9 EJEMPLOS

 

9 Ejemplos

(1999-2004)


CONTRICIÓN DE LA ÚLTIMA CRUZ

 

Ya gime iconoclasta ese cerrojo,
Do, soltando las llaves abrazadas
Con pena o dolor (cándidas e izadas),
Curtido colofón es de gorgojos.

 La veo azotada por tenderos rojos;
Miro, veo la ventana avergonzada
Del telón y su obra en tris ajada,
En lágrimas de lágrimas del ojo.

Cielo, te ciernes azul, nervios gruesos,
La calle te remeda en rejas vanas,
Y yo, azul, bajo mis velados huesos,

Siento sin tocar. ¿Sin tocar no sana?
Busco; no a sanas cicatrices rezo.
¿Pecosa o pecadora la ventana?

Prólogo

Catálogo




Vengo de un país del que nunca he salido, y en cuyo atlas se desdoblan los recodos de esta confesión. Pasajero entre tres vértices (que apenas conozco), recorrí sin dilaciones las intemperies extendidas: años tras años que aún se remedan inconstantemente, mientras sus días siguen disputándose un almanaque que el rigor de mis dudas aún garabatea. Coleccioné algunas páginas bilingües; leí muchas otras traducidas a mi idioma con la misma piedad que las encubría. Inciertas todas, las averigüé en mi defensa.

El desarraigo de tantas tareas escolares había de aguzar mis biseles, no para aprender a escribir, sino más bien para aprehender asuntos que tal vez intuyera de algún modo. Ya se diría que de mosaicos he discernido folios muy distintos. Esta certeza, a la que debo mi matrícula literaria, condecoró muchas veces mi impericia, pero también arrebató de mi pecho condecoraciones aun más indecorosas que aquéllas a las cuales pudiera atribuirle un fulgor pánico.

En tinta ahogué mis primeras letras mecanografiadas, y en el eclipse se hundieron lentamente tantas otras virtudes. Tras mi máscara ensayé y escribí nueve capítulos, durante el mismo plazo que me llevó suponerlos ya caducos o cuando menos terminados. Concesiones que quizá con la misma audacia procuran el favor de otras ocasiones.

He dicho que vengo de un país. Permitan no contradecir lo que de tal modo abrevia cualquier otra amplitud, porque enorgullecerme de extensiones accesorias sería, por decirlo así, santificar una órbita que me obstruye desde el centro. Me juzgo, si he de excederme entonces, un forastero de mi rutina, cuánto no lo sería para quien así lea mi inscripción.

Algunas veces me figuré cierto mito sobre una pareja. La mujer, a mitad de la boda, le doblaba la edad a su marido; y luego, en una cercana época infinita, un año después del divorcio inevitable, la diferencia los aproximaba a cierto umbral, de manera que la infidelidad de los difuntos era el nuevo sacramento revelado a diario. Un cronista temería muy poco a los demás y mucho al contemporáneo Heródoto. De ahí que se sospeche que las conjeturas siempre asignan un precio fijo. De ahí que el temor a la muerte proclame que la muerte gana, en un esfuerzo simultáneo, la tasa perdida. ¿Qué remordimiento, entonces, nos fuerza a confesar pretensiones literarias? ¿Qué misericordia nos movería al perdón, si desconocemos su desventaja póstuma? Mi contestación es contingente, pero quizá yo haya de coincidir en ella, pues tras mi única máscara escribí, ahora usurpo el antifaz de un furtivo prologuista, y a cubierto promuevo la excepción que también me ahoga entre sus sedas.

Por un lustro concebí lo que seguiría tartamudeando. Pese a todo tuve descansos ociosos, y con indulgencia reprendí divagaciones por doquier. Así prodigué en diálogos cuyas tensiones no diferencian mucho a los caracteres en disputa. A la mitad de infranqueables párrafos, puse a contender atletas resueltamente heroicos, y a lontananza esperé por quien me convenciera; pero pocas criaturas cobraban el aliento de las razones emprendidas.

Los propios rincones de la almena no hicieron sincronizar ningún suicidio, tal vez porque —sin desconocer ese neologismo que la escolástica suele derivar del crimen— nadie puede, por más que pueda según su empeño, anularse a sí mismo ni rebatir las objeciones inmanentes. El significado del suicidio es una metáfora a la que pormenorizar cuesta sólo un tributo policiaco: la complicidad del asesinado es la prerrogativa del verdadero asesino. Ergo, la aniquilación es la única utopía a ser probada por fuerza del acto, y ese acto escoge entre los amagos de un universo razonablemente ajeno.

Sin duda he pretendido una anticipación ordinaria con estos ademanes. Igual he usurpado la ventaja que ahora me demora, todo acaso por postergar el real exordio que exhuma restos en el Capítulo VIII (cualquier fracción del capítulo siguiente corrobora los arqueológicos esfuerzos). Este párrafo, que declina sin aspirar a otras distensiones, cede una declaración al menos: acaso mi predilección por una novela que carece de lo que la completaría en cualquiera de sus puntos.



2004

Capítulo I

Pretiles y sombras


Als Gregor Samsa eines Morgens aus unruhigen Träumen erwatchte, fand er sich in seinem Bett zu einem ungeheueren Ungeziefer verwandelt.

Franz Kafka


Yo era, apenas, el lingüista obeso que cronometraba la luz ceñida a las cinturas de los círculos elementales y a los espacios entre los balaustres. Mi indolencia, como la pócima de un turbio frasco, soliviantó mi pulso contra esas edades repetidas en la escala y el momento.

Al término de diez escalones, prismáticos regímenes usurpados de un mendrugo proscrito por las plagas, llegué a una de las esquinas del piso 22. Del pretil tomé mis zapatos. Calcé mis pies de antemano deshecho. Subí al pretil y erré los tacones en el borde acanalado. Bajo el ejemplo inmóvil de mis arrugas, examiné el vacío que se ahondaba en el mármol. Perplejo ante esa profundidad que mi vista contenía, cerré los párpados entre escalofríos, y el viento de pronto hundió la ceguera en mi cráneo. La piel dilataba el rubor que la encendía, como una interrogación jamás vendada en cicatriz impura. Pensamientos lampiños cayeron desde aquella incertidumbre a la cual atribuí el intransferible sacrificio olvidado. El logogrifo, puesto en donde los adminículos de mi memoria se desperezaban, sucumbió oblicuamente bajo la sal de los dones transitorios…

Estallé en risas que desencajaron mi voz, que revolvieron el desorden de unos silencios sucesivos, hasta consumir de ellos sus formas y disolverles en esencias infinitesimales. Aleteé por enumerar las volutas de mis amagos. Recordé (y aún sigue vigente mi ardid) cada uno de los extraños versos que tanto temí durante esos días febriles. Días, días, días, días de cuyos celajes sólo fulgores estalla en mi sueño. Pero nada, salvo la remembranza de aquel espejo (mácula de omisiones), podía ser la tersa mortaja en la cual mis arrugas admitieron uno de los sobornos fundamentales.


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Se encendió el televisor en su brusquedad electrónica:


Quienes insisten con estas fórmulas, citan diferentes documentos a través de los cuales se ha creído (y en ello sugieren una fe ciega, sin duda) justificar una una especie de misoginia. Según dicen se podría indagar cualquier acepción del arte o de la religión, a través de los siglos, a través de las civilizaciones, para corroborar precisamente esto. Incluso la poliandria es en rigor una forma reducida de algo que nunca perderá el influjo de un golpe de estado madrugador; porque fue con la piedra bruta que se hizo ley y es en la misma piedra que se sigue escribiendo con ventaja. Es como si cierta expiación, implícita en la fecundidad de la especie, agrupara los dioses del cielo y de la tierra; sean cuales fueren las generaciones para justificarlos.

Todo lo cual colecciona pocas abreviaturas al margen; las suficientes, sin embargo, para que usted rebatiera costumbres, precisamente al redescubrir la finalidad que ambos sexos comparten, de otro modo no hubiese descrito el ajuar que un andrógino desenterró antes de una coma. Dicho sea de paso, porque sus personajes comparecen con investiduras de absolución o condena, indistintamente de sus vestidos. ¿No es todo ello parte de su sastrería? —interrogó el entrevistador.

Por saber que tanto la hembra como el varón no podían prescindir del otro (al menos antes de un mundo in vitro), se me figuraba que ambas partes tomaron partido de sus ventajas mutuas, y que su desgracia o su felicidad estaban divididas a partes complementarias. Si se dice, por ejemplo, que el varón ha sido un violador innato, ha de decirse que para sostener esa potencia él no alcanza a invadir la mitad de la cual carece la mitad de su sustancia y así la perseverancia masculina tendría siempre un efecto a medias. Si se dice, por ejemplo, que la hembra ha sido una calculadora por natura, ha de decirse que no alcanza a estrechar una porción de la cual igual carece la mitad de lo que podría ser, de tal modo que el entendimiento femenino tiene un arco que sólo cierra en espiral. Así que si el sexismo venía a ser una de los primeros vicios de la civilización, ¿qué venía a ser un conjunto de tantas referencias, sino el primer logro literario del que mi obligación tuviera que enorgullecerse?

Ahora bien, usted dijo una vez que pocos han compadecido al varón, que vagabundea solitaria y dolorosamente a tientas en ese cruel laberinto de ídolos y de idolatras. Entonces, dígame…


Se apagó el televisor en su brusquedad electrónica.


Diciembre, 2000

Capítulo II

Luna de Maíz


Buscas en Roma a Roma. ¡Oh, peregrino!
Y en Roma misma a Roma no la hallas:
Cadáver son las que ostentó murallas,
Y tumba de sí proprio el Aventino.

Francisco Quevedo.


La criatura solía mortificar sus arrugas en el curso de un imprescriptible horario de temblores y marchas. Un sueño trémolo cercaba sus horas de reposo. Un sueño que reunía las abreviaturas reprobadas en el desvelo. Un sueño: aquel precedente de aves lunares, en cuyos plumajes tupidos se desmigajaban ciertas exploraciones antiguas, cuando ELLA, en el límite de epitafios sepultos, acudía a lo más verídico de un fósil que se hubiera descubierto ha poco. Entre el apresurado azar de la maleza, crecía la espesura, la arboleda cual medicinal sombra cultivada a la luz.

Estaba ganada a retomar aquella órbita en su amplitud, aunque la superstición de sus vecinos fuera tan asidua; aunque, en ocasiones, la distancia de la tierra a la luna fuera la medida de una empresa insustancial. Enumeró las palabras; una a una las ordenó como una guerra infalible. Telefoneó al capitán Stevenson. Dispuso, junto a él, con una ligereza efusiva, las provisiones, la nave y el plan de navegación. En el desparpajo de una merienda vespertina, los dos no pudieron menos que reconocer lo precario de aquel estribo, que además podía resultar desventajoso para cualquier reproche en el que se incurriera deliberadamente.

Stevenson sólo creía recordar el esplendor de aquellos viajes, antes de que los mismos excesos desencajaran a la criatura de su memoria sublunar. No obstante, al término de un mes en alianza, ambos coincidieron en el recortado piso 22. La luna desgranaba sus semillas de maíz. El capitán lucía su uniforme de astrónomo enlutado. Atusaba con impaciencia las patillas de su calvicie. Delante de él, en el rincón opuesto, los músculos de bronce picoteaban la carne contumaz. Todo crepitaba a la lumbre de deberes climatéricos. Atracaba el silencio en los póstumos espirales de un cigarrillo. El ventilador, colgado como un cojitranco murciélago, fue arremolinando moscas, hasta que se detuvieron las aspas detrás de los espirales. Los dos recordaron al conserje del condominio, cuyo rostro, brutalmente cicatrizado bajo la extravagancia de una sonrisa, era la primera forma de afuera que ambos convinieron. De súbito se encendió el televisor en su brusquedad electrónica; pero sólo el esplendor de una penumbra bronceó los pies que ella escondía bajo manos inquietas.

Stevenson, de pie, la observó minuciosamente. Con una mano trepó las sospechas asidas al vacío. La criatura, cercada por aquellos terribles escorzos, cedió como un puño disuelto en el borde del pretil. Stevenson maculó los mapas, de antemano descubiertos, al hincar el índice en el cálculo irreconciliable. Creyó reconocer, en sus apuntes, cada pronóstico cifrado por la incertidumbre. Ella, inconclusa aún, divagando en la taumaturgia de sus votos, miró la luna distante y lívida, al través del vidrio turbio.

Antes de que ella relacionara el cuchillo al mellado filo de las dudas, él la rodeó con un aplomo que igual lo hacía temblar por dentro, y el silencio, sin escape en palpitaciones de ninguna especie, se disolvió en el giro. Como un mecanismo en las urgencias de sus medidas, Stevenson endureció sus rasgos, se deshizo como el humo, en cólera. Elevó las manos, cerró los ojos como para censurar el sueño que durante las noches lo había devastado entre fiebres insensatas. Resoplando como si precipitados estertores le congestionaran de repente los bronquios, hundió el cuchillo en el cuello de plástico terso de la efigie. Aferrado a las puñaladas, indujo conjeturas que desbordarían el helado capullo del crimen. Ella cayó rendida, inmóvil, fría, cetrina, ensimismada en improvisadas sensaciones que le iban recorriendo como calambres. Allí, frente a la efigie que era de fijo su viva y mortal imagen. Cayó con un pulso quieto, consumado entrañablemente. La hoja fue trepada por la sangre hasta la empuñadura. La luna laceraba el halo que la hería. El vidrio turbio compendiaba despojos en el cenicero...

Ya el capitán Stevenson era un horario turbio que le azotaba la huida. Se repuso de sí, más o menos derrengado. Tras un portazo, marchó hacia la nave… olvidó su único cuchillo y su única píldora para no dormir.



Fue justo aquellos pensamientos…
De a poco los pétalos iban
En lívidos cuchillos…
Allí, sobre el pecho de aquel hombre de acróstico apellido,
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Heridas, bibliotecarias del secreto,
Aún corrigen a papiros de filósofos que de nada enfurecen…
Justo en la ira de un octubre
Antropomorfo,
La puerta se abrió,
Como un vacío sin bisagras en sus puertas;
Se abrió hacia la noche,
Hacia frutos heridos por estériles semillas…
Justo aquel silencio
—Envejecido silencio—
Dilapidó el sacrificio de un altar,
Al ras de vetas empolvadas…
Aún aquel hombre no era su asesino.
Apenas yacía asesinada la criatura,
Insepulta bajo las plumas del único cuchillo,
Y él sólo
Era la licencia refleja
Que maldecía heresiarcas espejos.


Diciembre, 2000

Capítulo III

Andamios y botellas


¡Que ese infame pierda en forma infame su vida miserable! ¡Pido para mí mismo, si llega a entrar en mi palacio con mi conocimiento, que sufra yo la maldición que a estos he lanzado!

Sófocles



Raras veces, cuando joven, los relojes en mis demoras me parecían tardos cuanto por ajenos; raras veces, seguros cuanto que sus agujas se aguzaban en la esgrima. Raras veces, en mi juventud más fogosa, mi cerebro se enorgulleció de un ejercicio incesante, cuyo testimonio combatiera mi sustancia por ser yo el centro mismo del ensayo. Raras veces, cuando la salud me glorificaba un buen perfil, me obstinaba en quebrantar mi edad para probar el vigor de mis argumentos. Pero de un tiempo acá, sin que mi tiempo fermentara por la fatiga, todo lo cual era escaso se tornó abundante. Todo aquello esporádico, que durante vigilias resultaba tenue a mis reticencias, ya no era sino intenso y asiduo.

Lo que desde entonces se iba apegando al carbón, solía arder como el espiral de mis pestañas. Despabilado ya, ungido tal vez, mi clarividencia fue consintiendo cuantos delirios nocturnos se dilapidaran sin consecuencias duraderas. Por así decir, la fiebre de mi mente era el horno de mi salvación: también consumía el pasto seco bajo las hirsutas madrugadas; nada rescatado de tal furor extendía sus ascuas a ejercicios ulteriores y manifiestos en mi lucidez, o, las más de las veces, aquellos resecos nervios a la deriva no eran siquiera una pavesa en unas de mis arrugas ordinarias.

Apenas flores, con las que en vano sobornaría a mi savia venenosa, despuntaron por encima del rocío. Lo inamovible en la corriente era la osamenta (ancla de una inundación) sobre la cual la plenitud de un orden calcaría la infamia hasta el cielo, sin que los ángulos de las piedras se dislocasen. Fieles muros alzados sobre mi sepulcral infancia. Fieles porque en definitiva no fui quien se detuvo en su procesión; no fui esa víctima irrefutable que yo había anticipado mientras moría. No lo fui, porque fui el otro, cuyo peso, sin embargo, habría de acatar al picudo tejado que reta relámpagos en puntas diamantinas.

Ah, mi muerte. Para entender sus urgencias no sólo debía convenir la inculta idea del suicidio y su deliberación, sino hallar el móvil para cuyo fin hubiera de conocerse los medios de cualquier extravío. Pasaron meses durante los cuales no hice más que documentar razones que no justificaban mis escrúpulos ni demostraban mi verdadero semblante. Busqué excusas hasta en los accidentes más ordinarios de mis pausas. Busqué excusa en mi enfermiza constitución, pero conseguí pocas que no fueran objetadas incluso por la hipocondría. Acaso unos ítems para cierto gozo apolillado. Sin embargo, fue lo endeble de mi salud lo que me dio el vigor para mudar de estratagema. No quedaba más que establecer un móvil artificial, deliberadamente predispuesto por mi porfía.

Ya cifraba cuarenta años cuando un sueño removió los sedimentos de muchos años. Entonces aquella idea del suicidio me infundió arreboles más que pesares. Al principio yo me sometí de modo disoluto a la naciente incertidumbre que heredé del sueño. Después de todo aquel amasijo, al despertar, me intimidaba con un albacea inconcluso, pariente de mis sobresaltos. Una noche temí morir durante el sueño, y así abreviar cierta intensidad en un recodo más bien fútil. Pero, una vez invicto, vagamente recordaba aquello que hubiera abortado mis semanas, de no ser por aquellas tenacidades que el cerebro se esmera en perfeccionar o coleccionar y que suelen resistirse a sucumbir en las desmesuras de un parto ilusorio. Desde entonces, después que me sobrepuse a ese horario nocturno, mis demás inquietudes fueron justificando una relación inseparable con mi muerte, o yo me sacrificaba en conciliar un vínculo anterior y absoluto.

Las dos mujeres con quienes convivía fueron aceptando aquella perseverancia, sin contrariar lo que tácitamente imponía sus propias leyes. Eran dos mujeres hermosas, jóvenes, de pómulos orgullosos en su firmeza. Sin embargo, ese follaje que se cruzaba entre simetrías, habría de diversificar el rigor de soles prolongados o el acento de sombras en jirones. Ambas parecían ofrecer los brotes de una sola primavera, acaso urdida por el timo de un agrimensor. Sin duda esto me hizo compararlas sin que la una supiese de la otra; y no por un temor vulgar, como no sería difícil suponer al tratarse de mujeres soberbias, sino porque tal excepción me confinaba a dos deleites separados, y con ello no dejaba de consolar imperdonables lutos. Aunque siempre me gustó compartir las costumbres de dos mujeres sobre el mismo lecho, nunca comprometí las dos mitades, ya divididas sin que hubiera un trato mutuo entre ellas, y así en ningún caso resolví juntarlas. Paralelamente mi afán iba siendo aprobado en ambos lechos, en un pacto en el que yo acaso era el más aventajado.

Con la anuencia de ellas, fui enderezando los rieles de mis esperanzas; fui condecorando a mi salud con síntomas ficticios, sobre el mortuorio lecho que abreviaría mi tumba. Pero nada de lo que aún no terminase por ceder prerrogativas, ya iba siendo resuelto por mis dos mujeres. Con el tiempo Natalia y Rebeca compartieron la debilidad de mis músculos y enriquecieron aquellos pequeños amagos que quizá prefiguraban a mi inscripción. Natalia, detrás de sus ojos castaños, veía los mismos escorzos que reverberaban en los ojos almendrados de Rebeca. Al parecer las dos auspiciaban mis trámites con el misma condescendencia.

Pero para anticipar fallas en un propósito, y conocer el íntimo ejercicio de sus series, hay que tener, más que un par de cómplices con quienes aventurarse, una definición ordinaria del resultado final. Para un suicidio se necesita que la víctima sea el destino cierto de su infalible saña, que el esfuerzo empeñado por ella sea superior a su resistencia y a su arrepentimiento consecuente. Luego, el mejor móvil artificial, que nunca antes se me hubo revelado verdaderamente, terminó dándose, por raro que pareciera, según esta premisa. De modo que el efecto era conocido en tanto justificaba las inflamadas encías, aun anteriores a mí y de incumbencia remota por no decir menos. Todo estaba más allá de la elocuencia de una pistola, de una enfermedad mortal o de una nota escrita en tinta china. El móvil artificial era aquél del que yo no tuviera el menor arrepentimiento; para lo que no era necesaria una fe ciega, sino un orgullo también ineluctable. ¿De qué podía enorgullecerme hasta prescribir con veracidad mi suicidio? ¿Qué vagas suposiciones serían tan vigorosas para tripular aquellos escombros que se columpiarían desde lo alto? Las respuestas residían en la similitud de mis amantes. En poco tiempo me persuadí de que Natalia y Rebeca se iban a jactar de ser el exclusivo testigo de mi acto, de registrar mi tenacidad acaso desde un único curul, que cada cual creía como propio. Aquella vana afectación, concebida en separada ignorancia, era el cetro sobre el cual me encumbraría con una sentencia irrebatible, y entre cuya decoración iba yacer sin arrepentimientos. He ahí, sin duda, mi móvil artificial.

No obstante, sin que mi certidumbre significara la abdicación de mi paciencia, yo era el menos entusiasmado de los tres. Ellas, en cambio, habían corrompido mis dudas y temores, aun desconociéndolos en parte, con tanta intransigencia. El asunto dejó de tener progresos y se retuvo en el desenfado de Natalia y Rebeca. Era esto, en sí mismo, una fase que me excluía o que me justificaba fuera de ella; o tal vez sólo una evidencia marginal que al principio me reproché como imperdonable. Muy pocas cosas en el curso de los hechos me perturbaron tanto como ésta, pero en todo se descubría la finalidad estéril de mi aversión, y así al poco tiempo lo entendí.

Por un momento concilié una terrible idea que antaño era poco menos que vaga —desde entonces tiznaba hasta los más simples ademanes de mis mujeres—: las dos iban a redimir las excepciones de su complicidad. Quizá aquel impúdico jeroglífico, que se revelaba bajo la sombra de mis miedos, no era más que la superstición a la que no puede declinar el dramaturgo. No obstante, esa costumbre fue impregnando mi ánimo en una desilusión más sutil que el perfume de otra época. Así no podía sino ceñirme más a la inmediatez de las mujeres, lo que no era un apéndice fortuito, pero tales atajos dibujaron, con indeciso acierto, un minucioso y aun frágil criterio de proximidad.

Eran la siete de la mañana de un lunes. Yo había despertado bruscamente y Rebeca ya no yacía a mi lado. Salí de la cama como del cómodo sillón de un dentista. Me di un baño sin advertir mi cuerpo. El primer tercio de la tragedia (digo tragedia por no ceñir aún la corona del juglar que usurpo, por no poder siquiera rentar el púlpito de otro juglar venido a menos) restaría detalles como suele hacer el pleito entre realidad y fantasía. Pero… ¿qué diferencias podemos consentir para atribuirle cualquier nombre distintivo a lo que postergamos con remedos? Pero… ¿qué realidad no es, en sucinta manifestación, la promesa fantástica que las dudas, deudoras de un ardid mortal, toleran, como no a menos se eleva esa promesa cuando soñamos?

Recuerdo que fui a casa de Natalia. Con esa licencia que el concubinato concede a los más persistentes, invadí la esfera que se había empolvado entre los vapores de algún desvelo. Perturbé la quieta agua de la jofaina, donde ella remojaba los pinceles limpios. Salpiqué las arrugas de mi rostro y lo enfrenté al espejo que también goteaba mi sudor irreflexivo. Me sequé con un paño casi del todo oculto entre sus sombras. Fui a la única habitación, cuya puerta estaba abierta. Ahí, entre la vastedad de la luz, vi el cuerpo de Natalia que colgaba atrozmente de una viga. Acaso conservaba la quietud de unas cuantas horas. Detrás de mis ojos, que se aguzaban de través, yo miraba los pliegues más ceñidos al cuello. Miraba sus pies descalzos, suspendidos pesadamente. Por una fracción dentro de la que cualquier obtuso reloj maniobraría, yo no pude mover más que la propia inmovilidad con la que aún no me atrevía a transigir.

Ya vuelto en las tonalidades de movimientos secretamente entrelazados, avancé hacia el cadáver. Debajo de los pies, una pila de libros había sido desencajada por un cordel: su tránsito perforó una argolla empotrada en la viga contigua, siguió hasta ahogar un extremo en la mano convulsa, para luego anudarse a la incertidumbre para siempre. Recuerdo que apenas rocé mis miradas en aquel rostro despejado. Vi las orejas entre esa cabellera que parecía un nido de bisturís. Busqué, en vano, una nota escrita como prólogo. Caminé a lontananza de aquella terrible sombra que se prolongaba como un dictamen. A zancadas, confuso, abandoné mi hallazgo, el primer tercio de una tragedia que desobedecía las leyes principales, o debo decir mis cláusulas tristemente urdidas en manuscritos anteriores. Durante el resto del día vagué por calles y aceras. Crucé anchas avenidas. Miré aparadores, avisos de neón rotos por borrachos. Desde aquel sueño, cuya víctima era yo, ninguna señal nocturna había sido traducida tan fielmente por mí. A las siete de la noche, me percaté del vano esfuerzo por instituir una moral colectiva; me percaté del riesgo inminente del que tal vez no escaparía la otra cómplice de mi otrora móvil artificial.

Marché a casa de Rebeca. Allí estaba, sonriente, plácida e impoluta como la había visto la noche anterior; no había nada marchito en su rostro que precediera a un desenlace brusco. Aquella contrariedad me turbó de inmediato. Salí de ahí como si quisiera agotar las arcadas de un cielo profundo, sin volverme. Marché al edificio. Entré en el vestíbulo y abordé el ascensor que esperaba deshabitado. Pulsé la tecla 22. Subí con el espejo que en su acenso me acechaba. Al abrirse las cuadernas, salí como si escapara de las fauces de otro sueño. Abrí la pesada puerta de roble. Prendí la lámpara y me tendí sobre el sofá, largo a largo, con un libro sobre mi pecho. Dado a cavilaciones estériles, fui hilando pausas e imágenes con cierta fecundidad inexacta. No bastaba aquella luz marchita en su alcance, ni aun aquel libro al rojo vivo de su eclipse, para que fuera de la memoria se amonedara un punto por lo menos.

De pronto había recordado que Natalia tenía la tenue huella carmesí de un ósculo, allí, bajo el enredo de unos rizos, en lo alto de su póstuma mejilla. Eso apenas sería un detalle de urbanidad, de no ser porque con ese timbre oblicuo los labios de Rebeca solían compendiar el desdén o la rabia. Semejante prueba no podía respaldarse sino por otra cuya herencia compartida dividiese los indicios de modo irrefutable. Recordé, entonces, entre vapores del olvido, que los volúmenes apilados bajo los pies de Natalia eran la mitad de las ficciones atesoradas por mí, títulos que ella reprobaba y que Rebeca celebraba. Esto parecía, de lejos, la única diferencia argumental entre ellas, pero era, sin lugar a duda, la certidumbre de que no había ninguna extravagante similitud como lo supuse en mi jactancia. Con tan irrefutable mitad, mi rabia se tornaba más insobornable.

Recordé, pese a mi torso monótono y hundido en el sofá, el peso de Natalia que colgaba como un escombro irresoluto. Ah, se aglutinó mi savia venenosa. Ah, se aglutinó mi vergüenza como palabras que apenas cabían en un libelo. Ah, se aglutinó la impronta dejada en la cera fresca de mi mente. Se aglutinaron mis garras como un aparejo fatal bajo cuyo filo ella, la profanadora, sucumbiría degollada por fuerza de mis circulaciones; pero temía ser acusado de un crimen cometido en el arrebato de mi odio, sin seguir más que las fórmulas que se manchan de sangre. Temía a esa ingeniosa (pero aún torpe) humanidad, que trata de emular la ventaja de un Dios inexistente; temía, en fin, a la justicia burocrática que reside en un palacio adusto.

Ya espasmos habían minado mi carne, habían aflojado mis garras, habían embotado la candidez de mi ignorancia; su ritmo se había convertido en flexible sueño. Dormí, dormí, dormí. No sé cuánto dormí: quizá seis horas, quizá menos; dormí el tiempo justo para despertar y para que mis garras aguzaran las uñas nuevamente. Desperté, desperté, desperté. Bruscamente desperté con la fatiga en los ojos y el corazón arisco en la estrechez del pecho. Jadeante debajo del libro rojo. Suponía que matarla no era una acrobacia filosófica; era, ante todo, reivindicar mi orgullo de bestia enceguecida. Pero, pese a la frialdad con la cual mi ardor prejuzgué, me sobrecogió la rabia que durante un sueño en blanco enguantó mis manos, y quise marchar con prontitud a interrumpir las otras palpitaciones homicidas, que tal vez ahora se regocijaban en la masturbación o el adulterio.

Busqué alrededor un instrumento preciso para ejecutar la venganza impostergable, mas mis prejuicios me conducían ciegamente a uno. Siempre preferí los cuchillos: tienen la dureza metálica de un secreto y el significado punzante de la palabra “silencio”. Tomé un cuchillo de hoja corta y angosta que había guardado en la biblioteca, y salí de casa con la prisa de un agrimensor. Ya el segundo Acto (al que no me queda menos que rotular cuanto de él me alude) iba suprimiendo anotaciones, como lo hizo el primero y como temo no habrá de hacerlo lo que queda.

Llegué a casa de la mujer, abrí la puerta bruscamente y entré sin más. Con la rabia al borde de mis dedos tiesos, irrumpí en la habitación en cuyas paredes se aferraban anaqueles vacíos y algunos mapas calcáreos. Acaricié el cuchillo afilado sobre la aspereza de un párpado. Lo empuñé como sí estrangulara a Natalia. Aún no había amanecido y los terribles fulgores ya emergían de las cosas ocultas en esos anaqueles. A mi paso, me topaba con cuadernos derribados sobre la alfombra. Prendí una lámpara, debajo de su desnutrido esfuerzo había una carta dirigida a mí; estaba inconclusa. Y cuando la luz hubo ocupado su espacio y su horario, indagué cada cosa erguida allí. Aquella imagen no parecía acreditar sus veras a pesar de mis gravámenes. Aquella imagen era la tautología que pendía de un punto común; de un nudo concéntrico, por así decirlo. Ah, mi muerte, tal como alguna vez hube temido, se había duplicado en ellas con extraordinaria fidelidad. Fue difícil corroborar un antiguo terror; y aún más descubrir la otra mitad de mis libros demolidos en una pirámide sin pies ni cabeza. Ficciones que hubieran fundado el estribo para ascender a su encumbrada muerte, de no ser por una sospechosa silla que precedía al mismo acto.

Fue amaneciendo. Gradualmente los muebles iban desvistiendo su luto inconforme, mientras mi ánimo persistía inmutable e investido como un mueble ciego. De súbito desperté de esa agotadora vigilia. El luto me abrigó con su ornato. Miré la cara de Rebeca ajustada a la soga. Allí, entre la violencia de palabras contenidas, descubrí que había una tenue marca en lo alto de la póstuma mejilla. Cuadriculados mis ojos con aquella profanación, vi que el cadáver se duplicaba en la pared, en un espejo enmarcado entre volutas de caoba. ¿Qué diferencias podemos consentir para atribuirle cualquier nombre distintivo a lo que postergamos con remedos? ¿Qué realidad no es, en sucinta manifestación, la promesa fantástica que las dudas, deudoras de un ardid mortal, toleran, como no a menos se eleva esa promesa cuando soñamos? ¿Qué sueño (qué nuevo y más verídico sueño) a ciegas guiará para siempre este cuestionario entre las desveladas noches mías? Vi mis rodillas detrás del cadáver, vi mi boca ceñida a mi rostro como el antifaz que aún amordaza las pavuras de mi saliva. Vi mis párpados despabilados, pero en medio de un descrito silencio. Vi mi boca de nuevo y sus arrugas, garabateando mi vejez, untadas de un enfático carmesí. Se cayó el cuchillo de mi mano, o me caí yo de la de la espectral distribución del espejo. La arquitectura que me rodeaba quedó cautiva en el espejo, y aún purga mi condena. Y yo, rodeado con los minuciosos barrotes de una libertad honoraria, recaigo para siempre, que siempre será desde entonces mi eternidad, como así haya de prolongarse mis desesperadas formas.


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POSDATA: Desde entonces la muerte para mí no ha transigido sin la ventaja de cómplices mortales. Desde entonces la muerte para mí yace en mis gemelas, infortunadas hijas de mi sacrificio. Los dos ombligos prolongan el catalejo de mi prójimo: que son mis sesenta volúmenes sepultados bajo la sombra de mi lápida.


Junio, 2003

Capítulo IV

Veletas


De cierto te bendeciré, y multiplicaré tu descendencia como las estrellas del cielo y como la arena que está a la orilla del mar; y tu descendencia poseerá las puertas de sus enemigos.

Génesis 22. 17.


Pocas certidumbres él hubiera reprobado. Pensaba que vagar por una ciudad desconocida era algo más que desconocer sus calles. Por lo demás, las sombras no prolongaban minúsculos frutos que antes él no hubiera visto colgar de árboles conocidos. Al cabo de un trecho, sin sombras bajo las cuales solazar los ojos encandilados por un mediodía húmedo, se detuvo a examinar el remate de mampostería, de cuyos preliminares arquitectónicos se erizaba una hilera hipodérmica contra el cielo chato. Lo fatigó el contraste, así que no dobló la escuadra que ya redoblaba la edad de su curiosa fatiga. Siguió bajando la pendiente: lo más del trecho sobre la acera. Aceptó resignadamente el recodo sucesivo. Redescubrió una torre residencial que sobresalía entre las otras. Descontando la azotea, tenía veinte seis pisos. Con sus dedos de forastero, domó la reja, a la que después iba trasquilándole la hiedra hirsuta. Subió los tres escalones que conducían a la entrada, de un solo zarpazo. Ya guarecido en el soportal, acudió al tablero del intercomunicador, y sus manos se adelantaron al proscenio. Pulsó la tecla 22A y acercó una mejilla a las ranuras.

Ajá, ¿quién habla?

Señora, usted no me conoces. Pero no vaya a colgar. No soy un predicador con una Biblia recién editada, tampoco un vendedor de artilugios. Sólo soy quien ha pulsado la tecla 22A. Esto, sin duda, concentra nuestro común privilegio, si bien es una alternativa teológica a lo ordinario.

¿Me conoce?

Tal vez la conozco tanto como usted a mí. Pero si me hubiera equivocado de botón no estuviera hablando con usted ahora; pues aquel ahora, ya sin posibilidades ni vestigios, no sólo no le incumbiría a usted, sino tampoco a mí. Por otro lado, señora, no tengo derecho a equivocarme o, dicho de una manera apenas distinta, ese derecho no existe; por lo cual usted, ciertamente, no es la errabunda extensión que demora derechos usurpados más allá de mis deberes.

Ahora que lo dice, me gustaría confesar tantas cosas a un desconocido. Siempre pensé que sería la forma de iniciar una nueva fe. Un credo en el que yo consintiera los oficios esenciales.

Digamos que me gusta más la palabra “confesión” que aquella que jamás confieso aun por fuerza de mis preferencias.

Etimología que ha de ser interesante remontar… Mire usted, cuando era una mocosa, mi madre, en un berrinche mayor al mío, reveló que yo había sido el único error que maculaba su vida errabunda. Ahora me complazco de que usted descubra una maternidad tan contraria como veraz… En fin, después de huir de la tutela materna, tuve tiempo para odiar a un padre que nunca conocí. Usted, por ejemplo, puede interpretar al Pantocrátor de cuya indolencia sólo heredé la rabia. Pero pierda cuidado, no por ser un desconocido a quien confesé un terrible secreto tiene usted la obligación de remedar a otro desconocido que del mismo modo desconozco.

Descuide.

Pasaron algunos meses; y mucho me costó acostumbrarme a mis nuevos vecinos. Me casé con un inmigrante que me doblaba la edad; tuve una hija en el primer año de matrimonio. Desde entonces han pasado casi dos décadas que sólo la rutina les ha redondeado en veinte almanaques con tachas y reveses… Aún estoy casada con él; es decir, con mi marido. Aún vivo con él o con sus síntomas finales; y es que está a punto de morir el pobre hombre… Pasa que a pesar de que Beatriz (mi hija) me despierta con sus sueños, casi sucumbo a la servidumbre de mis propias fantasías.

Las fantasías, señora, son realidades de ulteriores pensamientos. ¿Acaso en nuestras respuestas, rebosadas de preguntas, debemos a otro peldaño nuestra edad, tal que se envejece justo porque no se puede ser sino real para suprimir de nosotros lo que nuestras fantasías demandan?

Y qué hay de cuanto abarca esa pregunta.

Supongo que se refiere al proceso que no es el arriba ni el abajo de esta escalinata, ni los dos estados juntos, sino las conjeturas del ascenso (o descalabro): términos implícitos que sugieren un arriba y un abajo indemostrable; porque el caos es imprescindible en sus progresos; porque las demoras consuelan sin apariencias, directamente, tal que se ignoren o se confirmen hechos, tal que existan quienes en su sitio trascendente enumeren las estancias y los modos sin demostrarse a sí mismos la conveniencias de sus propias poses… Hay muchos ejemplos. Dividiré un párrafo en cinco; a saber:

A: no hay rellanos. B: el pábulo posterga los ayunos de cada testigo. C: ninguna duda excede a otra. D: lo que nuestra propia ignorancia justifica, nunca nos bastará en lo ajeno. E: lo que el negativo de lo que se olvida revela, descorre los límites de una memoria irreducible. (A, B, C, D, E); (E, B, C, A, D) y (D, E, C, B, A). Pues e aquí, para empezar, tres notaciones de las cuales pueden prescribirse ciertas escalas en la proporciones que se combinen. Siempre se podrá conocer lo que pueda examinarse, aunque precisamente ese conocimiento englobe una imposibilidad manifiesta”

Se escuchó un disparo que procedía de la habitación matrimonial. La mujer soltó el auricular. El hombre esperó, sin retroceder, que el silencio se interrumpiera por otro débil susurro. Al cabo de un rato:


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Mi esposo se disparó en el ombligo —dijo la mujer, luego de tomar el tubo entre arrepentimientos.

¿Todavía se puede hacer algo por él?

No.

Entonces simplemente estaba más allá de cualquier salvación.

Sí. Como si ya no se pudiera desagraviar a mi abnegado sufrimiento… Se ha suicidado mi esposo. Ah, después de todo lo hizo. ¿Lo comprende, usted? Su cabeza yace en el piso recién entablado, y su cuerpo se extiende sobre la alfombra. Aún lo veo, a través de las cuencas de mis palabras, helo allí… ¿lo comprende, usted? La sangre se estanca en la trama del tapete. Es una escena terrible. Yo sabía que algo parecido había de sobrevenir. Hacía días que hablaba como un oráculo al que ninguna profecía le era obediente, hasta su silencio tenía un acento impersonal. Un dolor daba tumbos en el dolor de sus vísceras. Lo sé. ¡Qué terrible! Ha muerto. ¡Qué terrible! Allí, su pesado cadáver, como un molusco apelmazado. ¿Lo ve a través de mis ecos siquiera?

Cálmese, mujer… Pero, ¿por qué volvió al auricular? ¿Por qué la urgencia de un cadáver no la ha movido con urgencia?

Porque quiero conservar el credo de mis confesiones. Por más terrible que sea, los médicos se habían esmerado en precisar un horario de píldoras y enemas. Simplemente había de ocurrir una fecha que él, a su pesar, abrevió, y que incluso así él no… no...

No contradijo. ¿No se ofendería si le pregunto con qué arma…?

De ninguna manera. Pero de armas no sé mucho. ¿Supongo que usted escuchó el disparo? Sabe, él detestaba los revólveres. Siempre usó pistolas; digamos que hoy admitió la única excepción de su regla.

La contemporaneidad de los instrumentos no garantiza una decisión en sí misma, sino, más bien, cierta proeza inconclusa; concebida febrilmente por lazos de los cuales subyacen los criterios de lucidez intermitente. La espiral de cualquier voluta suele escarbar en la costumbre hasta conseguir cualquier guijarro, pero ni así se sacia. Las manías son el breve atisbo de que no se puede corroborar, sino aquello que será consumado. Volver a ciertas raíces es un desarraigo que nos bifurca muchas veces, así que un revólver excepcional tuvo su carácter después de todas sus pistolas.

Lo que los hechos propician se reúne en una fantasma, precisamente por la promiscuidad de su aproximación; y se concretan relaciones que, además, son excitables por la vertiginosa ignorancia de todos. Sin embargo, sólo el comienzo del Apocalipsis parece ser lo apocalíptico; pues el resto sólo es una calma que siempre confirma y posterga. Así argumentamos un optimismo, cuyo vigor está en la vanidad, a pesar de la cual nuestras crisis son denunciables por sus vigencias o por sus profecías.”

Pero mi esposo no escribió nada…

Su esposo tuvo que dejar una nota al margen. A un hombre como su esposo no le está permitido omitir ese testamento.

Supongo que tiene razón. Pero no vi nada cuando revisé el escritorio.

No le importó buscar esa nota, ¿verdad?

Bueno… lo que sea que diga, ya lo sé. Es decir, estábamos en vísperas de su muerte. Por otro lado, qué tanto sabremos de lo que no existe.

La inexistencia es un fenómeno aparente, y por aparente demostrable; no porque sea intangible y haya un estado opuesto cuya clarividencia pueda más que advertirse, sino, y esto resulta no tan precario, porque hace falta el interés de su agrupación para reconocer sus mismas pretensiones. Así los peldaños abandonados tienen la ausencia de pasos ya superiores (o descalabrados), pero también las huellas que carecen de peso, salvo que se conjeturen soluciones que nada resuelva.

Supongo que simplemente él creyó demorar una metáfora muy común en este condominio.

Nunca renunciamos a creer; y nos hacemos, por cuanto menos principiantes, más ajenos a nuestras preguntas, pero no a la diversidad de las respuestas. Somos, por periódicos, inconclusos. Nuestra gula se da a numerosas apetencias, y la sed inútilmente la aplacamos con nuestros ahogos. Nos hacemos, a través de nuestros actos, prisioneros de un punto tan compartido como al tiempo incognoscible; pues nuestras mismas reacciones nos separan en conflictos de toda índole, que según nuestros vicios sustraen sus complejidades en remedios confesos, tal como estarán dados a las dimensiones que se intuyen. Basta una enfermedad para sucumbir en una herencia perniciosa. Basta la salud para dilucidar los síntomas mortales de los ancestros. Así, creerse un Dios, es una fe cuyo verbo tiene la misma licencia ateísta por la cual alguna vez se creyó haber nacido bajo las alas de un dogma preliminar…

Y el silencio, ¿es acaso una creencia de nuestro ingenio ateísta?

Llegó una muchacha a la reja del soportal. Erró una llave en el cerrojo. Luego abrió la reja sin precisar al hombre, cuyo rostro, entre rizos encanecidos, seguía reclinado en el intercomunicador.

Debo confesarle algo —dijo de repente, al engendrar un aborto en el silencio que su interlocutora no censuraba—. Por cierto —continuó luego que la chica entrara al vestíbulo del edificio—, una confesión al margen de este coloquio: acabo de ver una muchacha que llevaba puestas diminutas mordazas de color rosa. En vano, ese pálido color acalla sus partes de mujer plena. Deseé poseerla más allá de sus aprobaciones.

Ya abusó de ella, ¿no es cierto?

No, cómo cree. No la conozco. Primera vez que la veo. Además, nunca he atinado con mujeres jóvenes, quizá porque no tengo la terquedad física para someterlas ni la templanza psicológica para seducirlas.

Abusó de ella, ¿verdad?—insistió, escéptica.

Vamos, mujer. Apenas si tengo el empuje para masturbarme después de un anémico monólogo, lo que ha sido de un tiempo acá el único rigor de mi mansedumbre. Por otro lado, ¿es usted, entonces, mi confesor ahora?

Si quiere el primer consejo de la religión que a diestra y siniestra nos une, se lo diré sin más. Abordé esa chica, y si se resiste use los medios que pueda multiplicar la capacidad de sus limitaciones.

Créame que tendré en cuenta lo que me separa de ello.

Veo que usted se conforma siempre.

Tiene razón, señora; es cuestión de conformarse. En fin, no valdría la pena otra cosa que finalmente pruebe lo mismo. Sólo me queda enorgullecerme de ser el testigo de quienes también me rivalizarían con encono, para lo cual la impotencia propia, si no la audaz esperanza ajena, posterga la educación de otros hijos.

Entonces qué hace para sobrevivir

Por lo pronto, vivir: vivo mi tiempo, pues más de lo cual no puedo vivir.

Luego, en este punto, ¿qué es para usted “su tiempo”?

Es todo lo que no es futuro. Mi tiempo es simplemente mi edad, o la edad de mi prójimo medida en el curso de la mía. Y el futuro sólo es el tiempo que a mi me sobra o el tiempo que me sobró. Por ejemplo, el mundo es inconcluso y mi suicidio me haría semejante a él; el no suicidarme tampoco contradice la finalidad especifica del mundo. Digamos que mi tiempo es eso y también lo otro a lo que yo puedo llamar “lo otro”. Soy quien soy y no soy quien tenga la edad de anular sus posibilidades.

Entonces, la única diferencia entre un ambicioso y un conformista es el libre albedrío del primero y el destino fijo del segundo. Eso rotula sin rodeos, ¿no es cierto?

Eso, sin duda, lo ha dicho usted, y a mí sólo me queda oírlo. Me basta que lo haya oído. Por añadidura, eso que dijo es, según los grados de esta controversia, suficiente.

Ahora bien, hace unos minutos usted me habló… es decir, me enumeró cierto ABECDario. Según la economía de unas cuantas palabras, postuló ciertas virtudes, pero muy breve para que yo las apreciara. ¿Podría extender el alcance de esa simplificación, digamos, por ejemplo, a través de un relato?

Siempre podré cada vez que pueda. Bueno: “La señora A prefijó una entrevista con el señor B; ambos estaban separados por un trecho AB. El señor C, que equidistaba de los dos, quería impedir la entrevista. Una cuarta persona, la señora D, estaba diametralmente opuesta al señor C, separados por un trecho CD. Los cuatro elementos de esta geométrica sociedad, configuraban una figura definitiva: un cuadrado en cuyo centro naturalmente se interceptaban los trechos AB y CD. Cualquier inicio de viaje desde los vértice, hacia el centro de la esquelética ciudad (o hacia los otros vértices), era simultaneo para quien lo midiera desde la intercepción ABCD; es decir para un fisgón inexistente que le pudiéramos reseñar con E. Tanto la señora A como el señor B, aun desconociendo a E, sabían que la velocidad de su pretendiente era probable como la que cada cual pretendiera desde su punto. Así que si ambos partían con la fe de que el otro también lo había hecho, no les quedaba sino abreviar la espera en un punto medio, cualquiera que fuera éste. Desde siempre el señor C había previsto la entrevista y se propuso evitarla. En cambio, la señora D esperaría a que la entrevista fuera evitada, acaso a costa de esa señora, de suerte que ella, la señora D, quedara libre de transitar el trecho AB sin la inconveniencia de dos vecindades. Entonces, un día, todos partieron de sus recogimientos, sintonizaron esperanzas disímiles, pero quizá por lo mismo simultáneas. La señora A y el señor B al encuentro mutuo. El señor C partió a la vacía celda de la señora A, sin duda tan de prisa que su túnica iba al ras de su propia desnudez. La señora D, ya impaciente, partió a la mitad del trecho AB, naturalmente porque ya se imaginaba consumado el acto, pero para sorpresa de ella coincidió con la señora A y el señor B. Antes bien, el señor C, al concluir que la señora A marchó hacia el señor B por el único trecho posible entre ellos, cavó su propia tumba a la orilla del vértice infinitamente estrecho, y se sepultó con parsimonia. La señora D, turbada por su terrible coincidencia, se abalanzó sobre la pareja y la asesinó. Celebró el asesinato danzando a lo ancho del camino infinitamente estrecho; pero al echar mano de un catalejo que traía al cinto vio como lentamente el señor C se sepultaba en uno de los extremo de la recta. Entonces descubrió que el único valor del trecho AB había sido pagado por el crimen más inconveniente.” Aquí, en este relato, bastan cuatro letras para nombrar los cuatro personajes y los trechos, porque la relación de una con las otras implican cualquier otra cosa de antemano: A., B., C., D. Este relato demuestra que la combinación de los elementos, según orden del discurso, dilucidan al menos esta nomenclatura: (A; B; AB; C; D; C; CD; AB; CD; ABCD; A; B; AB; C; D; B; D; AB; A; B; C; A; D; AB; A; B; C; B; D; C; AB). Acaso porque se percibe siempre la inexistencia de E.

Cierto que es un ABeCeDario que se hace por su propio provecho.

Y de él — repuso el cuarentón—, Aristóteles tiene cuatro letras no implícita, a saber: e (como se sabe); i; o; r. Dicho de otro modo, el inventario del posible Aristóteles sólo puede explicar un elemento del relato, y ése es simplemente su inicial: “A”. También es verdad que dos EE pudiera ser el espejo que no se ve.

Despejó los rizos de su frente sudorosa sin despegar la mejilla de las estrechas ranuras.

¿Qué hay de la nota de suicidio que dejó su esposo? —agregó sin reservas, ásperamente, porque el relato le había exigido demasiado.

Aguarde un minuto; buscaré esa nota —dijo sin marcharse, aún tras el auricular.

En vano he buscado en los anaqueles —dijo al fin, entre las respiraciones ficticias de su primera blasfemia—, pero en el cajón, donde se archivaban los exámenes médicos, encontré esto: la barca navega, lentamente, hacia el fondo del mar.

Recitó aquellas palabras tal como si su memoria las recordara de una clase de gramática.

No creo que haya escrito un epígrafe para encabezar su prólogo. Debe haber algo más parecido a un epílogo.

La mujer dejó vagar su permeable mirada por la alacena. Ya se estaba aburriendo de tantos tramites póstumos. Hizo algunos ruidos alrededor del auricular.

Ya he conseguido la verdadera nota de suicidio —dijo con exaltación, como si fingiera un orgasmo bajo el peso de su finado esposo—. No me va a creer, estaba atrás del intercomunicador. Estoy segura de que es un testamento —dijo, conteniendo su primera sonrisa heredípeta.

¿Quiere que lea la nota? —preguntó, al cabo de su transgresión.

Sin duda.

—“Pero, ¿y si la escalera fuera un prisma de cristal, a la luz de qué refracciones se pueda imaginar esa misma luz? —declamaba con una amarga contrición.

El forastero despegaba su mejilla con las ranuras marcadas en su piel porosa. Reculó impávido.

A qué podio huir, como el último refugio de un catedrático arruinado, porque qué “E” estaba detrás de su sombra.

Mientras se tocaba la marca en los carrillos, reconoció que quizá algún integrante de su prójimo plural hubiera anticipado otra mejilla. Dio media vuelta y echó a correr. La mujer no dejaba de declamar una y otra vez como para sustraerse a una penitencia por lo demás improcedente. Cuando terminaba su interrogatorio en susurros, entró su hija Beatriz tal como la había descrito el confesor. Soltó el auricular otra vez, como si hubiera escuchado otro disparo (el verdadero disparo). Sin saberlo había expuesto a su hija al primer sacrificio de aquella fe de la que ya lo descreía todo. Se arrepintió. Derramó un par de lágrimas al ver a Beatriz, plena más allá del halo de su confusa cabellera. Se abalanzó, en sollozos, sobre su hija. La abrazó entre insepultos caricias. Besó sus labios aún húmedos por la felación matutina en el ascensor.

Enfrentando a los ojos fijos con sus ojos de dolor vítreo, dejó escapar un susurro conmovedor, cuanto por asimétrico: tu padre ha muerto…

Febrero, 2003

Capítulo V

Hombre Moderno


Though so profound a double-dealer, I was in no sense a hypocrite; both sides of me were in dead earnest.

Robert L. Stevenson


Los libros eran ensartados en unos tridentes de bronce. La savia metálica suspendió su diversificado ascenso, y el nicho del cual se enervaba acaso si concedía una tumba para aquellos libros sacrificados en la plenitud de sus folios. En la cocina había verduras enjutas, mendrugos arañados con tenedores de plata. La mesa era robusta, de tablones sin devastar, escasamente cubierta por un grueso mantel a cuadros. En la sala, entre despoblados anaqueles, un mapa calcáreo dilataba sus confines hacia una fotografía conyugal, aglutinada ésta en una ceremonia reciente. El resto del mobiliario compendiaba concesiones anteriores: muebles bastante comunes o reincidentes, dispuestos entre las sombras de los días. El pretil del balcón, de concreto macizo, había sido calado en intrincados ángulos. Allí, a veintidós pisos de la calle, se inclinaban Agripina y Esteban. Había un telescopio pequeño sobre un trípode, cuyo lente estaba embutido en uno de esos agujeros, que pacientemente fuera tallado al través de la sección sobre la cual la pareja se reclinaba.

Él siempre sale de esa puerta, media hora antes de que llegues a casa —dijo Agripina, casi en un susurro—. Hace un par de meses que lo he descubierto entre la multitud del bulevar. Desde entonces, he seguido su trayectoria invariable hasta que se oculta bajo los parasoles. Le he contado nueve combinaciones de ropa y dos pares de zapatos. A veces sale fumando un cigarrillo que tira en el umbral. No me he preocupado en averiguar su hora de entrada. Apenas si he llegado a la conclusión de que él es el último en abandonar el edificio, luego de vigilar horarios ajenos. No he bajado a investigar a dónde conduce esa puerta. Hace más de dos meses que no paso por ahí. Aún no sé para qué han arrendado esos dos pisos. Nada sé, desde que se fueran aquellos oficiantes a quienes, de seguro con blasfemias, prometiste no frecuentar jamás. Ciertamente no he tenido noticia del arrendatario. Pero, sin que quepa duda, ese es el hombre que hemos requerido durante un lustro.

Querrás decir que tú has requerido con la ansiedad que te corresponde, muy a pesar de mis omisiones. Por lo que veo me ocultas métodos y hallazgos. Por otro lado, si estás tan segura, por qué esperaste hasta hoy para decírmelo. En último caso, por qué me confiesas lo que para mis oídos aún juzgas prematuro. Además tus exámenes me han convencido en absoluto. Se nota que no has demostrado ningún interés por el hombre en sí mismo.

Necesito un culpable. Para desgracia del prójimo, él es el culpable que he buscado por años. Eso naturalmente me basta. Por lo demás, no deberías irritarte; pues mi condenado (que yo he ungido antes de conocerte) también es el culpable que he confiado a tu complicidad. Estos intereses de algún modo ya te permiten un derecho que te ha convertido en el verdugo; aquél que he reclutado a cambio de su propia vergüenza: sí, señor, el verdugo que, dicho sea de paso, coincide conmigo en una rutina conyugal, muy a pesar de cópulas que nos repele mutuamente.

No debí usar ese tono.

El tono fue lo de menos. Hasta fuiste falsamente inverosímil al cuestionar la administración de un crimen que sólo por mis conveniencias te incumbe.

No debí. De cierto digo que lo lamento. Es sólo que yo también he conseguido un culpable. Estaba tan ansioso de anunciarte mi hallazgo; y de prever, de tu rigor, una fórmula común que explore hasta lo más hondo un sacrificio así… quiero decir, que esta busca te satisfaga sin desvíos. Recién antes de que llegaras, empotré el telescopio en el último de los agujeros que ayer se abrieron —dijo, al tiempo que ambos se apoyaban en la moldura frontal del pretil—, a través del cual se puede ver esa ristra que serpentea por el espinazo del barrio —agregó, mientras señalaba, en un ademán circular, los recovecos de un montículo escamoso—. Ahí, a mitad de la escalera, hay un pequeño cubil.

¿Un cubil? —preguntó Agripina, fingiendo interés por el reporte.

En fin, una tienda en sus alternadas hojalatas. Allí entró un tipo que había bajado desde el extremo de las escaleras. Un hombre de estatura media, calvo, nariz aguda, con arrugas prescritas por unos cuarenta y cinco años de edad farmacéutica. Usaba unos quevedos de cejijunto carey. Llevaba puesto unos pantalones de jean desteñido y una camisa azul, de esas que los cirujanos se ciñen antes de oficiar un rito de sangre en el quirófano. Calzaba zapatos de tela percudida. Al cabo de cinco minutos salió de esas sombras con una expresión sombría, además. Las arrugas, que antes me habían dado una impresión indirecta del cráneo, se desfiguraban en amagos indecisos. Se detuvo en seco, sobre aquel peldaño que se extiende a guisa de umbral. Me sobrecogió la idea de que ese tipo había cometido un crimen, de que había asesinado a un cliente que demoraba adentro, o, en su lugar, al pulpero regordete; tal vez a los dos… Subió los escalones de tres en tres, entre violentas zancadas. Si no hubiera salido el viejo, acompañado del otro hombre, no me hubiera creído lo que veía. El viejo miró al fugitivo que llegaba a una puerta herrumbrosa, coronada en el dintel como el esfuerzo de su fuga. A ciento dos escalones del umbral sobre el cual los dos hombres escupían. Las maniobras en el picaporte al fin tuvieron un éxito azaroso, que tal vez habría de confinar al proscrito en el fracaso.

¿Y qué garantías tienes de que él vaya y vuelva sobre esos pasos, y de que en un punto fijo coincidas para este plazo necesario?

Algo, de modo irremisible, lo vincula a ese viejo. No era difícil suponer una relación entre ambos, acaso una complicidad que lo compromete. Esa discordia puede ser mortal entre ellos. Antes bien, podríamos examinar etapas, divagaciones preliminares, y quizá abortar aquella resolución mutua cuando finalmente mate al calvo.

Tu hipótesis no es sino un vago y extravagante delirio. Has recreado el paisaje y la fauna que te demora, y que te distrae. Por último, ¿qué garantías tienes de que yo apruebe tu herejía cuando ya he confirmado mis razones?

Aún no conocía tu efigie.

Ya la conoces. Y no quiero discutir ninguno pormenor de incertidumbre, menos aun lanzar una moneda al aire.

¿Así de enfática has de ser con mi abnegación? Todo cuanto he hecho ha sido para delatar al fantasma cuya invisibilidad también heredé de ti.

Mucho cuidado. Yo no te lego nada que no sea una orden insoslayable. Todo lo demás es parte irreducible de nuestro concubinato.

Cada vez que te inoculas una de esas dosis te vuelves tan intransigente, mujer —empezó entre sollozos—. De cualquier modo nunca aprecias ningunos de mis esfuerzos por complacer tu intransigencia. Ese líquido verdoso es la savia que me margina más allá de las corolas. Cierto es que soborna el eréctil peso de tus desordenados genitales, pero apenas mientras elogio tu apariencia por el resto del mes, todo lo cual a qué precio… ay, el morboso estado de aquellas exageradas arrugas, unos minutos después de la inyección, es horrible; pues apenas si me compadezco de un gozo que no es el de ninguno de los dos. Me afligen tus pezones grumosos como tetillas de árbol marchito. Me disgustan tus ojeras y la rabia que se mece en ellas. Tengo miedo de tu cuerpo desnudo hasta un día después del tratamiento. Tengo miedo de tus delirios nocturnos, de tus motivos que abrevian mis esperanzas. Tengo miedo del cesto donde arrojas las jeringas desechables. Y no alcanzo a comprender por qué tu certeza fatal ha de transcurrir a través de mí sin que yo mismo sea al menos una abreviatura del crimen, mas sí el enfermero que advierte tu mal y cuida de que no empeores: cómplice sin voz y sin autógrafo. Paso muchas noches en vela, aterrado, en la penumbra, mientras pienso en mis penumbras. Mis insomnios mortifican los velorios urdidos durante el sueño. Trato, en vano, de escrutar el trazo de tus bocetos vacíos; y por más que me fatigo en exámenes y consideraciones, no descubro la culpa que le imputas a un desconocido al que yo no consiento del mismo modo. Admiro tu persistencia, me enorgullezco de tu constancia. No me queda menos que reconocer aquella certeza a la cual no accedo. Pero no hallo la culpa que determine una ejecución más allá de mi propio acto. Perdóname, mujer; pero también me aterra suponer que mi ignorancia es parte fundamental de una justicia que nunca entenderé —se arrodilla y abraza las rodillas de Agripina, aun suponiendo imposible que ella se arrodillara en su pecho compungido.

Mi enfermedad, Esteban, sí es parte fundamental de las repulsiones que me agobian. Así que levántate. Levántate, hombre. Tu pose aflictiva no es menos fundamental que tu misma vergüenza. Sin embargo, no sin reproches, te explicaré por qué mi víctima se aviene a mi veredicto.

¿De verdad? —dijo, levantándose cabizbajo.

Por supuesto, supuse esta escena y hasta con ansiedad me aferré al desenlace que censurara con mayor rigor.

¿Por qué tus alfileres en los contornos de mi orgullo?

Simplemente porque el patrón que cuido no debe transgredir a mi acupuntura.

Reconozco que soy el alcahuete, pero no puedo simplificar mi jornada, ni hallar el fruto de este árbol.

¿Me vas escuchar, hombre?

Por supuesto.

¿Te acuerda de aquel relato que, aún teniendo todos los esquemas resueltos, no lo prolongué más allá de su protagonista?

No sé. Te he visto escribir incesantemente, durante semanas. Incluso he revisado tus legajos y he leído todas las páginas que contradicen silogismos. He profanado tus bocetos sin hallar un fósil de tu táctica.

Bueno, entonces, ya sabrás que no creo en la mayoría de las cosas sobre la cuales escribo, o, mejor aún, escribo sobre lo cual no creo y oculto la fe que me redime.

Por favor, cuéntame.

Esa historia de un contador, casado con una viuda que de tres hijos nacidos sólo uno sobrevivió para convertirse en un pequeño hijastro.

¿Por qué procuras un pretérito tan individual?

Pues no sólo dejé de escribir, sino que me deshice de los primeros papeles. En fin, Ezequiel, así se llamaba el contador, había recordado algunos episodios de su vida en una venérea síntesis. Había promediado, de sus congéneres, una réplica caricaturesca de un tal Giuseppe Arcimboldo, habiéndoles reprochado cierta actitud a sucumbir bajo sus propios recuerdos. Mientras veía la televisión, confirmó que cualquiera podía ser espiado por otro. Confirmó, sin atribuirse la excepción, que nadie estaba a salvo de nadie más, que bastaba entonces la curiosidad de uno para que otro se avergonzara, que bastaba la ignorancia de uno para que otro no fuera entendido en una fracción que igual consentía la elocuencia de sus argumentos. Entonces, no había horario humano que no fuera humanamente demostrable, ni falibles causalidades que la conciencia no tolerara (pese a complicados beneplácitos). La misma negación demoraba esa hipertrofia: las pruebas irrefutables que justifican lo que postergan, una vida dolorosa que compendia una muerte tranquila, o el mártir que se sacrificó antes de que se fundara siquiera un templo. Así se podía aborrecer del prójimo en tanto se sospechara del suicidio, aun si el suicidio no era una resolución nauseabunda. En principio, se le figuraba que todo ello había sido leído, ya que no escrito, en tantos volúmenes bilingües…

Al concentrarse en su televisor, celebró que la señal en vivo, aglutinada en miles de puntos, transcribiera las oportunidades de un evento diferido en miles de probetas. Con aparatos análogos, algunas generaciones serían capaces de reconstruir una era milenaria o cuando mínimo la vida de un tirano longevo; bastaría con amaestrar taquiones1 en circos itinerantes. Él, como cualquier vecino, era susceptible de ser explorado por otro, de que un pornógrafo documentara —para regocijo personal del pornógrafo amigo suyo— su biografía… o de que ciertas sinopsis fuera celada por una ex-novia ninfómana. Pero sabía que los personajes de la historia, apenas recobrados hasta el vértigo, ya iban a exceder todas las erratas de sus historiadores conmovidos, y aun así revelar nada más exacto que lo que ya se conocía.

Así que las relaciones, pues, mudaban no por la ansiedad en sí misma, sino por el afán del principio circense. El homo moderno podía agotar sus confines hasta deducirse en la anulación de su prójimo, a la par de sus sospechas más vigentes.

Ezequiel, escapando un poco de sus pensamientos, empezó por sumar a su vida una vida sórdida. Una vida en la cual se regocijara un observador no menos sórdido que él. A media noche, mientras su esposa dormía, visitó la alcoba de su hijastro, lo sorprendió en un profundo sueño, lo drogó con una solución inocua que amamanta ese mismo sueño. Lo vistió con un disfraz de abeja que él solía llevar puesto en el desayuno. Se lo llevó en brazos. Puso un pequeño taburete cerca del conmutador. Empuñando un diminuto dedo, encendió la luz del balconcillo, se arrastró con el bulto hasta llegar al pretil que, separado por el vacío, enfrentaba su ceñuda contraparte. Mientras que con una mano rodeaba una axila de la criatura, con su otra mano en el aguijón deslizaba el cuerpo narcotizado; de un tirón lo dejaba caer, apenas por encima del pretil. Volvió por el taburete y lo arrastró hasta el balcón. Regresó a gatas. Se incorporó al llegar a la sala, marchó al pasillo y entró sigilosamente a su habitación. Se tumbó en la cama, de bruces, al lado de su esposa inconsciente. Después de las obligaciones funerarias, convenció a su desesperada esposa de copular sobre los mismos pliegos del sepelio, pero sólo la sodomizó a las anchas de cuanto su dolor maternal reclamó para sí. Desde entonces, recitaba versos de Sófocles, apuraba en sus labios un griego incipiente que logró aprender por cuenta propia. Frente al espejo, recitaba truncas palabras con tanta exageración, como si lo hiciera dentro de un corro sedicioso.

A los dos meses, aprovechó una fiesta de disfraces para pactar una cita secreta con su otra mujer. Ambos se marcharon a la una de la madrugada, cuando todos ya estaban ebrios; cuando nadie sabía a quién había besado y a quién tendría que seguir besando. Caminaron dos cuadras hasta la casa furtiva. Una vez adentro, Ezequiel la asaltó violentamente. Le golpeó las costillas al término de rudas caricias, antes de que ella lo complaciera para demorar su propia emboscada, que del mismo modo ella había premeditado. La acalló entre severas bofetadas. Sobre el cómodo sillón, le desgarró su disfraz de mecenas renacentista. Despejó los jirones de la entrepierna. Se bajó la cremallera, sacó su sexo depilado y forzó a la mujer. La degolló con un estilete que ella misma había reservado para cercenar el falo de Ezequiel en un domingo tranquilo. Esa abominable bestia, en la que se había convertido desde aquélla revelación, sólo obraba como el mecanismo de un fusil. Sacó, de su casaca, una jeringa sin aguja: una turbia pócima tomada de una letrina prostibularia. Inoculó la dosis como un segundo aguijón. Removió el espeso suero con la misma cánula. Guardó la jeringa en el mismo bolsillo de donde la había tomado. Se quitó la peluca empolvada y sacó de ella un paquete; lo destapó y tomó un montón de cabellos segados en cierta peluquería donde una vez él, después de amanecer en un prostíbulo, se hizo rapar para una ceremonia de iniciación. Arrojó aquellas disímiles longitudes sobre el cadáver y la alfombra. Se miró al espejo. Mientras veía, en sus pesados párpados, la insoslayable virtud que lo amonestaba, atenazó y desprendió de un tirón la única cana que sobresalía de sus rizos. La puso cuidadosamente en el ombligo de su víctima. Se ciñó otra vez la peluca, y se marchó.

Caminó durante horas, hacia al norte. Subió el monte, a cuya rocosa espuma la ciudad se erizaba en un pelaje agreste. Subió, hacia las márgenes de un riachuelo. Se empinó sobre una obesa piedra incrustada en medio del cauce. Aún con el rostro manchado y sus manos enguantadas, desató los cordones y desabotonó las aristas. Se quitó el ridículo disfraz que, en un confidencial alborozo, le había comprado su amante, acaso porque había llegado ese domingo, acaso porque ella secretamente lo vestía para la expiatoria castración. Tapizó el lomo de la piedra con la vestidura deshuesada y con la frondosa peluca. Sobre aquellos pliegues se desembarazó de su mochila con la cual abultaba su bajo vientre, y sacó, de entre los tirantes, las anchas ropas que luego vistió, además de una pequeña botella con combustible. No se descalzó las zapatillas. Roció el carburante y prendió fuego al tegumento. Arrojó la botella vacía a unas de las riberas y puso los guantes al fuego. Despejó el maquillaje de su rostro entre heladas vetas. Marchó a través del lecho del arroyo, contra la corriente. Y mientras las aguas mojaban sus tobillos entumecidos, iba repasando parte de su itinerario. Recordó las copas de vino que su mujer bebió después de una cena copiosa. Recordó haberle advertido a la somnolienta mujer que a él, por desgracia, no le quedaba sino pasar la noche trabajando en el encierro; que no debía molestarlo. Recordó haber anticipado un mensaje que sería remitido a su amante, justo a las una treinta: una posdata con una contraseña muy complicada, cuya figuración era un acertijo que ella solía recitar como proverbio. Recordó haber prendido una nota en la puerta de su encierro: ‘Mujer, se me hizo tarde para partir a la pequeña firma comercial. Ya son las siete de la mañana, y debo alcanzar un autobús que me lleve al pueblo antes de la puesta del sol. Te llamo cuando llegue.’ Recordó haber salido de casa a las diez de la noche, con la misma ropa que ahora llevaba puesta, con una bolsa de cuero terciada a su espalda. Recordó haber ido a la licorería y haber preguntado al dependiente por aquel brandy que, mezclado con cualquier infusión, era la única fórmula del insomnio que ambos reconocieran. Así compró medio litro de brandy, mientras concedía pormenores de trabajo y comentaba sobre los asuntos urgentes de esa noche febril. Recordó haber vuelto al edificio a través de la misma calle desolada; entre edificios inconclusos en los que quizá moraban huéspedes inconclusos. Recordó, con sorna, haber irrumpido en la tierra baldía, en cuyo atajo, cercado por la maleza, arrojó la botella de brandy sin abrir. Se desnudó. Se hizo una panza con su ropa comprimida en la mochila de la cual hubo sacado su disfraz. Vistió el disfraz afrancesado; se untó una espesa grasa blanca en el rostro y se ciñó la peluca empolvada. Recordó haber concluido el sendero, haber salido de la tierra baldía, a veinte cuadras de casa y a cinco cuadras de la fiesta. Recordó haber llegado con su deliberado retraso. Recordó haber ido al baño a retocar su desfigurado maquillaje. Y así iba recordando, jubiloso, mientras descendía otra vez a la ciudad. Ya su zapatillas estaban secas…”

Y después, ¿qué pasó? —preguntó luego de que se asentara el turbio silencio.

Te dije que había escrito no más allá de un orgullo, que tal vez es propio; pues entonces él era el orgulloso personaje de mi historia, en rigor de su posible miopía. De modo que no escribí más, y me deshice de todos los bocetos. Sabía que concluir una historia era falsificar, hasta en los pormenores, su pasaporte malvado, aun a riesgo de poder exculpar mis móviles. Sabía que una novela era una historia paranoica de antemano, y que su tumba se hundía para siempre en los dineros de tan injustificables sobornos. No obstante, pensé en dos finales. Uno hubiera sido que el autobús donde viajaba se incendiara, y que su flamante viuda tuviera que reconocer el cadáver a través de un último mordisco macabro. El otro, acaso mejor resuelto, era que Ezequiel, camino a la Terminal de autobuses, se hubiera sustraído a divagaciones nuevas. Hubiera pensado en lo que lo aguardaba, por ejemplo: el desconcierto de los policías al comprobar los rastros de tierra baldía que peregrinaban alrededor de un cadáver por virtud ascético… y que justo allí, ensimismado en tales sincronías, Ezequiel hubiera sido asaltado y asesinado por un par de ladrones comunes, y tal vez no tan comunes, que le despojarían de sus terrenales zapatillas.

Claro. Sólo has buscado el hombre real que completa a Ezequiel. Ahora me doy cuenta. El hombre de ese edificio, sólo ungido por ti, es la fracción que te incumbe suprimir, o cuando menos reconocer en el lapso de todas tus ideas incompletas. Sin embargo, los dos finales de tu historia son meras falacias que tu confianza aprueban.

En efecto —dijo, con el rostro terso, mimado por probables arrugas.

No debí ser grosero.

¿Por qué la gente se besa en la boca? —inquirió para sorprenderle.

Porque los labios y los húmedos carrillos tiene la misma elasticidad de los genitales. —respondió desmañadamente, mientras se incorporaba.

Así funciona. Así ha de ser. No importa las metáforas que se usen. Sólo importa prescindir de la costumbre o perfeccionar su aplicación.

Perdóname.

Iré aun más allá. Te mostraré unas imágenes que grabé el martes. Una de sus salidas vespertinas —tomó el aparato de la banasta y desplegó la demarcada y fija imagen.

No es necesario. Por nada quiero verlo antes de su hora. Me basta con saber que sale de esa puerta a las seis en punto.

No estaría de más saber que el tipo es pelirrojo —dijo con cierta suficiencia.

Basta. No es necesario saber más —dijo, sin desobedecer en el desconcierto —. No debería saber más. Sólo espero la fecha que tú dispongas.

Ya te avisaré.

Siempre me pregunté cómo una mujer como tú, quien aborrece el matrimonio, no está casada. Aunque convivo contigo, no alcanzo a comprender esta diferencia —dijo de repente, por primera vez en la escena la miraba fijamente a los ojos.

Eso es una pregunta que un hombre como tú, quien insiste en el matrimonio, no debe hacerse —dijo sin más, mientras soltaba la cámara en la cesta de mimbre.

Bueno, creo que de cualquier modo ya tendré mi respuesta.

Una respuesta que vanamente sobornará a mi pregunta.

Así pasaron 62 días, entre desproporciones de muchas clases. Otras reflexiones eran refutadas por Agripina, y Esteban no se atrevió a profanar nada que fuera íntimamente necesario, como hizo con los bocetos. La curiosidad de ambos se alternaba de agujeros en agujeros, pero el telescopio tampoco profanó ese agujero


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que no admitía dilogía alguna.

¿Me dices que el azar es terriblemente irrefutable? —preguntó Agripina, reclinada en la moldura del pretil, mientras miraba el vacío del día 63.

Tiene que ser cierto lo que aun sin ser dicho todo el mundo se atreve a insinuar —dijo Esteban tímidamente, como si se disculpara de antemano.

¿Eres capaz de creerte tan irrefutable como ese azar que defiendes, cuyas trilladas suertes concertó esta plática y las pláticas de otros de sus defensores? —dijo sonriendo.

Pero si hace más de dos meses me contaste la historia de Ezequiel. Cómo es posible que prescindas de esas peculiaridades. Entonces no soy capaz de ser el testigo solitario que aún te queda.

No temas. Ezequiel es una víctima bibliográfica, segada por su propia ruindad. Y yo, sin duda, tengo por víctima una serie de sus síntomas, que no por faltarles a su salud le adolecen menos. Decías… Sí. Ah, ya; por supuesto. Algo que no tiene que ver con nuestro asunto: el azar… Sí. Qué escalofriante. Todo sería un templo para darle unas formas más creíbles a los tréboles de la lotería: el vicio monótono que, durante las recomendaciones y los timos, ha hecho de mártires prototipos del sufrimiento. Sería ese Dios, tal vez, sólo una ventaja nominal que precede a la liturgia, o la consecuente consumación que a ningún mártir redime. En ese dogma se encomiarán los trámites que son, aunque definitivos, menos oportunos a los ojos de los fieles de lo que consienta el oficiante, quien traducirá, más o menos, la eficiencia de lo evidente y no la mitología de los errores. ¡Qué terrible! ¡Qué terrible! Veo que, animado por las alternativas de ese ombligo, vas aún más allá, según así tu silencio lo propone. Luego, ¿insinúas que el Dios de ese reino es el boleto que todos creen exclusivo, y cuya verdadera suerte exclusiva es la anulación por la anulación? —agregó, sin darle tiempo a responder— Eso exasperaría mi ateísmo del que sólo presumo por la poca fe que le tengo al hombre moderno.2

Si me cuesta no ser ateo, ¿por qué tendría que…?

¿Por qué tendrías que creer en Dios? En última instancia, bastaría con que estuvieras dispuesto a odiar al menos a unos de sus contrincantes, aun cuando tu fe sea, de lejos, la aspiración más probable.

Se rió de sus recriminaciones. Escrutó el pálido rostro de Esteban, miró los labios sin color. Cruzó los brazos y volvió los ojos al vacío.

Ya tengo mi horario —dijo de repente.

Él… la fecha —tartamudeó Esteban, apoyándose en la moldura del pretil.

Mañana, a las seis en punto.

Estoy maduro para mi ocupación. Desde hace un mes he estado afilando un cuchillo —hizo un ademán para buscarlo.

No lo muestres. Sólo muéstrame su verdadero brillo. Tú, hombre de alguna fe, embotaras el mismo vigor que encarnó el herrero. Yo…

Lo mataré —interrumpió bruscamente—; no te quepa la menor duda. Pero una vez que haya consumado la urdimbre, qué vendrá. A partir de entonces, tú mereces no un hombre que te obedezca, sino una mujer obediente que te bese con labios expiatorios. Puedes deshacerte de mí; no te lo reprocho. Déjame libre; no me visites. Libre para consumar entre rejas al menos una virtud mejor señalada por la envidia de mi prójimo, para predicar entre convictos mi última oportunidad. Mi vuelta a prisión ya no completaría esa condena que conjuraste con tus sobornos, y a la que, sin embargo, he de santificar desde mi primer día de sombra. Tú —agregó, volviéndose bruscamente—, mereces una mujer obediente que te bese con labios expiatorios.

No echo de menos lo que merezco, sino lo que quiero. Y por ahora, el apetito es la única ventaja de mi hambre.


Era martes. Había amanecido con la lluvia deshilachada de cualquier esquina. El ascensor se detuvo en la planta baja. Esteban encendió el cigarrillo que tamborileaba en su nariz; inhaló profundo. Desató un par de bocanadas antes de que se abrieran las cuadernas. Reconocer la empuñadura del metal apremiante le era una metáfora al tacto, invariablemente dispuesta en el bolsillo. Cruzó el vestíbulo con la prisa que reglamenta defunciones. Salió del edificio a reunirse con los ingentes accesorios de un mundo fatal. Aún arrellanado en su estribo, bajaba los tres escalones de otro estribo, atento a las señales que anticiparían la precisión de su pulso. Al borde del último escalón, se arrepintió de su cigarrillo, lo deshizo entre la crispación de sus dedos. Caminó lentamente hacia una esquina. Faltaban cinco minutos para las seis. Estaba a punto de salir el pelirrojo.

Eran la seis. ‘¿Agripina se habrá adelantado, y desde arriba, como uno de mis dioses, me ve? No, no es la hora de su reloj…’

Esteban, plantado en la acera opuesta, vio que se cortaba la reja en un brusco escorzo. Vio un hombre delgado que salía fumando, enlutado, pelirrojo. Examinó las secciones del torso que le fueran anatómicamente imperdonables. El hombre, al ras de su cadera, seguía los mosaicos gastados por los transeúntes, y sus huellas imitaban un itinerario ya confirmado por su prójimo. La presa se detuvo a extinguir la colilla del cigarrillo, cerca de la puerta. Esteban vio pasar al pelirrojo. No se atrevió a cruzar la calle. Sólo miró (o quiso expiar detrás de su mirada) como el hombre se perdía entre las mesas, las sillas y los vaporosos clientes reunidos bajo la sombra de los parasoles. Entonces viró hacia el barrio. Era el tiempo justo para subir ciento tres escalones.

Durante semanas Esteban escudriñó a su víctima. Creyó descubrir su relación con el dependiente: la deuda que le avergonzaba pagar y aun reconocer. Tras haber leído los labios durante una terrible discusión de trapecistas, supo que la prórroga final vencía a las seis y cinco minutos de esta misma tarde; y que el viejo abriría sólo para esos cinco minutos impostergables (los primeros que llegarían y los últimos en marchar, los puntuales a relojes antiguos).

Era el tiempo justo para subir ciento tres escalones. La fecha que Agripina compartiera. Ya apolillado por la ansiedad de sus planes, Esteban llegó a la primera altura que la pendiente le ofrecía. Entre zancadas iba subiendo los escalones, el reumático estribo que lo conduciría a la piedra del sacrificio, a su víctima primogénita, cuya joven y hermosa esposa contraería al fin el último sarampión del matrimonio: la viudez. Esteban entró a la pulpería agitadamente. Tal como lo supuso, el hombre, en su vergüenza, no dejaría vencer el plazo que el viejo fijó. Allí estaba, con su calva sudorosa.

Tanto el anciano como el hombre de anteojos escrutaron al intruso. Esteban, para evitar el examen que lo intimidaba, fingió ser un cliente de una paciencia secular, abstraído en un ajedrez taxidermista que verdaderamente lo sorprendió. Sesenta y cuatros nichos avícolas, cuyos inquilinos no eran formas ornamentales que cualquiera hubiera clasificado sin más. Supo que podía acceder a uno de esos puñales deformes y sustituir al que traía consigo, pero, al ver más allá de la cuadrícula, descubrió un recuadro donde se alojaba el buitre: epílogo de la carne corrompida. Mientras Esteban se inclinaba a detallar la pieza, el cirujano palidecía al ver que el nicho ya estaba ocupado. Al margen del silencio, Esteban tocó el macizo plumaje. Empuñó el vuelo inaugural, muy lejos del predio ocioso. Aseguró sus dedos en el barniz fresco. Blandió la hoja, en un vuelo que alargaría su pobre esgrima. Ensayó el filo en la palma de su mano. Se dio vuelta bruscamente. Vaciló al enfrentar a su cordero. No obstante, antes de que el viejo regordete censurara su impertinencia, embistió al calvo con tres picotazos. Extrajo el puñal, intentó deshacerse de él, pero el barniz pegajoso se aferró a las arrugas homicidas. Ya aturdido por tanta rigidez, consintió llevarse el ave anidada en su palma. Salió de un salto hasta el umbral donde tropezó con la viuda; la manchó de sangre al apartarla con su azarosa huida. Luego de bajar del umbral, la pendiente le fue sinuosa, pero conocida desde siempre.

La mujer, librando aquella fuga, se inclinó sobre la herida. Tomó el cadáver de los hombros y lo atrajo a su regazo. Despejando con temblores la sangre que subía a los labios, cerró los ojos del muerto. Soltó el cuerpo que sólo del otro lado se tenía en pie. Se incorporó mientras secaba sus lágrimas con el dorso de sus manos. Increpó al viejo aún impávido. Lo abofeteó sin irritar la mejilla de bronce. Se apartó de su esposo y se marchó sin volverse. El viejo, que empezaba a recobrar cierta vitalidad, entintó el índice en el dintel de esa sangre, como en una pila de agua cóncava, y se persignó aún con sus labios y párpados apretados tras un solo espasmo de salvación. La mujer subió los ciento dos escalones hasta su casa. Entre exhalaciones, abrió la puerta, se descalzó sobre la alfombra. Cerró la puerta, corrió los pestillos. Se tendió sobre el desvencijado sofá, largo a largo. Miró sus manos manchadas de sangre y se las llevó a la nuca. Sabía que sus manos tenían el vigor de estrangular a un asesino, pero también el de escribir, muy a pesar del duelo crispado en esos músculos. Tomó una hoja de una mesa, y al punto de una estilográfica prolongo el rastro de sangre que la había desfigurado tanto. Allí estaba su historia, en la plenitud del argumento. Bastaba un plazo para dilucidarla. El plazo podía comenzar antes de los interrogatorios de rigor, antes del sepelio. Un coloquio, en la madurez de un lustro, sería suficiente para compendiar sus dudas. ¿Sería ella capaz, apenas en un lustro, de escribir una reseña psicológica, que se le pudiera corregir con más calma? ¿Tendría la entereza de concluirla una vez se agotasen las palabras?


Después de un insomnio febril y un desayuno frugal, le dijo a su mujer que le preguntara al viejo por qué prendió esos cuchillos en una cuadrícula. Le confió que fuera impertinente, e incluso hostil, con el interrogatorio. La convenció de que un tramite por el estilo les iba ofrecer ventajas para negociar la deuda. Supuso que su mujer iba a llevar a cabo el cometido sin saber mucho sobre él, o sin reparar hasta la mínima parte de sus contingencias. Ella visitó la pulpería después de haber tomado su desayuno. Antes de que dijera una palabra, el viejo se adelantó a señalarle la cuadrícula:

Usted, mientras me de vuelta —dijo—, podrá tomar cualquiera de esos filos, sopesar su hechura, su arte; y examinar mi espalda de molusco gastado, acometerla hasta que mi cuerpo caiga pesadamente sobre un futuro charco de sangre. Luego podrá arrastrar mi cadáver a través de ese estrecho umbral y exponerlo de bruces sobre las escalinatas. Podrá hurgar, con el tacón de su zapato derecho, una de las heridas abiertas al sol. Pero, después de todo, usted apenas habrá empuñado sólo uno de las sesenta y cuatro empuñaduras mansas que conviven en mi cuadrícula. Uno de los sesenta y cuatro cuestionarios del ajedrez: el 1,5625% de sus respuestas fijas. Usted volverá sobre sus huellas o sobre los rieles escarlata a través de los cuales mi cuerpo ya no regresará. Tomará sus llaves que, seguramente, habrá olvidado en la vitrina. Tratará de huir antes de que cualquiera, en medio del horror, la delatara en medio de sus gritos. Tendrá miedo. Aún con la empuñadura en su mano, verá el reloj atado a su muñeca. Se percatará de que no hay tiempo para matar a un testigo estrepitoso. Entonces arrojará el inerte pájaro a mi cuerpo inerte. Marchará a casa tan de prisa como los ciento dos escalones del ascenso sean subdivisibles entre sus zancadas de homicida en fuga. Entre precipitadas exhalaciones, abrirá la puerta, se descalzará sobre la alfombra. Cerrará la puerta, pasará los pestillos. Se tenderá sobre el desvencijado sofá, largo a largo. Descubrirá que cualquiera de aquellos puñales, a imagen y semejanza de sus plumas, no tienen por dieta la carne corrompida de los cadáveres. Recordará la casilla al margen del ajedrezado mosaico, en cuya rotulada arista debería estar un filo de rapiña: el buitre. Lamentará no haber esperado a que yo, tras mucha meditación, haya prendido el metal insustituible, según su nombre y atributo. Descubrirá, entre espasmos de horror, que insectos, cereales, peces palpitantes y néctar de flores no era el destino cierto de su saña homicida. Descubrirá que, pese a mi carne picoteada por otros buitres, no habrá redondeado nada y que la dieta de esa ajedrezada fauna no justificará el único epílogo que los justifica; lo que es peor, nada reunirá razones para un ataúd así. Después de tanta vergüenza descubrirá que yo dicté su yerro, sin siquiera mencionar el género ni la especie. Recordará que uno de esos puntos del espacio ha sido, por ejemplo, la pieza 4H que usted empuñó en un vuelo fatal. Recordará el inerte colibrí sobre mi espalda inerte.

Pero ha olvidado que pocos en el barrio conocen las reglas del ajedrez, y aun menos la intransigencia de esos dos tonos.

Y usted ha olvidado que la puse de ejemplo. Usted ha olvidado de plano que casi todos nuestros vecinos son sastres del pesado fuego. Un asesinato con cualquiera de esos alfileres vulgares no pasaría de ser un episodio repentino, apenas contemplativo, sin que su naturaleza se pierda en divagaciones criminales.

Sin embargo, aquí los hombres más violentos gastan parte de sus sueldos en borracheras. Si, por ejemplo, surgiera una reyerta entre alguno de esos borrachos, y echaran mano de esos cuchillos encubiertos, entonces habrá vulgarizado su régimen en una escena lastimosa, que tampoco le justificaría a usted.

Usted ha reconocido en esos pájaros unos puñales; es decir, lo que finalmente yo he dispuesto. Pero, para cualquier cliente desprevenido, no son sino aves labradas en caricaturescas posturas y pintarrajeadas según sus plumajes. Y he sido tan meticuloso de haber encubierto la veracidad del metal.

Así como he reconocido en esas cifras unos filos, habrá también quienes esto intuyan y lo murmuren. Un chisme falso siempre halla un verdadero perpetrador.

A partir de entonces, todo lo venidero terminará siendo parte de mi táctica. Considere usted que había dado por sentada su astucia.

Veo que conoce la mente de su asesino, y que tiene cubierta su desesperación.

Siempre y cuando esté al acecho.

Bueno, tengo que irme. Permítame.

Claro; sus llaves —las tomó de la vitrina y las ofreció con gentileza.

Ella subió los ciento dos escalones hasta la puerta de su casa. Antes de entrar, pensó amargamente en lo que dijo el viejo. Abrió la puerta; allí estaba su marido, impávido, sentado en el respaldo del sofá.

¿Cómo reaccionó?

De cualquier modo es un tipo muy precavido; ha cubierto muchas posibilidades de enemigos imaginados.

Sí. Su tablero llama la atención, ¿verdad? —Ensayaba, tratando de no acentuar su obvia insistencia— ¿Preguntó sobre las cuotas que todavía debemos? ¿No te habrá amenazado otra vez con quitarnos la radio?

A excepción del cartel que cuelga de los flecos, y que me recuerda tu letra en tiempos felices, nada dijo sobre cuotas ni plazos, y eso que conversamos durante un buen rato.

¿Qué tanto discutieron? Quiero decir —insistía de nuevo, sin reparo—, ¿preguntaste? ¿Qué dijo del nicho vacío?

En primer lugar, dejó muy claro que el tablero era un ajedrez.

Pero si eso es obvio —dijo, interrumpiéndole.

La casilla al margen, que recién la semana pasada había rotulado con la palabra buitre, no es un apéndice del juego fundamental; es, según dijo, un juego vedado al asesino. Insinuó, a través de un ejemplo que nos incumbía, que ese recuadro iba a seguir vacío, y que esa ave estaría ausente todo lo más.

Y tú, mujer, ¿le propusiste que esas réplicas deformes eran puñales? —preguntó ya decepcionado.

No.

Pero si insistí tanto en ello —dijo, para sobreponerse—, cómo es posible que lo hayas omitido. Hubieras visto la cara del bribón mientras revelaras, a quema ropa, su artesanía.

Créeme que no hubo necesidad, pues él supuso, o mejor aún anticipó, un plan nuestro; incluso hablaba como si lo diera por sentado. Siempre se mostró sin preocupaciones, igual que si diera una cátedra de filosofía. Después de todo, no le importaba que se corriera un chisme sobre esa rara colección. Según noté, eso también es parte de su estrategia, a pesar de que la supuso menor.

Ese viejo sólo se pavonea, tan gordo que apenas una piel de molusco gastado lo ciñen a la moda —dijo desmañadamente, como para sustraer la verdadera importancia que le hubo atribuido a su arisca liebre—. ¿Se sintió ofendido por tus preguntas? —agregó, luego de una pausa.

No lo noté ofendido; pero sí, un tanto severo; a pesar de que no me recordó las cuotas atrasadas.

Olvida esa deuda de mierda. No sé cómo nadie ha aventurado matar a ese avaro regordete —agregó, entre las pausadas rendijas de su silencio.

Tú, querido, ¿eres capaz de matarlo?

No es fácil. Tendría que urdir un plan, de verdad, y lanzarme a una escena brusca. Además, asir otro instrumento… irrevocable.

¿Otro? ¿Irrevocable?

Sí, recuerda que fui cirujano antes de venir a menos. Necesitaría algo más que un bisturí.

Además de algo más que tus agallas. No te atreverías —espetó, secamente.

Digamos que mi coraje apenas cabe en mi cráneo; y mi cobardía, fuera de él. Por lo demás, ya no puedo pagarle a un sicario, según el precio fijo de mis agallas de siempre.

Pero no dejas de prometerle al avaro ese dinero inexistente con el cual nos extorsiona. El único vínculo entre el estipendio para un sicario y la deuda que contrajimos es tu ruinosa cobardía, nada bastardo sale de eso y, sin embargo, aun temes cederle siquiera tu apodo.

Calla, mujer. ¿Por qué no te encargas tú del asunto? No sé si tienes el valor de degollarlo, pero al menos eres tan valiente como para injuriarme en mi cara.

Pues sólo me queda valor para injuriar a los cobardes. De un tiempo acá, eso ha sido cuanto nos queda y cuanto nos separa, suficiente para avergonzarme por los dos y de los dos y del divorcio que aún nos une.

Ya basta. Olvidemos esta plática vergonzosa. Sin duda, una radio no es un motivo que me enorgullezca, y estoy seguro de que hay pocos que puedan sintonizar una de sus emisoras sin sentirse menos. Además, ya vivirá en el mundo el hampón que lo mate; la noticia la escucharemos a través de la misma herencia, pero hasta entonces habrá que comprarle los víveres.

Tienes razón. Hemos sufrido tanto, durante estos meses que parecen túneles sin fin; no hablemos ya de costumbre. Es la primera vez que he pensado en matar a un hombre, y es absurdo que haya surgido tal idea entre los vaivenes de una discusión tan mezquina…


Al llegar a la calle, Esteban creía haberse librado de aquellos escalones. Pero su homicidio no prolongó la virtud de su pulso definitivo. Su mente empezó a zozobrar sobre las olas iracundas de sus pensamientos. No importaba lo lejos que hubiera llegado para despachar un asunto propio (tal como si concluyera un autorretrato); pues Agripina debió desconfiar de ese falible sayón, que ahora se reprochaba a sí mismo. Sin duda Esteban estaba obligado a consumar u omitir el sacrificio verdadero. Corrió a través de las calles, corroído por el arrepentimiento.

Se detuvo, cargando a su espalda una joroba de palpitaciones. Al tratar de desenvainar el buitre se cortó el dedo anular. De pronto un sólo escozor le confirmaba que las arrugas del bolsillo se habían plisado en torno al pegajoso plumaje. Siguió por una callejuela. A resguardo de un poste, sacó un pañuelo para limpiar la pequeña herida. Guardó el pañuelo en el bolsillo opuesto.

Incorporándose, se introdujo en el portal sur; decepcionado de no haber sostenido una fuga firme hasta el sitio establecido. Pero pronto advirtió con gozo que, a unas pocas cuadras del pasaje que trasponía, debía estar la mujer esperándolo con zozobra, e igual de ansiosa por ir a cenar su última cena con él. Salió por el portal norte. Caminó aceleradamente hasta la esquina. Dobló hacia una bocacalle, a cuyo término estaba el carro que esperaba encendido. Pero, ¿cómo podía justificar su desacato? ¿Qué prerrogativas se podían interpretar de una traición irreparable? ¿Después de todo, no había incurrido en un veredicto que él había heredado a su modo? Quizá lo mejor que podía hacer Esteban era no acudir a la cita. Perder a Agripina irremisiblemente; no enfrentar el irascible juicio que ya se insinuaba en la sombra de los árboles. Volvió a palpar, con escrupulosa precaución, el filo del buitre. Aunque se le ocurrió asesinarla, supo inmediatamente que esto agravaría la incertidumbre de la cual tantas dudas corromperían más el sacrificio. Por otra parte, tampoco tenía el valor de desobedecer las leyes más allá de las excepciones que Agripina concediera.

Antes de llegar a la portezuela del copiloto, comenzó a ensayar ciertos giros que atenuarían su desacato. Urdió dilaciones y penitencias a las que él debía someterse sin reservas. Sufrir su parte con una resignación servil. Se propuso regímenes que lo mortificarían más allá de los rigores en la cárcel.

Se acercó despacio, cabizbajo. De repente se abrió la portezuela. Esteban miró la consola sin advertir el cuerpo de Agripina reclinado en el asiento, a lontananza del volante. Ahí yacía, enjuta, ovillada como una serpiente de Blake: tan inflexible como su veneno inversamente flexible. Vestida de un luto impecable, con las piernas cruzadas, maquillada varonilmente. Su calva mano ceñía una peluca pelirroja, en cuya pelambre una pistola diminuta sobresalía apenas.

Ella simplemente tiró del gatillo. Las gónadas de plomo castraron mortalmente al perplejo concubinario…



Octubre, 2002

Capítulo VI

One Bible Written in Three Parts


Lo que Juanito no sabe Juan no lo aprenderá

Proverbio alemán

 

Preface


Debemos considerar la existencia de Dios como cierta —continuó Robert Sharerson, sin dejar de hablar en castellano —, puesto que lo que se niega, y los ateos justifican tal negación, no se suprime en cuanto los negadores descifran la fe de su prójimo.

Exacto —aceptó Neil Siderson, quien era un buen interlocutor en castellano.

Así que al tener como cierta la existencia de Dios, consideraremos que su divinidad funciona, por de pronto, implícitamente; pues, a saber por su integridad, ¿qué otro tanto se pudiera objetar que no sea a través de la negación misma?

Sin duda. Pero así mismo se puede consentir cuantas cualidades se puedan negar.

Si consideramos a Dios dispuesto como único e indivisible, sólo es posible negar su estirpe pero no su facultad; pues ésta queda dilucidada al no poderse censurar a través de la negación consecuente. Así que ni por reproducción infinita es posible que le conjuremos su poder. Luego las cualidades no representan ni menos que la resolución de su indivisible integridad.

Soy de tu dictamen.

Ahora ensayemos si existe la posibilidad de un Dios único y omnipotente entre los confines del SER. Para ello forzaremos el alcance de lo posible para, eventualmente, demostrar la imposibilidad. ¿Estás de acuerdo?

Por supuesto.

En primer lugar, la herencia de lo probable es cuanto le incumbe. Su poder debe ser mayor que la suma de lo que es comprensible en el SER, de modo que no haya refutación a su arbitraje.

Naturalmente.

Luego si es mayor que la suma de su reino, cuanto por ello debe su poder, no es comprensible entre sus súbditos, y aun su dictamen es impracticable. Su cetro, y no su túnica, sólo es suficiente como la imaginación que lo concibe.

No obstante, ¿Dios existe como dijimos?

Así dijimos. Pero si Dios fuera la suma exacta del SER, no podría, en el principio de su cuna, sumar a sus obligaciones un juicio parcial y específico sin perder su integridad de sujeto absoluto, luego no habría juicio inconcluso que no amputara su primogénita cojera, así, paso a paso, a ser nada llegaría. En fin, Dios no es en el SER.

O es todo sin saber de sí, y sin saber de nada, según así lo pienso. Esto objeta todo lo anterior, ¿no es verdad?

No, porque si en las extensiones de nuestro entendimiento lo creemos así, también en nosotros ha de ser amputado según el concurso de nuestros hechos contingentes. Entonces, lo dicho, Dios no puede ser en el SER. Luego existe sin ser: existe cual objeto de sí mismo. Sólo en la NADA yace pleno para sí, divisible entre todos los múltiplos que no son. Luego, él mismo se tiene como el último fin de sus recursos, sin que la administración de su entorno lo perturbe.

Entonces ¿reduces a la NADA como objeto del SER y a Dios como el centro de la NADA?

No a la primera proporción de la pregunta; mas podríamos, sin duda, reconocer a la NADA, y no por ello reconocerla como una expresión reductible. Podríamos ejemplificar su naturaleza a través de ejemplos simplificados, pero no modificar su consistencia y aun menos suprimirla. En cuanto a Dios, sí… como el centro de la NADA, siempre da en el blanco.

A diferencia del SER, ¿la NADA no mide nada fuera de ella misma?

Cierto.

Luego, ¿Dios es infalible?

No.

Pero si siempre da en el blanco, puesto que, como se ha dicho, es el objeto de sí mismo, a qué otra conclusión se pueda llegar.

Sucede que no ES sino que EXISTE, y se “tiene” como objeto de sí mismo. Usar el verbo “ser” no deja de ser el prejuicio nuestro que, sin que a duras penas pueda omitirse, demuestra las instancias del Dios que hemos aprobado, único e inapelable. Si recuerdas lo dicho, te darás cuenta de que dije que Dios ES porque buscábamos probar si es en el SER, por eso dije que iba a forzar el alcance de lo posible para demostrar, eventualmente, la imposibilidad. Habiendo dilucidado el punto, dimos con la impostura: así que no siendo, Dios existe. No habiendo tenido lugar aquella duda, ¿Dios coexiste con nos?

No, sólo coexiste para sí, en la NADA.

Ahora ya tenemos a Dios y a su reino. Sólo me queda probar la certidumbre de los predios antes de entrar en los pormenores del Rey respecto a su hacienda.

Estaré gustoso en escucharte.

Supongamos que tenemos cuatros cazadores a quienes se les encomienda cazar un oso para el día siguiente. Se les ha dicho, además, que el oso merodea las barracas donde ellos pernoctan durante la noche. Se dispuso de cuatro rifles, cargados a medianoche por el celador. Al amanecer, cada uno de los cazadores se levantó de su cama según el hábito matutino de cada quien, pero a determinada hora que era la de todos. Entonces, como estrictamente fue dispuesto, iniciaron la marcha hacia el bosque. Siendo los cuatro buenos cazadores, convinieron unánimemente darle caza al oso por separado, de modo que el efecto de su deliberación no fuera unánime como la naturaleza misma del concepto. Sin embargo, tras largas y agotadoras horas de cacería, los cuatro coincidieron en el mismo paraje, donde el oso retozaba sobre el hirsuto césped. Reunidos en sigilo, convinieron, sin más, abrir fuego simultáneamente contra el plácido oso. Así los cuatro rifles, que convergían en el bulto, enviaron diligentes embajadores del fuego. La bestia quedó anulada en la prolongación de su reposo. Pero sólo tres de los cuatro rifles despacharon el plomo definitivo; pues uno de los cazadores, a hurtadillas, se levantó antes del amanecer y sustituyó el cartucho reglamentario de una de los rifles por uno de salva. Luego, sabiendo de antemano que tal treta comprometería la vida de uno de los hombres, se fue a dormir pensativo. Al amanecer el celador repartió los rifles de modo aleatorio para impresión del que en el desvelo creyó cabal su suerte. No obstante, no hizo falta que un hombre muriera amparado en su estéril arma, para que se conjeturara un designio fatal para esa compañía, puesto que todos, incluso aquel alevoso hombre que procuraría siempre encontrarse con los otros, coincidieron al fin. Ahora tratemos de considerar las definiciones que ya hemos inducido.

Me parece que será interesante.

En primer lugar, tenemos cuatro cazadores, de cuyas circunstancias se pueden clasificar tres reconocimientos bien definidos de la NADA. Puedes cerciorarte de que he buscado simplificar la variedad, número y alcance de los ejemplos y no lo que realmente es ejemplificado a través de ellos. Dicho sea de paso, porque probaremos que la NADA no puede ser reducida por el SER, y porque Dios, en la NADA, acude a sí como el objeto de sí mismo. Esta última relación te pido que antes la demos por sentada, porque poco valor tendría entrar en una polémica disoluta sin avanzar en los preliminares de nuestros ejemplos. Además sólo en lo sucesivo surgirá la ocasión oportuna en la cual yo pueda demostrarte la evidencia de tal relación.

No tengo ningún problema en consentir tus escrúpulos. Estudiemos, pues.

Bien, un hombre sabe que una de los rifles tiene un cartucho de salva y que, por tanto, no hincará una aguda huella en el oso; a esta situación la llamaremos A. Un hombre más (habiendo supuesto, desde luego, que no haya tenido lugar la terrible coincidencia que temía aquél del cual ya hemos hablado) disparó la escopeta mala sin saberlo; a esta situación la llamaremos B. Los otros dos hombres son tan ignorantes como el anterior, ¿no es cierto?

Desde luego.

Pero a diferencia de B no son objeto directo de su ignorancia, porque no corresponden a la suerte única. Aquí tenemos la tercera y última situación a la que llamaremos C. En fin, A, B, C son los tres particulares ejemplos con los cuales hemos simplificado nuestro estudio y no la razón de nuestro estudio. Con esta especie de matrícula queda dilucidado, de antemano, que hay dos formas de probar la existencia de la NADA. La una es saber que no se sabe; la otra, en lo que respecta a este ejemplo, saber que no se sabía. Para esta segunda categoría, se puede saber que no se sabía como que no se sabrá, según sea el caso. Pero, en fin…

Eso puede ser también la comprobación del SER, y nada más que del SER, porque si un hombre, por ejemplo, duerme en una cama sin saber que bajo de ella alguien puso una bomba, y tras una fatigosa vida muere en esa misma cama sin caer en cuenta de la bomba, y lega la cama a su hijo cuyo hijo la recibe de su padre, y así sucesivamente hasta que un desafortunado descendiente vuele en sueños… y aun el infortunado descendiente de esa estirpe despierte para saber que no sabía lo que sus antecesores nunca supieron… En fin, todo ello, mi querido Robert, ¿no viene a corroborar lo que ya era un hecho de antemano?

Estas dos formas de probar a la NADA son ciertamente dos, y ciertamente propicias más allá del SER, porque la NADA no tiene embajadores en el SER. Dicho de otro modo, cuando se examina desde el SER lo que al margen del examen no hace mas que influir en sí mismo, es seguro que no se halle, por ejemplo, la bomba que no es en el SER. La bomba que estalla, o que aún no ha estallado (la bomba que ES), puede ser probada, como se deduce de tu ejemplo, aunque se prescinda de esas dos formas por consumación de otra distinta sabiduría, pero siempre en lo que concierne a la NADA son irrevocables (y únicas) de cierto en el estudio de la NADA.

Muy bien. Sin embargo, la situación A contradice la última de las dos formas, puesto que el hombre de A sabía de antemano que había una escopeta sin bala, de suerte que él mismo se encargo de que no fuera de otro modo.

Él no sabía más que lo que acabas de referir; es decir, que había una escopeta desdentada, lo cual no lo pondría en ventaja respecto al resto de los cazadores, si se tiene en cuenta que las armas fueron distribuidas al azar. Él sólo pudo saberlo todo cuando, al acecho de la bestia, y a diferencia de sus compañeros, eligió un certero ombligo del pelaje, apuntándole para probar si su cañón dejaba una marca terminante; de modo que al comprobar que su escopeta era buena o mala, él supo que no sabía.

Pero, cuando marchó solo, pudo cerciorarse de cual escopeta le había tocado en suerte.

Hay varias respuestas a eso, todas satisfactorias. La NADA siempre tiene un comportamiento innato, aun cuando se le estudia sin precaución. Pero basta con decir que mi relato no permite corroboraciones específicas.

¿Por qué?

¿Te acuerdas de aquel celador de cuyas responsabilidades te nombré una?

Claro. Recuerdo que dijiste que había cargados las armas a medianoche.

Su rol de celador había de tener otras responsabilidades, que le son propias a su merced; entre las cuales estaba las de asegurar, luego del amanecer, los cañones, de modo que la certeza del azar no tuviera interpretaciones a partir de entonces. Ahora bien, te dije que el curso de mi relato no permite que ninguno certifique las municiones. El celador es el saliente de lo que subyace bajo esta certeza, pero ya tendré tiempo para adelantarlo.

Entonces continúa con tus explicaciones contemporáneas.

Luego la situación B y C difieren la una de la otra por su carácter impersonal, que sólo es discernible por las dudas que tiene el hombre de A.

Es muy cierto. Sin embargo, este hombre del cual depende la diferencia que divide en una situación B y una C a la ignorancia del resto de los hombres, puede confesar sus apuntes a los compañeros. Más allá de que sobreviva a la confesión de su pecado, reduciría la NADA a la inexistencia, lo que rompería la regla única según la cual el SER tiene por objeto a la nada sólo cuando no se pueden restringir sus confines a dimensiones impuestas.

De momento, y sin dar tiempo a un razonamiento inmediato, podría hacerse triza el elástico fondo de nuestra charla, aun si guardo silencio. No obstante, me has preguntado; quién más podría responder, que no sea yo mismo.

Cierto.

Aunque sólo de tu pregunta me incumbe la respuesta. Suficiente para evitar que este coloquio se deshaga en divagaciones imprecisas.

Estás en el derecho de responder.

En primer lugar, déjame decirte que tu objeción falla en virtud de sus propias extensiones. Desde el primer momento admitimos que Dios existe y luego vimos que sin ser existe, por lo que implica de todo que lo demás existe siempre, aunque no se sea. Ya he adelantado que el comportamiento innato no admite diferencia ante cualquier estudio. Por lo que sólo mi relato podría tener todas las debilidades que quieras achacar, pero este ABC son como tres ombligos de una misma criatura. Ahora, para probar la urdimbre de mi relato, debo segar tan monótona maleza. No obstante, creo saber cómo abreviar mi compromiso.

¿Cómo ha de ser?

Con un atajo oculto bajo las espigas, digámoslo así. Bueno, hemos establecido dos formas para probar a la NADA: no saber y saber que no se sabía.

Sí, eso hemos hecho.

Y estas dos formas han sido el fruto de nuestra conversación.

En efecto.

Por lo cual poco importaría probar lo que no existe en la NADA. Sin prescindir de lo anterior, entonces, retomo lo dicho. Así que nuestra conclusión ha de tener aplicación en aquello que ya luce rutinario.

Así me lo parece. Es decir…

Déjame tomar un escalón intermedio antes de llegar a lo que ya has aceptado. Si los otros tres hombres quedan al tanto del pecado como lo has llamado tú, y además no dan muerte al cuarto para redimir la ignorancia, las tres situaciones tendrían una etapa ulterior, que ciertamente no anularía las características particulares de cada una de las tres situaciones. Pero, más allá de esto, hay otra comunión entre las situaciones que tampoco anularía los atributos de A, B y C.

Todos, de cualquier manera, asisten a corroborar la NADA a través de sus ejemplos, como si ejemplificaran los horarios de cada uno de los otros, te diría un hombre poco vigoroso.

Ese hombre, a pesar de su vigor, está en lo cierto; pues para los cuatro cazadores no hubo bala que fuera en el SER. Todos, de cualquier manera, se enteraron de que una de los rifles tenía un cartucho de salva. El plomo de esa escopeta sólo existe en la NADA. Las dos formulas latentes del SER reglamentan la curiosidad también de antemano implícita. La bala no es en el SER, pero ese “no ser” es un juicio clarividente de una sabiduría de “no saber” y de “no saber que no se sabía”. Un juicio cuya única propiedad indicativa es la de reconocer la sola existencia de la bala en la NADA, no la de anular toda posibilidad de existencia y comportamiento fuera del SER.

Tienes razón. Ahora hemos corroborado, aunque sea para efectos de estas divagaciones, la mínima parte de un reino. ¿Y Dios?

Dios existe como el celador de la NADA. Al no tener confines ajenos a los cuales sustraer su perspicacia, puede cuidar de sí mismo, sin que tal cuidado lo demore.

De lo que se infiere su inmovilidad. Luego, ¿por qué el reposo no lo aleja de sus obligaciones, del centro de la NADA?

Porque nada le rodea en contingencia religiosa. ¿Él desearía existir como celador?

No, porque sólo existe como celador.

Exactamente. Allí podría existir sin disminuciones, porque existe. Los celadores del SER, pueden tomarse como ejemplos, si queremos revalidar el estudio de la NADA. A guisa de una estrafalaria paleontología, se infiere otro tanto.

¿Cómo es eso?

Hace un tiempo yo dormitaba en el banco de una catedral desierta, esperando que me pasara un mareo. Cuando levanté mi somnolienta cabeza vi al capellán hablando con un hombre venido de la calle. Los dos compartían la misma fisura, y sólo así pude distinguir un par de siluetas que se mellaban en el vacío. El capellán le decía al hombre: “1500 funcionarios del ministerio se levantan de sus catres, y en el periódico matutino, justo en la prédica oficial del ministerio, todos echan de ver la clave de un dolo millonario. Tan milagrosas fueron esas páginas, donde cada uno descubría la ignominia, que individualmente creyeron en la singularidad de sus destinos. Entonces cada uno decide abandonar su trabajo. En vez de salir de casa, cada uno se recoge en sus respectivas pesquisas. Indagaron lo evidente, relacionaron lo implícito, supusieron consecuencias estrafalarias, y aun en el devenir de ese ardor, ciertamente ya documentado en tarjetas vacías, fueron ensayando métodos más agudos y prolijos. Llegó la noche y ninguno se rendía. Cada uno se figuró que no iba a pasar mucho tiempo antes de que la disoluta administración al fin quedara expuesta. Cualquier otro acucioso detective pudiera rebasar ese hallazgo, que por de pronto cada uno de los 1500 creía exclusivo de su rigor. Apenas si dormitaron unos minutos, como si lo hicieran en esta iglesia. Al amanecer, despertaron con el mismo afán, sin preguntarse si sus vecinos y colegas les echaban de menos. A diario insistían en los preliminares hasta muy entrada la siguiente noche. Pasaron varios días, y a ninguno les disuadió una correspondencia regular, quizá por suponerlas tan obvias en los demás alcances. Todavía eran insuficientes las pruebas que se pudieran reunir después de venideros días. La verdad unos habían progresado más que otros, y de cualquier modo la suma de esas contribuciones podían difundir una variedad inconcebible de detalles, pero todos, sin dejar de trinchar periódicos mañana y tarde, sabían que era posible que alguien más se adelantara. En esa procesión, cada uno se vio al espejo como la silueta espectral de un filósofo que se repetía al infinito. El que cada uno pudiera pormenorizar la desgracia de avances parciales e incompletos, ya no les era suficiente, porque si ningún ciudadano había vislumbrado un indicio así, la cantidad de todos, en oposición a cada uno de ellos, confirmaba cualquier ignorancia en su extensión y profundidad, tal que esa masa tendería a aventajarles en aquella urgencia. Entonces los demás, los otros, sí que eran culpables de una expresión tan amplia como confirmada en la estadística. Ante esos temores, cada uno juntó sus respectivos legajos; cada uno determinó comparecer con una acusación cuando menos de sus flacos sostenida. Por los medios particulares que también los dividieran, los 1500 artífices partieron a la capital. El día de llegada había en la opinión un generalizado escándalo sobre las provincias. La policía recorría las calles y era retenido, cacheado e interrogado cualquier transeúnte. Antes de que se les cogiera autoritariamente, cada uno de los 1500 se desembarazó de cuanto acreditaba su visita. Al poco tiempo se expusieron las acusaciones del dolo, si bien aún para el gobierno el principal pillo, entre numerosos cómplices, acopió una sustancial porción que le implicaba de modo incuestionable, y así se hundió de lo alto de una soga. La mayoría de los hilos se repartieron en el despilfarro de quienes si pudieron huir. Esas migraciones, desde las provincias, levantaron todo género de sospecha, y fue la perdición de tantos desvelos cuya urdimbre quedaría enredada para siempre. Un siglo después, justo cuando el penúltimo de los 1500 muriera en la casa natal del último que aún estaba por nacer, se imprimió la edición centenaria de aquel periódico revelador. En otra edición especial, pasado cincuenta años, se completó la historia ya predicha para las 1500 estafas al erario público que dominaron siglo y medio de revueltas, autoritarismos e incertidumbres. Al fin la liga de los 1500 empleados develaban un déficit ya corregido con ilusorios grados; pero nunca se reveló otro nombre que hubiera de abreviar esa deserción.” A lo que el hombre le replica: “entonces nunca existió una corrupta dieta en un plazo como ése, puesto que los 1500 comprobaron por su parte que eran perseguidos en un día.” El capellán, acercándose, razonaba así: “En esto te engañas, porque cuando menos estamos hablando también de 1500 celadores que conocían las entradas y salidas de otros 1500 empleados ausentes. Cuántos más no se sabía, si el porvenir de una centuria y media podía redondearse en nada, y esto en oposición a los 1500”. Después de esas últimas palabras atusé mi calvicie. Al margen de otras postergaciones, apoyé suavemente la cabeza en el respaldo del siguiente banco. Estuve quieto como mi memoria. Me asediaba el silencio cavernoso. La escena se repetía en los hologramas de esa catedral; lo recuerdo bien. Salí de allí sin discernir los interiores góticos del cielo profundamente sombrío en sus arcadas. No obstante, descubrí que aquellos 1500 centinelas no tenían una casa a dónde ir, sino otros puestos que relevar (una tumba con cada nombre, por ejemplo). Incluso morir en atajos desconocidos era un riesgo sagrado de su oficio. Una edad propicia, tras la cual cualquier centinela cree servir como los ausentes, ¿no justifica, por cierto, las demoras de cada nuevo dintel? En fin, sabía que un sindicato de centinela era una idea superflua y hasta despreciable, porque permanecer apostado con paciencia era la conversión de cada hombre. El hombre de la situación A, cercado por el peligro de su misma intriga, no podía prescindir de su arma, aun cuando maldijera las responsabilidades de quien aseguró el azar, aun cuando fuera también el centinela de su propia situación.

Pero es un centinela conveniente el de tu abecedario.

Eso, sin duda, lo replicas tras confirmarse a cabalidad lo previo.

A ver.

Si recuerdas lo dicho, sabrás también, como yo lo sé, que ambas parábolas convienen sus medios, porque de ese modo lo sabemos. Si pudiera darse el caso de que el centinela mío, junto a los otros 1500, se les apartara por otro propósito conveniente, que todo lo serían según sus grados, sucederá que la nada aumentaría en ello el ajuar; no tanto porque los centinelas no fueran 15013, sino porque esa cifra propende a otra que en otros relatos reconoceríamos, dados los medios naturales de nuestro estudio.

Mis dudas, como ases de una buena partida, han sido conjurados, uno a uno. Así veo que sobre la NADA no tenemos nada que discutir, aunque muchas palabras aún nos separen. Pero me temo que sobre el SER no con-ser-vemos una opinión común, Robert. Para empezar, la parábola del capellán es tan teológica como que si la hubiera leído ya de una Biblia.

Y yo, Neil, la he vivido antes de leerla… “Este hombre había ensayado sus réplicas sumisas, eso desde luego.”




Umtz Zurmahn’s skull


Después de bajar los escalones, sin detenerse sino cerca de la puerta del sótano, Robert Sharerson profanó la liminar oscuridad con sus oscuros dedos enguantados en la prisa de su hábito. Otra vez aquella casa en la cual pasó lo más de su primogénito tiempo. En los confines del tacto, entre telarañas, apenas pudo distinguir una cartilla de anatomía, otrora consultada con cuánta curiosidad infantil. También pudo recordar otro episodio de su infancia: los pulidos huesos de madera dispuestos ordenadamente sobre la mesa. Durante aquel ayuno, ella nació, el 29 de abril de mil novecientos sesenta y…*

Cerró la puerta y subió. Salió al porche donde había citado a Neil Siderson. Allí divagaron en un tendido diálogo.


Este hombre había ensayado sus réplicas sumisas, eso desde luego.”


De cualquier modo —dijo Neil—, me parece que el SER tiene efecto más allá de lo ortográfico en tanto nuestras consideraciones sean, eso desde luego, irreconciliables.

Ya había anticipado esa objeción. Por lo cual se me ocurrió que la mejor forma de definir al SER parte de nuestras consecuentes discrepancias.

¿Cuál puede ser unaprueba?

El cráneo de una mujer cuyo nacimiento se registró un día en el que tú y yo empezamos a disputar un ayuno prolongado: ¡Umtz Zurmahn!


—…que, por cierto, poco tiene que ver con la alegoría —dijo Umtz Zurmahn, al teléfono. Ojos claros. Sonrisa. Dientes. Cabello rubio. El talle espigado. Sostiene el auricular con mano invertida. La otra mano rodeando la cintura. Frente fija—. Con el ISBN tatuado en el ombligo de Petrarca… Tan fija como un tupido follaje de memoria irreparable. A pesar de lo cual las terribles volutas de tinta no dejan espacio para que el Apocalipsis estire sus piernas. Déjame citarla: “La verdad os hace libre” dijo el primero. “Lástima que no sea suficiente para salir de la cárcel” dijo su prójimo tomado por el segundo. “Además tendría que confesarme culpable si al menos quisiera reducir la condena. Pero, por otro lado, nadie es inocente, sólo que a veces nos lleva tiempo probarlo, y eso nos hace culpable desde el principio.”


A pesar de las bellas prominencias de Umtz, sería una prueba ininteligible por inconmensurable a nuestros instrumentos ordinarios. No hay modo de ir más allá de una tomografía; y hasta un registro superior es de ordinario insuficiente.

No te propongo que nos detengamos sólo en la morfología, que ya en las tonalidades de su carnación lo más de su rigor se nos muestra, sino que basemos la prueba en la comparación.

¿A qué te refieres?

La dentadura de Umtz Zurmahn es la única desnudez que aun nuestro pudor no puede objetar. Así que cuanto nos queda por hacer, es conseguir otras damas, cuyas dentaduras se asemejen a la de la señora Zurmahn. Arbitrariamente he tomado partido de ciertos caracteres disímiles, así cuatro completan el padrón, a saber —con una crispada mano, enumeraba los huesudos dedos de la otra—: una viuda que guarda luto a su pensión, una muchacha que se fugó de una cárcel sin haber profanado sus delitos, una escritora que se ve envuelta en las obligaciones políticas de sus personajes anarquistas y, finalmente, una obstetra que quedó estéril tras provocarse un aborto de esperanzas profilácticas.

¿Y qué hay con ellas?

Bueno, ellas son partes de una identidad restringida. Si el cráneo de Umtz es el original, inteligible, pleno, impecable, fértil aun en sí mismo, los otros cráneos, sin ser siquiera remotas copias, completan el conjunto a través del cual corroboremos las contingencias del SER.

Habría que reunir las fotografías de revistas, obituario, anuarios, matriculas, etc.… Colegir sonrisas y sonrisas tras horas de extenuante trabajo, e ir discriminando al margen de esa vastedad.

Eso es precisamente nuestra tarea que comparten desde ya nuestras tesis encontradas. Pues las relaciones entre cada una de esas mujeres, y las relaciones de ellas con Umtz, nos daría la pista para profanar el sepulcro desconocido —miró en derredor—. Ya verás —agregó entre impacientes miradas.

No se habrían de ver sino hasta la semana siguiente. Deliberaron, consintieron, y, finalmente, tenían el conjunto en su totalidad.

El cráneo de Umtz Zurmahn lo llamaremos X —dijo Robert, escribiendo las marcas pertinentes en cada fotografía—. El cráneo de cada una de ellas, lo identificaremos con 2x, 3x, 4x y 5x respectivamente. Siendo X el término primario de nuestra prueba, los otros cuatro términos serían de orden secundario, y estos, a su vez, tendrían una derivación terciaria de naturaleza binaria, compuesta por un término idéntico al que derivan y uno idéntico al secundario contiguo que preceden, de suerte que la derivación binaria de 5x tenga un término indeterminado. Algo como esto —le extendió el esquema. Neil miró los dientes de Robert por encima de la montura de sus anteojos, luego recibió la hoja:

 

2x

2x

3x

3x

3x

4x

X 4x

4x

5x

5x


5x

n





Al dilucidar n comprobaremos, no por separado como profetizas, la finitud del SER en este umbral —agregó Robert.

La solución es simple, y por separado —volvió a mirar la dentadura de Robert.

Se levantó del escritorio mientras dibujaba un diminuto garabato en el esquema. Robert procuró el papel acuciosamente, acaso para ver el infatigable garabato. Neil apeló al puñal que traía al cinto y apuñaló a su compañero. Insistió en el mismo costado un par de veces. El cuerpo cayó como un fardo de mortaja. Neil limpió la hoja del puñal con el pañuelo que siempre traía consigo. Reparó el cadáver tendido pesadamente sobre la alfombra. Volvió al escritorio y recogió unas irrefutables cuartillas, aún inconclusas, que probablemente Robert Sharerson había escrito en una febril noche de insomnio. Olvidándose de redenciones o mortificaciones que le sucedieran, las leyó, incluso bajo las arrugas de la tenue luz.


Eve Taverner, una arqueóloga de rasgos pretéritos, ocultó un tesoro innombrable. A pesar de la supervisión bajo la cual estaba sujeta desde que llegó al país, pudo atribuirse ciertas holguras, y aun su prestigio más que facilitar el robo lo justificaron. Se le recibió sin hacer pública su llegada ni los cometidos de la empresa. Vinieron las deliberaciones mitológicas para abreviar un mapa, y se dispuso la excavación que dilapidaría el esfuerzo de los hombres; de modo que Eve, junto a una cuadrilla de nueve jornaleros, descubriera por casualidad el arca del antiguo rey, en cuyo oculto fondo (y no en las trincheras) fue escondido el ajuar. Sacó los cráneos de los príncipes que no le sobrevivieron al rey y que en un rito funerario precedían al tesoro. Hizo creer a la compañía que ese baúl, robusto más por su edad que por sus espesores, sólo contenía aquellos restos palaciegos, y que cualquier otro valor, sea cual hubiera sido en aquella época, estaba enredado entre las volutas de los bordes. Mandó llevar el mamotreto, que acaso ya carecía de valor para la compañía, y en los vigores del desvelo procuró el tesoro y lo escondió.

Siguió con sus cálculos, y así entusiasmaba a los hombres hasta la decepción de sus músculos y la desesperanza general del campamento. Convenció a los más incrédulos de que el mismo osario albergaba un tesoro más íntimo. Paralelamente descubrió, en una grada de la excavación furtiva, otro cráneo, uno que parecía venir de la cabeza de nadie, con las mismas formas de aquéllos exhumados la noche anterior, pero sin que hubiera mandíbula alguna que le correspondiera. Éste no se había corrompido en absoluto; a pesar de la tierra, tenía una dureza en virtud de su palidez. Eve, ante el hallazgo, preservó el asunto bajo su sola perspicacia. Escondió el cráneo en su tienda, en su alto bacín. Durante tres días, a media noche, luego de lidiar con los capataces, no hacía sino ver que esos huesos eran como una roca cabal e intacta.

La tercera noche dispuso de lo imprescindible, asegurando, eso desde luego, el cráneo en un faldón de la mochila. Con la ayuda de un centinela con el cual contrajo las condiciones de una confianza incestuosa, pero cuyo soborno le costó además una diadema de oro, escapó del campamento. Marchó a sus glaciales orígenes; no a su casa de arqueóloga soltera en la ciudad, sino a su apacible casa de retiro en la campiña, después de que remitiera una carta a la compañía. En apenas unas líneas revelaba el paradero de todo el ajuar que había escondido en los pliegues de su tienda, sin inventariar el migajón del corrupto guardia, cuya sola suerte, de ser descubierto, Eve, por de pronto, no quería divulgar.

Ya en su biblioteca, entre volúmenes cuyas preces seculares se alzaban hacia los artesones, se sentía guarecida de cualquier maldición extranjera. Tomó entre sus dos manos el cráneo; lo interpeló en silencio, escrutó sus cavidades pacientemente, lo enfrentó al espejo elíptico que reflejaba flaquezas entre los bíceps forzudos de una caoba. Lo puso finalmente en el tablón de su escritorio. Esa noche se emborrachó. Con una copa de vino en cada mano, contoneándose entre sus repeticiones, empezó a intercalar parlamentos de poetas ha mucho reducidos a sus elementales huesos. Apagó la araña y tomó, de uno de los cajones, una vela que encendió y empotró en un ojo. Se sentó a ver como lentamente el blando trono de la luz se derretía. De repente se incorporaba sobre la rigidez de sus propios huesos. Quiso apaciguar lo que ya se extinguía por su propia consumación y torpemente hizo rodar el cráneo. A tientas dio con los primeros escombros; pero ya el sopor del vino apenas si la dejaba libre para el sueño. Cayó tendida, al margen del rompecabezas.

Mientras el sol iba encandilando sus ojos, alcanzó a distinguir que estaba otra vez en el mismo lugar que entonces ocupaba. Las cortinas por primera vez en seis meses se habían corrido para el recibimiento de la noche anterior. Entre vagos arranques quiso recordar las copas definitivas, y cayó en cuenta de su exceso y de su terrible consecuencia. Se levantó, se dio vuelta rápidamente hacia donde debía estar el Partenón derruido, y con perplejidad descubrió otro cráneo entre los fragmentos del anterior, dispuesto sobre el parquet como un huevo irregular desde siempre bruñido. Aunque no había tomado ningún registro del original (ningún croquis y aun menos una fotografía), aceptó con asombro las similitudes, o la idéntica heredad.

Nadie pudo haber entrado a su biblioteca en el transcurso de esa noche. Siempre que se ensimismaba en un asunto complicado, aseguraba la complicada cerradura con llave. Ninguno de todos, sino tan sólo ella y sus juramentos, podían estar al corriente del hallazgo. Omitiendo cualquier explicación estrafalaria, concluyó, al mediodía, cuando su hija llamaba a la puerta, que el cráneo contenía a otro cráneo. Por inverosímil que pareciese, este nuevo cráneo tenía las mismas dimensiones de aquél desde el cual había salido. Se imaginó que los escombros debían congregar un peso equivalente y en la balanza lo comprobó sin ninguna duda.

Pasaron tres décadas desde entonces. Ya en el lecho de muerte, Eve Taverner mandó a llamar a su única hija. En lugar de discutir el testamento, cuyas extensiones habían sido forzadas en medio de severos reproches, confesaría a su heredera la existencia de un cráneo que dentro de todos los cráneos era tal vez imposible. Últimamente, durante las tres semanas anteriores a su convalecencia, examinaba todo como antes. Y luego el secreto, en el mismo bacín, confinado a la fatiga de la herrumbre y al cenit de la claraboya.

¿Te acuerdas de aquella expedición, cuando tu memoria sólo se conmovía en una cuna? —preguntó, entre monótonos estertores—. ¿Te acuerdas cuando conté la razón de mi regreso? —agregó.

Quizá ha sido el único secreto que, venido de tu parte, he admitido hasta con abnegación —respondió su hija, desviando la mirada a las canas de su madre—. Pero cómo escapaste de esa gente, sin correr el riesgo de morir al margen de explicaciones policíacas —agregó.

Escucha, mujer. Sólo escucha. Antes de siquiera pensar en el regreso —empezó a hilar—, descubrí algunos fragmentos de una vasija. Mientras desempolvaba mis manos, un saliente de algo desconocido quedó al descubierto. De no haberse prolongado en su palidez extraordinaria, apenas si hubiera notado nada. Me hice del primer apero a mi alcance, y con prisa desenterré el hueso… ¡Ah! El cráneo. El cráneo. El cráneo —repetía entre pausas regulares—. Desde que lo sopesé, entreví algo extraño en él. Y fue por su condición que me arriesgué a desertar prematuramente, apenas había de llevar conmigo un único valor: el cráneo. Incluso soborné a un centinela con la pieza más minuciosa de aquel ajuar que yo pensaba sacar furtivamente. A medianoche, me despedí del centinela, no sin antes advertirle de que su fuga, cuando menos en el lapso de un mes, le incriminaría sin escape; pues levantaría tales sospechas que, incluso disponiendo de la joya, no sobreviviría a la impotencia de los capataces. Una vez en la ciudad, y antes de marchar a la campiña, remití una primera carta a la expedición, en cuyas líneas enmendé mi falta precisamente por devolver lo que había escondido. Por supuesto que no bastaba para aplacar la cólera y evitar una inminente venganza, llevada a cabo con la amargura de un espía políglota. Así que remití una segunda carta a la expedición, a través del mismo centinela. Esta segunda carta, adjunta a la cual había reservado un último soborno, exponía la promesa diplomática de que nada iba publicarse según la misma garantía de mis apuntes perdidos. También describía la plenitud del ajuar, pues confesaba algo tan terrible como la diadema funeraria. Era el único sacrificio de mi fuga: Así corre quien con prisa se demora, y su otra mano oculta la posdata de estos pliegues4. En el dorso, advertí que dos duplicado de esta carta habían sido remitidos, el primero a aquel gobierno, el otro que se entregaría a mi albacea, si moría antes de que las arrugas me acorralaran en este mismo lecho. Por una muerte prematura, el viejo Moses WARdlaw le tocaría abrir la carta y disponer de su contenido.

Así que podías envejecer con más espacio bajo tus arrugas —al fin improvisó su hija.

Exactamente. Una viuda con más espacio bajo la sombra de sus máscaras —contestó Eve—. Por otro lado, debía asegurarme de tu educación, que durante tanto tiempo delegué en tutoras de todas las especies —agregó Eve.

¿Y el cráneo? —preguntó su hija, ya muy interesada.

El cráneo. El cráneo. El cráneo. El cráneo —repetía ella—. Lo llevé a la biblioteca, donde al menos podía pesquisarle mejor. Una noche lo derribé del escritorio, lo hice añicos. No fue sino hasta el amanecer que descubrí otro cráneo idéntico entre los escombros. Abreviando todo lo demás, confieso que dediqué días en relaciones paleontológicas, todas inútiles por fuerza de algo incomprensible. Después de una semana, tomé un escoplo e hice una superficial incisión. Desprendí una delgada escama de uno de los temporales. Con el rizo de un cordel, ceñí lo faltante al vacío de su falta. Al día siguiente descubrí que la incisión había desaparecido, puesto que en un término indeclinable el espacio era el mismo; sin duda el cráneo no se había regenerado: la escama que desprendí sólo la sostenía el cordel, ninguna cicatriz anegaba nada. Además, ¿qué tejido muerto para siempre había de regenerarse desde fuera o desde muy dentro? Con despecho podría conseguir una prueba más evidente, así que tomé el cráneo y lo arrojé contra un rincón, otra vez se hizo pedazos, y de nuevo había descubierto un cráneo idéntico al anterior, intacto y en apariencia indestructible. Tomé el nuevo y lo arrojé contra otro rincón, ocurrió lo mismo. No importaba las veces que yo destruyera uno, siempre había otro dentro de su predecesor. Así pasé más de veinte nueve años. Cada día destruía un cráneo; y luego otro y otro. Pasé más de veinte nueve años entre un cúmulo de huesos que ya pesarían varias toneladas para que el peso fijo y concurrente no variase nunca. Desde siempre supe que iba morir sin fatigar esa sucesión. Entonces se me ocurrió legarte mi único y privativo ológrafo, para que tú, en su momento, se lo cedas a tu hija, y que ésta, a su vez, lo prolongue un eslabón más. Cada una de mis descendientes se consagraría a los confines de este hallazgo.

Acepto, pues, lo que en su turno también aceptará mi hija —dijo su heredera, derramando un par de lágrimas.

Eve Taverner tuvo que tomar una pócima para abreviar su dolor, no su vida que acaso sólo por el dolor estimaba ausente. Después de morir, su hija se reclamaba a sí misma la herencia con el desenfado de una hereje. En adelante, una madre, en los preliminares de su muerte, daba a su hija un terrible tesoro al margen del testamento ordinario. Pasaron los años: decenas de generaciones que iban enriqueciendo el ritual, sin más albacea que el mismo secreto. Una de las descendientes de Eve Taverner, avizorando que su hija iba heredar una metáfora cuyo desenlace (por así decirlo) era inalcanzable, quiso truncar toda esa historia. Viéndose minada entonces por una diligente enfermedad, quebró el cráneo por las divisiones naturales de sus huesos; y dentro de él, más bien detrás de cada desalojo he allí el volumen descubierto en cada instante necesario. Tomó el original y se deshizo de él en el estuario de un río. Reconstruyó al otro como si los hubiera reconstruido a todos los demás y se lo ofreció a su hija en los mismos términos. Allí se interrumpió la línea de la hembra.

En apenas dos semanas, los bichos habían poblado todos esos agujeros, como si los pensamientos minaran al pensador. Lucía como la calvicie de un rey en su funeraria congoja. Allí, a la intemperie, el cráneo resistió el primer chubasco. Después de otras lluvias, después de sequías y legamos, quedó cubierto como una isla. Un hombre, a punto de matarse, seguía las riberas del río. Se topó con el cráneo soterrado a medias por la pereza de las raras inundaciones. Ese hombre se llamaba Adam Lerner. Y como Eve, se detuvo en la perplejidad del hallazgo. Tomó el cráneo, sopesó en él su destino. Antes de estrellarle en una roca, invocó los votos más enfáticos que le convenía decir:

Yo soy el padre de mi hijo —dijo—. Quienquiera que haya sido algo más que estos huesos, ha recibido en herencia lo que yo doy en herencia a mi hijo. Pero entre las ruinas del cráneo, prevaleció otro. Se incorporó ceremoniosamente. Se acercó. Tomó un sílex y lo hincó en el parietal, profundamente urdió un punto en el espacio. Ventilando las primeras escorias con sus exhalaciones de varón, creyó destrozar todo, pero después de la argamasa y las dovelas, esa forma repetida e intacta. Se olvidó de morir en esa hora, y de los términos arbitrarios de esa muerte. Marchó a casa con su hallazgo, nada dijo sobre él durante décadas. Durante años había creído morir, pero su prole promiscua creció durante todos esos años. De cualquier modo enumeró sus gastados aperos de agrimensor; se arrodilló sobre sus rodillas. Rezó su oración prevista e hizo lo que Eve Taverner, dio un cráneo a su primogénito, con la inapelable condición de que fuera el tesoro de su estirpe. Acaso la única herencia de su parte.

De las ruinas de este cráneo —dijo con solemnidad—, saldrá otro muy parecido incluso en sus diferencias. Más allá de cualquier ruina: verás otro, y así el que sigue. Para mí es una sucesión infinita, pues moriré sin alcanzar el verdadero confín. Es la vasta comprobación de dos espejos enfrentados, pero tal vez mi descendencia sea plena entre esos dos planos. En cada una de esas vidas que la componen habrá numerosas oportunidades para ver salir un cráneo de otro cráneo.

Pasaron décadas, decenas de generaciones de varones que, en un paralelo ritual al que habían figurado las hembras, fueron prolongando las tradiciones sin desdibujar el fósil del patriarca. Como aquella descendiente de Eve, uno de ellos supo que por cada descendiente, había una separación más que se interponía, así que minuciosas réplicas se complicaban a partir de algo ignoto, y aun entre muerto y muerto los grados eran incontables. El cráneo, invariable en apariencia, no era más que un cráneo apenas distinto al anterior, y ciertamente sus probabilidades provenían de todas esas diferencias.

Él se aseguró de que su hijo no siguiera proyectando en su imaginación una infinitud que le agotaría la paciencia, hasta hacerlo el parricida que desde niño perfilaban sus rasgos. Tal como se hiciera antes, desmontó el cráneo como un menestral y era como si se obrara según las presiones de lo que iba apareciendo. Tomó el cráneo y se deshizo de él en el mismo río. Reconstruyó el trofeo de un porvenir profético, y lo cedió a su progenie. Con alborozo, se interrumpió aquella penitencia, pero también se pensó que tal vez eran las manías de un padre loco.

Un día dos mozalbetes de andróginas musculaturas iban caminando mientras se disputaban las extrañas piedras del río. Cain y Abel Dawnson. El más beligerante de los dos, reclamó como suya la piedra que el otro ciñó a su cuello. Abel se la dio y sustituyó lo perdido por un canto rodado. Viendo Cain que su hermano aceptaba para sí cualquier don que le era propio, se dispuso a procurar algo muy distinto y tal vez por eso contundente. Primero hurgó en sus bolsillos, los vació con rabia, maldijo los mejillones dilapidados en la orilla y los cordeles atados a ellos; renegó de un tesoro fútil. La corriente parecía discurrir como lo había hecho durante siglos. Cain, enceguecido de ira, supo que el curso de las aguas iba prolongarse hasta el océano y que ni la sal de las arenas estaba al alcance. Entre guijarros, tomó entonces el arma definitiva, sin tantearla mucho en el agarre. Se la arrojó a Abel, el golpe lo derribó de bruces. Se abalanzó sobre su cuerpo y con el mismo cráneo profanó la frente clara. Abriéndole la cabeza varias veces. De los dos cráneos, rotos por primera vez, no habría de edificarse más nada; sólo el mismo vacío seguía intacto.




Wynna O’Horvittz’s skull


La fiebre no me dejó conciliar una idea fija. DURANTE LA NOCHE. ¿Noche? Ni una idea fija que no fuera la fiebre en su esplendor. Creo que me caí de la cama a medianoche, o a mediodía. Eyaculé sobre los pliegues de un tocado antiguo, como si Onan Sthwart, después de dejar plantada la ninfómana esposa de su hermano, hubiera apurado, con diligente saliva, mi divorcio de soltero aún no circunciso. Los horarios sus decursos amplían; elipses que apresan un círculo. Alguien vino a visitarme. Sí. Traía gafas oscuras, quevedos de carey, un par de círculos que apresan las miradas de ovalados ojos; redondos cristales como la oscuridad de mi ceguera. ¡Qué raro! ¿Quién limpiaría las sabanas? Ya en su biblioteca, entre enervados volúmenes cuyas preces seculares se alzaban hacia los artesones góticos, se sentía guarecida de cualquier maldición extranjera. ¡Qué calor! ¿Te acuerdas cuando conté la razón de mi… regreso? El frío se ceba a las axila de este calor sofocante, solo así puedo refrescar mis labios. Tomó, entre sus dos manos, el cráneo… lo interpeló en silencio, escrutó sus cavidades pacientemente, lo enfrentó al espejo elíptico enmarcado en pesadas volutas de caoba. ¿El libro era rojo? Eve Taverner tuvo que tomar una pócima para abreviar su dolor, no su vida que acaso sólo por el dolor estimaba ausente. Voy a soñar que es posible dormir, sólo así puedo descansar en brazos de mi infortunio. Confieso orgullosamente que dediqué las más de las horas del día en relaciones paleontológicas. ¿Qué? Esa noche se emborrachó. Una vez… lo recuerdo como si no lo hubiera olvidado, lo recuerdo como si no tuviera que recordarlo más. Deliré. Deliré. Deliréééééééééééééé. Una vez deliré. Cuento: dos más dos más seis, diez. Tres más dos mas dos, sie-te. Mo-no-sí-la-bos. ¿Habré de oír un carácter indiviso?


Sí, algunos parlamentos —gota de agua en el lunar del cuello. La nuca perlada. Sonrisa al espejo. Las manos en la barbilla. Pestañas oscuras. El cabello húmedo. Descalza— son preferibles leerlos a medias que tener que descifrarles a cabalidad. Es el mejor privilegio que nos está concedido… o mejor aún, digamos que mi trabajo está en leer y mis vacaciones en interpretar las decisiones demográficas de mis lecturas, sin omitir que ese multitud sólo atañe a mi carácter indiviso.


¿Quién se encargará de alimentarme? Un día dos mozalbetes… SÍ, UN DÍA… torsos desnudo de andróginas musculaturas, iban caminando mientras se disputaban las extrañas piedras del río. ¿Sabanas sucias? ¿Quién habla por teléfono en la hora en que…? Yo ni siquiera veo el teléfono que repica en mi locura. La locura tapa mi nariz con una pinza invisible. ¿Cómo respiro? Suena el teléfono, yo no lo veo aún. ¿La almohada está sucia? Cain… tomó el arma que sopesé en el servicio militar; brigada 22: ¿la quebradiza máscara de la reiterada muerte? ¿Hurgó? Vació con rabia, maldijo (yo lo comprendo, pero le odio) los mejillones dilapidados en la orilla y los cordeles atados a ellos. Tesoro fútil. Allí se interrumpió la línea de la hembra. Sí; un an-ti-faz tuer-to que a-mor-ta-ja mi men-te. ¿Oiré un carácter indiviso?


Sí, algunos parlamentos —Dentadura. El cabello corto que escurría agua por la nuca. Labios húmedos. La bata ajustada. Ojos profundos— son preferibles leerlos a medias que tener que descifrarles a cabalidad. Es el mejor privilegio que nos está concedido… o mejor aún, digamos que mi trabajo está en leer y mis vacaciones en interpretar las decisiones demográficas de mis lecturas, sin omitir que ese multitud sólo atañe a mi carácter indiviso.


Tiene que ser ella. Sí, ella es, la una y la otra: Wynna. Por qué no lo descubrí antes. Ella, la una. Otra: la una con la otra: ella y la otra, ella sola; del otro lado, una más. Antes bien, así mismo… Cómo tardé en entenderlo. Yo que pensé… y que enloquecí entre biseles y luces despabiladas con vértigo. Y él también pensó que a los cuatros nos incumbe: a ella la una, a ella la otra… al otro, ¿a mí? Pasaron décadas, decenas de generaciones de varones que, en un paralelo ritual al que habían interpretado las hembras, fueron… sin desdibujar el fósil primario del patriarca. RIN RIN RIN. En adelante una madre, en los preliminares de su muerte, legaba a su hija un terrible… al margen del testamento ordinario. Yo la llamaría para ponerla sobre aviso, pero mi teléfono, ella ES-ELLA. Se reconstruye el trofeo, se da en herencia… ¿con cuáles excepciones? Otro día más. Alguien hizo trizas mi teléfono. Rin rin rin rin rin: la onomatopeya del ruido que no escucho. SÓLO ESO: YO VOY. Pero ni siquiera puedo contar los pedacitos del teléfono. ¿Hoy, justo ahora, quién está al teléfono? Un… dos, tres, sie-te… Qué más da… Rin uno rin dos rin tres rin seis rin diez: qué más da. ¿Qué dé un rin más? ¿Oigo un carácter indiviso? ¿Estoy oyendo un carácter indiviso?


Sí, algunos parlamentos —voz. El cabello húmedo. Una gota de agua en el lunar del cuello. La nuca perlada. Sonrisa al espejo. Las manos en la barbilla. Pestañas oscuras. El cabello húmedo. Dedos inquieto bajo la boca, hermoso porte— son preferibles leerlos a medias que tener que discernirlos por entero. Es el mejor privilegio que nos está concedido… o mejor aún, digamos que mi trabajo está en leer y mis vacaciones en interpelar las decisiones demográficas de mis lecturas, sin omitir que ese censo atañe sólo a mi carácter indiviso.


Siendo ella quien es, quién soy yo. Es ella. El cráneo de Wynna: ¿Dónde estará? ¿Con quién? ¿Somos todos? ¿Qué estará haciendo? ¿Estará sola? Y si llama; mi teléfono se rompió. El SER me dice que somos; la nada repite el RIN que no escucho; ergo, ella no me ha llamado. Sí. Bueno, la fiebre ha bajado un poco. Pero aún los labios están resecos. ¿Espero a Neil? ¿Quién vendrá? ¿Quién vino todo este tiempo? Así corre quien con prisa se demora, y su otra mano oculta la posdata última de estos pliegues. Él vino, y ella estará llamándome, pero si no me conoce… hasta hacerlo el parricida que desde niño perfilaban sus rasgos. Ahora el calor es el que apenas sobrevive embutido en axilas… y el termómetro, ¿dónde le pusiste? Después de morir, su hija se reclamaba a sí misma la fidelidad de la herencia, hasta con el desenfado de un heredípeta. Hoy sí puedo… ¡Vaya, estoy cagado! Mi locura mancha también mis sábanas. SER; NADA. Y Dios: NADAdor concéntrico, en el centro fijo, imposible en el SERmón. Mo-no-sí-la-bo: UN… más un, DOS. ¿Oí un carácter indiviso?


Sí, algunos parlamentos —profundos ojos. La frente perlada. Labios húmedos. El hombro aseguraba el auricular. Nítido espejo: Mujer más nítida, rápida. Minuciosa mujer: inútil espejo. Descalza. A sus pies las sombras, tan bellas cuantos por embajadora de quien acatan sobre las veraces formas del piso— son preferibles leerlos a medias que tener que descifrarles a cabalidad. Es el mejor privilegio que nos está concedido… o mejor aún, digamos que mi trabajo está en leer y mis vacaciones en interpretar las decisiones demográficas de mis lecturas, sin omitir que ese multitud sólo atañe a mi carácter indiviso.


OTRO HOY y otro ayer: ambos en este día inaplazable. Al fin desperté, o al fin puedo estar seguro de que desperté. Rezó su oración de siempre, antes de cuya amén sintió que así de fácil no iba ser… Ya no demorada en ensayos intermedios, hizo lo que Eve Taverner, entregó la exclusiva herencia a su… con la condición de que la continuidad de su estirpe… Todo es tan cercano; tan ostensible. Creo que gradualmente iré mejorando. Con seguridad faltará poco para que pueda dar un paseo. Sí, mi respiración es regular. Hace días que estoy por telefonear a mi salvador. Marchó a casa con su hallazgo, nada dijo sobre él durante décadas. ¿Yo y undíajuntoamí? Reconstruyó el cráneo y se lo legó a su hija, tal como ella había recibido el suyo. Allí se interrumpió la línea de la hembra. ¡Unmonosílabo!… había aumentado su prole compartida entre promiscuos concubinatos, había conjurado instrumentos, uno tras otro. Enumeró sus gastados aperos de agrimensor; se arrodilló sobre sus rodillas. Dos días, tal vez… Si llevo una cuenta de cuantas veces he abierto los ojos, sucederá entonces que… cómo se te ocurre. Son sólo unos cuantos días con una única y crepuscular noche, a punto de amanecer por cierto. U-no más u-no más u-n-o, tres más dos más dos, sie-te. An-te-lu-ca-na. ¿Hube oído un carácter indiviso antes de que yo ya no fuera el mismo?


La mañana siguiente Robert se sentía mejor que nunca. Mejor que cualquiera de sus días de convalecencia, por así decir. Dio un pequeño paseo y regresó muy elástico en su aplomo. Las cosas no carecían de ninguno de los rigores que otrora eran tan asiduos a su reticencia matutina. Fue a la vieja casa, al sepulcral reino de su condominio infantil. A la casa que Edipo usurpara de la esfinge.

Después de bajar los escalones, sin detenerse sino cerca de la puerta del sótano, profanó la liminar oscuridad con sus oscuros dedos enguantados en la prisa de su hábito. Aquella casa en la cual pasó lo más de su primogénito tiempo. En los confines del tacto, entre telarañas, apenas pudo distinguir una cartilla de anatomía, tantas veces consultada con cuánta curiosidad infantil. También pudo recordar otro episodio de su infancia: los pulidos huesos de madera dispuestos ordenadamente sobre la mesa. Durante aquel ayuno, ella nació, el 29 de Octubre en mil novecientos setenta y …*

Regresó al apartamento. A la pesada sombra debajo de cuyo peso él había salido. Frente al escritorio, iba recordando sus días de convalecencia, pero también los aciertos irrefutables que (cómo no lo diría Neil) habían sido entrevistos en las charlas vespertinas. Sonó el timbre. Robert se adelantó al espejo, ensayó una sonrisa que no retrataba ninguna anécdota feliz, por más remota que fuera la ignorancia de la cual hubiera creído aprovecharse. Abrió la puerta. Era Neil, sin duda.

Pasa, hombre —dijo Robert no muy efusivo.

Se te ve repuesto. Tienes mejor semblante hoy.

Tengo que contarte algo, Neil —dijo sin escuchar lo que decía el otro—. Algo que probablemente no has descontado de tus dudas.

Lo que sea —dijo al tiempo que se reclinaba en el borde del sofá.

Fue justo en medio de mis apuros —dijo Robert—, cuando no podía discernir entre un acierto y la certeza que lo justificaba, que consideré a otra persona… dicho de otro modo (del único modo lícito), a la persona que representaba la mitad faltante, pero que hasta entonces estaba vedada a nuestro estudio. Te explico mejor. Sucede que por ser uno lo que buscábamos en una parte, siempre implicaría que la mitad de esta última extensión es lo que toda esa extensión podía ser en relación a lo que buscábamos, luego hay otra mitad en lo uno y en lo vario, ¿acaso la mitad de las mitades, dicho sea de paso, no es uno? En fin, si el hallazgo fuera a la larga inconmensurable, como de seguro lo sería, es porque partiría de la combinación de esos conjuntos, pero no porque faltara algo ni porque los umbrales se desconocieran en su existencia compartida. He aquí, entonces, una mujer cuya extraordinaria belleza, tantas veces ensalzadas por nosotros, explica esa otra mitad: Wynna O’Horvittz. Sus rasgos óseos, la vida que desde ellos se reporta, completaría, en este punto, el irreducible conocimiento del SER.

Siendo el cráneo de Wynna O’Horvittz Y —dijo Neil impávido, al tiempo que extendió, a su demudado interlocutor, un papel manchado de café y torpemente plegado:



















2y

2y

3y

3y

3y

4y

Y 4y

4y

5y

5y


5y

n


Se igualan por restringidos:


 


5x-5y = n-n


Lo que me hace comprobar algo: Ahora sé que no sabía de que se trataba, del único trono que n asume para sí; porque n, sin temor a equivocarme, tiene la virtud de regentar su trono.


5(x-y) = 0


Aunque Y es uno de los dos cráneos opuesto del SER, la mitad de cuanto es posible probar en esa tensión, y X el otro cráneo según lo que sus convenciones. Luego, x-y no es una anulación ontológica, pues partimos de dos cráneos urgentes (X, Y). El cero, en este lado de la igualdad, como es de entender, tiene sólo un valor ortográfico desde siempre implícito.


5(0) = 0


La única igualdad: ¡SON tan plenos como EXISTE Dios! ¡O Dios existe tan ponderable en la NADA como nosotros ponderamos ser en el SER!


¿0=0?



Bueno, después de todo sé a lo que vienes —dijo, dejando caer el manuscrito deliberadamente, pues ya no podía negar un razonamiento tan ajeno como propio; y tal vez escrito mientras estuvo convaleciente—. Desde que te conocí supe que terminarías siendo mi asesino. He imaginado incontables veces que te balancea con los mismos pasos, amparado en el luto de múltiples armas. Pero la realidad la figuro más atroz que adivinar, en medio de mi incertidumbre, el instrumento definitivo.


(…)En apenas dos semanas, los bichos habían poblado todos esos agujeros, como si los pensamientos minaran al pensador. Lucía como la calvicie de un rey en su funeraria congoja. Allí, a la intemperie, el cráneo resistió el primer chubasco. Después de otras lluvias, después de sequías y legamos, quedó cubierto como una isla. (…)


Te equivocas, Robert. Yo no he venido a apuñalarte. Más bien he vuelto porque sé, casi sin remedio, que hay algo que nos une, o nos proyecta en una implícita discordia.

Se acercó con ceremoniosa parsimonia, enfrentó su rostro al de Robert y besó suavemente sus labios.

He velado tu sueño, o quizá debo decir tus insomnios —agregó, mientras separaba sus labios de la trémula boca—. He visto como tus espasmos sucumbían en la abrasadora fiebre. Me he extraviado en el lúcido laberinto de tu enfermedad, he vadeado quién sabe qué trechos, hacia cuál estuario; pero también he descubierto, después de perder el vigor de mi clarividencia, el atajo definitivo. Y si resolví venir a visitarte, ha sido porque también contraje la deuda de una narración, que acaso antes de tu enfermedad escribiste como la prueba que nos une.

Hundió su mano en unos de los bolsillos del gabán y sacó unas cuartillas plisadas.

He aquí mi pago contemporáneo —dijo al tiempo que le extendía las hojas.

¡El cuento! —exclamó despacio, y tomó los papeles.

Tu manuscrito.

Tiene una pequeña mancha de sangre en la primera cuartilla —dijo, aguzando la vista en la mácula. Sin preocupaciones.

Mi hijo se cortó con una esquina —replicó Neil, automáticamente.

Robert, en ausencia de sus quevedos, apenas atinó a igualar los bordes del legajo.

Pero tengo algo más para ti, la coronación de tus mortificaciones, algo que sumé al final de la parábola —agregó, luego de esa pausa sombría.

¿La coronación de mis mortificaciones? —preguntó, examinando precipitadamente los folios, cuyo orden había sido alterado sin duda.

Tú, Abel, hermano mío —empezó a declamar Neil, mientras Robert, de espaldas, tomaba distancia de su interlocutor —, has sido el hijo que no tuve hasta ahora; y yo, el padre que no has visto en mí.

¡Cain! —gritó Robert, se prolongó el eco entre las íntimas paredes.

Robert se incorporó bruscamente. Se volvió hacia su antiguo amigo Neil Siderson; no dejaba de mirarlo con fijo estupor. El legajo se deshizo en el desorden de otras páginas sueltas sobre la alfombra. Robert, el exclusivo inquilino del piso 22, erguido como una paciente estatua, no fue capaz de desatar ningún pensamiento fusiforme que maniatara su mente, tampoco de mover un músculo del bronce heroico que lo trababa desde dentro. Le subió una espesa sangre, acaramelada como rubíes, a los labios. Un dolor le inyectó los ojos últimos, y cayó de bruces sobre la alfombra. Neil recargó su cuerpo en el escritorio, mientras el vértigo de la escena prolongaba espasmos en sus arrugas. Compareció al espejo del escritorio para corroborar que las arrugas habían corregido su vejez fratricida.


Bueno —contestó Wynna después de asegurar el auricular en su hombro—. ¿Cómo estás? Bien. Bien. Vaya que se me ocurrieron múltiples escenas, antes de impacientarme un poco. Sí, sí. Por cierto, lo recibí esta mañana. Sí, claro. Desde esta mañana. Déjame ver un momento. Aquí está: es una imagen muy interesante. ¿Sabías que el grabado del cual reprodujeron estas copias tenía una nota marginal? Sí, exactamente. No sé quién la usurpó. Aunque, más bien, parece sólo una imitación de quién sabe quién. Ya lo creo. Además la distribución es… Sí, claro. Me recuerda a una de esas imágenes… sí, como los hologramas de una iglesia gótica, o algo así de estrafalario… no te rías. De veras. ¿No te parece? Déjalo así. Ahora estoy leyendo. Ya tengo una semana repasando unas líneas que me llegaron. Así como se ve, no hay nada seguro. Muchas palabras que se aparean monstruosamente en las fronteras de sus predios marchitos… Sí, algunos parlamentos son preferibles leerlos a medias que tener que descifrarles a cabalidad. Es el mejor privilegio que nos está concedido… o mejor aún, digamos que mi trabajo está en leer y mis vacaciones en interpretar las decisiones demográficas de mis lecturas, sin omitir que ese multitud sólo atañe a mi carácter indiviso. Algo así. Aunque ayer me llegó un volumen, del que todavía no he leído siquiera el título. Sólo me detuve en un epígrafe, escrito en castellano. Es de… déjame ver… No, mujer, cómo crees… no creo que haya un seudónimo de por medio. Espera… Aquí está… Sí, es de un tal… No importa, es impronunciable. Ya lo creo. Nacemos para hacer las preguntas cuyas respuestas muchas veces estorban nuestra duda… Bueno, te dejo, mujer. Me acabo de bañar y aún estoy en bata. Sí, por supuesto. Aunque tenga que adivinarlo. Claro, puede ser la próxima semana. De acuerdo. Adiós, Umtz


Un rumor eléctrico se repartía en ambos auriculares: tn5hd4yh4y4n44j4r4f8 

Julio, 2004

Capítulo VII

La muerte de Rembrandt

 

1

For all we live to know is known

And all we seek to keep hath flown

Edgar A. Poe

 

Pasó con frecuencia que durante aquellas tardes el aire apenas crecía entre los respiros. Las palabras enderezaban sus recodos en los espirales de humo, y vigorosas bocanadas de silencios dilataban la garganta de Rembrandt.

Rembrandt acudió, como de costumbre, a la librería hispanófila. Allí compró un libro, cuyo autor y título convocaban una identidad ineluctable. De regreso a casa leyó algunas páginas, al principio con avidez impúdica. En sus ojos se depositaba aquel luto apolillado y ese fondo que estrechaba tal orfebrería. Ya, meditabundo, en su turbulento secreter, pretendió, no con la compostura de sus soluciones, las leyes admonitorias del teatro mampuesto, también las escasas prerrogativas que retrasaban a su memoria. A mitad del volumen, halló un párrafo del cual tres líneas bastaban para enumerar las instancias bajo las cuales creyó estar durante un mes, sin transigir con ningún término forzoso de meses anteriores.

Eran las 06:00:00 de la tarde. Un disparo fue huyendo despavorido, hambriento, horrísono. Una bala coagulada silbaba como veta del aire. Cruzó el plumaje silencioso, saludó implacablemente a los paraguas agazapados. La sangre bajó en sílabas escarlatas, codo a codo, desde una empuñadura cedida a la intemperie. La sangre iba en una sombra de escaso porte, deslizando sus mapas como escamas de reptiles o simulaciones de páginas descubiertas en un trance. Impávido, Rembrandt contenía el libro como un líquido obediente, pero su barba rala ofrecía pocas púas de lucidez al tacto.

Eran las 06:45:00. Abandonando la lectura con certidumbre, extendió los brazos como si buscara manos entre libros sepultos en cenizas. La luz de aquel día exiguo asaltaba los vanos con indolencia; y, de repente, en las refracciones del cenicero quizá, aquellas deformes cenizas vanamente horadaban el cristal como a un grueso pájaro de plomo.

Sonó la alarma de las 07:00:00. Se encendió el televisor en su brusquedad electrónica:

 

Ahora bien, usted dijo una vez que pocos han compadecido al varón, que vagabundea solitaria y dolorosamente a tientas en ese cruel laberinto de ídolos y de idolatras, que viene siendo la misoginia. Entonces…

Permítame confesarle algo. Cuando chico pensé en una idea que lucía muy adelantada cual más podía, en efecto, ser. Al menos así lo creí y hasta asumí la paternidad exclusiva de su resolución, por decirlo de algún modo. En fin, el que una mujer pariera a un varón, sin que éste haya podido declinar esa cita, me fue entonces novedoso; pero, cuando me disponía a escribir al respecto, descubrí que mi ombligo, como el de todos, era la prerrogativa de ese pacto antiquísimo, desde siempre anterior a la hembra y al macho. Entonces, y sólo entonces, descubrí que apenas mi ignorancia era cuanto de moderno había en mi oficio…


Rembrandt, aún inmóvil, sentado y rendido sobre los niveles de un legajo, leyó el inapelable nombre del autor y sopesó el libro que había dejado de leer por su evidencia sobrecogedora.

Una hembra tocó el timbre. Al punto, Rembrandt cobró un movimiento ácido que iba disolviendo la inercia arrugada de sus músculos. Rápidamente se puso de pie, con un escozor que le bifurcaba el esqueleto. Se preguntaba si era Victoria, cuyas sonrisas se desmigajaban como un pan menudo dentro del mordisco, o si era Beatriz, la que olvidó el jarrón del cual él se vertía agua para sobreponerse a la somnolencia. Antes de abrir, se apresuró a enderezar dos o tres cabellos frente al espejo sin enmarcar. Abrió la puerta y un puño azaroso se desmigajaba, que, aún anónimo para el letargo en el cual se arrellanaban los ojos de Rembrandt, ya desistía con el mismo ímpetu silencioso del roble.

Él avanzó, y en la marcha izaba su nariz. Espió con ese orgullo que deriva del temor, y el desde cual las miradas se desenredan como nudos concéntricos. Sus pupilas, ya no tan perezosas, alisaron la órbita de la sorpresa. Era Paola, con dedos impacientes roía sus ademanes, como si se aplicara en un arduo mendrugo. Al margen aún, él veía la redondez pulsante de sus senos y subestimaba la premeditada treta de aquella voz.

Sucedió ayer —alcanzó a decirle entre respiraciones de profundidad ficticia. Rembrandt la tomó del brazo y la llevó adentro mientras cerraba la puerta.

¿Qué fue lo que sucedió ayer?— preguntó vívidamente. Ella, liberándose del brazo que la apresaba, se recogía el cabello en un moño.

Sabes, él no ha estado bien en estos días, pero escribió esto —dijo al tiempo que sacaba una hoja manchada de café—. Me llegó esta tarde –agregó mientras le extendía el manuscrito.

Rembrandt miró a Paola, antes de descifrar la ensortijada caligrafía, diminuta y sucesiva como la extensión de un resorte arteramente comprimido.

 

Mujer, creo que ésta será la única carta afortunada que escriba hoy, aunque sea la tercera cuyo primer párrafo ha simplificado la fortuna que corrieron las anteriores…
Si preguntas por mis preguntas, he de responderte a sus espaldas, por eso he de escribir sobre
Los Bocetos Silenciosos. Mujer, sentí en mi pincel los trazos enjutos… Y, más allá de los visos que se aferraban a los músculos, delimité el filo de las sombra. Allí, en las carnaciones de vetas monocromas… Una criatura como nervio de tela, suspensa en una atmósfera tibia, censurada por el espectador… Sus vendajes, ceñidos desde la cintura, fajan los llagados pies, y un turbante inmaculado amortaja cada doblez de la criatura moribunda…

El rostro está enmascarado con sus propias manos mutiladas; manos como letrero mudo que buscan lazos de carne oculta. Los brazos se vuelven al censor, desnudos, sin manos, como mástiles… Son insistentes las manos indoloras, pegadas en el rostro como una máscara desigual… todo esto, desde los primeros cartones, me satisfizo…

La criatura la pinté patente como un vestido vertebrado, la pinté sorprendida de un golpe inexpresivo. La hice arañada con las arrugas de su harapienta edad, la hice callada, la hice con verbo irrepetible. ¡Realmente vieja! Debo confesarte que rodeo mis dientes con los mordiscos de mis uñas… Mujer, ven a ver este lienzo… Ah, mujer, la vida es un crimen que urge ser perpetrado, siempre tu cómplice, Vincent van Gogh.

PD: Aún quedan los pedazos que mi ira repartió sobre los muebles antiguos, pero viéndole así le reconstruirías aún. 

Apenas bastó que ambos mesaran los últimos rizos de aquella caligrafía, más allá de las empozadas pausas, para que también se detuvieran a sopesar el insustancial peso del papel. Paola entornaba los ojos mientras miraba el entrecejo de Rembrandt. Cada exhalación, anticipada debajo de aquellos ojos entornados, la separaba de Rembrandt tanto como el aire no hubiera prorrogado estertores. Las cortinas de aquella tarde, extendidas por el viento, enlutaban intervalos entre vaporosas oscilaciones.

Su enfermedad lo devora vertiginosamente —dijo Rembrandt—, y temo que los síntomas despachen desde una burocracia expedita. Desde la muerte de Matilde, todo lo que de él nos queda parece ser improvisado por la urgencia de un suicidio.

Rembrandt dobló la carta y la puso en una mesita jorobada, al lado de la puerta. Paola reconocía, en los dobleces de aquel papel, un secreto que sólo por Rembrandt no era indivisible.

Hace seis semanas que la asesiné —dijo sobre el desconcierto del anfitrión—. Sus orejas estaban dentro de sus ojos, sus ojos mordidos se hundían en su boca. Cuando el cuerpo cayó al suelo le disparé una segunda vez. El sonido, estrangulado por el silenciador, la requisaba antes de que un patólogo deshonesto profanara agujeros y bolsillos. Pude ver su pecho parado debajo de la última exhalación. Todo, hasta entonces, había sido consumado según mis planes. Me abalancé sobre el cuerpo para comprender la muerte; era acaso una fría metáfora cuyo valor indeterminado me ofendió al principio, en mis afanosas premuras por escrutarla entera. Su intransigencia me iba exasperando, parecía no ceder a mis pretensiones ya prefiguradas. Cuando pensé que todo era inútil, percibí que un gesto de aquel significado dio un salto como una voluta en fatiga. Insistí tantas veces como el esfuerzo estéril llegó a avergonzarme.

Ahí, justo en la mitad de lo grotesco, pensé que todo apenas era posible en el absurdo. Y quise dejar el cadáver a la suerte de un descubrimiento policial que me incriminaba. De repente, se desenrolló una perspectiva, de aquellas que suelen simplificarse cuando se les ve en un punto apenas; y tres o cuatro rasgos empezaron a adelgazar, consumían incluso algunos horarios sobrantes de su alrededor. Ebria de felicidad, interpreté la arruga que parecía más renuente. Amparada en esa obligación impersonal, descubrí, más allá de la empolvada arruga, toda la cáscara: el significado pleno que había invocado impacientemente. Aquella pesada, lívida, rugosa máscara… quiero decir, aquella metáfora descubierta en parte por mi metafórica urgencia, me paralizó como si yo en sí misma fuera un estrépito de cosa quebradiza. Temí, por un momento, que algún vecino se percatara de mi interior de cristal, pero, desde luego por una razón aún más intraducible que aquellas con las cuales llevé a cabo mi propósito, intuía que sólo yo, la asesina, podía escuchar las huellas que me asediaban.

Torpemente me acerqué a la ventana, al través de la cual el vacío eclipsaba la luna llena. Sin que ello consintiera necesariamente un sentido de culpabilidad o delación, me cercioré de que las luces de los vecinos estuvieran apagadas. No sé porqué. Entonces, de nuevo, me ensimismé en aquello que ciertamente era el verbo que Matilde prorrogaba allí. El verbo…


Rechino la puerta de roble:

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Ahí estaba mi amante, sobre la alfombra, debajo de mi crimen, cobijada con las pistas de un destino policial incierto, pero, quizá, nunca desprovisto de conjeturas festivas. Así que antes de caer en modorras propias de estos menesteres, memoricé lo inquirido, de suerte que santificaba mi conducta al ofrecer mi memoria, cordero de mis pensamientos, a la piedra de un corolario de certezas… a mi memoria que traía conmigo como el único artificio anticipado por mis escrúpulos. Bajé las escaleras mientras veía los dulces senos de Matilde como manzanas mordidas por mi crimen; aventuré exámenes miopes sobre el cuello esfumado en la sangre oscura. Salí de la casa con el vértigo que el lomo de mi sombra me provocaba.

Dos días después te visité. Recuerdo que no podías resolver un argumento conciliado entre la fiebre de noches estériles. Te propuse un plan, y que acaso ganó tu interés antes de ser expuesto. Ahora que me toca revelar este plan, desde el principio muy sospechoso, no dejaré de ser un poco menos que impertinente. Pero qué más da, a fin de cuentas es una versión traslúcida:

El día siguiente a esa noche, yo estaba demorando los minutos por el tránsito de las imperfectas efigies de seis dígitos (en mi reloj), pero ya desde algunas horas, y pasada las doce menos cuarto, había urdido diez subsidiarias metáforas: diez versos perpetrados para la consistencia preliminar, que además rimaban en cinco dísticos con un sentido pleno y satisfactoriamente encadenado. Después de asegurar esos versos, que con cierto orden esbozaba el crimen a grandes rasgos, eché mano de una clavija que en su vuelta afinaba la resolución más fácil, y cuya evidencia, sin duda, me ofrecía la ventaja de dar término a mi asunto por el camino más corto y acaso prescrito por mi diligencia. ¡Un sistema aún más fácil que el azar de un ludópata aferrado a su avaricia! —elevó el tono de su voz, para reprochar un mohín de Rembrandt, no menos falaz que el guiño con el cual ella le censuraba.

Por supuesto que no incluí directamente las causas —continúo. Su boca no dejaba de ser rítmica—, aun suponiendo que existieran, en tanto así también debía confirmar que ninguna consecuencia las abreviara de mal modo; pues las presumí menos nítidas que los efectos de un cuadro prefigurado por mí… Como ya imaginarás, las bisagras que la historia revela son rígidas cuando los historiadores ajustan los tornillos ante ojos de cerrajeros…

En fin, ¿te acuerdas cuando describí aquel crimen, aunque como te das cuenta no con los ribetes de hace rato? Entonces, fumé un par de cigarros cuyos ombligos extintos se disputaban los ribetes de tu cenicero.

Un espasmo de Gioconda se precipitaba en las comisuras de ella. Rembrandt, en silencio, recordaba el cenicero que ahora veía sin distracción, y todas las palabras al aire se consumían en residuos de silencios anteriores. Él recordaba el gasto de aquellos dos atletas continuos en el pulso regular de unas pocas bocanadas: aquellos mapas pulmonares que se disolvían como guerras improcedentes. Recordaba para amenizar sus oídos, acaso ya bizcos en la vacía cuenca de sus orejas. Sin advertir las palabras que faltaban a la comprensión, siguió escuchando lo que era ininterrumpido.

—…Por supuesto, una sentencia unánimemente concreta, pues cada uno de esos pares (que figuraban en la sucesión de una suma cabal) habían singularizado los mismos arquetipos de la tipografía… entre el cero y el nueve, he allí un idioma que justificaba mis principales proezas a costillas de Caín. Sí, tal cotejo ya argumentaba el testimonio de las primeras estrofas, sobreentendidas de antemano aun para mi obtusa comprensión matemática. Cuanto quedaba por suponer, quiero decir más allá de la destilación primaria de la que aún falta describirte una porción, había de ser más simplificado, pero, quizá como parte de mi obligatorio empeño, proporcionalmente más parecido al inconmensurable final definitivo… y no sólo porque se estuviera por mucho a punto de conciliar la luces de otras profecías (trazos póstumos de un crimen bien resuelto, por así decir), sino porque lo que estaba en el papel sustraería a mi desidia a otros amagos complementarios y por subordinados obligatorios, que, dicho sea de paso, derivaban (digamos por complicidad criminal) de una hazaña que ya no iba a tener sólo la exclusividad de mis aspiraciones…

Antes bien, debía justificar otros dos dígitos. Debía completar la criatura de la cintura para abajo. Así que de otro par de metáforas antiguas compuse los tercetos. El 3 y el 9, simplificación de una vida superior que era 81 veces ella misma, repetían sus cabriolas de barro vertiginoso, más allá de los otros seis números que fueron desencajados del primer costillar en movimiento… del primer mecanismo, señor. Como sabes, cualquier aplicación inmediatamente encajada en la prisa de su propio retraso, figura incluso en el balance de sus ancas como un mecanismo, siempre que su único punto gire sobre sí en pos de un ejercicio ulterior cuanto por su vecindad; ulterior también por lo venidero de otros pivotes en acción. Así que mi proceder, aunque en tiempos no tan presurosos como este boceto que te trazo, cobraba funciones progresivamente, en tanto así se le iba imaginando, y en concierto de tal imaginación.

Ya cumplidos los afeites de los que hablé, establecí el orden de los dos sonetos… Ah, sí, dos sonetos: el segundo de los cuales era la imagen de la construcción del primero: una suerte de azar prescrito, el prólogo de una farmacopea que otros exegetas habría de fatigar hasta los últimos folios. Ese segundo soneto, ya cuidado en sus pormenores manuscritos, fue el que te dicté en la forma que lo escuchaste: con las caderas y cinturas de un plan a simple vista ordinario… Por lo demás, no me queda sino confesar las inflexiones enjutas de aquel dictamen, y que, no obstante, sorprenderían al mismísimo Vincent…

Rembrandt, quieto, sin usurpar las fronteras de sus huellas fijas, acompañaba a su voz ausente.

—…Una vez que terminé, suscribiste ese procedimiento —siguió ella—… todo lo cual, si recuerdo bien, al punto remplazó el ingrato trabajo de tantos insomnios, ¿no es cierto? En fin, fuiste ingenioso en los primeros esquemas, aquéllos que tanteé durante esa tarde, a medida que los ibas esbozando. Claro, si bien es cierto que yo no era concursante en métodos ulteriores (o lo era parcialmente) no menos cierto también era que yo había previsto oportunidades contiguas más allá de todos mis pivotes

Pero, retomando el crimen sin acentos presuntuosos, ¿te acuerdas, querido, de que al tercer día los vecinos descubrieron el cuerpo de Matilde, y de que todos nosotros, ante la noticia, éramos sospechosos? ¡Vaya! Ese día fue el más cálido en meses…

Miró el espejo sin enmarcar y se deshizo el moño.

Parece que el crimen tiene una sola dirección —empezó a hilar entre preocupadas inflexiones—, pero no menos de dos ojos donde puedan encontrarse salidas menos estrechas que los ojales de un sastre ciego.

Súbitamente se encogió de hombros, mientras Rembrandt diluía unos dedos en su barba rojiza.

Por otro lado —agregaba con suficiencia—, la policía, como fue sabido, no dio con su defunción. Fue sepultada sin que aquel misterio se dilucidara en los interrogatorios. Sólo las dudas, aún después de tres semanas, siguen saciando la gula de todos. ¡Qué solícito argumento policial!

Recuerdo ese día —alcanzó Rembrandt en la plenitud del resquicio, rompiendo los aparejos que se habían cebado a su quietud—. He ahí, entonces, el poliedro diligentemente vestido con los reumáticos retazos de otro sastre ciego. Sí, su enfermedad empezó a empeorar, con paciencia omitía los síntomas que la dilataban. Claro, desde entonces él empeoró irremisiblemente… y pensar que deletreé las iniciales colegidas, apenas balbuceando la saña de sílabas inciertas sólo para mi ignorante tiento… tu celo, ay, amparo de mi propio crimen, que hasta ahora desconocía. Sí, mujer, ahora acierto con las dudas que antes me vedaban; y pese al carácter ajeno de lo dudoso, sé que el éxito de mi cuento tiene la proporción de un estrado que me incrimina, y nada sobre esas tablas puede conjurar un castigo.

Todo lo que se escriba incrimina —dijo Paola con un cinismo adusto, al tiempo que cruzaba los brazos—. En el crimen, como en la política, les tengo más esperanzas a los perdedores, a los que redimen su soberbia después de un afán ajeno.

Rembrandt no caía en cuenta de aquella rítmica voz. Impávido iba atusando su barba.

Todo es tan blando como mis cuatro capítulos —dijo, absorto.

No te creía tan rígido. En cuanto a los capítulos de ese cuento, no son tan blandos como el examen que ha marginado a tu perspicacia. Por otro lado, no es una cuestión de creer; es, más bien, una cuestión de ablandar. He sabido que los crédulos, a despecho de su flacidez, pretenden amortajarse con las arrugas de muertos tiesos.

No, mujer, lo que nos faja siempre ha de ser fofo, aunque la consistencia de mis capítulos, temo abreviarlo así, condecore mi plantón y lo cerque como barrotes rígidos—repuso, impaciente.

Hoy todos sueñan durante las disecciones en las cuales hacen sus apuntes —dijo Paola, mientras bifurcaba un paso en sus largas piernas—, y despiertan en bruscos insomnios de bibliografías febriles. Antes se podía dormir mientras se soñaba, aun a expensas de los primeros conejillos de indias. Ahora, y este punto quizá te parezca tal vez menos trillado, hasta los ardides del sueño estorban las tretas de estar en vela.

¿Y si a través de una metáfora primaria me describiste el asesinato, qué hiciste con la metáfora, con la máscara, cuyo significado memorizaste o ceñiste a tu memoria?—inquirió Rembrandt en el aliento de su turbación.

Muy sencillo… el crimen no tenía virtudes impares —completó Paola—. Así que te busqué, y ese cuento inducido te convertía, además de mi confidente literario, en mi legítimo cómplice. Por lo cual el pábulo que te incumbía, esas otras metáforas desenvueltas en un cuento, eran el vastedad indispensable para no olvidar cuanto había examinado y comprendido aquella noche, y cuanto muchos leerán en la digresión de sus asuntos cotidianos.

Pécora —replicó Rembrandt, maquinalmente—. Desde entonces el estado de Vincent ha ido empeorando…

Vincent ha temido morir en el tumulto subversivo de sus truncos pensamientos —dijo Paola, interrumpiéndole fríamente—, con los ombligos de su cerebro atorados en la garganta; todo ello ha sido su enfermedad, su rigor. Pasa días en vela, aterrado, en penumbras, mientras pinta sus penumbras. Nada de lo que pasó habrá de serpentear hasta nosotros como sus pinceladas.

Se volvió a recoger el cabello en un moño.

Últimamente ha despejado el estudio. Si vieras cómo juntó todos los muebles, igual a una mampostería prehispánica —agregó ociosa.

¡Bah!

Rembrandt no dejaba de reunir las palabras de aquel cuento, deletreadas con cierta asimetría. Miró los senos de Paola para distraerse de tan ásperas revelaciones. La tomó de los hombros e intento besarla inútilmente. Arisca, escapó entre sus dedos como dos páginas entreveradas en la fuga.

De súbito, ella, volviéndose, buscó la persecución que se tatuaba en su escape; extendió y posó sus brazos sobre los hombros de Rembrandt, como un par de moluscos de alguna edad primitiva, y decorosamente avanzó con la cínica orla de sus preguntas. Rembrandt no pudo más que estar inmóvil, debajo de aquella petición aún no expuesta. Paola dijo, habló, palabras ausentes que adulteraron la venenosa savia del silencio. Rápidas y lentas sílabas, todas juntas como una sola e interminable palabra de cuya etimología Rembrandt nada escuchó.

Cuando quiso atenazarla entre sus brazos, ella resbalaba entre las maneras ya melancólicamente de crustáceos. Él reconoció en su negra y abundante cabellera, que era no menos que el epílogo de su huida, algo extenso que la dejaba espantosamente a la intemperie.

Paola se fue, lejos del portazo que tras de sí dejó. Rembrandt espió el reloj redondo, que pesadamente se cebaba al filo alto del espejo. Se dio vuelta y miró una mancha azul en el piso. Se distrajo y al sobreponerse la mancha partía de revés. No supo si era el espejo o era él. Perturbado escrutó el espejo de nuevo: otra vez eran las siete en punto de la noche, el mismo énfasis de su reloj pulsera. Sonó la alarma; se encendió el televisor en su brusquedad electrónica. En vano, Rembrandt trató de recuperar aquel intervalo, acaso tan reciente para cualquiera amago de Paola, pero cuya edad sólo era inteligible en un estadio ajeno, recóndito e inaccesible a él. Bruscamente apeló a la memoria que se arrastra a soliviantar, contra su propio arbitraje, recuerdos venidos de cualquier oportunidad exterior —por más el vicio de todo vagabundo hundido en las infatigables licencias de su infortunio—, pero sin conciliar una consecuencia precisa que probara la envergadura de un acierto. Miró, otra vez de soslayo, el espejo. En aquella tersura impersonal, vio los anaqueles que desesperadamente trepaban la pared con la fatiga inmóvil de tornillos oxidados. Vio, en uno de esos anaqueles, un ejemplar de “Crimen y Castigo”, al pie de las letras mayúsculas estaba repujado un retrato que Rembrandt hiciera de sí mismo. Dedujo que el crimen era Rodion Raskolnikov y que el Castigo, también repujado, era Porfirio Petrovitch. Se retractó con vehemencia; pues le fue más obligatorio, y no por ello subyacente de excepciones deductivas, la máxima inversa de su turbación, que Porfirio Petrovitch era el crimen; y Rodion Raskolnikov: el castigo de Dostoievski.


Antidote

If the lake was meek, I was upon it.
Did I spell the illiterate silence name,
When the lake was a violent name sanctified mine?
I shall drink from its cold waters tomorrow.

Just it is me —said I—
I spit this thirst still overflowing my anger.
I am meek within
this little throat,
Of which my noises drinks a little sip…
And this little sip still gnaw my ears.
Now I am about to flow without tears…
It still flows THRO(ughou)T bars…
The w(A)ter is stilly… You, bars,
Not your throat’s second thirst, but phirst”.

ughou ughou ughou ughou ughou ughou

It will rain tomorrow —after silence gagged herself,
Replied again— I promise…”

The waters still flow to downstairs:
Below the cold is stilted!
My evening thirst will be submarine
Tomorrow morning…
When I can be who can read the silence name:
Who could read its blessings?
Who could drink its ancient waters?
Who could spell its waves? Ughou.

There is a submarine under my feet.
One sUPmarine under fit of my feet.
(
These feet do not fit me any more)
Alas shoeless feetfulness!
Alas the shoeless ski’ll limp up behind its feat
less!
And the limp heaven will not be skyllful any
morening.
Supstairs! Supmarine!
Shall I read to drink again?
(Tomorrow
submorning)
You see, bars —said I—. You see
As the waist's tears fall today…

And now I go accompanied by you —it said me.

 De no ser por ese relieve que bajo la sombra de un título inapelable enmascaraba cierto autorretrato, no se hubiera reconocido a sí mismo entre un horario que aún le parecía trémulo e inminente. Sin más, enfrentó el espejo. Vio su cara como una máscara atornillada a una pregunta. Sacudió la cabeza y volvió sus ojos a la puerta, la examinó desde el dintel hasta el resquicio liminar. Allí vio un sobre impecablemente cerrado cuyo remitente era Paola. Con acuciosas manos despejó la tapa elíptica de la mesa, apartó papeles retorcidos sin conseguir la carta que los dos leyeran. Revisó la gaveta donde escondía sus teratológicos bocetos. Descubrió que los papeles, otrora ordenados en el cajón, se retorcían sobre la joroba de la mesa. Se agachó y recogió el sobre; lo abrió y sacó una hoja manchada de café y torpemente plegada: VINCENT VAN GOGH.

 



2

Sollte ich jetzt weniger

Feingefühl haben?

Franz Kafka

 

Los concurrentes fueron llegando al recinto: un generoso vacío desde cuyas alturas simétricas se columpiaban silencios que repetían los estribillos de abajo. Todos los pilares se alzaban con un ritmo escotado, y al punto los óleos prolongaban esas distancias. Las palomillas eran proscritas por quienes prescindían de las fulgorosas pinceladas, y la luz de las lámparas, acuñando medallas honoríficas, divagaba como alfileres adoctrinados bajo el peso de oscuros sastres y se hincaban innumerablemente por aquellas plantaciones de patrones y telas. Una múltiple porción de esos fríos alfileres prendía las altas túnica de las columnas, pero era una lluvia tan inadvertida como las risas erizadas o los asuntos de la acupuntura.

Se habían colgado los lienzos para un homenaje póstumo a Van Gogh. Hacía tres meses de un suicidio que con altas paredes confinó a la mayoría de las conjeturas; especialmente a Rembrandt, quien, desde entonces, era poco más que una conjetura. ¿Acaso Rembrandt no había sido capaz de escribir algún párrafo que tuviera el vigor de una consecuencia robusta?

Dos hombres secos, conjeturales, conversaban frente al recién llegado. Harmenszoon, atribuyéndose quizá una licencia impersonal, los observaba con cierta afectación. Inmóvil escuchaba el diálogo que durante minutos aquellas pilas disputaban con indolencia.

Obscenamente la ignoraban —dijo el hombre más magro—. Entonces, allí estaba ella, como un secreto que esconde su ropa interior entre las expuestas nalgas. Le compré indistintos vestidos, también muchas joyas de intrincada belleza. Como a mi esposa la vestí, o dejé que llevara los disfraces de sus esposas. Le di brillo a sus senos con aceites exquisitos, como mi complacida mirada le diera a sus ojos inconstantes. Parecía haberla fraguado en el fulgor de mi complacencia. Arturo, ¿acaso hay una numismática más resuelta con la cual pude hacerla notar ante los ojos de esta gente?

No —respondió el otro con cierto dejo—, pero es obvio que tu arrogancia no puede comprar a tu orgullo.

Vamos,“orgullo ”, “fin ”… porque “fin ” tiene cautivo al ombligo arrogante. Esas palabras bastan una vez aunque nadie las diga o nadie las escuche. Puedo enorgullecerme de saberlo.

Y ella de haber aprovechado tu sabiduría.

Amigo —repuso, como si se tratase del artificio en boga—, el dinero tiene alas combatientes, las más hábiles de la fauna, y si las amaestras habrá un tiempo en que parecen ser dóciles, pero la disciplina se acaba aún cuando las ramas del cielo siguen siendo frondosas; y no porque no se pueda comprar, sino porque nada de lo que compraste parece ser vendido por el avaro que envidia tus riquezas. El orgullo será lo primero que extravíe cuando ya haya perdido lo que me enorgullece.

Ella puede abreviar eso en términos fijos —replicó aquel tozudo, que buscaba ganar una flagelada a través de la certeza de sus cicatrices.

Prefiero eso a morir torturado por saber que todo cuanto poseo vale justo lo que, como colmo de la avaricia, no me he atrevido a exponer en negocios infundados.

Vaya que eres mas optimista que yo, tal vez porque no ha mucho que eras el pesimista más convincente que hubiera podido hacer rabiar a su hermano ingénito —insistió el cetrino, enmascarado con un mohín escaso—. Sinceramente, no he visto nada en ella que presuma intereses huérfanos del vicio. Su vanidad tiene ciertas etapas, predecibles todas, que mucho de lo figurativo busca el haber de un sólo golpe en la venganza, rudimentario credo de sus juveniles arrugas.

Créeme que fui más duro con ella —dijo, alzando su copa con jactancia—. En lugar de llamarle profanadora le profané con mi bienestar, por cuanto tenía otra mujer que vestir, y sobre cuya rareza parezco ahora taxidermista, y otra, precisamente Gertrudis, de la que sólo quedan harapos y alhajas roídas por la vergüenza.

Rembrandt advirtió, en aquellas palabras horadadas en forma de hombres, las grietas de aquellos hombres horadados como palabras. Las pretensiones de ambos compendiaban una venganza sórdida y superflua, que nunca creyeron compartir en un secreto. A pesar de aquel vanidoso ramaje de la escena ante la cual Rembrandt estaba prendido, continuó mirando a su alrededor. Antes de ver el primer cuadro de Vincent, su mirada se detuvo, entumecida, en Paola: un angosto torso ceñido con gasas negras. Paola, con su cabellera satírica, abundante, negra, y su rostro de belleza ojival, pasó alternándose con las pinceladas póstumas; dando término pleno a su estatura, que había coronado con pensamientos de alguna íntima consumación.

Beatriz se acercó a Rembrandt. Tomándolo de un codo, lo desencajó de su mundo inmediato y lo llevó a un círculo de conocidos cuyas dextrógiras imposturas Victoria presidía.

Antes de venir leí tu último cuento —dijo Alfonso, entre saludos nones. Era el pica pleitos de cuando menos las tres terceras partes de los convocados con invitación; alto, de ojos hundidos bajo sus párpados como miradas cocidas a los ojales de su adusta viudez; con canas coleccionadas por una sutil hipocondría y por una leve calvicie.

Ya hace cuatro meses de los mil quinientos ejemplares —agregó, regocijándose en el calor de sus arrugas.

Por cierto, siempre hay una sentencia en el colofón de tus libros al que se suma la herrumbre de la imprenta —dijo Victoria—… bueno, quizá mis dudas sirvan solo para amenizar los detalles de un colofón… ¿es verdad que el último cuento tiene cuatro capítulos?

Y se aferró más a su esposo, tal si esperara una respuesta que desde hace algún tiempo temía. Rembrandt sonrió al ver aquella pareja ensamblada por una duda a semejanza de su ridículo ancestro; ensamblada en una cópula sin falo ni vulva.

¿Supongo que el argumento cabe en esos cuatros capítulos? —agregó Beatriz irónicamente.

En el rostro de Victoria, con poco más de treinta y cinco años de edad, aún no había madurado una arruga. Sobre el cenit de sus ojos almendrados todos alguna vez pretendían mirarse en una sensual distorsión, excepto el esposo regordete cuya mofletuda cara se recortaba en la impaciencia de Victoria.

La tesis la esbocé en un intersticio de ocio, mientras miraba un árbol —dijo Rembrandt, ya cercado por el silencio—, y tan rápido como éste me hizo notar sus hojas postergué las raíces menos profundas que se le pudiera ocurrir a un bibliotecario analfabeta. El secreto —agregó, mientras miraba el rostro plácido de Beatriz— está en el intersticio de ocio y, eso desde luego, en no revelar nunca que hay tras esos ociosos experimentos.

He aquí el hombre que separa capítulos al darlos por muertes precoces —dijo Beatriz, distraída, sin quitarle la vista a un desnudo—. En fin, he aquí el hombre de cuya muerte nadie usurpara un lazo —agregó, al tiempo que se incorporaba con una enfática sonrisa.

Todos celebraron la indemnización con un lacónico silencio, interrumpido por Alfonso:

De cierta forma el suicidio es la realidad de los artistas, o el dilema del cual pocas veces logran conseguir una fantasía —dijo, en tanto sus ojos perseguían el zigzag de sus miradas—. Vincent, por ejemplo, quizá se preguntó alguna vez: ¿Me suicido o hago un autorretrato? Cualquiera de los caminos le sería tan corto como el atajo. Era un hombre ingenioso sin pretender pinceladas a plena luz del día, incluso para truncar un pincel optimista… ¿y la realidad? Vaya, la realidad es nuestra. Al menos por orgullo admitámoslo, algo de ella está colgado en estas paredes.

Las preguntas ya de por sí son dudosas, qué no tanto lo serán las respuestas —replicó Rembrandt indolentemente.

Todos sonrieron a su manera, pero como un mecanismo en concierto. Beatriz no dejaba de blandir su copa trabada en la palidez de su mano. Todos bebían de sus copas. Casi todos se entregaban a dos orillas de palabras que eran reversibles por los interinatos de sus inflexiones.

Pasaron palabras que patinaban en los arañazos del murmullo. Cuanto se dijo, durante más de un cuarto de hora, había pulido los resbalosos peldaños del suicidio. Bastó la sentencia de Beatriz para que la plática se desmigajara como una sonrisa de Victoria:

¡Suicidas propicios! Siempre su falla es el rigor de sus costumbres —dijo, entre risas—. Luego se acercan, a través del fracaso, a la perfección inapelable, o cuando menos a su verdadero éxito.

Aquellas palabras se esparcieron con nocivos impulsos. Fueron menos pulidas que precisas, y demostraron la fecunda zanja que, desde la platea del victimario hasta el plató de una víctima irresoluta, no prescribía un camino inverso.

Después de insistentes monosílabos, la conversación pendía de otro apoyo accidentado, pues muchas palabras, ya menos rechonchas, se cruzaban con la facultad del crimen, y parecían salpicar el semblante de Rembrandt, quien apenas se mantenía de pie, como un péndulo, sobrio o turbado, mareado o quieto, tal vez como los recuerdos aludidos.

Eran las 06:00:00 de la tarde —continuó Alfonso—. Un disparo fue huyendo despavorido, hambriento, horrísono. Una bala coagulada silbaba como veta del aire. Cruzó el plumaje silencioso, saludó implacablemente a los paraguas agazapados. La sangre bajó en sílabas escarlatas, codo a codo, desde una empuñadura cedida a la intemperie. Luego un segundo disparo que dio en el otro seno de Matilde. ¿El criminal? Nadie sospecha quién puede serlo. Claro, quizá ni sea, en la plenitud de su alfabeto, un sustantivo en lo que no conocemos. Sin embargo, la muerte de Matilde, prólogo de nuestras dudas, quizá yazca debajo de los paraguas del silencio, del cual su sombra cubre lo que apenas conocemos.

La policía estropeó la sangre que bajaba las escalinatas —dijo Victoria —, la desarmó insensatamente, parecía que se extendían doscientos cincuenta y seis rincones rojos sobre el piso ajedrezado.

Alguien dijo que Matilde le tenía pudor a la muerte —sostuvo Beatriz, divertida.

¿Quién lo dijo? — preguntó Victoria, sin cautela.

Tal vez un criminal, no siempre usan el antifaz de una invisible arruga —respondió Beatriz.

La policía hizo del asunto una disección acéfala —dijo Alfonso, entre aspavientos—. Y hasta de la censura se interpretaba aquella teoría según la cual los ángulos del misterio, de modos tal vez no menos ortodoxos que las dudas circunscritas, albergaban una busca estéril. Bueno, también se ha dicho que Matilde le tenía pudor a la muerte —agregó, cruzando una mirada de complicidad con Beatriz.

Rembrandt permanecía en silencio, insepulto pese a la muerte de sus deseos.

En ese caso —dijo Victoria por añadidura— al menos no se hubiera extraviado su verdugo, si se supone que ella, la amiga de nuestro querido Vincent, haya muerto y que su muerte se nos revele cuando menos en una escasa biografía. A la sazón, hay un gran número de cosas que no se dijeron, o que aún faltan por decirse. No quiero ser quien pierda las esperanzas, precisamente ahora, cuando todos dudan. Por otro lado, el suicidio de Vincent es demasiado convincente. ¿No lo creen?

Vamos, vamos. La suerte de Vincent no es sólo refleja —espetó Alfonso para sobreponerse—. Ese es simplemente un estilo cronológico.

Sucede que queremos sustraernos de algo que de antemano nos excluye —sentenció Victoria, como un furtivo monólogo expuesto irreflexivamente.

No me aburre estar al margen —dijo Beatriz, entre risas—. Después de todo, la suerte parece hacer de mí una feliz cobarde; pues siempre apuesto a quién tenga la valentía de no perder, y presumo de mi orgullo tanto como lo permite ese azar.

También los alegres perdedores tienen su tiempo debajo de los ladrillos apilados —respondió Alfonso, entre la algarabía de voces y risas extraviadas—. Debéis consentir vuestras confesiones/ debajo de las hipotenusa de vuestros brazos —agregó en una lánguida declamación.

Sí —dijo por fin aquel esposo rollizo, cuyo rol supo interpretar hasta entonces—, sólo culturalmente se puede vestir al tiempo para una ocasión como ésta. Después de todo, hacemos relojes para decorar la certidumbre de nuestros músculos —completó, con el ademán circular de una manecilla.

¡Bah! El tiempo es el espasmo invertido que suele repetirse en todas las épocas —al fin concluyó el silencioso Rembrandt, severo, con el recato desmañado por la afectación de sus palabras—. Verán, cuando los horarios no prosperan en volúmenes que nadie lee, cosa que sucede muy a menudo, las dudas envejecen. He allí, precisamente en las dudas, la filosofía que solemos hostigar con la más repugnante ignorancia.

Sólo una escalera, antaño desfigurada por numerosos escalones impares, retrocedió en el rostro de Rembrandt. Se despidió bruscamente, como tanto pudo el dibujo de un gesto preterir cortesías. Vio su reloj con las manecillas inmóviles: venenosos pelos que se erizaban de esa cifra calva, entre los circulares brillos que aún retienen el Antídoto. Consultó de nuevo el reloj, renuente a creer que aquel síntoma se repetía. Vio que su reloj, atado violentamente a la muñeca, unía la mano crispada a un cuerpo adormecido. Recordó, para consuelo de su memoria, que el reloj se había detenido desde aquella vez. Su fuga se diluía en pasos ajenos y entre las envestidas vaporosas.

Se encendió el televisor en su brusquedad electrónica. Las 07:00:00. Dos horas y media después de a halftime a medias de su prosaico inglés. Eran la 7 pm, en vísperas de la media noche; se encendió el televisor en su brusquedad electrónica.

 

Estrofa de su reloj pulsera


Y viento que palpita como lágrimas,

Y silencio y dolor que exhorta mudos… x

Del canto a todo canto cae la puesta,

Voy, de cántaro a cántaro, cantando.

7 pm

Aquí me alejo, horario que, en el tiempo,

No tiene reloj ni para rendirse y

Ni arenilla en los pies incalculables

Ni savia ni miel ni latido muerto.


 

¿pm? ¿pm igual a un tanto que no conozco? ¿pm  igual a un cero que no conozco? ¿Post? ¿Merídiem? Meridión póstumo


Mientras Beatriz y Victoria lo perseguían con sus miradas, Rembrandt decrecía bajo el dintel en una silueta que, al ras de la bruma dilapidada en el aire, se desvanecía proscrita en inclinaciones fermentadas. Rembrandt dejó, tras de sí, la persecución, el vicio de la luz (que colgaba de las lámparas y de las palomillas) y, tal vez por ejercicios encadenados, los cuadros en ciernes de un palimpsesto, que pocos aceptarían como la única prueba dividida desde todas las bífidas pinceladas.

Paola, sobre ágiles huellas, se acercó a ese círculo desinflado por la fuga de su antiguo amante. Y Alfonso, que era otro de sus amantes no menos antiguo que Rembrandt, la tomó del brazo, como si se aferrara al asa de un frágil jarrón.

Hace tiempo que no te veo con Julieta —dijo Paola fríamente, mientras se incorporaba.

No me costó mucho abandonarla —respondió, como si imitara la procacidad de su canicie—. Me aburrí, porque ella ya no amamantaba mucho mi desapego. Es tan flaca que aun el cero de la nada es un cinturón ancho para ella.

Con una mirada Paola amortajó la ingenua sonrisa de Alfonso, y él la soltó de prisa, con la misma brusquedad que su otra mano, más que prendida al vidrio avergonzado tras las refracciones, ostentó para llevar la copa a un sorbo.

Después de todo, ser flaca es una bonita virtud —dijo Paola en el desparpajo de su desdén—, quizá la única que la pérdida de peso ha dejado —. Y sonrió sobre la estatura del frío, mientras Alfonso disipaba las burbujas en su boca.

 

3


Out, out, brief candle.

Life ’s but a walking shadow, a poor player

That struts and frets his hour upon the stage,

And then is heard no more. It is a tale

Told by an idiot,full of sound and fury,

Signifying nothing.

William Shakespeare


El universo humano nos ofrece sus secretos, nos depara territorios dentro de su sustancia; nos eleva y nos excluye como dioses hechos de frágiles cavilaciones. ¿La? ¿Mayoría? ¿De? ¿Nuestras? ¿¿¿¿¿¿¿Dudas??????? ¿Respecto? ¿A? ¿Los? ¿Individuos? ¿Palpitan? ¿Dentro? ¿De? ¿Sí? ¿Mismas? ¿Como? ¿Descubrimientos? ¿Impacientes?

Esa noche tenía su prolongación en el pensamiento, y no hubo antes pensamiento de Rembrandt bajo el cual postergarse con la flacidez de la imaginación…

Bajo las sombras de los postes, caían las demostraciones de la mente de Rembrandt, como hubo anticipado aquel libro sobrecogedor, sin provocar algún roce que no moviera al miedo. Dejar aquella atmósfera fingida por sacrificios disolutos, fue preciso para que las huellas de Rembrandt midieran el desprovisto territorio bajo sus pies. Después de todo, tendía a un monólogo cuyo ritmo, dividido por el estribillo de un eco, le profetizaba confines a su mente. “Me bastó leer un fragmento que Vincent, en uno de sus cuadros, escribió en bermellón —se decía con pasmoso denuedo—. ¿Acaso no era un vaticinio más póstumo que su epitafio? ¿No es precisamente el epígrafe que satisface el argumento? ¿No es, en efecto, el reverso de lo que de él aún prevalece? ¿Sí? ¿Esto? ¿Último? ¿Lo? ¿Es? ¿Sin? ¿¿¿¿¿¿¿Duda??????? ¿Por? ¿Lo? ¿Que? ¿Nada? ¿Hay? ¿De? ¿Raro? ¿En? ¿Tratar? ¿De? ¿Convenir? ¿Lo? ¿Impostergable? ¿Abrir? ¿En? ¿Una? ¿Autopsia? ¿Las? ¿Preguntas? ¿Y? ¿En? ¿Vano? ¿Supersticiosamente? ¿Pretender? ¿Explicar? ¿Las? ¿Respuestas? ¿Combinadas? ¿Adentro? ¿Por? ¿El? ¿Azar? ¿De? ¿Una? ¿Criatura? ¿Interina? ¿Interina como quien, ya postrada en el lecho de muerte, no muere para consuelo de su fe? ¿Puede? ¿Ser? ¿El? ¿Epígrafe? ¿De? ¿Una? ¿Víctima? ¿Que? ¿Conjetura? ¿Algo? ¿Simple? ¿Al? ¿Menos? ¿Y? ¿A? ¿Pesar? ¿De? ¿Sí? ¿Misma?¿Revelar? ¿Puede? ¿La? ¿Brevedad? ¿De? ¿Sus? ¿Argumentos? ¿A? ¿Través? ¿Del? ¿Suicidio? ¿Pero? ¿No acuso para exculparme? ¿Apenas? ¿Entre? ¿Parpadeos? ¿Pude? ¿Ver? ¿En? ¿Aquellas? ¿Telas? ¿La? ¿Apología? ¿De? ¿Un? ¿Juicio? ¿Cuyo? ¿Incriminado? ¿Es? ¿Anónimo? ¿Para? ¿El? ¿Afán? ¿Del? ¿Fiscal? ¿Ya? ¿Sea? ¿Porque? ¿El? ¿Fiscal? ¿Es? ¿La? ¿Necesaria? ¿Suma? ¿De? ¿Las? ¿Pruebas? ¿Y? ¿No? ¿La? ¿Evidencia? ¿De? ¿Éstas? ¿Para? ¿Mi? ¿Desgracia? ¿Yo? ¿No? ¿Estoy? ¿Exento? ¿De? ¿Un? ¿Escaño? ¿Pero? ¿Acaso este homicidio que lo condujo a la inmolación, pese a la muerte extraviada cuyas costillas no están para mí ocultas… acaso este asesinato del que su vigoroso secreto forzó la solución definitiva de Vincent, no fue conciliado por tantos homicidas? ¿Demasiados? ¿Me? ¿Atrevo? ¿A? ¿Declamar? ¿Una? ¿Lista? ¿No? ¿No? ¿No? ¿Fueron? ¿Demasiados? ¿Simplemente? ¿Todos? ¿Ilesos? ¿De? ¿Máculas? ¿Visibles? ¿Al? ¿Menos? ¿En? ¿Las? ¿Arrugas? ¿De? ¿Sus? ¿Disfraces? ¿Una lista? ¿¡Bah!? ¿Confeccionamos? ¿Trajes? ¿Pero? ¿Las? ¿Más? ¿De? ¿Las? ¿Veces? ¿Zurcimos? ¿Al? ¿Imitar? ¿A? ¿Nuestros? ¿Recuerdos? ¿Remendamos? ¿El? ¿Óxido? ¿En? ¿Donde? ¿El? ¿Remordimiento? ¿Se? ¿Regocija? ¿De? ¿Su? ¿Impunidad? ¿Como? ¿Las? ¿Arañas? ¿Se? ¿Regocijan? ¿De? ¿Cicatrices? ¿Prendidas? ¿Sobre? ¿Las? ¿Llagas? ¿De? ¿La? ¿Paciencia?

 


¿No? ¿Sé?

¿Si? ¿Me?

¿Asiste?

¿La? ¿San- Siete versos de tres sílabas métricas que compuso hace 7 años, antes de conocer a Paola.

gre?¿O?

¿La? ¿Suer-

te?¿Pe-



 

ro? ¿Mi? ¿Memoria? ¿Deletrea acaso un ritmo que recrimina mis huellas? ¿¡Bah!? ¿!Suerte!? ¿Es? ¿Ella? ¿Un? ¿Simple? ¿Músculo? ¿Cuyo? ¿Nombre? ¿Verdadero? ¿Se? ¿Nos? ¿Olvida? ¿Antes? ¿Que? ¿Tengamos? ¿Que? ¿Sopesar? ¿Su? ¿Flacidez? ¿De? ¿Víscera? ¿Descompuesta? ¿Y? ¿Qué? ¿Ritmo? ¿Simple? ¿Qué? ¿Sanguínea? ¿Muerte? ¿Coagulada? ¿Entre? ¿Repeticiones? ¿¡Qué insensato!? ¿Y la suerte? ¿La? ¿Suerte? ¿Otra? ¿Vez? ¿La? ¿Suerte? ¿Es? ¿El? ¿Azar? ¿De? ¿Los? ¿Necios? ¿Todo? ¿Cuanto? ¿Consintió? ¿Mi? ¿Vanidosa? ¿Ignorancia? ¿No? ¿Me? ¿Hizo? ¿Por? ¿Tanto? ¿Más? ¿Vanidoso? ¿Menos? ¿Culpable? ¿Van Gogh? ¿Debió? ¿Tener? ¿Razón? ¿En? ¿Que? ¿El? ¿Suicidio? ¿Prorrogado? ¿Es? ¿De? ¿Sabios? ¿Pues? ¿Le? ¿Dio? ¿Tiempo? ¿Para? ¿Pensar? ¿En? ¿La? ¿Nota? ¿Que? ¿Nos? ¿Ocultó? ¿Pero? ¿Qué digo? ¿Sí? ¿He? ¿Sido? ¿Quien? ¿En? ¿Su? ¿Culpa? ¿Ha? ¿Administrado? ¿El? ¿Itinerario? ¿De? ¿Las? ¿Arañas? ¿Mis arañas? ¿¡Ah!? ¿El? ¿Pobre? ¿Vincent? ¿Fue? ¿Siempre? ¿Un? ¿Suicida? ¿Pero? ¿Evitar el suicidio no era por mucho el único atajo que tenía para postergar su muerte? ¿Qué debo anticipar para que el crimen, demostrado por mi culpa, sea menos expresivo? ¿Por qué debo sacrificar mis respuestas, aquéllas fraguadas en accesos de dudas, para salvar el orgullo de una pregunta que, en el sacrificio del silencio, fue respondida por la sal de las olas y no por la espuma de mis perjuicios? ¿Acaso, durante meses, las iniciales de la muerte ya no abreviaban los deseos de Vincent, y acaso las abejas de luto no le devoraban la plenitud de su precaria lucidez? ¿Su sangre, para confirmación de casi todos, no manó muerta, muerta hacía meses y en medio de la catamenial intriga que le precedió? ¿Su amante no libó acaso con el primer brindis de su singular homicida? ¿¡Ah!? ¿La? ¿Verdadera? ¿Culpa? ¿Continuará? ¿Viviendo? ¿En? ¿Mí? ¿Cuidado? ¿Mientras? ¿Las? ¿Palabras? ¿Estén? ¿En? ¿Las? ¿Bocas? ¿Y? ¿No? ¿En? ¿El? ¿Crimen?5 ¿Del? ¿Que? ¿No? ¿Puedo? ¿De? ¿Sus? ¿Números? ¿Gramaticales? ¿Interpelar? ¿Un? ¿Horario? ¿Que? ¿Me? ¿Absuelva? ¿!Ay!? ¿Fui? ¿Al? ¿Extremo? ¿De? ¿Urdir? ¿Con? ¿Aquella? ¿Suma? ¿Que? ¿Desconocía? ¿El? ¿Código? ¿Tornadizo? ¿De? ¿La? ¿Infamia? ¿Quién he sido? ¿Y? ¿Si? ¿Hasta? ¿Entonces? ¿Había? ¿Sido? ¿Inocente? ¿Aún lo sigo siendo, pese a éste último crimen que cualquier perjuro me imputaría sin necesidad de apelar a sus contrarios juramentos? ¿Este? ¿Aire? ¿Embota? ¿A? ¿Mis? ¿Respiros? ¿Mucho? ¿Menos? ¿De? ¿Lo? ¿Que? ¿Mis? ¿Respiros? ¿A? ¿Estas? ¿Cuestiones? ¿No es mi cerebro la mordaza de mis pretensiones? ¿Es? ¿Como? ¿Si? ¿A? ¿Nada? ¿Pudiera? ¿Increpar? ¿Porque? ¿Todo? ¿Está? ¿En? ¿Mi? ¿Mente? ¿Y? ¿Como? ¿Si? ¿No? ¿Pudiera? ¿Confesar? ¿Porque? ¿Mi? ¿Lengua? ¿Y? ¿Mi? ¿Mano? ¿Expondrían? ¿A? ¿Mi? ¿Atrofiada? ¿Inocencia? ¿Vano? ¿Reo? ¿Que? ¿Quizá? ¿Tema? ¿Estar? ¿De? ¿Pie? ¿En? ¿El? ¿Patíbulo? ¿Como? ¿El? ¿Cordero? ¿De? ¿Mis? ¿Dudas? ¿Entonces? ¿Acaso puedo declamar un razonamiento infantil y, quizá con la certeza de un signo extraviado, dar en el blanco? ¿Eso? ¿Me? ¿Haría? ¿Un? ¿Majadero? ¿Que? ¿Saborea? ¿Tal? ¿Ignorancia? [(¿En?) (¿Otro?) (¿Tiempo?) (¿Natural?) (¿Y?) (¿Tan?) (¿La?) (¿Pulpa?) (¿De?) (¿Mi?) (¿Voz?)] ¿Para? ¿Redimir? ¿Todo? ¿Sabor? ¿Dilapidado? ¿No? ¿Muy? ¿A? ¿Pesar? ¿De? ¿Lo? ¿Que? ¿Alrededor? ¿De? ¿Mí? ¿Me? ¿Alude? ¿O? ¿Me? ¿Separa? ¿Los? ¿Síntomas? ¿Harían? ¿De? ¿Mí? ¿Un? ¿Exclusivo? ¿Testigo? ¿Que? ¿Sólo? ¿Debe? ¿Ampararse? ¿En? ¿Sus? ¿Impulsos? ¿Viejos? ¿Sí? ¿Decrepitud? ¿Que? ¿En? ¿El? ¿Estrado? ¿A? ¿Través? ¿Del? ¿Castigo? ¿Infligido? ¿Por? ¿Los? ¿Achaques? ¿Tal? ¿Vez? ¿Demoren? ¿Las? ¿Ideas? ¿Que? ¿Son? ¿Tan? ¿Nuevas? ¿Como? ¿El? ¿Miedo? ¿De? ¿Revelar? ¿Sus? ¿Propias? ¿Esperanzas? ¿Y? ¿Revelen? ¿Las? ¿Esperanzas? ¿Rezagadas? ¿Por? ¿El? ¿Peso? ¿Del? ¿Mismo? ¿Pensamiento?

¿11 y 35 pm?

¿11:42:00? ¿11:42:00?

¿11:49pm? ¿11:49:00? ¿11:49:00?“

 

4

Però comprender puoi che tutta morta

Fia nostra conoscenza da quel punto

Che del futuro fia chiusa la porta.

Dante Alighieri

 

Al separarse de aquel monólogo de improcedentes garantías, el cansancio se deshizo la corbata en el único y estrecho camerino de la atareada mente de Rembrandt.

Rembrandt concluyó la última cuadra de las dieciocho que hubo recorrido. Dobló la esquina; llegó al edificio Van Rijn. Abrió la reja entre dos empujones que hostigaban la carne cotidiana. Sus rasgos, como garfios, rasgaban la cremallera de un silencio agazapado en el umbral. Entró en el vestíbulo y abordó el ascensor de pisos impares que ya estaba abierto. Pulsó la tecla 21. Se dio vuelta, sumergido en luces mortecinas, para ver su rostro dilucidado en el espejo, mientras las cuadernas del ascensor, a través de rieles rotos, se cerraban expiando balidos de corderos sacrificados.

Vio su rostro discontinuo; su frente amplia y quizá menos lúcida que sus mejillas. Sus arrugas, como los nervios de un naipe ilegible, se ramificaban en el espejo. Su nariz se alargaba, en trance, hasta la boca enjuta. Rembrandt vio en sus ojos que las terminaciones de ellos estaban inflamadas como sanguíneas espinas. Vio en su barba el borde destejido del vértice inferior de aquel triángulo lleno de matices anémicos.  Vio sus cejas como resecos coágulos del espejo. Descubrió el conjunto inmóvil, o acaso se descubrió reunido en pinceladas, como un autorretrato de Vincent.

Se detuvo el ascensor. Apenas se movieron dos mechones dividido por una trinchera de pensamientos proscritos. Rembrandt se dio vuelta cuando las cuadernas se abrieron como pétalos toscos. Salió hacia las escaleras. Subió rápidamente los escalones hasta el descansillo. Se detuvo a escrutar, a través de la turbia celosía, las luces de medianoches extraviadas en la niebla. “Sollte ich jetzt weniger Feingefühl haben? He ahí, erguida sobre mis ruinas, una torre con escalones impares. Subir y subir hasta la azotea, y desde el antepecho, descubrir que la muerte siempre elige una cifra par”, pensó, ensimismado en la contemplación de aquel aglutinante vacío. Reanudó sus pasos hacia el piso 22. Llegó al rellano. Antes de cuatro exhalaciones, abrió la pesada puerta de roble.

Ya adentro, buscó el libro que había comprado en la librería hispanófila. Ciento dos páginas leídas durante insomnios, y las más de ellas nubladas con tenaces garabatos (postizas cicatrices). El mismo libro sobrecogedor de cubierta pálida, con un peso cuyo follaje los ojos de Rembrandt habían descifrado a excepción de un folio.

Prendió la lámpara y se tiró sobre el sofá, largo a largo, con el libro entre los dedos. Leyó el inapelable nombre del autor, y al abrirlo redescubrió la palidez de la página tantas veces descubierta en la necesidad de un invento: el sueño. Esta vez el cansancio lo atrajo a la lectura. Con el libro, elevado levemente, examinó, como no lo hizo antes con otra página (y quizá debido al temblor que sus manos solían empuñar después de cierta altura), las escamas del papel: tres mil dieciocho diminutos caracteres apenas contenidos en el extremo borde del folio.

Ante sus ojos, la página tantas veces eludida. La página sin un garabato, las ramas y las hojas de tal peso. Se propuso leerla en voz alta, como si a sí mismo se leyera un insomnio para dormir; con una voz ronca de transeúnte:

   


PRÓLOGO


Estaba en el sillón, estaba absorto y disecado como un taxidermista fijo en sus ojos fijos. En mis vacíos se disgregaba la borrachera como una bandada de pájaros indefinidamente despiertos, y mi sueño dejó de contenerse en mi cráneo; sólo el ardor más doloroso daba tumbos dentro de mi cráneo, como si hurgar pudiera un arraigado fruto. Mientras muchas clavijas se desperezaban con el aplomo de mis atribuladas respuestas, lloré todas aquellas preguntas que durante insomnios pude cotejar rudimentariamente a mi vigilia más licenciosa. El vino prolongaba su ocio en las burbujas que le herían. Las cortinas, adorables pero ermitañas, danzaban en la tensión de músculos invertebrados. La tímida luz no traspasaba el vano, desde fuera avivaba a los rescoldos de sombras tendidas en el parqué. Tomé el pesado revólver que plácidamente había puesto sobre las sábanas; su centro, aún más pesado que el mío, tenía los vicios ancestrales del perjurio y un azar descifrado apenas con seis proyectiles de alquímico plomo. No sé si al fin hubo un disparo, pero se diría que por redondo ardid de un minutero yo yacía sobre el catre y escuchaba una trémula voz que se iba apagando como un estribillo en ráfagas: "Out, out, brief candle. / Life’s but a walking shadow, a poor player/ that struts and frets his hour upon the stage, / and then is heard no more. It is a tale/ Told by an idiot, full of sound and fury, / signifying nothing."* Mis ojos resbalaron en mis párpados, o la sangre resbalaba desde los distantes ecos; y entonces la voz, quedamente, se extinguía: …signifying nothing. Toqué mi frente y se desenrolló un pez de sangre decapitada sobre la ingratitud de una piedra. Me agité en medio del mobiliario, confuso, batiéndome contra esa profecía que también me desencajaba del último naipe que vi sobre los tablones. Busqué, prolongando estériles maniobras, cualquier quicio que por entre mi delirante ceguera vislumbrara algunas cosas del mundo. Urdí entre mis dedos las estampas ocultas en el mantel, las que nunca volvieron su suerte, y sumé al misterio las virtudes de mi ignorancia insatisfecha. Hice pedazos algunos objetos cuanto eran capaces de resistirse en beneficio de su conjetural esgrima. Me ascendió el vómito de súbito, paralelo a mi cuerpo, como si en el trance aprendiera la ciencia del crecimiento; y ya rendido, me sabía un demiurgo cuyo único argumento posible, el caos de importancia regular y monótona, transcribiría en adelante aun las hazañas anteriores. Pero el cansancio me fue degradando hasta la simplicidad de un neófito, que fuera tan crédulo en su ardor. Mis ardides cesaron bruscamente, luego de caer de bruces sobre la cuadriculada fotografía. Aquella figura, entre sus resortes, deshizo los amarres de mi luto, de este luto que a tientas se veló hasta clarear su fondo. Apenas pude justificarme en algún párrafo predilecto, mientras las arrugas sin rostro se ceñían a mi rostro envejecido. Aquel ángulo en el cual se recogen las esperanzas, era en derredor lo mismo que se puede encontrar siempre: el nombre que invoca la fe del conveniente predicado. Acredité lo que muchos: “no podía haber proporciones que no fueran decoradas a imagen y semejanza de mis dudas”. Un diccionario, cuyo tosco pedestal era razonablemente medido durante cualquier juicio dudoso, tan comprensible entre dos letras extremas —pero devorado por los pliegues de la memoria— no era ni el compás de su propia extensión. Y yo, no obstante a las geométricas pinzas que todo lo juntan en un pellizco, no era el testigo cuya condición había sido ignorada por la vanidad de mis certezas, pero sí el universo desconocido por todos; en tanto todos se arracimarían a mi turbación.


Eran las 12:42:00. Rembrandt aún no adolecía del luto de sus ojeras, pero, de repente, se durmió bajo la sombra de los párrafos.

Los rincones de aquel apartamento comenzaron a oscilar en su mente. Dos habitaciones se subdividían; se deducían o estiraban según la ambigüedad de aquel vórtice que disipó lo irreducible. Iban sobreviniendo prerrogativas de rústicas emergencias, que a pertinentes conclusiones sucedían motivos engorrosos. Cada palabra, cada párrafo, cada símbolo vigorizaban los cambiantes paisajes de chatas espesuras. No había mucho que pudiera ser objetado en la renta de un ejercicio preliminar.

De repente, lo que del telón le daba pliegues a la obra, se disipó en una fuga polvorienta. Allí, un hálito que, extendido como un felpudo, sucumbía detrás de mis sospechas. Lucidez. Lucidez. Todo susurraba a lo lejos, desde la impronta reiterada con el azar terriblemente vacío hasta las derivaciones llenas de un azar terriblemente satisfecho.

Sin que duda alguna fuera tan petulante de solapar la alternancia de los interrogadores, todo estaba: colgando, volando, quieto o revuelto, en fin, como fuere; y se concentraba y dilataba de tal modo, con tal ritmo en apariencia improcedente, que todo cuanto se conjeturara, dudara, asintieran, demorara, atestiguara o se rechazara por su índole, no dejaba de conjurar la incredulidad de mi incertidumbre…

Pronto, en el sopor de un hiato que separaba a dos diptongos, un lienzo enmarcado vino a concentrar los matices más hoscos que yo alguna vez hubiera reunido en una superficie rectangular, cuya altura fuera el doble de su ancho…

un Autorretrato, acaso un porte
Que que que que que que que que que,
De luces a antenas de las sombras,
Do marcó su pulso un asesino,
A las escaleras asustó
Con sus pasos trepidantes, huellas…
Hela allí, aquella criatura erguida.
En el filo de su bisturís,
Tropezó, cercenado con brillos,
La mitad de un espasmo inexperto
Que se averió entre mis dos párpados,
En medio de saqueos y reyertas,
De vientos y noches y ventanas…
De los escombros retoñó piedra,
De vientre hinchado y frágiles llagas…
Decía: —no te señalo, no…
For all we live to know is known
And all we seek to keep hath flown
—…
De súbito una nariz… ¡Ah! Donde
Un cuello resbaló, en el aire.
Ferocidad disipó al hombre
Quien con frac deslucido, bigotes,
Bisturís, tragó arena cuanto
Caminar sediento sobre arena
Fue forzoso para ofrecerse en
Sacrificio. De sacrificio alto…
A un tercio de una medida, otrora
Nariz, silenciosa; mas, de súbito,
En tragaluz abierto aleteó,
Y otro cuello pálido crecía…
A la sed de la criatura expósita
Por no nadar mojó la garganta.
Su ¿inédita? Costumbre escupió
14 puñaladas de inhábiles
Dísticos, acritud remendada,
Que aquel pescuezo, flotando anónimo,
Sed no dejó sentir, sólo magros…
Gritos cuyos ecos en el hambre,
Gritos de sedienta contingencia…
Sólo el sonido alcalino fue,
Y el silencio marcha igual de solo,
Que en adelante silentes muertes
Tanto como alguna vez el trueno…
Y el cuello cayó, sólo una imagen

de la cual entre el vapor de diminutas ruedas y rieles dilatados por la fuga se abrió una herida cicatrizada en otro sueño Se abrió como un tapete sobre cuyas arrugas zurcidas yo la criatura inmersa me hallé extraviada como un alfabeto que aún en sus sepulcrales pañales sólo tenía el decoro de  santificar la “A” y la “Z” Yo estaba al lado de un cadáver impávido como un maniquí al lado de cualquier cosa Entonces con estupor me di cuenta de que podía nombrar cuanto ahora estoy nombrando pues ni un espejo ni el agua tranquila ni los turbios vidrios de las ventanas ni el enchapado bruñido de baúles prehispánicos me devolvían mi imagen plena nada reflejaba la integridad de mi enlutado porte De alguna parte vino hasta mis manos una estrofa hirsuta como la costura de su viaje la tomé y solemnemente así como el Prólogo tuvo un significado en el silencio arabesco noté al leer con precisión aquellas líneas (versos cursivos y abreviados por mi inteligible mano) la exactitud que me redimía Después de vacilaciones computadas en mis parpadeos cae en mis manos una segunda estrofa hela aquí entre tantas arrugas hela marchita como un guante herido por engranes tuertos hela mía escrita de un tirón y cuanto por mis letras tienen de fugitivas se engolfa en el eco que aun por contradecirle la reglamenta Esta hirsuta estrofa sin transcribir la plenitud de ventajas ajenas parece tener el tamaño de un pliegue en la ceñida desnudez de fijo tiene el tamaño de un silencio que alterna con la mudez el de una novela despojada de sus epígrafes el de un puño de ojos lisiados (pedrería opaca) con los cuales se decoró el puño del bastón Y después de conjeturar que tantas extensiones vinculadas a parpadeos pueden ser resueltas en el símil monótono veo peor aún conjeturo con la certeza de estar adentro qué estrofa infamemente urdida no puede ser más que deliberada reciente  Sí  Esta estrofa parece medir ¿mis huellas exteriores que me persiguen para darme una muerte misteriosa muy dentro del misterio?

 

II

Con dormir bastaba
Para doblar las espigas.
Me adentré en mis vertiginosos escalones…
Fue necesario que el sueño se acostumbrara
 
Al entrevero de las espinas,
A rodar como un cráneo repleto de flores…
Sin verme, máscaras iban sonriendo,
A tientas de sus disfraces;
¡Ah! La luz, la recuerdo laberíntica,
Caía en mis puños,
Como lento laberinto por el Minotauro encubierto…
No toque frente a mí nada que estuviera lejos de mí…
De mis pasos, huellas:
 
Deshojadas huella bajo mis zapatillas.
Huellas
Que dulcemente amortajaban mi peso…
Alejé mis manos como huellas
 
Que sepultan su peso en una inconstante orilla.
Apunté mi mano buena, como báculo crispado,
Hacia el parteluz: el único oráculo de REMBRANDT.
¡Esfuerzos inútiles! ¡Inútiles secuencias!
(Ya se le  había redondeado un ombligo
Al piadoso halo de esta segunda estrofa.)
El cansancio dobló mi sangre,
 
Y ella, mi sangre cansada, dobló su último recodo;
Dobló mis antiguos desvelos
Como a débiles espigas…
Apenas pude, sobre la joroba de mi sangre,
Borrar las jorobas tatuadas atrozmente
En mi lomo.
Pero tuve que liberar las monedas,
Cuyos brillos de mariposas numismáticas
Infundían un costo tan hostil como la efigie y el revés;
Tuve que cerrar los relojes como abanicos a la intemperie,
Porque aquí adentro mi antiguo horario
 
Però comprender puoi che tutta morta
Fia nostra conoscenza da quel punto
Che del futuro fia chiusa la porta
—,
Al ras de sus retrasos
Y de las separaciones extendidas en el crimen,
Enmarcan las arquivoltas de un sordo tímpano
Alzado aún en estas ruinas…
Y porque mi edad es la cifra final de mis asuetos:
Tan fija como ardua; tan turbada por testigos,
Y habrá de envejecer,
Ser el óbice de cada uno de mis impostores,
O una
 cifra circular de cada reloj extranjero…
Sólo afuera. Sólo afuera, sólo
afuera…
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Septiembre-Diciembre, 1999

Capítulo VIII

23


Dadme la lira Homero, pero sin sus cuerdas teñidas de sangre.

Anacreonte.


Hacia la derecha siempre pude conseguir algo más de comida y agua. Hacia la izquierda el recorrido era más rico en detalles al tacto. Aunque el borde exterior de las galerías estaba restringido a un polígono regular, concéntrico a las barandas circulares, no había forma de coincidir, siguiendo las molduras de las paredes, con el punto de origen; lo cual confirmaba, al menos para mis temblores subcutáneos, que no estaba ciego. Mi dieta y mis preferencias arabescas estaban a discreción de esa oscuridad. Sin embargo, los confines entre pisos también parecían confirmar que no estaba ciego, sino que los vacíos carecían de cualquier modo de iluminación, o que esos modos, anteriores a mi culpa sin duda, habían sido objetados deliberadamente.

Aborrecí la carne. Sólo comía semillas; también legumbres cuyo sabor verde parecía confirmar que no estaba ciego. Después de días de inanición, probé un hígado con aros de cebolla: ningún gozo profanó mi régimen. El aceite hecho una gelatina, cuyo hervor hubo cicatrizado innumerables trozos de carne putrefacta, lo sorbí con una fruición que avergonzaba.

Atando la cuerda más larga a la última baranda (una retahíla de caracteres inamovible),


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abandoné las galerías y me arrastré por el parqué de abajo. En mis aventuras, descubrí algunos objetos minuciosos: cepillos de dientes, cortaúñas, peinetas, peines y un proclive etcétera apenas inventariado por sus propios dueños. Pero el mayor de mis descubrimientos fue una caja de cerillos.

Empecé por encender un cerillo, aún todo seguía oscuro. Encendí tres a un tiempo y al punto agucé mis ojos en vano. Encendí cerillos, uno tras otro, y sólo escuché el débil crepitar de la madera. Tomé algunos pequeños objetos del piso y comprobé que la mayoría de ellos se derretían entre las vetas del calor. En adelante, evité esos experimentos por el peligro de que el recinto ardiera en lentas y rápidas llamas. Así que guardé la caja de cerillos, en el mismo talego; allí, donde la última ración estaba resguardada de ese frío que como a un azogado me roía los dientes.

Pasaron otros meses en los que apenas pude sobrevivir a la dieta de rincones inaccesibles: ratas, cucarachas, arañas y un hongo que rezumaba desde muy dentro. Me fue difícil regresar a las galerías donde la comida era, si no regular, cuando menos tolerable a mis costumbres. Sabía que la cuerda aún colgaba de la última baranda, pero durante muchas exploraciones me fue imposible hallar su extremo deshilachado.

Otra vez apelé a la caja de cerillos. El amuleto que había reservado para mi último día de suerte. Tomé uno de los cerillos; lo encendí más con el crepitar de mis yemas que por su roce superfluo. Tendí la palma de mi mano sobre el agudo cielo de la llama. El dolor fue insoportable y suponía, como las más de las contingencias, que no estaba ciego. Descubrí, con estupor y resignación, que sólo quedaba un cerillo; el único que de ese modo fuera el faro de los otros. No importaría qué pose de mi impaciencia se derritiera en las afueras del calor, era mi última oportunidad de ver según en este punto era yo el vidente. Ceremoniosamente lo encendí. La luz, que a duras penas se abrió paso en la oscuridad secular, era maravillosamente cálida. Luz: al fin pude asentir tantas extensiones incorpóreas. La luz… luz… con cuyo abecedario traduje un manuscrito mío; una carta que no recordé haber escrito jamás:

 

Si cada capítulo procura arrogarse cierta independencia que de cualquier modo compromete a la obra entera, habrá un suelo o un arraigo entre las sombras, no porque una alianza aglutine a los personajes, sino porque, al contrario, los frutos disgregan la cosecha. Una novela de nueve capítulos tiene la irreducible ventaja de haber frecuentado sus nueves recodos. Cada segmento es una fracción a cuya integridad la memoria concede un espacio fijo o un tiempo mancomunado, aunque todo lo cual evite, muchas veces y por diferentes medios, la simultaneidad entre los vecinos. Cada capítulo es un ciclo, es verdad, acaso una estación. Cada facultad se da con el propósito material de los cuerpos en disputa. Cada corporeidad es una extensión de finitas ventajas, un recorte cuyos límites son, a pesar de todo, corporativos. Es allí, en medio del piso 22, donde las circunstancias parecen intimar con el conocimiento abreviado; donde cada unidad elocutiva transige con sus posibles enemigos: ese prójimo del cual no pueden menos que sospechar una maldad absoluta, porque ¿qué otro tanto pueden refutar, sin que incursionen en la omisión que la propia culpa impone? El que algunos hayan muerto heroicamente, no corrobora una épica individual ni la paralela certeza de los retratos colegidos, pues el heroísmo no es épica, sino misericordia; y la misericordia es, muy a menudo, el castigo pertinente aplicado al héroe, para que éste corresponda a sus hazañas. Los personajes son precisamente aquéllos para quienes los testigos nunca sobran; viven o mueren sobre una piedra que es para todos un escollo. Sin embargo, la novela tiene la marca de haber sido escrita según la hondura de sus abismos, sin mejorar los cielos reflejados en los pozos, pero también con la prisa de incesantes correcciones, que, sino la detienen en seco, al menos la demoran para siempre. ¿Acaso el contubernio es regentado alternativamente por cada uno de sus inquilinos? No es algo que sea útil averiguar con certeza, pero al menos es una posible conclusión de una parábola. Luego la única excepción de la regla sería en este punto su origen. Aunque se acepte con resignación los nueves capítulos como un argumento diverso, y por ello diversificado, nunca podrán asumir filos de una dimensión imprescriptible; pues cada capítulo resultaría una exclusiva biografía de la misma novela; nada más lejos del centro de estos folios. Vi en todo esto mucho más de lo que hubiera podido anticipar en uno de mis primeros bocetos, lo cual me satisfizo de antemano. Finalmente, dos confesiones son ciertas. La una: el haber incluido, en un vigoroso capítulo, a tres cráneos, ello ofrece una cavidad más pródiga de las que cualquier egoísmo pudiera reunir en sus arenas. La otra, develar la suma de ciertos verbos encarnados aquí. Separación invariable, intervalo fijo de este bibliográfico universo:


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Diciembre, 2004

Capítulo IX

Epílogo


El espíritu humano nació de una madre mortal.

Píndaro


¿Quién puede pensar en la muerte mientras baja una escalera en sigilo, aun suponiendo que falte un escalón para llegar a un sótano del que se tema tumbas cavadas por generaciones estériles? Por encima de las lápidas de esta hermandad, sólo los optimistas son quienes están a salvo de asuntos entrañablemente personales. Yo, por ejemplo, he sido optimista; por un deber melancólico lo he sido. Así que la escalera, que se prolongaba más allá de mis pasos, había de erguirse tanto que yo, en la plenitud de mi memoria, demorara múltiples lechos para mi muerte, casi siempre yacijas abrumadas por el crepitar de las noches. Si bien había consentido el suicidio, sabía, con sobradas razones, que no lo aceptaría para emular una esperanza ventajosa (vago leitmotiv) de la que todavía no pudiera conseguir un significado pleno.

Durante los días que me ha llevado reconsiderar el argumento de esta confesión, el cansancio siempre fue fiel al propósito menos vulgar de cuantos hube consentido con entereza y hasta desparpajo. En la primera semana había progresado poco en darle aquella dimensión que mejor las diligencias de mis vicios han improvisado ante mí. Pero, después de todo, el mismo rigor de los hechos prescindió de mis precarias aptitudes literarias, y aun de mi afición a corregir incansablemente párrafos cuyos laberintos ya habían sido remendados con el ovillo de Ariadna. Así que ¿qué otra obligación había contraído sino la de corroborar que mi recuerdos no carecen de cierta identidad literaria?

No soy tan viejo como los recuerdos que, imitando las elásticas arrugas de mi carne, han remendado la vejez de mi olvido; y todavía creo no haber acatado arrugas profundas que me unjan inexorablemente, que hagan preclara cualquier señal profética de la cual el prójimo pueda ensayar trémulos juicios en mi contra. Sin embargo, la hija de mi esposa descifró las ventajas que yo había urdido a la sombra de mis derechos usurpados, o usurpó de mi carácter la asidua legitimidad del suyo propio. Fui yo, en fin, quien asentiría las prescripciones de cualquier oportuno testamento, a cuya incumbencia no podía sino santificar el peso de mis dudas.

Me casé con una mujer de cuarenta y cinco años, tras descuidar trámites irreflexivos, pero, con tales efectos inmanentes, iba corrigiendo las excusas que anticipaban un matrimonio taciturno, cuyo probable divorcio lo completaba de antemano. Nada importaría aquí retomar esas excusas o pretender de ellas una conclusión minuciosa. Apenas resuelvo declarar que el matrimonio es sólo una metáfora infantil, cuyas extensiones, a lontananza de cada quien, no justifican ningún credo mancomunado. Era mi primer matrimonio. Tenía veintitrés años cuando me casé. Ya era el padrastro de una infatigable huérfana. Constituíamos una familia a la que poco le unía tanto como las discordias durante la cena.

Yo notaba en mi hijastra Verónica una fortaleza que jamás fue distintiva en el semblante de su madre. Había en ella una herencia que se crispaba vehemente en cada ademán, y que, sin  subvertir los epílogos rubricados en álbumes de fotos blanco y negro, imbricaba las arrugas de Julia en una anamorfosis. Verónica era una criatura excepcional que no posponía ventajas ajenas, algunos de cuyos ritmos ordinarios (ahora colegidos en mis remotos señuelos) pudieran perturbar el equilibrio inconveniente de una paternidad postiza, acaso añadida por la fuerza de circunstancias religiosas. Era una de esas criaturas cuyo verdadero fin busca consumarse en el orgullo mortal de sus progenitores. ¿Qué impracticable desenlace no era precisamente creer en un fin último? De cualquier modo, ¿no sospechó alguna vez de un paternal orgullo a cuyo fin yo siempre temí que ella fuera tan hija de su madre como hijastra mía? ¿No fue esto último cuanto la absolvió de alguna culpa artificial de la que en adelante sacó los móviles de su incrédula redención? ¿Cuántas preguntas sobre ella? ¿Una pregunta por cada respuesta que yo pudiera sospechar frívolamente, pero que a la larga estarían al margen del verdadero cuestionario?

 

Una tarde la sorprendí abstraída en las volutas de la vajilla. Alrededor de tales abstracciones, estaba el mismo cartapacio itinerante que solía corregir en la boda, mientras su madre y yo nos divertíamos en esa parodia infantil. Me acerqué a la mesa y puse sobre las dos páginas una tira de papel en el que estaba escrito, de puño y letra, mi epitafio. Ella se volvió a mí, después que hubo leído el dístico. Sonrió y me recordó, a través de su enfática mirada, el desagradable incidente de la noche anterior. Luego tomó su cuaderno y, alternando su interés con lo vulgar del tedio vespertino, lo aseguró a sus delgadas manos, por encima de su boca como un inapelable atril sobre el cual acostumbraba hojear miradas ajenas. Yo me senté en la silla contigua, tamborileé un cigarrillo en mis piernas cruzadas, hasta finiquitar una fracción de la rítmica espera.

¿Has escuchado alguna vez la fábula de Pedro y el lobo —dijo, apenas por encima de las páginas.

Tantas veces que recuerdo perfectamente la moraleja, mas no la fábula con la cual alguien haya consolado un cadáver —le respondí, divertido.

Entonces, déjame que te haga recordar la fábula.

Adelante.

Bueno —dijo, por encima del vértice plegado—, ya sabes que la memoria sólo recuerda cuanto le queda por olvidar… y estos folios, suma cronológica de esa esperanza, son las abreviaturas de una moraleja que corre el riesgo de memorizarse por entero.

No hay problema. Lee tu versión, pues.

Está bien —abrió de nuevo las páginas— “Había cierta vez —amparada tras su litúrgico atril, empezó a leer su manuscrito sin equivocaciones ni tartamudeos, con la seguridad que había en el inconcluso ritmo—, en cierto lugar, y bajo la sombra indeclinable de ciertas leyes, una aldea poco poblada donde vivía un muchacho majadero llamado Pedro. Pedro tenía como oficio heredado pastorear a un pequeño rebaño de ovejas que pertenecía a su familia, sumado a lo cual todos sus vecinos le habían concedido tácitamente una dignidad de vigía implícita a su rutina, pues él tenía, como otros tantos predecesores, que advertir sin demora a cierto lobo que, como no dejaba de contarse de padres a hijos, siempre estaba al acecho, y cuyo peligro podía ser anticipado sólo si un vigía, en la comba de un promontorio, sustraía su memoria o su paciencia a la estrechez de un horario, y a tiempo daba una alarma de emergencia convenida tras años de costumbres Pedro, siendo para entonces el vigilante de aquel irrevocable designio, descubrió la facilidad que se le concedía para unas de sus bromas. Valiéndose de las prerrogativas de un centinela, anticipó el peligro no habiéndose manifestado bajo su estricta vigilancia. En primer lugar, lo hizo para medir la fe de su prójimo y para sostener un juicio de sí ante ese prójimo tan distante de la dignidad que él, entonces, investía.

Tras la primera alarma de Pedro, la gente corrió despavorida a guarecerse en sus refugios subterráneos, apenas si llevaban consigo a niños recién nacido, a laboriosos viejos y a ciertos animales que estimaban gastronómicamente. Pedro, al ver esas detalladas piezas en concierto como el mecanismo de un reloj, sentía, en el regocijo de su divertimiento, ser el tiempo indemostrable cuya majestad no podía ser medido jamás por aquella servidumbre apresurada por las mismas excepciones de Pedro. Al pasar la espera estéril de una urgencia inexistente, los aldeanos le reprocharon su conducta, pero Pedro, que ya había previsto las consecuencias, demostró fehacientemente la excusa que lo exculpaba. Después de todo, nadie le había descrito el lobo con exactitud, acaso tenía una idea ancestral de aquel peligro que había socavado tantas generaciones, acaso una idea por lo demás imprecisa. A grandes trechos, se le describió algunas señas que le serían de utilidad para un reconocimiento atinado; cuando menos, en adelante, no habría de confundir al lobo con una piedra tapizada de musgo.

A los días, Pedro reincidió en su broma, y dio la voz de alarma sin más. Se echó a reír prematuramente sin que ello adulterara su gozo. Como la vez anterior, la gente salió dispersa y fatigada por el ritmo de las campanas, y volvió a la rutina con desdén. Se reunió un número notable de aldeanos, quienes reprocharon a Pedro su desliz. Él, como había de esperarse, tenía una excusa ya no automática, sino ingeniosa. Se esmeró en decirle a aquella comisión, bajo la cual estaba de alguna forma juzgado, que él, en efecto, había visto el lobo. No obstante, ante la incredulidad desenrollada en arrugas escépticas, explicó que, interpretando aquellas señas, pintó un lobo en una lona ancha, que desplegaría a sotavento con ayuda de poleas. Demostró, ante la perplejidad de severos jueces, aquel artificio con el cual Pedro creyó que de fijo ahuyentaría el lobo, al verse éste reflejado en una amenaza cuando menos semejante a su casta. No teniendo efecto al principio, según confeso Pedro, tuvo que darse prisa, con la ventaja que le daba la distancia a la que estaba la amenaza, en hacer sonar la campana y guarecerse, a la par de su rebaño, en un refugio que la aldea había dispuesto con la contribución de generaciones enteras. El lobo, ante la tela, y quizá al no comprender cierta semejanza que asociaba a combates encarnizados al margen de la hembra de su manada, se retiró de prisa hacia la generosidad del bosque que, después de todo, era donde se podían descifrar los secretos del lobo; lo cual Pedro se adelantó a conjeturar de manera minuciosa e imaginativa ante la audiencia.

Satisfecha la aldea con las explicaciones, se ratificó su unción a Pedro, que, habida cuenta del peligro, lo hacía ver como un héroe reclinado en su grandeza. Pero Pedro, de antemano, se sentía por encima de aquellas leyes que algunos eruditos habían escrito, acaso tras usurpar las migajas de una divinidad que plenamente él encarnaba.

Pensó en modificar su broma, incluso en sustituirla por otra con visos ciertamente más complejos. Pero, ponderando su reinado absoluto, no le quedo menos que consentir su costumbre como el único camino a campo traviesa. Después de todo, era el hábito que lo había encumbrado por encima de hábitos ajenos…

Corrió, otra vez hizo sonar la alarma en el tintineo de su júbilo. Respiró profundamente, erguido sobre el pedregal como una estatua de bronce macizo. Poco a poco abrió los ojos como si ensayara la vida con inmóviles piruetas de Dios. Vio aquel pueblo como el mecanismo ensamblado por él, en el funcionamiento armónico de sus leyes.

Era la tercera vez que Pedro mentía. Se reunió no un grupo de notables, sino la mayoría de los aldeanos. Todos habían anticipado no una excusa prevista, sino el reincidente guion de la falsa alarma. Pedro se sintió agobiado por la gente. A diferencia de las otras ocasiones en la que se le calificaba con desparpajo, no prefiguró una salida, por lo que la duda quedó sembrada en la fe de muchos, y toda su gloria se desmoronaba entre murmuraciones y señalamientos. Apenas alcanzó a decir, entre un apremiante corro, que se había posado una pesada ave sobre la campana y que, entre el aleteo de su fuga, había hecho sonar las tres terceras partes del ritmo convenido; él, espantando el ave, había golpeado el metal con algunas piedras biselada, así los últimos acordes de la señal completaron la infamia. Ni su familia quedó convencida de sus explicaciones. Se le relegó, sin embargo, a su investidura ya poco confiable. Había descendido a la vida ordinaria de la aldea, a los ingentes episodios de la historia judicial, que, lo más del tiempo, estaba al margen de las leyes o eran el corolario de las excepciones de moda. Dos días después de aquella excusa improvisada a tientas, se fue al pedregoso promontorio que antes le fue como un cetro indiscutible, y ahora le era poco más que un montón de calaveras quebradizas bajo sus trémulos pies.

De pronto, saliendo de su meditación, percibió un raro movimiento que se intercalaba entre los arbustos del redil, al final de cuya empalizada se mostró plenamente el lobo, con todas las señas que Pedro desde siempre conocía. Enmudecido ante la grandiosidad de aquel animal que se levantaba con el volumen de una docena de jueces mofletudos entre un áspero pelaje, corrió hacia la campana apresuradamente, la tocó; la áspera garganta reprodujo con exactitud el otrora himno de una divinidad. Reconoció en el eco de esas campanadas el significado ya extinto que antaño lo engrandecía y que ahora no alcanzaba a redimirlo.

Se dispersó el rebaño al tañido de las campanas, de modo que era imposible poner a salvo al menos un cordero; apenas si Pedro, corriendo con suerte, podría escaparse. El promontorio le parecía terriblemente expuesto. Bajó de prisa por estrechas calzadas, pero las mismas piedras embutidas en la colina no eran sino un terrible laberinto. Cayó un par de veces. Un par de caídas lo desencajaron de cualquier mundo inmediato. Sus rodillas crepitaban hacia su fin. Lo envistió la bestia, una y otra vez. Los gritos de Pedro le daban voz a la sangre delirante. La sangre, ya en silencio, encauzada por los sordos trámites del sillar, fluyó copiosamente, desde las primeras piedras acanaladas hasta las casas dispuestas al margen de la iglesia. La sangre corría a través de las cunetas que imitaban simétricos callejones. La gente supo, entonces, que la amenaza no en vano había sido advertida por el deslucido centinela, y que aquella sangre era la señal terminante para resguardarse de una amenaza secular.”

Ya veo que la moraleja no ha de ser la misma que aún recuerdo —dije, luego de una ceremoniosa pausa.

La verdad es siempre la misma: aunque ella misma se desmienta a guisa de parábola, o sea refutada por un infinito verdadero.

¿Hablas de los mentirosos, de aquellos que se sacrifican sin saber que de antemano estaban consagrados a la piedra? ¿Hablas del filósofo que medita sobre esa misma piedra maculada?

La filosofía es para el filósofo —dijo, y puso el cuaderno sobre la mesa—, lo que el hambre es para quien sabe de antemano que morirá de inanición: un vano consuelo.

¿Las piedras que no se convierten en pan, son el escaño del hambriento cuya única diferencia con el filósofo es la vanidad de un ayunador?

La lápida es para el filósofo, lo que el descanso para el hambriento: otro lugar en común.

Digamos que yo hice este epitafio, porque alguna vez soñé que tendría que suicidarme —dije, al tiempo que mis dedos, extendidos al término de mi brazo, cogían el papel—. Así que asumo mi epitafio sin acometer siquiera la suplencia del dístico. ¿Crees que cuando muera alguien grabe estos versos en mi lápida con la misma medida con la que fueron escritos?

Si te suicidas, no justificarás ningún epitafio previo; en cambio, tu serías el epitafio de las cicatrices que no te salvaron. Cuando Julia se quema, repite no sé cuántas blasfemias urdidas antes de entrar a la cocina, pero sólo ella, en su dolor, es la elocuente expresión fúnebre de la ampolla.

Me levanté de la silla y miré los cuadros sombríos, cuyas prolongaciones se complicaban en las cañuelas.

Ella trajo hacia sí el banco donde se sentó, estrechamente, a tocar un trozo del segundo movimiento de la sonata 32 de Beethoven. Se sentó con sus piernas muy juntas y sus pies aferrados a los pedales. Sus manos caían a las teclas, resbalaban en las teclas, saltaban de las teclas lentas y primorosamente.

Otra vez volví a mi silla, entre temblores subcutáneos. Me senté sofocadamente, y apelé de nuevo al cigarrillo. Vi, por encima de las arrugas del papel, como ella dejaba de tocar el piano. Se levantó y con soberbia costumbre se ajustó la bata, se ciñó lo pliegues como un hábito personal.

Caminó lentamente. Rodeó mi espalda. Yo me cercioraba de la vejez del cigarrillo. Le oí desenfundar un peso cuyo follaje metálico parecía ser frondosamente monótono. Apoyó el cañón de un revolver en mi nuca. Se me helaron los reflejos como si fueran la prórroga del metálico escozor que me turbaba. Dejé caer el cigarrillo, y con él la vejez que lo enmascaró.

¿De dónde sacaste este revolver? —preguntó, infundiendo su empuñadura contra mi nuca.

Hace diez años que me lo dio mi hermano —apenas pude balbucear, no tan nítidamente como las teclas.

Yo estaba comprometido con la fidelidad de estos requiebres, no porque hubiera transcurrido (o estuviera transcurriendo), sino porque, de cuando en cuando, era posible que transcurriera.

Mi hermano tenía un sótano donde hacía apuestas clandestinas. Bajo subterráneas sombras, él transigía con los tahúres más terribles de las cartas —agregué—. Una vez asistí al cenáculo. Un hombre que aún jugaba con Pedro, se alteró al verse perdido irremisiblemente. Se puso de pie al punto y golpeó la mesa al interpelar a mi hermano. “Haces trampa, le dijo en un sólido grito. Eres un maldito truhán.” Nadie se movió. “Sólo hago trampa, dijo mi hermano, impasiblemente, cuando alguien fragua a ras de mis dados. Con jugadores como tú, me basta confiar en mi suerte.” Pedro se paró; sacó, del bolsillo interno de su saco, ese revólver y descerrajó un tiro en la frente de su adversario. Un mozalbete forzudo y una mujer hombruna se encargaron del cuerpo. Luego mi hermano me llamó y me entregó el revolver. “Todavía quedan cinco balas, dijo. He aquí el primer instrumento para que en adelante midas a tu perjuro prójimo.”6 Bien, desde entonces he llevado conmigo el arma, pero pudiera decirse que sólo como un amuleto bastante estrafalario.

Verónica hizo sonar el percutor del revólver, y apenas pude contener la respiración durante el fallido martillazo.

Entonces, ¿tu prójimo mide cinco balas? —dijo, despegando el cañón de mi nuca. Ella compadecía los nervios que sustituían mis arrugas, pero sin dejar de apuntarme.

Vi, en el reflejo del gabinete, que de sus párpados contraídos se escapaba un par de lágrimas. Antes de que pudiera ver lo que se reflejaba en esas lágrimas, escuché las otras cuatro veces que tiró del gatillo. Yo hundía mis uñas en el borde de la silla, acaso mientras esperaba el plomo irreal.

A veces el prójimo mide a un hombre por su salvación —dijo, y puso el revólver en la mesa.

Nada pude añadir. Permanecimos el uno al lado del otro, en un melancólico silencio. Nuestras sombras se agredían con inmóvil paciencia, la ternura de sus tributos contiguos mellaban filos entre separaciones vacías, incluso al declinar de nuestras miradas. Ella se marchó a su cuarto, y se llevó consigo sus apuntes. Sin moverme, estuve sentado media hora frente al revólver. Pasadas el rudo monólogo sobre quién se indigestó con la pesada dieta y quién el instrumentista (el cocinero) a lontananza de tales crímenes (platillos), me precipité a guardar el desdentado revólver, antes de que Julia llegara con ganas de ver su platería sobre la impecable mesa.

Aunque los tres compartiéramos el mismo techo, el mismo pan, cualquier aceptación religiosa, ulterior al matrimonio, no nos era unánime y sí, de cualquier revés, incestuosa. En esa última noche, no hubo ninguna ocasión que nos reuniera en torno a la mesa. Cada uno de nosotros, por su parte, se había procurado una ración última, aunque no conciliatoria.

Julia y yo nos tendimos en la cama como un par de fardos marginados por la corriente; por esa interminable corriente que todas las noches divorciaba nuestras sabanas de nuestros sueños. Allí, tendidos, mirando el cielo raso de una palidez profunda, algo de nosotros evocábamos en esa cal, alternamos unas palabras con las cuales aceptamos, por lo menos a través de sus inflexiones, la rareza unísona.

Creo que aún no ha dejado de ser una chiquilla, déjale que piense para su edad. Pensamientos contemporáneos son los que debe comprender—dijo Julia.

¿Cómo la pederasta ausencia de su padre, que en lugar de legarme una hija me lega una hermanastra? —murmuré.

En todo caso, mejor sería que se prohibiera a sí misma pensar en propósitos filiales —contestó, al punto.

Ella no se prohíbe pensar cual ha hecho hasta hoy, porque sabe que está en la edad de hacerlo —dije, honrando a mi confusión—. Ya habrá tiempo para que saque conclusiones sensatas de cuanto haya pensado. Yo, aun siendo mayor que ella, todavía no estoy a tiempo de sacar conclusiones que favorezcan mi inteligencia —agregué, sin más sentido que la estricta silueta de esas palabras.

Y también habrá tiempo, entre nuestras tres edades, para envejecer, ¿no es cierto?—dijo Julia, entre balbuceos—. Sí, la vejez es totalmente para los viejos —agregó.

Y la juventud también, si ellos la quieren recordar, no lo olvides —repliqué automáticamente.

Voy a masturbarme con tu pulgar non—completó ella en un susurro.

Otra vez ebria.

No —me contestó, cubriéndose el rostro con la cobija.

A medianoche, escuché que un vaso se hacía trizas en el comedor. Me paré sin que Julia advirtiera mi sobresalto. Cuando llegué al gabinete, descubrí a Verónica tendida en el parquet. La recogí y con prisa la llevé al sillón. Fui por Julia cuya estado de ebriedad era lamentable. Antes que le hubiera hecho entender mis truncas explicaciones, había vomitado un par de veces. Trabajosamente me encargué de ambas. Llevé en brazos a Verónica y la deposité en el pescante posterior de la camioneta. Luego volví por su madre a quien traje a rastras.

Verónica estuvo hospitalizada entre muros pálidos, tal como sus sueños, en el curso de esos días, lo estuvieron entre píldoras en vela. Allí dormía, sin que los doctores coincidieran siquiera en un diagnóstico onírico. La cuarta noche en la que se permitió que Julia velara el sueño de su hija, yo logré, con furtivo ingenio, irrumpir en la habitación a la que, dicho sea de paso, no asistió Julia. Estuve en torno a su cama, oculto para el mundo que no nos incumbía. Entonces, a medianoche, después de la última guardia de la enfermera, pasó algo indubitable a los dos lados de las sábanas. Ella abrió los ojos y me llamó por mi seudónimo de invidente. Mientras me incorporaba, apenas pude balbucear una sonrisa.

Verónica —dije.

He terminado de pensar en algo —alcanzó a decirme, en un débil susurro.

Me lo dices después; cuando puedas refutarlo. Vamos, duerme.

Un hombre, sin que lo supiera de momento —dijo, respiró profundo y hundió su frágil cabeza en la almohada. No me quedó menos que escuchar atento—, compartía un recinto cerrado con unos inquilinos, en el piso 22. En su ceguera, fue, poco a poco, descubriendo cada uno de aquellos integrantes, a través de cuyas voces, o silencios, él improvisó los confines del conciliábulo. No pasó mucho para que cada presencia le fuera verdaderamente hostil, aun a su acostumbrada ceguera. Reconoció en aquel censo, acaso provisto de un arbitraje impersonal a la finitud de las exploraciones laberínticas, un contrincante que se sucedía a sí mismo. Si, por así decirlo, la mujer del intercomunicador, aún turbada por el sacrificio inconcluso, registrara en un pizarrón el término que le llevó dibujar la letra “A,” a otro cohabitante, digamos el de los pretiles que parecía una gárgola derruida, le podría llevar menos tiempo dibujar la misma letra en detalle, y registrar una marca menor. Así, indefinidamente, cada cual podía superar a su adversario: ya sea que tuviera que dibujar una letra “B,” una letra “C,” o cualquiera de las letras del alfabeto y sus posibles combinaciones. Entonces la duración de cualquier acontecimiento sería mínimo, sólo hasta que otro no haya usurpado esa cualidad. El conjunto de tales rivalidades podía ser acometido en el más simplificado de los horarios posibles, por cuanto disputable así lo era; a saber: la eternidad. El ciego, presa de angustia, apartó el esqueleto de la mujer que había matado el capitán Stevenson. Erró durante días, a tientas, guiado por las molduras de las paredes. Se topó un par de veces con el parlanchín cadáver de Rembrandt, que aún no terminaba de podrirse. Sabía que como el hombre de los treinta libros, cuyo paradero era precisamente esos volúmenes, debía buscar un instrumento definitivo. Él debía vengarse, ninguna otra resolución le era inherente a su miedo. En un mes, consiguió dos círculos de metal; con gozo confirmó la dureza del frío metal. Si bien ambos cabían en la palma de una mano, aún podían ser reducidos a puñales infalibles, y con ellos ir yugulando a cada unos de esos ejemplos. Si cuantos vivían morían bajo el rigor de su mano, él sería libre incluso de su ceguera; ¿qué otro tanto no podría decir de su crimen? Mientras iba al acecho de Neil y Robert, tumbados en la alfombra como siameses, tropezó con una larga mesa, que nunca antes había registrado en su repetido inventario. Allí, en el centro del mantel, había cuatro círculos como los primeros. Los tomó; sopesó en su palma despejada el peso regular que sus cuencas habrían de corroborar primero. Descubrió que esas piezas de metal eran monedas para ser canjeadas fuera del piso 22 (y cuyo valor doblaba al de los dos círculos anteriores). Un hombre las daba, otro las recibía y daba, a su vez, un objeto fijo. Por terrible que pareciera, sus víctimas transigían con un mundo al margen de su ceguera. Las subdivisibles biografías de sus compañeros de piso era harto más compleja que la abreviada heredad de la que él participaba. Pero, además, descubrió algo aún más terrible: el segundo juego de monedas era el complemento final de un soborno. Cerró los ojos con amargura y estupor, derramó un par de lágrimas amargas como la sal de todas aquellas respuestas que hubo anhelado a la sombra de sus párpados. Sabía que Agripina había intentado sobornarlo, y que él, ahora, aceptaba resignadamente ese soborno.

Se quedó dormida. Salí de la habitación sobrecogido por la facilidad con la que demostró los alcances de sus apuntes. Marché al cafetín con su madre.

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Al regresar, a media mañana, me topé con el doctor en la puerta. No supe cuánto fue capaz de expresar con su vocabulario secretamente morboso, pero si pude discernir unas palabras, que apenas distinguí a despecho de mi somnolencia. Cuatro que, redimidas para ser desempolvadas en su estricto orden, no ampliaron más comprensión que la de una sentencia a viva voz de un doctor distraído: su hermana ha muerto. Me recargué sobre la pared, mientras el tímido doctor buscaba, por encima de mis hombros, la silueta de una enfermera inmóvil al final del pasillo. Salí del hospital sin reunirme con Julia, sin siquiera pensar en nuestra cohabitación que ya había perdido la verdadera exención matrimonial. Me marché, sin más, a otro país de cuyo nombre no quiero acordarme.

Pasaron meses durante los cuales me dediqué al oficio empeñado por mi orgullo, a mi oficio de seis meses.

Escribí. Escribí líneas, ya que no versos…



Cuando hube terminado mi primera novela, soñé regresar al pacto disuelto por la zozobra de un vínculo paternal, que iba más allá de toda simplificación funesta. Llegué al sitio justo donde las razones fundamentales de mi novela tenían no sólo la vigencia de un pábulo originario, sino el término exacto de sus preliminares: Además, ¿por qué no conceder la plenitud de su verdadera edición, encarnada a la vuelta? Llegué a la casa abandonada hace seis meses, a la casa de mi esposa, cuya hija había muerto en el frenesí de una duda (mi duda cuando menos). Erré con mi llave el cerrojo. Entonces toqué el timbre y salió una mujer pequeña y miope; se acercó, cerraba los ojos detrás de párpados pastosos, se esforzaba por reconocer en mí a un pariente todavía no nato. Decepcionada me preguntó:

¿Qué desea, señor? ¿Busca a alguien?

A la señora Julia —alcancé, dubitativo.

Disculpe, ¿a quién?

¿No vive aquí la señora Julia Pietak?

No, hace un par de meses que compramos esta casa. Su dueña de entonces, en efecto, era la señora Pietak. Ella murió hace poco más de cuatro meses.

¿Murió? —pregunté, so pena de que cualquiera de los dos entendiéramos la pregunta.

Se suicidó. Ah, claro. Usted debe ser su esposo, ¿verdad?

¿Y cómo lo sabe? —pregunté con el infantil cuidado de ser dormido in fraganti.

Bueno, la nota de suicido era extensa y explícita según me enteré unos días después que hube comprado la casa. Sabe, la compañía inmobiliaria me ocultó el asunto, pese a que todos los vecinos lo conocían al detalle. Afortunadamente yo he dejado de ser supersticiosa; por cierto, a fuerza de rentar casas en la que siempre ha fallecido el último de sus inquilinos.

¿Y a través de quién se vendió la casa?

De un hermano de la señora Pietak.

Qué soy ante sus ojos, sino un viudo consolado por la viudez. Después de todo, estoy seguro de que mi esposa ha muerto, me lo acaba de confesar una persona que no conozco —murmuré largamente, detrás de una corta sonrisa.

La policía lo buscó con terquedad. Imagino que para hallar una relación inseparable  con el suicidio —dijo, animada por la charla.

Bueno, como usted sabrá entender, un viudo no debe hablar con aquellas criaturas supersticiosas que dicen no serlo. Así que me perdona, señora, pero debo irme —di media vuelta y bajé los tres escalones lentamente, mientras la mujer pelirroja daba un portazo. Volví mis ojos a la puerta y pude discernir, como sólo era posible a lontananza, mi epitafio repujado en ella: Mis pocos momentos buenos en zapatos/ Han sido usurpados de mis malos ratos.

Ahora, ya a distancia de mis erratas, puedo ser quien se jacte de haber descrito el argumento, que no pude mejorar con mis truncos párrafos, muy a pesar de haber plagiado los recodos de aquel cuaderno, el verdadero que ella envió por correo antes de leerme su fábula, remitido a mi posterior exilio. Las página leídas aquella noche no fueron sino un prudente facsímile. Sé, sin duda ya al margen de la redacción, que cualquier testamento que adelante sobre el pupitre no notifica plazos personales ni enseñanzas bibliográficas. De cualquier modo, no me queda menos que ser el testaferro de mi elocuencia y no su heredero en disputa con bastardos…

He dicho que he sido optimista; no diré si lo sigo siendo. Sólo me queda decir que el mundo, siempre por convención fúnebre, estará dividido en un hemisferio optimista, donde se tolera lo que en carne propia nunca será acometido, y uno pesimista, donde se teorizan las virtudes propias y la moralidad ajena; pero sin duda nadie, en el desenfado de sus convicciones, defiende la geografía de la cual se siente un patriótico partidario: nadie la defiende por rigor dogmático ni por devoción excepcional, sino, más bien, por un deber melancólico.

 

¿Después de treinta años? ¿Autógrafo de derecha a izquierda? Ergo:

Permítame confesarle algo. Cuando chico pensé en una idea que lucía modernísima cual más podía, en efecto, serla, al menos así lo creí y hasta asumí la paternidad exclusiva de su resolución, por decirlo así, y no porque presumiera de un patriarcal escaño. En fin, el que una mujer pariera a un varón, sin que éste haya podido declinar esa cita, me fue entonces novedoso;  pero, cuando me disponía a escribir a la sazón, descubrí que mi ombligo, como el de todos, era la prerrogativa de ese pacto antiquísimo, desde siempre anterior a la hembra y al macho. Entonces, y sólo entonces, descubrí que apenas mi ignorancia era cuanto de moderno había en mi oficio…

 

Marzo, 2002


1 Partículas hipotéticas cuya velocidad es mayor a la de la luz en el vacío.

2 It will be short: the interim is mine; /And a man’s life’s no more than to say ‘One.’ Hamlet. Act 5, scene II.

31 Si un caballo alado volara hasta el jinete, esté no lo sabría sino al apearse de la ilusión.

4

5 For murder, though it have no tongue, will speak /With most miraculous organ… Hamlet. Act 5, escene II.

6 O God, I could be bounded in a nut shell and count /myself a king of infinite space, were it not that I /have bad dreams. Hamlet. Act 2, escene II.

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