilación.

Mejor es que se vaya, señor abuelo. No vaya a inquietar a los demás clientes. Ya sabe que a esta casa la rige la decencia, ningún escándalo nos ha obligado a cerrar.

Dame la llave. Tengo que hablar con ella.

No porque esté muy entrado en años, puede salirse con la tuya.

Merezco una explicación. Ella no puede cerrar la puerta así.

Lo que merece es que otra le hale las orejas, ésta le reventará todo si se lo consigue. Imagínese usted muertico aquí. El colmo es que vinieran a sacarle sus hijos por putero.

Recordó que temprano había pensado en la muerte y que este episodio inaudito corroboraba que la memoria tiene sus alcances después de todo. Aquello que la indisponía, desconocido aún, no iba admitir consuelos de los que tampoco él pudiera esperanzarse mucho. Entonces, ¿tenía que abandonar el burdel para siempre? ¿Ir a casa, llamar a sus deudos, y morir entre quienes se repartirían nada?

Vamos para dentro viejito, te voy a poner unos añitos encima que te van a sentar de maravilla —le abordó una de las putas que se sentaban como le daba la gana, estorbando a propósito el paso de los puteros que salían.

¿Qué dice, señor abuelo? Bueno ahí lo dejo para que se decida. También está aquella flaca que dizque chupa como una condenada. Pero si va estarse parado allí, como un bobo, mejor váyase. Mire que le recordaremos mejor así —agregó la mujer, como de la misma edad que la del portazo. Después de la amenaza, cruzó el traspatio y se adentró en la siguiente penumbra.

El viejo retrocedió un poco, miró la muchacha de arriba abajo (tendría como unos 22), y le preguntó, apretujando el uniforme contra su pecho:

¿Cuándo te viene la regla, muchacha?

A él le pareció que la respuesta sería inequívoca, impostergable. Temió haber preguntado como si la ansiedad juvenil por aplacar su apetito le apremiara a decidirse de prisa, a sus ochenta y pico años, como si no tuviera opción. Pero no era eso. En el fondo sabía que el discurrir de las horas lo iban a comprometer como antes. Volver de nuevo, en el día señalado, reescribir un círculo cuando las demás lunas ya eran redondas y acaso para cada ocasión lidiar con el despecho de una mujer que se encerró con llave y que al salir juraría quién sabe qué clase de venganzas. En fin, tales sustos y secretos ya empezaban a reanimarlo. Se sentía, incluso antes de que se le respondiera, más vivo de lo que alguna vez estuvo, y eso que en la mañana una veta sombría le había perturbado mucho.

Ese día amaneció todo muy raro. Por una parte, tenía que esperar a que el viejo apareciera para mostrarle su regla, tal como convinieron aquel día, y después estaba la misma dilación de ese acto, del que no podía, hasta que no se diera, imaginar sus términos. Sabía que habría más dinero del que ordinariamente se exige. Por cierto, no tenía necesidad de hacer gran cosa; sólo vestirse de colegiala y dejar que la sangre le escurriera por las piernas. ¿Por qué a un hombre se le ocurriría algo que por regla general han evitado los demás clientes? Siempre que se tiene la regla ocurre la excepción en el trato, aunque nunca faltan aquéllas que levantan diques engañosos o se dan a otras ofertas inquietantes. Una vez quiso engañar a un borracho, pero cuando éste descubrió la sangre montó en cólera y casi la mata a trompadas. Vociferó que se la iban a envenenar y otros atrabiliarios juramentos le atragantaban mientras le daban de palos los chulos del burdel.

Este viejo no podría levantarle la mano, antes ella le arrasaría con apenas un empujón. Por otro lado, lo que pedía no era nada del otro mundo. Todas las mujeres han tenido la regla y esta certidumbre tiene su misterio. ¿Por qué no iba ser la invocación sagrada de uno que otro hombre? De seguro fue el primer calendario del que se tuviese una esperanza rigurosa. Cuántas cosechas o qué otros plazos de la vida terrenal no se les hubiesen computado en la extensión de un horóscopo así. Lunas de sangre y vida que también repartieron todas las demás cosas en el cielo. ¿Qué principios en el tiempo no llevan desde entonces esas señas de origen, como las certidumbres del mismo parto?

Si pasaban 15 minutos más, se iba dar un paseo. Aun cuando la misma curiosidad adelantaba el pago, no iba pasarse el día sin más menesteres que el de vegetar como un repollo, así de simple, acaso porque la regla fue ignorada u olvidada. Aunque quién sabe si el viejo, figurándose la ocasión y la compañía, le dio un infarto y quedó como cuando vino y se detuvo al margen del encierro aquél. Si se murió, quedó de herencia el uniforme de colegiala. Esos trapos se los podía llevar a la costurera, tal vez alguna conjunto bonito podría sacarse de ahí. Se veía que todo era caro. Vender el uniforme entero algo le dejaría. No costaría mucho venderlo, porque ya las clases empezaban. Así iba sacando cuentas, punto por punto, cuando el viejo se apareció como una sombra.

El infarto ocurrió entonces, mientras la primera gota resbalaba por una pierna lampiña y firme. El viejo iba muriéndose, y con cada estertor pretendía más bien las emanaciones de aquella esencia destilada. El viejo se moría, y aun así iba olfateando los efluvios hasta que dejó de respirar por completo. No hizo ruido al caer, era tan insustancial como una pluma, pero debió haberle pesado esa muerte, como una especie de lastre que se llevaba al fondo todas sus carencias, aquellas que también lo abandonaban.

Sobrevino la alarma desde la misma silenciosa menstruación. Apareció la puta viuda, más llorosa que nunca, ahondándose en el caudal que de ella salía. Desde luego que los policías y otros perspicaces terminaron por exagerar las corazonadas del viejo. Vinieron los hijos del finado a reclamar, también nietos, incluso bisnietos que se preguntaban a qué hora abrían y si los domingos trabajaban. Todos profirieron preguntas y exigieron otros interrogatorios comprensibles. Tal superpoblación de extraños inflaba un escándalo tras otro. Se ahorcó la puta que desde aquel día de encierro pendía de sus lágrimas. Vinieron sobornos descubiertos, hasta que el burdel fue clausurado para siempre. La muchacha pudo escaparse antes de que cualquier exilio le sujetara de hilos invisibles. Tuvo descendientes. Se hizo mayor.

Tantos detalles le ocuparon desde entonces, que ella nunca se preguntó, regla por regla, excepción por excepción, cuál podía ser el afán de morir así, mientras aquellos olores esenciales iba extinguiéndose en la percepción del mundo. Tampoco se le reveló la historia de aquellos viejos conocidos, quienes en aquella tarde, cuando ella misma se ofreció de cerca, se separaron bruscamente. El encierro de aquella puta vieja debió confinarle en un ángulo horroroso, pero tan incomprensible como se lo figurara el viejo.

Un día se levantó y supo que algo había dejado de pasar. No en el mundo, sino en su cuerpo. Como a los dos meses lo supo. No era otro embarazo que viniera agitar sus instintos de abuela. Era algo mucho más íntimo que llevaba muy adentro, y del que tanto había escuchado moralejas desde niña. Aquella vieja debió sentirlo cuando se negó a atender a su cliente de años. Debió darse cuenta al primer mes. Noticia arrasadora y súbita en el transcurso de su vida. Aquélla mujer, ya totalmente desarrollada en su propio útero, se había consagrado a ese hombre, acaso como un reloj imperturbable, mes a mes, cuidándose de que ni las enfermedades le estrangularan el ciclo. Su vida de reloj le dejó vacía, o, desde el primer encuentro, tuvo que haberle completado un vacío prodigioso. Sin hijos y sin otros olores reglamentarios. Sacrificada por completo a un anciano egoísta, que nunca pudo ver más allá de su nariz.











PESCADOS A MEDIODÍA


Ya he caminado mucho. No sé si por seguir animales huidizos pueda volver con uno de ellos. Mejor pararse y desandar lo andado, que conseguir una espesura o un despeñadero. Quién sabe qué monstruos aguardan después de perder para siempre la cueva. Aun cubiertos del cielo, las intemperies de los sueños nos azoran hasta hacernos despertar entre veraces mataduras. Qué será arraigarse en extravíos que no nos aquietan sino en la muerte. Cómo vas a ceder ante la debilidad de aquello que persigues. No hay que desmayar, por eso has venido solo, para no tener que convenir excusas cómplices. Nunca he ido tan lejos ni tan solo, así que los dioses deben ser favorables con la criatura que sabe dominar a sus criaturas. Ahora sí estoy solo. Eso quise. Estar solo, porque de otra manera es imposible volver invicto. Ahora estoy solo. Nadie me acompaña. Nadie más que vea el animal que se hace invisible a ratos. Todavía no he visto nada, es verdad, pero sé que voy sobre los indicios de una buena pieza. Esta soledad lo advierte. El mismo silencio no calla en vano. Se cansará, lo sé. Escucharé sus resoplidos y entonces en la carne trémula y vencida voy a clavar la lanza. Hay que seguir; no me perderé, porque la puntería también en su momento justo me indicará el regreso. Comeré y volveré con la comida. Yo solo, como dije que lo iba hacer. Mi mujer espera un acierto que sólo el hambre y la mujer conciben. Ella contará la arena sobre la arena, grano a grano, porque la arena se ha congregado desde siempre, no importa cuántas veces la traguemos para aplacar el gusto. Sigue; no desmayes. Es temprano. Salí en la madrugada, mientras todos dormían. Hace tanto de eso, que pareciera que fuera otro día. Son las sucesivas noches en vela. Mira, el sol todavía no se encarama en su árbol. Un murmullo. Un murmullo. ¿Agua que corre sin detenerse en sus espuma? Sí, es agua que corre, hijo. Su curso sigue la corriente; así le ves, así le oyes. Cuántos sorbos podrían secarlo antes de ahogar su recorrido. Atrás, anciano, porque el pedernal es más duro que el pellejo. Calma, hijo, recuerda que entre blandas manos le afilaste. Así como el agua anega lo que perfora todo puede caber en nada; y en ese afán nunca se sabe qué tan hondo se alcanzará el otro lado. No te armes contra éste viejo, que ningún daño puede hacerte hoy. Eres la primera persona que he visto en años y quisiera no reñir contigo. ¿Quién te enseñó a hablar como nosotros? No te he visto en la comarca y, sin embargo, las palabras son las mismas. Ya ni sé cómo llegué aquí. No recuerdo ninguna comarca, ni ajena ni propia. Sólo puedo hablar de lo que sé. Por ejemplo, el agua, un poco más abajo, tiene peces. Qué son peces. Ya ves; no son las mismas palabras, después de todo. Yo les he visto por años, pueden andar en el agua, sin salir del agua. Son criaturas inventadas, ¿verdad? tal vez como la misma palabra peces. Me he alimentado de ellos, se pueden comer como se come lo que se caza sobre los pastizales. Cuando era fuerte y con ese vigor corría detrás de lo que se moviera, no pude conseguir mucho, no pude conseguir nada. Un animal puede cobrar la forma de una piedra que se ha visto muchas veces al repetir un giro. O el viento ulula, ruge, gorjea, bala, muge, pía, grita como si fuera lo que no es, mientras lo que puede ser hace sonar las hojas a su paso. Así pasaron muchos días, pero al menos estaban ellos, los peces, por eso no me aparto del agua. Son las criaturas más resbalosas que te puedes imaginar, hijo, no hay modo de encariñarse con ellos. Concilias tantos disparates sólo porque estás cansado. Algo de razón hay en lo que dices, hijo; pues ni siquiera sé cuánto tuve que caminar para encontrar a alguien como tú. Sólo sé que apenas puedo dar un paso. Es así que desvarías, como cuando un niño lo mata una fiebre sin salir del sueño. Que recuerde, nunca había visto a alguien tan viejo como tú. Y yo nunca había visto a alguien que pudiera verme de este modo. ¿Dices que los peces viven allá abajo y que se pueden comer? Apenas más abajo, adonde el agua se recoge para renovar su impulso. Acompáñame, entonces, puesto que así insistes. Cuánto quisiera hacerlo, pero ya no puedo moverme. Te llevaré cargado. No me podrás. Tienes hambre, en cambio yo ya he comido mucho desde que estoy aquí. Déjame y sigue la corriente como viniste, porque de seguro ni en sueños alguien sigue tus aventuras, ¿verdad? Ahora el consejo de un anciano puede fortalecer mi soledad. Entonces toma por consejo dejarme solo. Y si es un animal el viejo, y si se hizo pasar por un viejo para salvarse después de tenerlo enfrente. No sería la primera vez que un animal se convierta en una cosa inanimada que le dé un respiro. Qué más da. Ya nada valdría matarle, pues la carne de un animal convertido así, poco puede dar, acaso sólo para entretener el apetito tejiendo tiras de cueros. Entonces, ¿vas a creer en peces? El hambre puede creer hasta en las promesas de un moribundo que no puede engullirse. Llevaré peces a la comarca. Vaciaré el agua como he vaciado la sed en cada gota del rocío. Tenía razón el viejo. Cuánta agua reunida. Son peces, tal como lo dijera, y si se comen volveré con todos. Pero qué difícil es atinar en ellos. Concéntrate. Ahí. ¿Qué veo? No la criatura clavada al pedernal. Encima de ella… sobre el agua. ¿El viejo está en el agua? ¿Sobre el agua? ¿Muerto? Mueve los labios. No. No es un viejo. Se parece al viejo, pero no está viejo. No importa que mi apetito pueda escoger varios turbulentos peces, el agua en su paz vuelve a concretar esta figura delante de mí. El sol ya se subió a su árbol. Ahí está el cielo, con la misma profundidad en la flor del agua. Aguarda un poco. El sol deslumbra, pero no quema. Mi mano se mueve en su mano. No lo puedo tocar, ni porque apenas toque el agua. No es como ver la gota de las raíces que se beben gota a gota. Soy el viejo. Estoy ahí, tan joven, tan solo. Nadie me puede responder con mis propios labios. Y si me hago viejo de verdad, comiendo peces, mientras mi mujer me espera en vano y mis hijos mueren de hambre. No. No. No. Volveré. Tendré que conseguir el camino así lo abra en la misma tierra. Comeré los peces necesarios y me daré prisa, sin mirar atrás. La puntería va salvarme. Mataré las piedras para convertirlas en algo. No faltará qué comer en la comarca. Soy joven, y la juventud es lo único que puede preservarme para siempre. Juro, delante de lo que de mí veo, que ya ningún espejo me estorbara en el camino. Seré el que lleve la ventaja.


ANTORCHAS


De repente un fulgor. Ahí están todas las siluetas en sus movimientos instantáneos, hasta el mismo mundo que con dificultad las antorchas revelan en cada recoveco. Duró poco. Ninguna pausa hubiera relampagueado allí. ¿Adónde? Ahora lo sé. Todavía estoy dormida. Ya ni siquiera las antorchas pueden atemorizarme como antes. El miedo es otro. El miedo es absoluto. No tiene profundidad ni superficie; no se demora, sino en el cuerpo que sólo afuera puede trascender mis exhalaciones. Moriré sin salir, porque cuál estrella podría rescatarme desde su remoto centro. Moriré sin salir, porque aquí no hay un piso del cual tomar ventaja. Moriré sin salir, porque los verdugos no podrán entrar para matarme. Estoy sola. Y por primera vez en mi soledad, estoy como no hubiera querido estar nunca.

Para despertar tendría que ir imaginando los recuerdos de toda mi vida, y aun las demás esencias sin las cuales esa memoria carecería de sustento alguno. Imaginar lo que no conozco. Tocar lo que no he tocado. Saborear lo que no he saboreado. Oír lo que no ha sido oído. Oler los humores que no han llegado a mi nariz. Ver lo que no he visto. Todo desde las más ajenas certidumbres de una eternidad que nos incumbe a cada quien. Llegar otra vez hasta las antorchas para que el alivio de esa complejidad pueda incorporarme de un salto.

Ya estoy muerta. No podría despertar cuando sería imposible reunir al mundo para un propósito así. Descubrirán mi cuerpo tumbado donde me tendí a dormir. Lo descubrirán, cuando ya sepan que no puedo agitar un solo pelo desde esta desnudez tan eclipsada. No desfallezcas en el interior de lo que se ha dormido. Aún puedes imaginar el mundo, cuyas escalas te servirían en tus intentos. Volver a tus ojos cerrados, abrirlos al fin. Empecemos a imaginar una vista hacia el crepúsculo, el horizonte encrespado y el cielo como si pendiera del mismo sol que declina. Lo veo. La fragancia me conmueve. Las espigas de los arrozales me punzan como si mis manos ya recobraran su facultad. Puedo oír los pájaros y el viento. La humedad otra vez en mi lengua combina sus burbujas. Imaginarme cuando a los tres años di cierto paseo y, en ese momento, pude vislumbrar lo que de seguro es apreciable desde el amanecer de otra época.

Pero apenas es el comienzo, aunque tenga que repetirlo para siempre. Un alcance como ése tendría variaciones no menos arduas que todo lo demás. Ir intercalando las imaginaciones y los recuerdos de tal modo que pueda avanzar sobre mis propias huellas, me llevaría hasta la misma muerte pero sin salir jamás. Sólo entonces podría acabarlo todo y aun así no despertar del todo. Seguro no ha amanecido. Afuera todo es tan diferente, y tan terrible. Mejor es sucumbir en este punto en el que al parecer ya me he rendido. No tendré que contar una pesadilla ni esta pesadilla tendrá bajo la luz de las antorchas sus medios equivalentes.

No hay modo de morir en virtud de estos aplazamientos. Sigamos con el principio, entonces. No. No. No. Son muchas caligrafías en la arena innumerable. Un grano tan solo. Eso es. Un grano nada más. Un punto que no es más que un punto. El único punto. El punto crece. Ya es un círculo. De este círculo se toman los demás fundamentos, y las relaciones entre cada impulso van a difundir profecías que han campeado todo el tiempo durante todos los tiempos. Es el único camino que no extravía lo andado. Ir por sus partes aisladas y no según las proporciones de esas partes. Así concebiré el mundo de nuevo, el que vería al despertar en esa misma serie infinita. Eso es. No es sólo un punto que crece. Son muchos puntos idénticos, insustanciales. Todo es como una cuerda, cada punto sigue a otro. Nada cabe a lo largo de la cuerda. Sin embargo, la cuerda se extiende más allá de sus extremos. Tal como se enrolle, se enrede o se devane hay en todo una consistencia verdadera. No me llevaría demasiado encaminarme a través de su cintura. Podré unir el mundo y así desunir mis ojos en algún momento de esta madrugada. Quiero levantarme sin importar que las antorchas por doquier sigan abriendo esta oscuridad hasta lo insondable. Quiero levantarme, porque al cabo ya sabría despertar como en otras madrugadas. Al fin lo sé.

Despierta; ya han pasado diez mil años. La pesadilla le completé por fin. Abre los ojos. Sólo es un sueño ahora. Sigues cautiva. Con la lengua cercenada. Sólo dormías hasta el punto de despertar. Nadie se levanta aún. Es verdad. Estás despierta. Estás viva, mujer. Dentro de una montaña piramidal, sin más amaneceres ni más crepúsculos, y entre las tinieblas de lo que puede verse con esas antorchas. Dormimos cuando nos vence el sueño. Aquí, donde se nos echa en presumibles noches. ¿Acaso otras noches en el tálamo del emperador no trajeron consigo madrugadas similares, cuando todavía era posible ver la primavera?

No sé qué tanto se esfuerzan las otras para despertarse en una oscuridad con espesores y pliegues sensitivos. De nuevo las antorchas que provienen del trono, mutilación sombría de la luz que no volveremos a ver. Aparecen los eunucos, como si les faltara todo lo demás. Su obligación es contar las concubinas y descubrir a tientas quienes son propicias para el tirano.

Si he despertado es para morir despierta. Si he aparecido en mi cuerpo es porque el hallazgo alcanza a revelarme una íntima salida que otros en su tumulto dejarán trillada. Todo dentro de esta montaña piramidal. Esta ocasión no me la corromperá la vigilia ni he de acobardarme de otros sueños venideros. Cuando me descubran entre las otras mujeres seré arrastrada hasta el fondo del azogue. ¿Cuántos se irán conmigo si mi mudez reclama su mayorazgo en este reino?

Ayer, digo ayer para referir cierta refulgencia del sol que bajo el cielo dejamos, le escuché quejarse a un eunuco. No sabía que los eunucos tuvieran otras palabras que no fuesen las de sus gritos. Más bien el silencio en ellos es una virtud de la que no quieren hablar demasiado. Aquí viene uno, con esta encomienda que lo hace volver como la luna de cada una de nosotras. Entre las demás he disimulado mi parte convenida, mes a mes. Mi sangre se estanca en mis venas y cuando el horóscopo inspiren otras predilecciones al sangriento, entonces el dique romperá como un parto. Iré al fondo del azogue, ya lo sé, y tal vez conmigo venga lo que en cada efluvio se desahoga.

Ya estoy decidida a que me descubran entre las otras mujeres. No disimularé más temblores entre temblores. Anoche; es decir, cuando dormía, tuve un sueño. No había soñado más nada después de aquella pesadilla. Ah, más me hubiera valido perecer en ella. Soñé exactamente lo que pasó, cuando se nos trajo detrás de un muerto. Repetir las cosas en un orden repetido tiene en sí una verdad que no excluye engaños. Han pasado varios meses desde entonces, de este término todos estamos seguros. Sentimos que el aire de las grietas nos asiste como si también fuéramos ávida antorchas. Seis meses han pasado. Han pasado como el fuego pasa de antorcha en antorcha. Se dice que el primogénito está por nacer. Que la concubina encinta no saldrá del trono hasta que lo haga con el niño. Yo creo que la concubina ha muerto antes de concebir un engendro como el padre. No sale del trono, acaso duerme con el tirano, que trata de fecundarla vanamente. Nada se dice, porque todos cuantos quedan ya no se consuelan con morir y ser devorados, sino que el consuelo de que un advenedizo atempere un carácter iracundo es suficiente para todos. ¿No pueden imaginarse que moriremos todos y que otra criatura nos menguará sin que ésta pueda crecer mucho?


Moriremos sin remedio, lentamente, como si sólo vivir se pudiera en esta tumba.

Callad, mujeres, que cualquier pena os hace llorar, como llora el soldado después de perder sus lágrimas.

Ah, yo, que privado fui de mis viriles partes, por qué me trajeron a un mundo estéril.

Y yo que con mis manos abrí tan hondo esta tierra, ¿Acaso no merecía morir del otro lado?

Llevé la espada, que de mayor iba ser mi bastón, por eso en la guerra ningún tropiezo impidió mis avances; por eso maté mientras no moría.

Toma, entonces, y no reclames más ventajas.

Ah.

¿Tengo un ejército a mi mando?

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Somos las espadas que repartirán y prohibirán los dones. ¿Veis cuánta holgura y cuantas primicias hay para un ayuno eterno? Pues ahora todos los esclavos deben atender el dictamen de la espada. No toleraré más lutos. Tampoco toleraré a desobedientes. Será en adelante esta tumba mi imperio. Tomaré el oro que precise, arrancándolo de estos despojos. Comeré a quienes el tiempo y las circunstancias hayan condimentado para un festín. Abrevaré, al igual que el caballo que no tengo, en estos manantiales milagrosos. Si una enfermedad me ha de minar como a sus ahogados, resucitaré por encima de cualquier difunto. Las concubinas serán mías con cada capricho que mis apetencias imponga, y tendré, además, una descendencia supernumeraria hasta el fin de los tiempos. No hay otro emperador que el que vive para serlo en el centro de la tierra. No habrá más constelaciones que las que mis antorchas combinen, y vosotros, y aun aquél finado que reside en su lujo efímero, estarán bajo mi ley.


Ya escasea el agua, no beberé más lo que ya no aplacará mi sed. No comeré la ración obligada. Saldré como todas las mujeres. Sólo este grupo ha podido conservar el esplendor de los demás. Ya no quedan constructores suculentos y sólo los más leales guardias liban con el tirano. Me verán bajo las antorchas. Me notarán entre las demás. La perla del palacio. La mujer más hermosa de cuantas viven hoy dentro y fuera de la tierra.

Aquí viene el tirano, porque su yerma concubina no pudo disuadirlo con más ardides. Otra vez en una fila. Ahora sí. Aquí estoy, de verdad débil. Más débil que las demás, ahora aparentaré un vigor que promete poblar el reino.

Eres una belleza, primorosa sin duda, a la que tributaría todo el jade que mis esclavos pudieran obtener de esta tierra, por cierto ya excavada para la codicia de un pobre emperador. Mirad. Helo allí, cautivo entre los lagos de azogue, que por fin reúnen la abundancia del palacio. Todo dentro de la tierra, desde las mismas entrañas de la tierra, me pertenece.

Más te convendría que mi mutilación no te dé un apéndice.

¿Nada dices a mis requiebros?

No puede hablar, mi señor. Debe ser ella la favorita, sin duda.

Fue en otro tiempo la favorita del Emperador.

¿De qué emperador habláis, de aquél que está muerto? Y tú, ¿crees que al conservar el vínculo puedes escapar de mis amarres? ¿Nada dices? Sacadle la lengua, para que sus besos sean profundos.

Mi señor, escogedme a mí. Ella nunca os hablará ni porque le obliguéis con una amenaza ya cumplida. Sucede que perdió su lengua como quien pierde con ella el habla.

Ah, que no sea éste un presagio de mi ruina. Atrás no le toquéis aún. Algo quiere decirnos en la arena.

Mi Señor...

Dejadla.

Podré escribir al fin. Tomaré la vara que encontré entre profundas raíces. Vendrán las antorchas. Todas las antorchas del reino. Las que quedan. Alumbrarán lo que el tirano querrá saber sin duda. Pero sólo sabrán leer en la arena quienes en la corte saben leer. No el tirano, por cierto. Esto es lo que digo. La cuerda sobre la arena indefinida. La suerte que en esta escritura tiene su acabado fin. Entenderán que el silencio a veces no calla sus arengas, sino que las agranda para infundir ese aliento que igual se extinguirá. La revuelta durará poco y se apagarán las antorchas por fin. Ya poco importaría que lo que escriba no lo deshagan las huellas del motín.



2013-2014.


  1. im sapiens

  2. Psiquiatra

  3. Microbús

  4. Imagen y semejanza

  5. Molareja

  6. Correcciones

  7. I griega

  8. Solo

  9. Cómo estuvo el viaje…

  10. Novela

  11. Sentido pésame

  12. Cal

  13. Bienestar privado

  14. Pequeña historia de todos los días

  15. Les iguales

  16. Incesto prohibido

  17. Una de la tarde o tal vez ocho años de edad

  18. Drosophila Melanogaster

  19. DramatisPersonæ

  20. Bebé descomunal

  21. Sacrificio

  22. Línea 2

  23. Cuello de treinta años

  24. Cobarde

  25. Fuga

  26. Perfume

  27. Pescados a mediodía

  28. Antorchas

1 Nota para el editor: desde este punto el relato se transcribiría de revés, como en un espejo.









2 Superar el sexismo y la desigualdad de género es uno de los mayores desafíos culturales de la humanidad. No sólo con declaraciones de intenciones, sino con el ejemplo vivo se consigue el cauce natural de la corriente, pues la misma naturaleza siempre junta en mitades complementaria el derecho de existir, y aun los grados intermedios de conformar las especies.

Bien es verdad que ya se ha avanzado un trecho (no en todos los países no según las mismas medidas), pero hay ciertas cosas que poco cambiarían de preservarse el mismo modelo que ha campeado por milenios. Si alguna vez fuimos matriarcales y luego en virtud del garrote y la piedra cizañera se hicieron ejércitos y esclavos, habrá un porvenir en que las dos energías puedan complementarse en el derecho, como lo hacen en la procreación. No hay que acostumbrarse a los impulsos de la tradición cuando la urgencia cotidiana siempre reclamará nuestra parte en cada cambio.









3 Nota para el editor: este parlamento debe ir en un impresión de efecto doble.









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